Dinero

Dinero


VII

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Miré… Los gemelos no eran muy anchos, pero estaban soldados a los tobillos sin adelgazamiento visible. Los hombros eran gruesos. También la espalda. Joder, sí. Y las manos: no eran manos de mujer. Eran auténticos remos, avezados en las maniobras pajeras. Ante nuestras miradas, su cuerpo se enderezó. No sabía cuántas ganas de pelear, cuántas fuerzas para pelear, albergaba todavía mi cuerpo, pero bajé los peldaños y grité:

—¡Eh, marica! ¡Eh, no-hombre!

La figura retrocedió con la vacilante confusión que, en mi opinión, sólo se encuentra en las mujeres. Pero ¿hubiera retrocedido así una mujer?

—Venga, hermano, hablemos —dije, ahora en tono peleón (apretadas las mandíbulas, apremiante, con ganas de jaleo)—. ¡Eh, travestí!

No, a ella no le gustó todo esto, en absoluto. Y cuando comencé a cruzar la calzada, cuando estaba a cinco o seis metros de distancia, la figura se descalzó mojigatamente, y, levantándose el vestido con una mano y cogiendo los zapatos con la otra, se puso a correr en dirección a la Séptima Avenida. Yo me quedé plantado en la calle, viéndole huir.

A él.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Martina—. Has herido sus sentimientos.

Tengo la siguiente teoría: nadie penetra muy profundamente en las demás personas, ni siquiera cuando creemos que lo estamos haciendo. Casi nunca llegamos a entrar hasta dentro para luego hacerles salir. Simplemente llegamos hasta el umbral de la cueva, encendemos una cerilla e, inmediatamente, preguntamos si hay alguien ahí.

Me quedé solo en la calle, y tranquilicé a los gordos agentes. Tuve que esperar mucho rato. El coche patrulla que me había atemorizado se dirigía, en realidad, a hacer otro recado, a atender a algún marica vapuleado en Gay Street. Lo de «gay» es un chiste malo, el clásico jueguecito de palabras que suele malparir Manhattan.

—Sabes, John —me dijo Butch Beausoleil durante los ensayos, con el rostro iluminado con sorprendida autoaprobación—, no entiendo por qué les llaman gay. ¡Parecen todos tan tristes!

Sí, pensé. Unos estúpidos. Fielding tenía razón.

Pasó otro coche patrulla, con una ambulancia pisándole los talones, mientras un tipo con la camiseta manchada de sangre decía adiós desde la acera hacia la negra calle. Martina se asomó brevemente, acompañada de Sombra, con un vaso con scotch y hielo, y las llaves. También reaparecieron la anciana señora y su perrito de aguas.

—Buenas noches —dijo.

—Buenas noches —dije yo, siempre buen vecino.

Mis polis, cuando por fin se presentaron, fueron fáciles de manejar. Enseguida se mostraron satisfechos.

—Le tumbé de un golpe, pero luego se me escapó corriendo.

Creo que por dentro me clasificaron como el clásico psicótico al que le había rebotado como un boomerang su ataque sexual. No miraron con buenos ojos mi disfraz.

—Le di una buena paliza, pero se me escapó —volví a explicarles.

—Ya. Bueno, tendría que haberle pegado usted más fuerte. Luego comprobé que Martina me había preparado una cama, en el sofá de la sala de estar. Me desnudé, y me pasé largo rato viajando, tendido entre las sábanas. Por la chimenea bajaban ruidos extraños. Oí llantos, gruñidos y quejidos de tristeza, respiraciones que suenan espesas como un líquido, lagrimeos de suicida sofocados por la almohada. Al sufrimiento no le preocupa en absoluto el grado de los demás sufrimientos. Carece de sentido de la fraternidad. Es imposible que yo sea el único que se ha dado cuenta de eso. ¿Qué más dijo al respecto el primero que se fijó? Podía haber seguido oyéndose eternamente el llanto, pero yo no estaba para eso. Me envolví bien con la sábana, y subí escaleras arriba, como un fantasma. Abrí la habitación del enfermo. Sombra estaba en sus brazos, torturado, tanto que por un momento casi pareció humano, atrapado en otra especie. Pero enseguida saltó al suelo, se estremeció de alivio, pasó junto a mí y salió al pasillo, encantado, al parecer, de que un terrícola hubiese acudido a tomar el relevo. No pasó nada, pero pasó lo siguiente: tomé su mano, la cogí del hombro, le acaricié la nuca para ayudarla a dormir. Puedo hacer cosas que Sombra no puede.

Me tendí a su lado para darle calor, bajo una lluvia que me llegaba a los oídos a modo de lejano aplauso. Dios mío, pensé, atemorizado, lo seria que podría llegar a ser mi vida. Píllales cuando están llorando. Acércateles cuando están llorando. Cuando son débiles, cuando están en lo vivo y no pueden impedirte el paso.

***

A velocidad de vértigo, acompañado mi paso por un estruendoso rugido, he cruzado como un cohete mi tiempo, violando todos los límites, límites temporales, límites de velocidad, límites urbanos, saltándome semáforos y tomando curvas por la izquierda, pisando a fondo y quemando las gomas, mirando a través del sucio parabrisas con el puño en el claxon. Soy ese tren fugaz que suelta su aullido al pasar junto a las ventanas. Aunque no voy a ninguna parte, he arremetido con ciega determinación hasta el fondo mismo de mi tiempo. He vivido a un ritmo desesperado. Ahora quiero desacelerar, echarle una ojeada al paisaje, frenar un poco. Necesito algún que otro punto y coma. Quizá Martina llegue a ser mi gran freno… Yo no puedo cambiar, pero tal vez pueda cambiar mi vida. La simple proximidad podría resultarme eficacísima. Tal vez pueda sencillamente sentarme, con una copa, y dejar que mi vida se encargue de todo.

