Dinero fácil

Dinero fácil


Capítulo noveno

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Capítulo noveno

CAPÍTULO NOVENO

Cuando E. J. abrió de un tirón la puerta de calle, sus ojillos azules me lanzaban chispas y su rostro estaba manchado de un rojo furioso. Tenía desgreñado el blanco cabello, y llevaba puesta una pequeña bata gris abolsada. Mi suegra estaba en mitad de la escalera de adelante, apretándose una bata púrpura brillante con expresión colérica y alarmada.

—Termina en seguida con este alboroto —me rugió E. J.—. En seguida. Vas a despertar a toda esta parte de la ciudad, maldición. ¿Qué ocurre? ¡Estás ebrio!

Me bamboleé de un lado a otro mirándolo con aire socarrón.

—No tan ebrio que no pueda leer, viejito.

—¡Leer! ¿Leer? ¿Qué demonios tiene que ver eso?

—¿A ver si sabes leer tú, papacito? —le dije entregándole la nota de Lorraine.

La dio vuelta hacia la luz. Movió los labios mientras la leía. Miró de reojo a su esposa y dijo:

—Será mejor que entres, Jerry.

Su tono era diferente.

Edith Malton bajó pesadamente el resto de la escalera y preguntó:

—¿Qué es eso? ¿Qué está pasando? —Arrancó la nota de manos de E. J. y la leyó de una sola ojeada—. ¿Qué le has hecho a mi pequeña? —gimió.

Entré tambaleante en el living-room. Me desplomé en un sillón y los miré con ojos turbios.

—Prepárale un poco de café fuerte, Edith —ordenó E. J.

—No lo haré. No hasta que averigüe qué sucedió.

—No es más que una pequeña disputa —dijo E. J.

—¿Una disputa? No. Una ecuación, abuelo. A más B es igual a C, D y E.

Se sentó en el brazo del sillón y me miró ceñudo.

—A ver si logras reaccionar, Jerry. Al parecer, Lorrie te abandonó.

—Claro que sí.

—¿Tuvieron una pelea? ¿Qué te pasó en la cara?

—Ella me arañó, E. J.

—¿Por qué?

—¿Sabes lo del huésped que teníamos? ¿Sabes lo de mi antiguo camarada de guerra, Vince?

—Lorraine lo mencionó —dijo Edith con mucha frialdad.

—Llegué a casa temprano esta tarde. Ayer por la tarde, demonios. ¿Qué hora es, al fin y al cabo?

—Casi las cinco de la mañana, hijo —respondió E. J.

—Pues bien, llegué a casa a las tres de la tarde. Tal vez un poco más tarde. El auto se quedó sin gasolina a la vuelta de la esquina.

—Te vi pasar más tarde con una lata de gasolina —dijo Edith. Me pregunté qué pasaba. ¿No estaba Irene contigo?

—Sí. Le impedí que fuese a la casa. No quería que estuviese allí. Era un revoltijo.

—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó E. J.

—Odio tener que decir esto. Pero mejor será que lo diga. El auto se quedó sin gasolina. Yo no estaba espiando a nadie. Jamás se me ocurrió. Encontré a Lorraine en la cama con Vince.

Edith lanzó un chillido de puro ultraje e incredulidad.

—¡Esa es una vil mentira! —exclamó—. Nuestra Lorrie jamás, jamás haría…

—¡Cállate! —rebuznó E. J.— ¿Y después, qué?

—Hubo una pelea, podría decirse, E. J. Una verdadera batalla. Fui arañado. Yo quería matarlos a los dos. Pero no lo hice. Lorraine se encerró en el dormitorio. Yo no podía golpearlo a Vince. Aún está demasiado débil por su operación. Bebí unos tragos. No volví al trabajo.

—Eso me extrañó —dijo E. J.—. Habitualmente pasas por la oficina antes de irte a casa.

