Don

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Capítulo 6

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CAPÍTULO 6

Bajo la noche cerrada, el cielo cubierto de estrellas y una fachada de ladrillo rojizo, salieron del restaurante, dejando atrás una terraza cubierta por paredes de cristal y radiadores. Don le había dado la noche libre a su chófer. Era viernes y Mariano también necesitaba sus horas de descanso. Jorge Juan era una estrecha y acogedora calle del famoso barrio de Salamanca, rodeada de lujosas tiendas de ropa y restaurantes. Una vía unidireccional, de edificios de corte antiguo, aunque modernos; fachadas de no gran altura y ventanales rectangulares que se estiraban hacia el cielo. Don pensó que caminarían hasta el final de la calzada, para unirse con la calle de Serrano y encarar la grandiosa plaza de Colón. Eso le serviría para bajar la cena y hacer frente a un vino que se rebelaba como un adolescente en el interior de su estómago.

—¿Estás mejor? —Preguntó él mirando al horizonte, donde los faros de los coches se me difuminaban. Antes de que respondiera, le ofreció su brazo—. Será mejor que pida un taxi, te vas a helar con ese vestido.

A escasos metros de la perpendicular, Marlena se separó unos metros de su acompañante para prestar atención a un escaparate de ropa. Él sacó el teléfono móvil y marcó el número de teléfono. Sin tiempo a reaccionar, un coche alemán de gran tamaño se cruzó a gran velocidad y arroyó a la chica, llevándosela por delante y arrastrándola varios metros por el aire.

—¡Mierda! —Gritó al ver el cuerpo de Marlena en suspensión. Como si fuera de plastilina, la mujer impactó contra el suelo y quedó envuelta en un ovillo. Las pastillas de freno chirriaron en la calle. Se escuchó un fuerte golpe y varios gritos de pánico. Después, el vehículo salió disparado calle abajo por Serrano hasta perderse en el barullo de los automóviles. Al pasar por delante de él, encontró el rostro del eslavo en la parte trasera del coche.

—¡Que alguien llame a una ambulancia! —Gritó un hombre que se acercó al cuerpo de Marlena. Don, con el teléfono todavía en la mano, parecía haber desconectado de su cuerpo. Buscó el número de Mariano, sabía que era el único en quien podía confiar. En su mirada se encontraba el reflejo de la mujer tendida e inconsciente. Tenía el rostro manchado de sangre que salía de la cabeza. El impacto había sido seco. No era necesario buscar culpables, ya los había encontrado. Un odio infernal brotó de su pecho hasta desencadenar en un profundo grito. Los curiosos que por allí pasaban se asustaron tras la inesperada reacción del arquitecto. A lo lejos, procedentes de la calle Goya, se escuchaban sirenas de ambulancia y policía.

Don se acercó hasta Marlena, que seguía inconsciente en el suelo.

—La conozco… —dijo con plena confianza al acercarse a las personas que trataban de protegerla—. Estaba conmigo.

Le tomó el pulso a sangre fría y comprobó que seguía con vida. Lo que viniera después, ni Marlena ni él lo sabían. Un sentimiento de culpa recorrió su espina dorsal. Por un momento, tuvo la misma sensación que aquellos días cuando su padre atizaba a su madre.

—Marlena, por el amor de Dios —dijo en voz baja en cuclillas—, aguanta… Te juro que pagarán por lo que te han hecho.

Instantes después, una ambulancia del SAMU se detenía a escasos metros de la escena. Los paramédicos se acercaron a ella y comprobaron sus constantes vitales mientras pedían a los curiosos que se alejaran de allí.

—¿Es usted su pareja? —Preguntó un hombre con gafas.

—Soy su jefe —dijo Don acalorado, echándose el cabello hacia atrás con la mano—. Acabábamos de salir de cenar de allí, cuando me dispuse a llamar a un taxi y un coche se la llevó por delante…

El hombre miró a Don y entendió su reacción. El arquitecto parecía afligido.

—¿Cómo se llama? —Preguntó.

—Ricardo —dijo él con voz abatida—. Ricardo Donoso.

—Escúcheme, Ricardo —ordenó el hombre—. Su compañera ha sufrido un accidente, pero se pondrá bien, debe mantener la calma.

—Necesito estar a su lado —dijo mirando cómo los paramédicos subían el cuerpo de Marlena en una camilla—. ¡Ella me necesita!