Abrí los ojos y vi cómo iban adquiriendo forma mis impresiones…, la ventana con las cortinas echadas y su borde azulado de luz solar, los lomos de los libros en la estantería situada junto a la cama, el ramo de flores en la repisa de la chimenea con estufa de gas, el pequeño tocador de espejo basculante, los elementos imprescindibles de la casta femenina. Detalles y sacramentos, las rutinas que no cobran peaje. Podría ser que la madurez asumiera esta forma. Que empezase a gustarme, por ejemplo, dormir, o beber leche, o las cosas neutrales. El aire y el agua en lugar de la tierra y el fuego… Giré sobre mi eje: sólo una nota, escrita con su letra delgada y firme. Se había levantado temprano, como las personas adultas, y me decía que iba a pasarse todo el día fuera de casa. Me pedía que me asegurase de cerrar bien la puerta al salir. Me preguntaba si nos veríamos por la noche. Te quiere, Martina.

Tras usar el baño, sin entretenerme apenas, bajé desnudo la escalera. Sombra dormitaba en un charco de arenosa luz diurna. Me saludó perezosamente con un latigazo de su cola (como a un igual, hola, tío). Me puse a desenrollar mi traje de alquiler. Mi traje de alquiler tenía un aspecto incluso más festivamente ridículo bajo los potentes focos del día. Seguro que por la noche, bajo su luz alquilada, no tenía tan malísimo aspecto… Me senté en el sofá y me hice masaje en la cara. Me sentía raro: desparejado, misterioso. Durante un buen montón de minutos pensé que debía de estar gravemente enfermo, con una enfermedad sin precedentes, terminal. Entre mis síntomas estaban cierta espectral claridad de la visión, aturdimiento mental y agilidad muscular, así como un extravagante sabor acuoso en la raíz de mi boca. Caray, pensé, ya está aquí, el rollo pulmonar, la jodienda cardíaca, el número cerebral. Hasta que comprendí lo que estaba ocurriendo. No tenía resaca. De modo que en esto consiste la mañana. Cosa que no carece de precedentes. Logro recordar alguno que otro.

Brindaré por eso, pensé. Pero resultó que el salvaje deseo de beber no era tan difícil de controlar, a fin de cuentas. Habiéndome fumado un solo pitillo, me preparé un zumo de naranja, me vestí, me despedí de Sombra y me dirigí a la puerta. Poco después regresé. Di unas cuantas vueltas a la habitación y, tras apenas cinco minutos de pánico primitivo, acepté de inmediato la situación. Martina me había cerrado con llave. La puerta del apartamento se mostraba inamovible. Pese a que todas sus diversas cadenas, cerrojos y pestillos colgaban inanes, no había modo de abrirla. No me dejaba salir… Bueno, ¿qué más daba? No tenía necesidad de estar en ningún sitio. Y en el apartamento había comida, y bebida, y techo. Tendría que pasarme todo el día con bozal y correa, pero ¿qué más daba?

Tras varios fregoteos y aclarados acompañados de palabrotas, conseguí hacer un poco de café en uno de los utensilios de plata alineados como tropas en formación a lo largo de los estantes de la cocina. ¿Qué se interpone entre mí y el mundo inanimado de los objetos? Cuando me esforzaba por desenroscar el filtro, tiré con el codo el cartón de leche, que se derramó en el suelo. Cuando iba a coger el mocho, volqué el cubo de basura. Cuando giré para sujetar el cubo de basura antes de que fuera tarde, me golpeé la rodilla contra la puerta de la nevera, aún abierta, le di con el dedo gordo a un tarro de pepinillos, resbalé en el charco de leche y me encontré tumbado en el suelo, con el cubo de basura vomitando su contenido en mi cara… Luego me lié con el molinillo. Abrí la tapadera antes de hora, y, aparte de quedarme ciego un buen rato, esparcí los finos granos por todos los rincones de la cocina. Al final, logré salir de allí a duras penas, cargado de un tazón de café tibio pero negrísimo, que se volvió más negro incluso cuando le eché la leche. No entendía nada. ¿Y ahora qué?

Estuve peleándome con Sombra durante un rato, revolcándome con él por los suelos, diciéndole cosas como «Buen chico, Sombra», y «Quién manda aquí» y «Amigos, eh». Pero mi compañero de juegos se cansó enseguida, y regresó arrastrándose hacia su rayo de sol, donde se puso a bostezar. Toqué todos los botones del mando a distancia, pero no conseguí más que la inamovible imagen silenciosa y hormigueante del programa El juego del dinero: siempre el mismo presentador con cara de pastel, los mismos concursantes. Miré por la ventana. Telefoneé a Fielding, a Felix, a Spunk, y a Caduta. Miré por la ventana. Se me ocurrió de forma obsesiva revolver metódicamente los efectos personales de Martina, pero algo relacionado con su persona me acobardó y me detuvo a mitad de camino… No había ninguna cosa de interés en los cajones del escritorio ni en los del tocador, ni en la mesilla de noche o los armarios, los archivadores, la maleta que estaba junto a la cama, etc., pero sí hallé un objeto fascinante cuando, a gatas en el suelo, estaba terminando mi inspección del armario del piso inferior. Una caja de cartón en cuya tapa ponía OSSIE, y que, sin duda, había sido preparado por Martina el día anterior y dejaba allí para que él se la llevase. Contenía cosas de tocador, unas alpargatas, camisas sucias, un pasaporte caducado (erecta de vanidad la joven cara rubia), y un bolso de viaje repleto de cosas diversas: talones de tarjeta de crédito, facturas, billetes usados, un bloc de papel de cartas con el membrete del Cymbeline, Stratford-upon-Avon, en cuya primera hoja constaba un número de teléfono y una hora de cita, con una nota de Selina en el envés. «Oh. Ooooh —decía la nota—. Qué pillastre. Seguro que en el banco no te hacen eso. Hasta las 5. S.»