—Ni siquiera lo pensé. Estaba demasiado alterado. Salí furioso, bebí unos cuantos tragos aquí y allá y luego regresé. Vince dormía. Lorraine no estaba en casa. Mandy Pierson pasó por allí. Estaba tratando de comunicarse con ella. No sé para qué. Le dejé una nota para que llamase a Mandy. Cuando peleamos, dijo que se iría para siempre. Creo que era una baladronada. Me sentí inquieto y volví a salir. Vince dormía todavía. Fui hasta el hotel y bebí una copa. Luego di vueltas en coche, tratando de ordenar las cosas en la mente. Tú me entiendes. Llegué a casa hace un rato.

—Borracho perdido —comentó Edith.

—¡Hazme el favor de callarte la boca! —le vociferó E. J.

—Pues, llegué a casa y encontré esa nota que tú tienes, Edith. Ella se ha ido. Su coche no está. Y tampoco están todas sus ropas buenas y joyas. Y mi viejo camarada se ha ido también. Con todo su equipaje. Ella se fue con él. Esa es la ecuación de la que te hablaba. Ellos huyeron juntos en el auto de ella.

E. J. parecía muy turbado. Había silencio en la habitación. Edith dijo:

—¡Uf! Todo esto es un tejido de mentiras. Nuestra pequeña Lorrie jamás, jamás haría…

Y de pronto me sentí muy cansado de eso. Entonces dije:

—Escúchenme un minuto. Les diré lo que vuestra Lorrie hará y no hará. Vuestra preciosa y delicada pequeña Lorrie. Hace cinco años que es alcohólica y ha venido empeorando. Ustedes no lo han admitido ante ustedes mismos, pero en el fondo lo saben. Lo han visto. Se pasa todo el día todos los días con un vaso en la mano.

—¿Quién tiene la culpa de eso? —inquirió Edith.

—Ustedes, quizá. Me casé con ella demasiado rápido. No la conocía y no hice ninguna averiguación. Tal vez ustedes crean que durante sus días de estudiante ella era la reina de la Facultad. Una de sus compinches universitarias se embriagó una noche en nuestra casa y entonces me enteré. Era la que se acostaba con todo el mundo en la Universidad. ¿Cuántas veces creen ustedes que he tenido que ir a buscarla en coches estacionados durante las fiestas o en el club y sacarla de allí, toda tiznada con su propio lápiz labial, con las ropas todas arrugadas, achispada, tonta y asquerosa?

—¡Jamás! —exclamó Edith.

E. J. la miró. De repente pareció muchísimo más viejo.

—Jerry sabe de qué está hablando, Edith. Yo también lo he sabido.

El largo rostro de Edith se aflojó. Parecía un caballo cansado por el trabajo excesivo.

—¿No podías controlar a tu esposa? —preguntó.

—¿No pudieron ustedes criar a su hija? ¡Demonios, esto no nos lleva a ninguna parte! Esta resulta ser simplemente la primera vez que la sorprendí en la cama.

—¿Estaba… vestida? —preguntó E. J. con voz tirante.

—Estaba desnuda como un huevo.

—¡Oh…!

Me incorporé con esfuerzo.

—En fin, ella se ha ido. Probablemente pude haber esperado hasta la mañana. Pero pensé que ustedes debían saberlo. No pienso buscarla. Que se vaya nomás.

—Nunca la amaste —dijo Edith.

La miré por unos instantes.

—Acepto eso. No, nunca la quise. Creí quererla. Creí que ella era la muchacha más bella que había visto en mi vida. Ella también lo creía. El amor es cosa extraña. No se puede realmente amar sin ser amado a su vez. Por eso nunca la amé. Ella era incapaz de amar.

E. J. dijo:

—El modo en que hablas de ella. Es… peculiar. Como si estuviese muerta.

Eso me alteró por un momento.

—En cuanto a mí concierne, lo está.

Edith empezó a llorar. Era un sonido que no difería gran cosa de su risita social, parecida a un relincho. E. J. me acompañó hasta la galería.