—Lo siento, tiene que calmarse —respondió el hombre poniendo una mano sobre el hombro del arquitecto—. Podrá verla en el hospital más tarde.

Tan pronto como sintió que el médico le tocaba, un acto reflejo le obligó a levantar el brazo con brusquedad. El paramédico se asustó y Don recuperó la compostura antes de asestarle un golpe. No estaba acostumbrado a establecer contacto físico con nadie, y mucho menos con un varón.

—Así haré —dijo y dio media vuelta. Un coche patrulla se acercaba por el otro extremo de la calle Jorge Juan. Don tendría que dar explicaciones de lo sucedido, algo que no le apetecía en absoluto. Una frenada y un bocinazo agudo, procedente de Serrano, fueron suficientes para girarse y encontrar el Audi A8 negro esperándole con las luces de emergencia.

Los agentes de policía se apearon del vehículo cuando Don ya se encontraba subiendo al suyo.

—Gracias por venir… —le dijo al chófer—. Siento haberte estropeado el fin de semana.

—Tranquilo —contestó con voz relajada—. La vida real ofrece más que la televisión. ¿Qué diablos ha sucedido aquí?

—Sigue a la ambulancia —explicó mirando a los agentes que hablaban con los paramédicos—. Van en dirección al hospital de La Paz.

El chófer arrancó el coche y regresó al carril, situándose tras la ambulancia.

—No quisiera ser entrometido, señor, pero… —comentó—. ¿Dónde está su acompañante?

—En el interior de ese vehículo, Mariano —explicó con seriedad—. Me temo que esta noche no dormiré en casa.

Arropado por el consuelo de su chófer, Don se despidió de este y caminó hasta la sección de Urgencias del hospital. La recepcionista le invitó a que esperara junto al resto de personas que deambulaban por allí con rostros de preocupación y ansiedad. Máquinas de café aguado que no daban a basto, mujeres y hombres desquiciados que temían por la vida de sus parejas. Era la segunda vez allí para Don. Todavía lograba recordar el intenso olor a desinfección y aire viciado del interior del hospital. Pensar en aquello le removía las entrañas. No podía quitarse de encima el rostro del eslavo, tan desafiante y altivo como muy pocos se habían atrevido. A causa de lo sucedido, se sintió culpable. Un yunque emocional se posaba sobre su espalda. ¿Cómo era posible? No existía nada entre ellos dos. Si no hubiera provocado a ese hombre…, pensó, pero era demasiado tarde. De nada servían las lamentaciones, ni las hipótesis absurdas que no llevaban a nada. Él odiaba comportarse como la mayoría de humanos, que no sabían más que teorizar cuando ya habían cometido el error. Vida no había más que una, y Don sabía muy bien lo que significaba perder y arrebatársela a otros.

Esperó por los alrededores y decidió salir a la calle para respirar. Sintió cómo los efectos de la cocaína se rebajaban, dando paso a un impulso nervioso con tendencias agresivas. Cálmate, se decía en voz baja.

—¡Disculpe! —exclamó una voz masculina. Don se dio la vuelta para comprobar de dónde venía—. ¿Es usted Ricardo?

Era un hombre de unos cuarenta años, mono de color verde y el cabello canoso y despeinado. Don se fijó en sus brazos. Dedujo que, posiblemente, practicaría algún deporte extremo como el alpinismo. Sus brazos tenían una complexión fuerte, aunque no parecían haber sido trabajados en el gimnasio. Por su forma de mirar, no tardó en darse cuenta de que era el típico doctor de las películas, ese de quien las pacientes se enamoran y al que no se le conoce mujer alguna. Un imbécil, pensó. No supuso ninguna amenaza para él.

—Así es —respondió entornando la mirada—. ¿Está bien?

—Pronto la subirán a planta —respondió el hombre acercándose—. Solo ha tenido una conmoción y algunas contusiones.

—¿Puedo ir a verla?

—No, de momento no… —dijo y mostró una mueca—. ¿Eran amantes?

—¿Es usted policía? —Respondió Don—. Soy su jefe, salíamos de una reunión de trabajo.

—La policía quiere hacerle algunas preguntas —dijo el hombre a punto de retirarse. El tono hostil de Don no le dio pie a un acercamiento.

—¿Cómo sabía mi nombre? —Preguntó por última vez.

—Es lo único que nos ha dicho —contestó el médico.

—Es más que suficiente —sentenció Don y caminó hacia la puerta principal del hospital—. Buenas noches, doctor.