Pues bien, tengo la sensación de que habita en mi interior un hombrecillo que actúa en calidad de ministro o propagandista o concesionario de las pajas. Es un campeón de la paja: cree sinceramente que las pajas me convienen, y siempre está insinuándome que me haga una paja, inmediatamente. Existe, por otro lado, en mi interior, una unidad paramilitar que tiene justamente la opinión contraria respecto a las pajas, y que pretende suprimirlas de una vez por todas. Pero la policía pajera está formada por tropas irregulares, que andan siempre ocupadas en otro lado, muy atareadas con sus cables y sus siestas… No sé cómo fue, pero sentí de repente una necesidad perentoria de hacerme una paja, sí, una paja con apoyo de imágenes. Naturalmente, hubiera podido subir la escalera, bajarme los pantalones, y trabajar a partir de mis recuerdos. Oh, ese vagón de metro lleno de tías, todas esas Junes, Jans, Joans, Jens, Jeans y Janes. ¿Dónde están? ¿Dónde está Selina? Es gracioso que Otelo se excitara tanto por el delito de Desdémona. Cuando sea viejo y rico y famoso, tal vez alguien escriba mi biografía. Mi pornografía, sin embargo, ya está en los estantes, habitada por el fantasma de Selina Street, con notas de agradecimiento a los pícaros estilistas, coordinadores de talentos, y consejeros y directores artísticos que me ayudaron a producir mi filmografía. Tal como están las fuerzas del mercado, jamás ha habido problemas a la hora de hacer cosas agradables para los hombres. En absoluto. Tal como yo he trabajado, no los ha habido.

A ver si me explico.

¿Quién necesita pornografía con una vida amorosa como la mía? Yo. Yo necesito pornografía.

Animado por el desafío, comencé a olisquear otra vez. Sombra se agitó y alzó la vista, estirando indignado el cuello cuando me vio anadear cautelosamente por el apartamento, fría y experta mi mirada, afinados y vigilantes todos mis sentidos. Verán ustedes, el auténtico profesional es capaz de encontrar, incluso en los más serios hogares, cosas sospechosas… Encaré los montones de revistas de la sala y el cuarto de baño. Sólo había cosas de connaiseurs, cosas de arte, cosas de dinero. No esperaba, naturalmente, tropezarme con una colección completa de porno duro, cosas como Mouth Crazy o Brabursters, pero les sorprendería lo frecuente que es dar con algún ejemplar suelto de Lothario o Plaything, o, al menos, de publicaciones más blandas como Flair o Sugar, y, cuando ni siquiera encuentras eso, siempre hay algún folleto de grandes almacenes o un catálogo de regalos en donde aparece una magnífica gama de bragas, de corsés, de fajas. Tras chasquear la lengua, me encaminé hacia los estantes de libros, enormes, de pared a pared, con los dedos preparados para tirar del lomo de los volúmenes que tuvieran títulos significativos. Cosas como Mujeres de Nueva York, Ropa interior victoriana, Las pin-up, Ejercicios para mantenerse en forma, Barrio chino, Bordello, Seda, Imágenes, lo que fuera. Pero no había nada; sólo historia, novela, filosofía, poesía, y arte… Escandalizado, eché una ojeada a las tapas de los elepés, buscando alguna chica punk que me echase una mano con un gesto obsceno de sus labios, alguna negra cantante de soul. ¿Y qué fue lo que me encontré? Mucho paisaje danés, mucho dibujo estilizado de animales, montones de metálicos cantantes antiguos con cejas de foca y narices inteligentes. Por Cristo, ¿qué clase de hogar es éste? Subí un rato arriba y tropecé con un viejo álbum de fotos en el que aparecía Martina en traje de baño de una pieza, con el bronceado brazo de Ossie apoyado en su hombro, y una instantánea de alguna amiga, una chica en plan topless pero muy plana, que se retorcía y jugueteaba bajo una ducha instalada en un jardín. Oh, Señor, con esto no habrá modo de conseguir nada. No sé cómo definir la pornografía, pero sí sé que el dinero siempre aparece de algún modo, por algún lado. Tiene que entrar en juego el dinero, por uno u otro extremo. Siempre hay dinero de por medio. Con un humor bastante sombrío a estas alturas, volví a la gran biblioteca, me arremangué, y me puse manos a la obra.

Al cabo de una hora había reunido todo lo necesario. Satisfecho de mi labor, cometí la equivocación de cargar con todo mi tesoro y subirme con él al piso de arriba. La épica escalada fue bien hasta que llegué al último peldaño. Porque en ese momento me desequilibré hacia atrás, o tropecé, o caí unilateralmente bajo el tremendo peso que sostenían mis brazos. Volví en mí casi inmediatamente (o eso me pareció), y me encontré con Sombra ladrándome a la cara. No se movía de ahí, temblando y lambeteándose las costillas, como un San Bernardo urbano que hubiese venido a salvarme tras el accidente sufrido cuando me sorprendió el tremendo alud. Finalmente logré llevar todo el equipaje hasta el dormitorio y lo tiré de cualquier manera sobre la cama. El porno blando puede ser a veces muy duro, pensé temblorosamente mientras me desprendía de mi faja rosa, pero así están las cosas…

La carrera se redujo a una pugna entre tres caballos, La Femme au Jardin, La Maja Desnuda y Aline la Mulâtresse, y en eso estaba cuando oí el orgásmico gañido de Sombra, y el ruido de unos pasos rápidos que subían por la escalera. Apenas si tuve tiempo de volverme primero de lado y luego boca abajo en un movimiento convulsivo, y ya estaba allí Martina, abriendo la puerta. Se quedó plantada en el umbral, con una sonrisa que partía en dos su rostro… Más tarde traté de ver lo que ella había visto y de comprender la impresión que podía haberle causado John Self tendido boca abajo en la cama, con una rodilla mojigatamente doblada, una expresión sofocada pero tímida, hojeando unos libros con ilustraciones de los grandes clásicos de la pintura. En fin, esto es lo que me dijo ella:

—Te he dejado encerrado. ¿Dónde está la llave que te di? Eres un tramposo, a que sí. —Pero luego ocurrió como si una decisión repentina, o una antigua resolución, le hubiese dado un golpecito en el hombro, porque añadió—: Métete en la cama. Iré a ducharme, y enseguida estaré contigo.

Eran las ocho de la tarde. Cuando rodé escaleras abajo debí de quedarme dormido un buen rato. Y yo que había pensado que la luz de la calle me parecía un poco rara… A las diez llamamos por teléfono a una tienda de delicatessen para que nos subieran comida fría y vino blanco. Me senté en la cama, y me pareció que todo me sabía un poco raro. Otra cosa de las que aprendí esa noche, que tantas lecciones me tenía reservadas: Desdémona no hizo nada malo. Desdémona mantuvo su fidelidad. Era sincera. No, Desdémona no hizo nada malo.