—No sé qué decir —declaró.

—Supongo que todo ha terminado.

—No sé en qué nos equivocamos. No sé dónde empezó esto. Ella siempre tuvo todo lo que quiso. Tratamos de hacer todo por ella y por Eddie. Quiero recobrarla, Jerry. Voy a telefonear a la policía dándoles el número de patente y la descripción del coche. Quiero recobrarla. ¿Cuál es el número de la patente?

—EX nueve tres nueve tres uno —repuse.

Él lo repitió. Sería difícil de leer. Haría falta un buceador con una buena linterna submarina para leer ese número de patente.

—Ella es mayor de edad, y el coche es suyo —dije. Si ella no quiere regresar, la policía no puede obligarla. No sé si buscarán siquiera.

—Es una persona desaparecida, ¿verdad?

—Claro que lo es, E. J.

—No trates de venir a trabajar mañana… hoy.

—¿Todavía quieres que trabaje para ti?

—¿Por qué no, Jerry, por qué no?

—Oye, me gustaría tener esa nota que ella me dejó.

—¿Por qué?

—Simplemente me gustaría tenerla. ¿De acuerdo?

Asintió con la cabeza, entró y volvió a salir con la nota. La puse en mi bolsillo. Nos dimos las manos. Parecía una acción un tanto peculiar. Su mano era pequeña y suave, como la de una muchacha.

—No te servimos café —dijo él.

Yo podía oír el incesante sonido del llanto de Edith.

—Está bien.

Caminé de vuelta a casa. El cielo se estaba poniendo gris con la pre madrugada al este. Yo no quería dormir en la habitación que Lorraine y yo habíamos compartido. No podía dormir en la cama donde la había encontrado con Vince. El otro cuarto de huéspedes no estaba preparado. Busqué sábanas e hice la cama. Me quedé dormido como si me hubiesen decapitado.

Cuando desperté a mediodía tardé unos instantes en darme cuenta de dónde estaba, y luego diez segundos más para que todo el peso demoledor del recuerdo cayese sobre mí. Yo no podía haber hecho esas cosas. No podía haberla matado y enterrado a ella, y matado a Vince y hundido su cadáver en el lago Morning. No Jerome Durward Jamison. No yo. No con estas manos tan familiares. Las manos parecían iguales que antes. En el espejo del cuarto de baño, la cara parecía la misma, salvo por las ronchas dejadas por los moscardones junto al contorno de mi cuero cabelludo.

La noche anterior todo había parecido muy sagaz y eficiente y lógico. Ahora yo tenía la sensación de que estaba todo lleno de agujeros, y que la gente podía mirar a través de esos agujeros y ver exactamente qué había sucedido y por qué sucedió. No podía pensar con ningún placer en el dinero oculto bajo la cabaña Sootsus, ni en el dinero que había abajo, en el sótano. Los planes habían cambiado. Iba a tener que encontrar otro lugar para el dinero. Un buen lugar. Y dejarlo allí intacto por largo tiempo… hasta que se aceptase que Lorraine había huido con Vince y que no se podía encontrar a ninguno de los dos. Entonces, y sólo entonces, podía yo pensar en marcharme.

Me di una ducha, me afeité, me puse una bata y bajé. Sentada en la cocina, Irene leía su Biblia. Alzó la vista, la cerró y se puso de pie.

—¿Quiere el desayuno ahora, señor Jamison?

—Por favor, Irene. La señora Jamison no está en casa.

—Vi que su auto no estaba.

—Ella no volverá, Irene. Se ha ido para siempre.

Pensó en eso y lo aceptó con un movimiento de cabeza, diciendo:

—Es la voluntad de Dios.

—Y el señor Biskay se ha ido también. Se marcharon juntos.

Ella evidenció cierta conmoción. No mucha. Sus labios se apretaron.