Mientras que Marlena era ingresada en el hospital bajo observación médica, Don aprovechó para escabullirse de las preguntas incómodas de las fuerzas de seguridad. Caminó hasta el paseo de la Castellana y entró en un café nocturno cualquiera que había abierto a escasos metros del centro médico. Allí pidió un café solo y se sentó junto al cristal con vistas a la carretera. Tras la pausa, se prometió que volvería para cuidar de Marlena. No podía dejarla sola, no hasta que todo se hubiese solucionado. Tan solo la lejana idea de que esos hombres merodearan por allí, le ponía enfermo. Sacó del bolsillo el trozo de papel que el camarero de El Paraguas le había entregado: Andrey Bogdánov, menudo hijo de la gran puta, pensó, y lo fácil que había sido sobornar a ese muchacho. Fue suficiente con leer el nombre del eslavo para ver el rostro grabado a fuego en su memoria: las facciones duras, los ojos claros, el cuello corto y delgado y un rostro ancho y plano como un tablero de ajedrez. Fantaseó con diferentes formas de terminar con él. Ahogarlo con una bolsa de plástico como había hecho con Rupestres, no sería suficiente. Don tampoco era metódico ni un asesino al uso. Su método se basaba en lo práctico: tener una coartada y aniquilar al objetivo antes de la manera más rápida. El sufrimiento ajeno no era más que una representación del ego de quien produce ese sufrimiento.

Sacó su iPhone del bolsillo y buscó el nombre del ruso.

—Interesante… —dijo dando un sorbo al café. Nada indexado en las páginas de los buscadores, ni perfiles en las redes sociales. Debía de ser un error. Todo el mundo existía en internet, de una forma u otra, siempre había un nombre, una fecha, un dato perdido en los informes del Estado. Probó a escribir el mismo nombre en VK, el homólogo ruso de la red de Zuckerberg, la red social más famosa de Rusia, pero tampoco dio resultado. Hastiado, escribió una nota en su teléfono y dio un último trago al café. Comprobó la hora: había pasado la medianoche, los agentes se habrían largado y él podría hacer guardia junto a Marlena. Caminó hasta la entrada del hospital pensando si tendría que cruzarse con ese doctor con ganas de hacer amigos. Respecto a la policía, el paseo le había dado tiempo de sobra para buscarse una coartada. Las reglas eran las reglas y mantener las manos limpias, en cada momento, era una de ellas. A diferencia de otros países, en España eran bastante eficaces para encontrar a los sospechosos. La policía no tardaría en identificar el coche en alguna de las cámaras de seguridad, para después dar con el nombre de sus propietarios. Horas más tarde y tras un interrogatorio en el restaurante, acabarían preguntándole a Don por qué habían discutido. Por eso, el arquitecto, anticipado siempre a los movimientos ajenos, conocía la importancia del tiempo.

Se escabulló por la entrada y preguntó en recepción por la ubicación de Marlena.

—Lo siento, pero no se aceptan visitas que no sean de familiares —dijo la mujer que hacía guardia. Don miró por el rabillo del ojo el número de la planta que aparecía en la pantalla del ordenador.

—No se preocupe, volveré mañana —respondió y salió de allí fingiendo que se dirigía a uno de los baños para colarse en el ascensor. Pulsó el botón 9, espero unos segundos. Ese maldito olor volvía a pegarse a su cuerpo. Las tripas se le retorcieron una vez más. La última vez que había estado en ese hospital fue para decir adiós a su madre. Era mejor no pensar en ello.

Abandonó el elevador y caminó con sigilo por el pasillo. Las luces se encontraban apagadas. Una pequeña lámpara de escritorio alumbraba la recepción que había al otro lado del corredor. Lo último que deseaba era llamar la atención, así que, cuidando sus pasos, buscó el número de la habitación de Marlena. Después se situó ante ella y giró la manivela. El rostro del arquitecto se iluminó con un brillo mate fruto de las extrañas emociones que brotaban de su pecho. Marlena descansaba conectada a un suero. Entonces, el teléfono móvil vibró en su bolsillo.

«HAN DETENIDO AL PROPIETARIO DEL COCHE. ERAN RUSOS.», dictaba el mensaje.

Después bloqueó la pantalla y volvió a mirar a la chica conectada a la máquina. Sonrió, cerró la puerta y se sentó en uno de los bancos que había en el exterior, y así pasó la noche, esperando oír a Marlena pronunciar su nombre en sueños.

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