***

Así que ahora he cambiado del todo. Yo, con mi metro setenta y cinco y mis cerca de cien kilos. Tengo una pinta horterísima, con la hinchada americana y las piernas flacas, los calcetines de color vivo y los zapatos negros de ante, el cabello indefinido y peinado hacia atrás, la cara sudorosa y escamosa, esa cara de rata gorda, capaz de ser repentinamente obediente, repentinamente rebelde. ¿Qué más? También ustedes, tú hermano, y tú hermana, están metidos en esto, también ustedes viven en este clima, entre los viejos y el dinero, y las cosas pasan incontrolablemente a nuestro lado sin que nosotros cambiemos. Sólo Martina permanece al margen. Ella, y no sé si alguien más. Por Cristo, qué fuego el de sus ojos. Cuando mis labios se encuentran con los suyos, cautelosos, críticos, es el beso de la vida, el beso de la muerte: para darse un beso tienen que contribuir los dos. Ante su presencia y bajo su luz, a veces pienso… que tal vez, tal vez, no hay necesidad, tal vez no hay necesidad de sentir tantísima vergüenza como la que yo siento. ¿Seré capaz de permanecer bajo esa luz, bajo su luz? En cierto modo, no me lo puedo creer. ¿No les parece increíble? Pero lo intento, maldita sea, lo intento.

Y empiezan a ocurrir cosas, las cosas ocurren continuamente y soy incapaz de impedirlo. Ahora soy un director de cine, y debo hacer lo que hacen los directores. Tengo que mantener el torbellino dando vueltas en mi cabeza, e impedir que mis sesos se me escapen y traten de situarse en el estado que más disfrutan, el caos. Tengo que mantenerme en forma, tengo que ser firme. Tengo que equilibrar motivaciones y personalidades, y hacer un trabajo del más puro estilo realista. Realista quién, ¿yo? Justo después del puente largo del Día del Trabajo emergemos del túnel del agosto de Manhattan y llegamos al primer día de rodaje. Empezamos a rodar. Cobro un cheque por varios cientos de miles de dólares. ¿No es increíble? Espero que esto obre maravillas en mi confianza, en mi seguridad, tema que volveré a tratar más adelante.

Kevin Scuse y Des Blackadder han llegado a Nueva York. Vinieron ayer, en primera clase, y ahora se han refugiado hoscamente en el Hogg de la calle Sesenta y cinco Este. Oyéndoles hablar se diría que se han acostumbrado a volar en primera mucho más rápidamente que yo. Pero, claro, ésa es la etiqueta propia de la gentuza adinerada y móvil: ser desagradable, creer que tienes derecho a todo lo que recibes. Ojalá tuviera yo esa clase de carácter, ese estilo. Cecil Sleep, Micky Obbs y Dean Spares llegarán mañana. Los atrezzistas y encargados de vestuario, el tipo de la claqueta y la señora del té, el chico para todo y la cambiadora de toallas, todos aparecerán la semana próxima. Espero que su presencia obre maravillas en mi sentido de las proporciones, tema que volveré a tratar más adelante.

Fielding y yo somos ahora arrendatarios-fundadores de Blithedale Projects, los nuevos estudios del Upper West Side acerca de los que probablemente han oído hablar ustedes en la prensa. Hasta hace no mucho tiempo el Blithedale era un hotel para pensionistas: sigue teniendo el aspecto de una estación término londinense, o de sueño medieval de una nave de guerra amarrada en el dique seco de la dolorida espalda de Broadway. El año pasado hubo un genio de las propiedades inmobiliarias que logró echar a todos los viejales con el pretexto de que el edificio no reunía condiciones de seguridad en caso de incendio, y ahora la propiedad ha quedado dividida en cuatro partes. En esos locales enormes, oscuros y sofocantes, llego a sentirme joven y pequeño. Tal como Fielding me había prometido, las instalaciones del Blithedale son soberbias, modernas, desde la sala de montaje computarizada que se encuentra en el ático, hasta la piscina o el comedor de la planta baja. Dos producciones de altos vuelos han sido puestas en marcha en el Blithedale, y uno de mis colegas en la dirección es un viejo compinche grasiento del Soho, Alfie Conn. Su tripón cervecero, su felpudo requemado de sol, sus rasgos de criminal, suponen un gran consuelo para mí. El amigo Alf y yo fuimos a tomarnos una copa juntos, y él se pasó el rato tratándome con el mayor paternalismo. Mostrándose muy adulador. En los vestíbulos, ascensores y en la sala de videojuegos me encuentro con tipos como Day Farraday y Connaught Broadener, Cy Buzhardt y Cheryl Thoreau. Tendrían ustedes que ver la influencia que tengo, la cantidad de respeto que sienten por mí los porteros y los mensajeros, los diseñadores de producción y los localizadores de exteriores, así como las estrellas, productores y financieros. No se lo creerían ustedes. Se me acercan en el comedor y me preguntan en susurros acerca de mis esperanzas y mis sueños. Estoy de moda. Soy bienvenido. Lo manejo todo, ahora que ya no bebo tanto como antes. Espero que todo esto obre maravillas en mi estado físico, en mi capacidad de autocontrol, tema que volveré a tratar más adelante.

Naturalmente, hay estallidos de las estrellas, agujeros negros, enanos blancos, soles muertos. Son cosas inevitables cuando tratas con gente que quiere escribir su propia vida. Lo de ayer fue bastante típico. Butch me llamó a primera hora para hablar de la escena con Spunk en la que ella está limpiando el tirador de una puerta. En el guión, ella limpia el tirador para borrar las huellas de Spunk, pero Butch considera que eso equivale a hacerle realizar labores caseras, a lo cual se niega. Estuve dándole toda clase de explicaciones, y ahora dice que está dispuesta a rodar esa escena a condición de que luego, cuando van a comer unos emparedados, los prepare Spunk.

—Spunk es un palurdo, John —me dijo Butch—, un subnormal. Puede perfectamente prepararlos él.

Llamé a Spunk y me dijo que estaba dispuesto a actuar de cocinero, a condición de que la comida fuera a base de yogurt y alfalfa.

—Butch es una puta, John —me dijo—, una puta rica, sencillamente. Sería incapaz de hacer nada en la cocina.