—Ella es la ramera de Babilonia, señor Jamison. Veo más de lo que la gente quiere que yo vea. Pero no es cosa mía hablar al respecto. Ha sido bueno trabajar para usted. ¿Querrá que siga quedándome?

—No sé si trataré de mantener la casa. Hasta que lo decida, si usted pudiese venir por la mañana, prepararme el desayuno y limpiar la casa, sería suficiente. Comeré las otras comidas afuera.

Asintió con la cabeza y se dispuso a preparar mi desayuno. Irene me llamó diciendo que era la señora Pierson.

—Buen día, Mandy.

—¡Dios mío, sí que suenas agrio en un día tan hermoso! ¿Acaso nuestra amiguita llegó demasiado bebida como para leer la nota que le dejaste? Abandoné a medianoche.

—No sé en qué condición estaba ella. Volvió durante mi ausencia. Hizo sus valijas, me dejó una nota y se marchó para siempre. Con Vince… ¿Mandy?

—Aún estoy aquí, cariño. Estoy tratando de digerir lo que me has dicho. Pobre Jerry.

—Y pobre Lorraine.

—En un sentido, sí.

—No quiero que vuelva, Mandy. Ya estoy harto.

—Y aunque ella es una de mis más queridas amigas, debo decir que puede ser muy picara, y que tú has sido más que paciente. Le doy unas dos semanas. Después regresará, muy trágica, misteriosa y contrita. Y querrá enmendarlo todo.

—No dará resultado —respondí. Y tuve una visión de ella viniendo a los saltitos a través de la noche envuelta en ese lienzo alquitranado, con terrones cayendo de él, y me estremecí.

—Es probable que me envíe alguna postal muy alegre y alocada. ¿Querrás saber desde dónde?

—Su familia sí. A mí puedes saltearme.

—¿Qué vas a hacer, querido? ¿Vender la casa y mudarte a algún sombrío cuartito amueblado?

—No creo que pueda venderla sin la firma de ella. Tal vez pueda alquilarla. No sé. Tendré que preguntárselo a Archie Brill.

—Tengo entendido que es muy hábil en asuntos de divorcio. Podrías acusarla de abandono del hogar, ¿verdad? ¿O es más fácil adulterio?

—No sé. Tendré que preguntar.

—Pobre Lorraine. Ese amigo tuyo es un verdadero caradura. ¿Irá Tinker a consolarte por tu pérdida, querido?

—Oye, espera un momento.

—Disculpa. Eso no fue de muy buen gusto, ¿verdad? Cariño, ¿esto ya lo saben todos o por una vez voy a ser quien cabalgue por las calles haciendo sonar mi campanita? No quieres guardarlo en secreto, ¿verdad?

—No. No importa.

—Colguemos entonces, cariño. Así puedo volver a llamar en seguida. Pasaré el resto de la tarde escuchando diversos chillidos femeninos escandalizados.

Mi desayuno estaba listo. Mientras Irene lo servía, le dije que la señora Jamison había dejado el dormitorio hecho un revoltijo y que sería bueno que ella lo limpiase. Le pregunté si había visto la nota dejada por mí para la señora Jamison. La había tirado. Me la trajo alisándola. La puse junto con la nota de Lorraine en tinta verde en el cajón del escritorio del living-room.

Me vestí y cuando estaba por salir recordé todo el dinero que había doblado y metido en los bolsillos de los pantalones de caza. Menos mal que lo había recordado. La eficiente Irene habría decidido que se los debía limpiar y habría recibido una gran impresión cuando vaciase los bolsillos. Junté todos los billetes y los conté. Ciento noventa y nueve billetes de cien dólares. Cincuenta habían ido al doctor. Uno había sido quemado. Recordé cómo nos habíamos reído Vince y yo.

Estaba demasiado preocupado por llegar a Park Terrace para molestarme respecto de un buen escondite. Puse dos billetes en mi cartera y guardé el resto del fajo en el segundo cajón de mi escritorio, bajo una pila de camisas sport limpias.