Lo que Spunk se niega a aceptar, sin embargo, es que Caduta le frote la espalda mientras él dormita en la bañera. Me parece, dijo Spunk, una escena enfermiza. Antes de que tuviera tiempo de llamar a Caduta para comentárselo, Caduta me llamó a mí.

—Quiero tenerte a mi lado, John, para decirte lo que te quiero decir.

Me fui en taxi al Cicero. Caduta me pidió que me sentara, me cogió de la mano. Rodeada en el nuevo guión de cinco niños con fijación cadutiana, aunque sean niños que no llegan a aparecer prácticamente, Caduta parece muy contenta con el papel tal como ha quedado ahora. Y me dijo:

—Tú entiendes esa obsesión tan profunda que tengo, John. No eres ciego.

—Bien —le dije (para entonces ya estaba prácticamente sentado en su falda)—, supongo que quieres hablarme de los niños, ¿no?

—Aciertas, John. Odio a los niños. A todos. Siempre les he odiado. Es una cosa que no puedo evitar, y que me paraliza. Me parece que sería mejor que no apareciesen. Ah, pero seguro que tú ya lo habías adivinado, John. Hay otra cosa, John —dijo, mientras yo me iba de puntillas hacia la puerta.

La otra cosa tenía que ver con esa secuencia de tres segundos en la que se vislumbra a Butch arreglando unas flores. A Caduta le parecía muy poco convincente. Es poco convincente, argumentó Caduta, que una guarra desvergonzada como Butch aparezca arreglando unas flores, sobre todo teniendo en cuenta que Caduta estaba lo suficientemente cerca como para encargarse ella misma de arreglarlas. En cambio, sería muy convincente que Caduta se encargase de arreglar las flores. Como mínimo, convencería a Caduta. Llamé desde allí mismo a Butch, que, fríamente, dio el visto bueno al cambio.

Butch no se tomaría la molestia de arreglar unas flores, desde luego que no. Retrocedía hacia la salida cuando sonó el teléfono: era Thursday, que me pedía que fuese urgentemente a reunirme con Lorne para celebrar una importantísima reunión sobre ciertos aspectos del guión. Corrí ciudad arriba. Lorne Guyland me recibió con un apretón de manos que duró unos diez minutos, y con un discurso anárquico de una hora entera, a lo largo del cual me presentó un mínimo de doce peticiones diferentes y muy serias. Quería más escenas de desnudo, varios zooms con primer plano final sobre su erección, con Caduta y con Butch, una profunda revisión del coeficiente de primeros planos de cada estrella, la introducción de un nuevo personaje femenino (una crítica de arte perteneciente a una buena familia, que ama apasionadamente a Lorne, pero que apenas interviene en la acción), una ampliación del discurso pronunciado por Lorne durante su agonía, y un curioso aparte (quizá una secuencia previa a los títulos de crédito) durante el cual Lorne se desplaza en vuelo supersónico a París para la concesión de la Legión de Honor, por sus servicios en favor de la cultura internacional. En caso de que no fuesen aceptadas todas y cada una de sus propuestas, Lorne invocaría una cláusula de su contrato, la referente a Disensiones de Tipo Artístico, y se iría irrevocablemente a Palm Beach, con todos los gastos pagados por nosotros:

—… hasta que toda esa pandilla de mamones que habéis formado terminéis de arreglar ese guión. John, eres un hombre de gran cultura, y sé que lo comprenderás.

A las siete de la tarde habíamos llegado a un compromiso. Lorne renunciaría a todas sus peticiones a condición de que yo aceptase cortar una frase de la secuencia posterior al coito entre Butch y Spunk. La frase era pronunciada por Butch, y consistía en una sola palabra. La palabra era: «Wow». El cambio pareció poner a Lorne de un humor excelente, extraordinariamente boyante. Cuando bajaba para irme, francamente agotado, Thursday dejó la mesita de los teléfonos y cruzó el vestíbulo como si pretendiera cortarme el paso. Llevaba unos pantalones cortos estilo corsé, y una blusa de volantes anudada por encima del ombligo.

—Quiero darle las gracias —me dijo— por todo lo que está haciendo por Lorne Guyland.

Dicho esto, se arrodilló en el suelo, y noté que sus manos me acariciaban las caderas.

—¿Podría quizá ayudarle en algo? —me preguntó.

Le dije que me encontraba bien tal como estaba, que gracias, y salí. De todos modos, me parece que Thursday es un tío, y lo que menos falta me hace en estos momentos es tener complicaciones de tipo sexual, tema que volveré a tratar más adelante.

De modo que fui a Bank Street a las ocho o algo más tarde. Luego, bueno…, actualmente las noches son uniformes, y esa noche fue tan uniforme como las demás.

Entro en el apartamento con mis propias llaves (sí, mi juego de llaves particular), dándole un discreto toquecillo al timbre, sólo para anunciar que ya estoy en casa. Le explico a Martina lo que he hecho durante la jornada. «Bromeas», dice ella. O bien: «Me tomas el pelo, es imposible». Ella está arreglando las flores, apenas me escucha. Martina está muy orgullosa de su terraza.

Me enseña todos los detalles de la terraza, me explica el nombre de todo. Yo ya conocía el nombre de algunas flores, las que formaban parte de algún logotipo publicitario, las que vienen en las cajas de bombones, las que salen en las máquinas tragaperras. Pero ahora conozco mejor el terreno. Esas de color cárdeno que parecen hacer un puchero, las que parecen bocas que aguardan al pez para tragárselo, son los tulipanes. Las que se espigan para desplegar un color anaranjado con motas se llaman azucena tigre. Esas cosas rojas con los pétalos abiertos en torbellino son las rosas, como todo el mundo sabe. También las hay de color rosa, y de color amarillo. Esas que parecen cofias con zarcillos y grueso tallo se llaman amarilis.

Vista de cerca, el agua que salía de la manguera me recordó toda la gama climatológica. La lluvia, claro, pero también el granizo, la nieve, el arcoíris. La tormenta. Con una leve manipulación del grifo, Martina lograba que el aire fuera soleado, que sonaran truenos.

Yo había pensado siempre que el día en que me encontrara con el dios de la meteorología le exigiría que me pagase todas sus deudas. Que le exigiría una satisfacción. Pero de momento es Martina quien se ha convertido en mi dios meteorológico, y no me he quejado de nada. Veo en su rostro… La veo a ella, a través de las frondas, tan serena… Y le digo: Ya te cambio yo la maceta de sitio. Y ella contesta:

—Eres un rey.