Detuve el coche en la obra y recorrí la línea. Habían terminado de echar los cimientos en dos de las casas. Estaban haciendo lo mismo en la tercera. Los operarios estaban puliendo la losa de la segunda casa. Contemplé el cemento crudo y mojado que cubría la tumba de Lorraine. Me pregunté quién viviría en esa casa. Y de pronto se me ocurrió pensar qué sucedería si nunca se la terminaba, si E. J. se arruinaba. Tuve visiones de la llegada de otra cuadrilla de trabajo. Otro constructor. Terrenos más pequeños. Casas más pequeñas. “Rompan esa losa y saquen de allí ése relleno”. Y la pala de la topadora extrayendo el cadáver de la tierra.

—Me enteré de lo que te pasó —dijo Red Olin—. Lo siento, Jerry.

Me sobresaltó. Se movía silenciosamente para ser tan corpulento.

—Gracias.

—Estuve recordando esa primera vez en que la vimos.

—Allá en la Avenida Ridgemont.

—Sí que es una mujer linda. Es difícil entender a las mujeres. Nunca se sabe qué están pensando por dentro. Algunas de ellas simplemente… se marchan. Nunca resulta muy lógico.

—Supongo que no.

—¿Vas a quedarte en la empresa?

—Por un tiempo, creo. No sé.

—¿Crees que ella regresará, Jerry?

—No sé. No creo que me importe mucho.

—Sé cómo te sientes. Sé cómo me sentiría yo.

Después hablamos sobre el trabajo pendiente. Más tarde fui a la oficina. E. J. y Eddie estaban ausentes. Sólo Liz y el contador. La llevé al reservado habitual de la droguería. Ella parecía entristecida.

—Bueno… Ahora parece más sencillo, ¿no? —comentó.

—Así parece.

—Ella no era buena, Jerry. Todos lo sabían. No tenía ninguna lealtad hacia ti, Jerry.

—Lo sé.

—Actúas de manera muy extraña. Dijiste haber… conseguido lo que fuiste a buscar en tu viaje.

—Sí, así es.

Su sonrisa no fue del todo convincente.

—¿Cuándo hago mis valijas?

—Todavía no, Liz. Yo te avisaré.

Me tocó la mano.

—Nos iremos y será muy bueno, Jerry. Será muy bueno para los dos. Jamás miraremos atrás. Jamás.

—Tan pronto como podamos.

Cuando volví a la casa, esta parecía muy vacía. Ocho años moldean fuertes hábitos. Lorraine parecía estar a la vuelta de cada esquina. Esperaba oír el ruido de su ducha, y oír su “canción para bañarse”; “Frankie y Johnny” cantada estentóreamente. Había fantasmas de su perfume en el aire silencioso. Irene había puesto en orden el dormitorio.

Me senté en la cama. Tuve una extraña y vivida impresión del pequeño Porsche cobrizo yendo veloz hacia el este en la calurosa tarde hacia las montañas, con Lorraine al volante, su cabellera agitándose al viento, tan blancos los dientes cuando se daba vuelta y brindaba a Vince una rápida e impúdica sonrisa. El equipaje de ambos estaba amontonado detrás de ellos. Allí estaba la negra valija de metal. Vince iba repantigado junto a ella, con aquella semisonrisa indolente y arrogante en el tostado rostro.

Tan vivido me pareció por unos instantes, que pensé que tenía que ser real. Como marionetas que hubiesen cobrado vida.

Pero el cemento se estaba endureciendo sobre la tumba de ella. Y un pez curioso escudriñaba la ventanilla cerrada del Porsche.

Salí del dormitorio. Aún había demasiado de ella aquí.

Bajé al escritorio del living-room, saqué una hoja de papel y garabateé a la ventura mientras procuraba idear un buen sitio donde guardar más de tres millones seiscientos mil dólares en efectivo. Un buen lugar seguro. Un lugar por el que no tuviese que preocuparme. Y cuando quisiera irme, quería poder recobrarlo de prisa. Podía permanecer oculto seis meses o un año. Tenía que estar protegido de la humedad y el fuego. Debía ser simple y fácil, sin requerir mucho trabajo que pudiese llamar la atención. El gran bulto involucrado hacía más difícil el problema. Descarté la idea de alquilar grandes cajas de seguridad para depósitos. No quería tener el dinero en la casa, ni siquiera encerrado detrás de un tabique.

Si se lo pudiese manejar con naturalidad, como si no fuese dinero…

La idea empezó a tomar forma. Tenía que tomar una decisión respecto de la casa. Anticipándose a esa decisión, ¿qué podría ser más natural que poner gran parte de mis pertenencias personales en almacenaje? Un cajón con libros, por ejemplo. Un depósito de almacenaje era un sitio seguro. Conseguiría un cajón. El dinero en el fondo, tal vez envuelto en paquetes de tres bloques cada uno de modo que pareciesen libros a algún tipo de documentos. Cuanto estuviese listo para irme, podía sacar el cajón del depósito. O inclusive hacerlo enviar del depósito a una nueva dirección…

Oí el timbre de la puerta de calle. Eran las cinco menos veinte. El hombre que estaba en la galería delantera llevaba puesto un gastado traje pardo, una camisa blanca de cuello deshilachado, un manchado sombrero Panamá echado hacia atrás que descubría una frente ancha y plácida. Era robusto, y los hombros eran enormes. Su expresión era de paciencia y cansancio y una especie de resignación. Y parecía muy familiar.

—¿Me recuerdas, Jerry?

—Pues… creo que sí. Disculpe, pero no puedo…

—Mil novecientos cuarenta. Escuela secundaria de Vernon Oeste. Paul Heissen.

—¡Dios santo, lamento ser tan estúpido! Pasa, pasa.

No lo había conocido bien. En mi último año en la escuela secundaria de Vernon Oeste, Paul Heissen, estudiante de segundo año, había ingresado en nuestro equipo de fútbol. Por cierto que lo necesitábamos. Tenía entonces diecisiete años, medía un metro ochenta y pesada doscientas cinco libras. En la defensa era inatacable. Yo era fullback defensivo. Nadie logró atravesar el centro de nuestra línea durante toda la temporada.

Heissen entró en el living-room, llenó un sillón de un brazo a otro y arrojó su sombrero al suelo.

—¿Puedo ofrecerte un trago?

—Una cerveza, si tienes.

—En seguida.

—Sin vaso. La lata o la botella es suficiente, Jerry.

Traje las dos cervezas. Él bebió un largo trago de la lata, se secó la boca con el dorso de la mano y eructó. A juzgar por su aspecto, se me ocurrió que quizá buscase trabajo.

—¿En qué puedo serte útil, Paul?

—Supongo que esta visita podría llamarse oficial. E. J. Malton estuvo importunando al jefe todo el día con respecto a la desaparición de su hija. Así que me enviaron a hacer algunas preguntas imbéciles.

—¿Eres policía?

—Teniente Heissen. Trabajo demasiado y me pagan poco. En la guerra estuve en la policía militar, de modo que luego derivé a esto. Te vi en la ciudad muchas veces, Jerry, pero no hemos hablado.

—¿Qué quieres saber?

Inclinándose de costado, sacó del bolsillo una libreta barata, hizo chasquear un bolígrafo y buscó una página limpia.

—Ella se fue anoche. ¿Sabes a qué hora?

—Entre las diez y las cuatro de la mañana, no sé cuando. Creo que llegué de vuelta alrededor de las cuatro. Fue entonces cuando hallé la nota. Salí y se lo dije a E. J. Yo… estaba bastante bebido.

—¿Tienes la nota?