Ahí tienen. Y me tomo mi vasito de vino.

Mientras Martina prepara la comida, siempre estoy en la cocina, con los brazos cruzados, mirándola. Tiene unos movimientos correctos y delicados, de largos dedos. Sí, todo lo hace bonito. Incluso las manchas gemelas de sudor que emergen en las cúspides de su camiseta con preciosos semicírculos perfectos. Hasta el sudor busca en ella la forma, la regularidad. Escucho concentradamente los suaves gruñidos de esfuerzo, de atención, de satisfacción.

Comemos: tortillas, ensaladas, carne blanca, vino blanco. Vigilo mi consumo de alcohol, vigilo mi peso, vigilo a Martina Twain. Cojo el cuchillo como si fuese un lápiz. No hablo con la boca llena. Es demasiado tarde para cambiar. Ella es una comedora meticulosa, de modesto apetito. Me llama la atención lo de su apetito. ¿Café? Café, o alguna que otra infusión macabra, oriental. Ella lava, yo seco.

Después viene la música. Ni baladas roncas ni santurronas canciones folk, que eran las cosas que Martina prefería antaño, sino jazz, ópera, clásica. Yo me pongo a leer mi libro: Freud, por ejemplo, o Hitler. Nada de Dinero. Dinero me produce ataques de pánico, incluso cuando el tío que lo escribió habla de la banca italiana o del nacimiento de las grandes empresas norteamericanas. No sé por qué. Jugamos al ajedrez. Gano yo, siempre. Soy un buen jugador: el ajedrez es mi principal especialidad. De pequeño rondaba los cafés de Hampstead y los pubs de Bayswater, buscando rivales que se quisieran apostar cinco libras… Me acabo el vino. Martina vacía el cenicero y cierra con llave la puerta de la terraza. Todo muy civilizado. Todo muy civilizado. Luego nos vamos a la cama, tema que volveré a tratar más adelante.

Pero antes me llevo a Sombra, para que dé su paseo a la luz de la luna. Permanezco quieto, sujetando la correa, mientras el perro hace sus cosas. Bajo el recogedor, a instancias de Martina, pero no lo utilizo nunca. Cada noche, el mismo sujeto asoma la cabeza por la ventana de la planta baja y se pone a gritarnos al perro y a mí por lo de la mierda que le dejamos enfrente. No le contesto. Me limito a decir:

—Muy bien, Sombra. Descarga todo lo que tengas que descargar.

Luego nos vamos hasta la esquina de la Octava Avenida, que se alarga bajo la noche neoyorquina. Y ahí es donde Sombra se pone a emitir sus ruidos de nostalgia. Empieza con un ansioso silbido que atraviesa sus senos nasales. Termina con húmedos gañidos de asfixia. ¿Acaso tiene por ahí una madre, unos hermanos, unas hermanas? Me fumo un último pitillo mientras miramos hacia la calle Veintitrés, esa zona de la ciudad en la que restalla el calor electromagnético, esos barrios en los que todas las formas de vida se han soltado de sus correas y no necesitan nombre. «¿Tiraba mucho?», me preguntará sin duda Martina cuando regrese. Sombra tira, con fuerza, pero también tiro yo hacia atrás, con mucha más fuerza.

—Eres un santo —dijo Martina.

Dejé la bandeja en la cama y eché las cortinas. Ahora me tomo el té con un poco de azúcar. Todos y cada uno de los días de la vida requieren su dosis de energía y de dulzura. Abandonando el calor de las sábanas, mi alma, tan seca, busca el fantasma de la dulzura en el brebaje matutino. Luego, una vez en la calle, y jamás antes de pisarla, sello el inicio de la jornada con el fuego del pitillo.

Avanzar a lo largo de la Octava Avenida es como ver un documental extraterreste titulado El terrícola, una película malísima, mal dirigida y montada con insensatez, carente de distancia y de perspectiva, en la que se da tanta importancia a lo interesante como a lo que carece por completo de atractivos. Así no se hacen las cosas. Hay que elegir. Hay que estar eligiendo constantemente.

Entré con prisas en el Ashbery, dejando atrás los sonrientes uniformes, encaminándome directamente a la escalera. Catorce tramos, catorce ventanas cuadradas, a la carrera. Entré en mi habitación, tiré la llave: ni un paso más. Con la respiración como una cremallera atascada y la habitación atenta a mis movimientos, me quedé plantado, caídos los brazos, hundidos los hombros, caída la cabeza sobre el pecho, convertido en un mar de lágrimas. Tal vez porque jamás lo había deseado tanto como me imaginaba; no lo suficiente. No, no lo había deseado.

Luego me fui al baño, a ver qué tenía que decir el espejo. Mis ojos… Hacía muchísimo tiempo que no lloraban. Les faltaba práctica. No estaban en forma. Por su aspecto, cualquiera hubiese dicho que mis ojos habían llorado sangre, la sangre de la vida, todo lo que tenía.

Ha llegado sin duda el momento de contárselo a ustedes. Sí, me iría bien… Oh, sí, qué descanso. Fíu, sí, exacto. Ahí, por la nuca, qué mano tan agradable…, sí. Magnífico, mejor, me siento muchísimo mejor. No paren. Sigan, sigan.

Ha llegado sin duda el momento de contárselo a ustedes, de explicarles todo lo de Martina y yo y el… Sí, sin duda ha llegado el momento. Eh, tú, hermano, dame una copa. La necesito. Quiero sentir tu mano apoyada en mi hombro. Necesito que te identifiques. Que me tengas simpatía. Que me prestes unos momentos de tu tiempo.

Yo sabía muy bien que no se trataría jamás de danzas de vientre ni de delicias turcas. Sabía muy bien que todo iba a ser muy serio. A Martina le gusta serpentear y prolongarlo, localizar el punto y, entonces, encontrada la mejor sintonía, tras haberla fijado, bailar la danza tranquila con destreza, con intensidad, con… con sentimiento. Trabaja con pautas carentes de complejidad, así, o asá, pero con mucho sentimiento, humanamente.