La saqué del escritorio y se la entregué. Él copió su texto en la libreta, mascándose el labio al hacerlo. Le entregué mi nota para ella, diciéndole:

—Cuando salí a las diez le dejé este mensaje.

La copió de la misma manera impasible y metódica.

—¿A qué amenaza te refieres aquí?

—Ella dijo que me abandonaría.

—¿Tuvieron una pelea?

—Sí. —Decidí que era casi imposible que E. J. hubiese revelado lo que yo le había dicho acerca de Lorraine y Vince— una pelea respecto de nuestro huésped. Ella… parecía ser demasiado amable con él. Se fueron juntos.

—¿Cómo sabes que se fueron juntos?

—Paul, no lo sé con certeza. Pero cuando volví ambos se habían ido, lo mismo que el auto de ella y el equipaje de los dos. Él es muy atractivo para las mujeres. Y Lorraine ha estado… levantisca en los últimos tiempos.

—¿Levantisca?

—Bebiendo demasiado. Coqueteando un poco por allí. Francamente, nuestro matrimonio se estaba estropeando.

—¿No hay hijos?

—No.

—Yo tengo cuatro y otro en camino.

—Tal vez habría sido distinto si hubiésemos tenido hijos. Ella tenía demasiado tiempo libre.

—¿Y ahora, qué hay de este Biskay? ¿Qué edad tiene?

—Más o menos la nuestra.

—¿Casado?

—No.

—¿De qué vive?

—No tengo claros los detalles, pero creo que trabajaba como ayudante y piloto para cierto industrial sudamericano.

—¿Dónde lo conociste?

—Durante la guerra. Estuvimos en la misma unidad de O.S.S. Él era mi comandante en jefe. Vino por aquí en abril. Me buscó y se quedó en casa dos o tres noches. Dijo que tenía que operarse. Algo respecto de su hombro. Más o menos entonces yo renuncié a mi trabajo. Tuve un desacuerdo con E. J. Malton. Entonces hice un viaje buscando trabajo. Fui a visitar a Vince. Como su situación no era muy buena, lo traje de nuevo conmigo.

—¿Dónde lo encontraste?

—En… en un departamento prestado en Filadelfia.

—¿Cuál era la dirección?

—No lo recuerdo. Una calle que tenía nombre de árbol. Nogal o Castaño o Arce. Me dijo que allí estaría. Me dio la dirección cuando estuvo aquí en abril.

—¿Porque sabía que tú irías a verlo?

—No. Tenía una propuesta para mí. No me interesó. Me dijo que si cambiaba de idea, podía escribirle allí.

—¿Cuál era esa propuesta?

—Cierto trabajo en Sudamérica. Fue muy evasivo al respecto. No me sonaba del todo bien. Él es… un individuo bastante alocado. Tengo la sensación de que debe actuar muy cerca del límite de la ley. Ese no es mi estilo.

Pidió una descripción de Vince, y yo se la hice lo más completa que pude.

—¿Crees que tendrá antecedentes?

—No lo sé.

—Bueno, sus huellas digitales estarán en los legajos militares en Washington. Puedo hacer que las investiguen. Si lo busca la justicia, será una excusa para hacer que paren a tu esposa.

—No creo que ella quiera que la paren.

—Su padre quiere que se la pare. ¿Qué me dices del coche? —preguntó. Yo describí el auto y le di el número de patente—. ¿Está a nombre de ella?

—Sí. El título es muy claro. Ella debe tener el certificado consigo. No tendría problemas para venderlo.

—¿Tienes alguna idea de adónde irían?

—Ninguna, Paul. Tengo la sensación… una corazonada de que saldrían del país. A él no parecía faltarle dinero. Probablemente emprendería el regreso a Sudamérica.

Heissen miró su libreta, ceñudo.

—¿Estás contento de que se haya ido, Jerry?

—En cierto modo, sí. Esto andaba mal. Quiero obtener un divorcio. En otro sentido, la extraño.