Tal es, en cualquier caso, la conclusión a la que yo he llegado. Admito que es un tanto aproximativa, todavía. Llevamos acostándonos juntos…, ¿cuántas noches? Diez. Diez noches seguidas. No obstante, creo que aún no he, que no logro, que no me siento capaz de… Exacto, ustedes lo han dicho.

Eso de empalmarla es francamente difícil, muy difícil.

***

Ay de mí, pobrecillo, qué mala suerte tengo. Mierda de vida. Qué escándalo, qué desastre. La vida es una varita mágica, que da risa. La vida péndula, pendulona. Ja, qué chiste tan gracioso. Un chiste muy viejo. No es la primera vez que oigo este chiste. Naturalmente. A lo largo de mi vida me ha tocado mi buena ración de imposibilidades, impotencias, imperturbabilidades, mis turnos de incomparecencias, inutilidades, inexistencias, mis dosis de encogimientos, blanduras, fofeces. Pero jamás había vivido este chiste en su versión prolongada, en su versión por capítulos ininterrumpidos. Butch Beausoleil me permitió izar la bandera. Y lo mismo digo de Selina Street, y de una furcia snob de la Tercera Avenida. Mi vieja y maltrecha bandera ha estado en muchos frentes, ha levantado cabeza ante toda clase de trincheras, se las ha arreglado ante toda clase de formas y tamaños, ante rivales buenos y malos y feos. Pero con Martina Twain no hay manera de izarla. No señor. Cualquiera diría que Martina no es suficiente para que mi estandarte se anime.

—No importa —dijo Martina ayer noche, por vigésima vez.

Yo permanezco tendido, una lágrima de cien kilos, parpadeando, doliéndome de rabia, hecho de sal.

—¿No? —grazné yo.

Martina me abrazó y, con un cálido susurro, me dijo todo lo humanamente posible en las circunstancias.

—¿No? —volví a graznar.

Ahora ni siquiera puedo hacerlo como un animal. Incluso en plan animal la cosa no funciona.

—Joder —dije—. ¿Para qué cojones sirvo, entonces?

Las publicaciones están a la venta, caballeros. No deben ser leídas aquí. Llévenselas a casa. Ahí podrán mirarlas a gusto.

De modo que ahora me encuentro en el emporio del porno, en busca de pistas. Hojeo el brillo lechoso de un folleto de vídeos. Abuelitas, niñas, excrementos, mazmorras, cerdos y perros. Oh mundo, oh dinero. Supongo que hay gente a quien le gusta todo eso. Oferta y demanda, fuerzas del mercado. Los terrícolas somos una pandilla de gentuza de lo más variado. No hay dos con la misma dentadura, con las mismas huellas digitales. Aquí abajo te encuentras de todo. Tipos raros, sodomitas, de todo, y a nadie le da vergüenza. Ya no hay vergüenza. Todo el mundo está decidido a ser lo que es: he aquí la nueva moda. Las mujeres quieren salir de debajo de nosotros, los hombres. Los maricas y bolleras no se dejan arredrar por nada. Los negros se han hartado del poder blanco. Los delincuentes callejeros prefieren dedicarse a su oficio sin que la policía les moleste, porque resulta que la policía está empeñada en detenerles y meterles en la cárcel. Incluso los paidófilos —esos tipos a los que les gusta tanto la violación que solamente quieren practicarla con niños— se atreven a mostrar su sombrío rostro: quieren que se les trate con respeto. Que encendamos la luz. Nada importa. Echo una mirada al conjunto de esta tienda, los estantes con revistas, los reservados, el encargado con su cartera repleta de dinero. Me siento aparte, diferente, visible en medio de toda esta gente, pero los demás clientes son oficinistas que aprovechan el breve descanso del almuerzo, tipos que tienen que cuidar a toda prisa de sus necesidades y caprichos. En cuanto a mí, no sé qué quiero. Lo que quiero se ha alejado hace ya mucho tiempo de lo que quiero, y veo con dolor cómo se me escapa. Es una cosa que me da vergüenza y me produce orgullo. Me da vergüenza ser lo que soy. Pero ¿puede alguien avergonzarse de eso?

He vuelto a las pajas. Tendrían que verme. Ya estoy otra vez con todos ustedes; también yo me las hago. Hola, otra vez. Bien, aquí estamos todos, tendidos boca arriba y rasgueándonos a nosotros mismos, como si fuéramos una de esas guitarras torcidas de Picasso. Es ridículo, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Ya saben lo que pasa con las mujeres de la calle en las ciudades calurosas, en las selvas de cemento. No es que salgan por culpa del calor. Sino que el calor les quita casi toda la ropa. En la repugnante atmósfera enfermiza del verano en Manhattan, en las filas de cojitrancos que andan por la calle, las mujeres se deslizan con su ración extra de feminidad, toda esa cantidad suplementaria de tetas y caderas, y, encima, con todas esas emanaciones, dulces transparencias, intoxicantes presencias. Los hombres se arrastran a través de la fiebre. Incluso Fielding da muestras de notar esta tensión suplementaria:

—Es de lo más puta —dice—. Slick, nos gana de todas todas. De modo que dejémonos ganar.

Insiste a cada momento en que la acompañe a cierta increíble contorsionista, a cierto burdel venusino, o que llamemos a esas tías que vienen a hacértelo en tu casa, a ésas con las que te citas por teléfono, vía agencia. Conozco a una tía, a una zorra, a una pájara. Hay artistas de la danza, del strip-tease, de todo. Si no le entendí mal, me parece que me insinuó que podíamos pasarnos un fin de semana en Long Island con Juanita del Pablo y Diana Proletaria. Pero yo no necesito tentaciones especiales. Sin ellas ya me ocurre de todo.

No se lo van a creer ustedes. Es increíble. De repente, la mitad de las tías de Nueva York quieren meter la mano en mis calzoncillos, sí, he dicho mis calzoncillos, ésos con la y griega invertida en la parte delantera, con el saco de los huevos de material elástico. ¿Consiste en esto el éxito? ¿El dinero? ¿Acaso es éste el resultado de la luz que ha arrojado Martina Twain sobre mí? Mientras haraganeo por el Blithedale, me acosan las nenas por todos lados, en el comedor, en la sala de videojuegos. Vienen directamente hacia mí, prietas sus carnes bajo el vestuario especial para la ola de calor, y me insinúan su deseo de pasar un rato íntimo en su casa o en la mía. Me siento en el bar a tomarme una cerveza de baja graduación y a tratar de poner en orden mis confusiones mentales, y enseguida se encarama en el taburete contiguo una tía buena que se me agarra al muslo como si estuviera a punto de perder el equilibrio.