—Esposa empieza a andar en líos con mejor amigo del marido. Una historia un poco vieja, supongo. Mucha gente resulta muerta de esa manera.

—No soy del tipo violento.

Me mostró los dientes.

—Pues solías serlo, por cierto.

—¿Qué pasará con esta investigación, Paul?

—No lo sé en realidad. No es ilegal que una esposa se marche. No abandonó a ningún hijo. No se llevó tu automóvil. No podemos emitir una orden de arresto para ella. Pero puedo investigar a este Biskay y quizá podamos hallar un motivo para arrestarlo a él. Supongo que eso le estropearía a ella la diversión. Y quizás entonces regrese a casa. Su papá quiere que vuelva. ¿Pero tú no?

—No. Yo no.

—Podrías cambiar de idea.

—No lo creo.

—¿Dónde hallaste la nota de ella?

—En el dormitorio.

—¿Tienes inconveniente en mostrármelo?

—Ninguno.

Lo llevé arriba. Apoyé la nota contra el espejo del tocador. Era un lugar conspicuo, fácil de advertir cuando se entraba en la habitación. Heissen dio una ojeada en derredor, caminando lenta y pesadamente, silbando con suavidad como un experto.

—Lindo lugar.

—Demasiado grande para nosotros dos solos.

—¿Qué harás? ¿Seguirás viviendo aquí?

—Creo que sí, por un tiempo al menos.

Abrió la puerta del armario de ella y dijo:

—Dejó muchas cosas.

—También se llevó muchas cosas. Tenía muchas cosas. Compraba ropas por fardos.

—¿Dónde estuvo Biskay? ¿En qué habitación?

Se la mostré.

—¿En qué estado se hallaba? —insistió Heissen—. ¿Podía moverse?

—Tenía un brazo en cabestrillo y cojeaba mucho —respondí—. Pero podía moverse.

—¿Por qué cojeaba?

—Creo que le operaron también la cadera.

—¿No lo sabes?

—Paul, hablas como un policía. Vince no era la clase de sujeto que hablaba mucho acerca de sus problemas.

—Un tipo le brinda hospitalidad y él se marcha con la esposa del tipo. Debe ser un verdadero canalla.

—No creí que hiciera algo semejante.

—Parece que a cierta gente le importa un bledo.

—Así es Vince.

Volvimos abajo y él fue a recoger su sombrero, refunfuñando al agacharse. Luego dijo:

—El señor Malton nos dio unas buenas fotografías de ella. Si hay algo que podamos utilizar contra Biskay, no costará mucho encontrar un automóvil tan llamativo. Ni a una mujer tan llamativa. La vi dos o tres veces. No supe quién era hasta que vi las fotografías. Se parece a esa actriz, Elizabeth Taylor.

—La gente siempre le decía eso. Le gustaba que se lo dijeran.

—Me alegro de volver a verte, Jerry. Tal vez podamos beber una cerveza juntos alguna vez.

—Me gustaría, Paul.

—Nunca te enderezaron del todo la nariz, ¿verdad?

—Ese fue el partido de Proctor.

—Recuerdo a ese fullback tan corpulento que tenían. Ese muchacho sí que era difícil de parar. En fin, ya nos veremos.

Salió, subió a un sedán detenido junto a la acera, y saludó con la mano al partir. Cuando exhalé, sentí que me libraba de aire viciado que había estado reteniendo durante una hora. Todo iba a salir bien. No iba a haber ningún problema. Me había sido difícil tratar de mentir respecto de Filadelfia, pero no creía que él hubiese sospechado nada. Y no se había llevado la nota de Lorraine. La había copiado. Volví a pensar en que era posible determinar la antigüedad de la escritura. Tomé ambas notas, las hice pedazos y las arrojé por el desagüe.

Y en el momento en que ambas desaparecían, se me ocurrió que no se había demostrado que la nota hubiese sido escrita por ella.

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