—Invítame a una copa —suelen decirme—. Estoy ardiendo.

La otra noche, lo juro, subía la calle Cuarenta y tres al anochecer, y una neoyorquina, al verme llegar, se cruzó en mi camino, se plantó muy tiesa con las piernas abiertas, y dejó caer su pañuelo. Y en la recepción del Ashbery siempre me esperan recados de tipo salaz. Y mujeres de tipo salaz. ¿Qué quieres?, suelo preguntarles.

—¿No podríamos discutir ese asunto en tu habitación? En realidad, lo que me gustaría es discutir ese asunto en tu habitación.

Yo las aparto de mi camino, asustado, fracasado. Jamás había sentido mayor necesidad de la bebida. Pero voy tirando a base de simple vino y tranquilizantes. Trato de encontrar la clave de todo este embrollo sexual en el que me estoy viendo metido. Y a veces pienso: Soy yo. Yo soy la clave.

Me guardo las peores noticias para el final. Parece que —Señor, apiádate de mí; Jesús, dame un respiro—, parece que está apareciendo en mí cierta tendencia gay cuyo objeto es Spunk… Sí. ¿No es la leche? Hace un par de días me lo llevé a Blithedale y le invité a comer allí. Mientras su cara se convertía en un muestrario de arrugas a medida que leía la carta, acabó armando un cristo con el camarero, al que pretendía convencer para que le sirviese una de sus ensaladas anti alimenticias. Tras unos cuantos tartamudeos y vacilaciones, al final resultó que ese pobre chico no sabe prácticamente leer… Casi me moría de vergüenza y ternura…, y de paso noté lo adorables que eran los bultos y los movimientos de tensión y relajamiento de los músculos de su cuello. Ahora, cada vez que la secretaria o la telefonista me dice que Spunk Davis quiere algo de mí, me entran los mareos y la emoción, como si se tratase de una vampiresa. Me acuerdo que una vez tuve una cosa extraña con la pequeña de Alec Llewellyn, su hija de nueve años, Mandolina, Mando. Fue una cosa erótica, sin duda alguna (me encantaba acariciarla), y venía acompañada de los síntomas clásicos (en cuanto ella me miraba con poca simpatía, bueno, allí se acababa todo, no restaba más que el suicidio); pero no era una cosa sexual, desde luego que no, ni siquiera remotamente. Tal vez lo que me pasa con Spunk sea como aquello. A veces me digo a mí mismo: Tranquilo, tío, lo único que pasa es que te recuerda tu propia juventud. A veces, en medio de las fiebres que me dan, de las ideas disparatadas que se me ocurren, comienzo a enfrentarme a otro hecho sorprendente: que seguramente he estado enamorado de Fielding Goodney desde el momento en que le conocí. Caray, tíos, ¿qué hacer? Tendré que dejar que pase el tiempo, supongo. Esperar que las cosas mejoren, y rezar pidiendo que nada llegue a salir verdaderamente mal. Habrá que echarle cojones.

***

Gracias a la astucia con la que fingí ser un amante de la pintura, un chalado de los lienzos y un artista degustador del arte en general, me he pasado buena parte de esta última época siendo expuesto por Martina Twain a los efectos de la alta cultura. En consecuencia, ahora sufro un shock traumático cultural, y auténtico pánico, a medida que voy siendo arrastrado por ella a través de largos pasillos de parquet hacia los ocultos rincones en donde cuelgan visiones bañadas de extraña luz. Hay que hacer cola, pagar un buen dinero, para mezclarse con los vituperantes intérpretes y japoneses de cara iluminada por el flash, con buitres, universitarios, solitarios, catadores y consumidores salidos del torbellino de la sucia ciudad. Muchos de esos tipos, según he podido notar, son individuos de clase obrera en fase ascendente, o bien forasteros. Los hombres parecen rollizos, payasos con ropa deportiva de tonos pastel, siempre sonriendo, diciendo que sí con la cabeza, admirando. Las mujeres son del tipo muñeca parlante, esas que dicen Mami y se echan una meada si las vuelves boca abajo, con caritas muy monas cubiertas con pelucas de color merengue. Son consumidores heroicos, que ya han probado de todo, y ahora quieren también una tajada de alta cultura, pegarle un buen mordisco a eso del arte. Es como si creyeran que todo eso está allí para ellos. Y tal vez sea así. Pero ¿para mí? Yo vengo de la mala orilla del Atlántico. Soy de Londres, inglés. Y estoy casi convencido a estas alturas de que nada de todo eso está hecho para mí. Me resulta muy duro. Mientras los demás contemplan el arte o leen libros o se rinden a la buena música, mi cabeza sigue zumbando con sus temas de siempre: el dinero, Selina, las erecciones, el Fiasco. Lo intento, pero no puedo. Es duro, muy duro.

Martina y yo vamos a toda clase de exposiciones. Fuimos a una exposición constructivista que había en no sé qué rincón perdido del barrio Este, en la zona alta. Elásticos postes de mayo y tipis enfajados, combinaciones espásticas de cemento y acero, hieráticos monstruos. Fuimos a una exposición modernista junto a Central Park. Naipes rotos y perfiles de piezas de ajedrez, campos de batalla de backgammon y fragmentos de dados, escombros del azar. Me sentía obligado a mostrar entusiasmo ante todo lo que íbamos viendo, pero hace mucho tiempo que se me acabaron las energías suficientes como para echarme faroles y parlotear, de modo que actualmente lo único que puedo hacer es fingir pasmo y concentración con mi cara de póker. Ayer visitamos una exposición de desnudos clásicos, todo mármol. Resultó agradable ver mujeres que, pese al calor, parecían mantenerse tan frías y neutrales. De todos modos, no eran desnudos integrales, pues alguna mano reciente había estado repartiendo hojas de higuera. Es ridículo, comentó Martina, refiriéndose a los tallitos y velos que les habían puesto. Pues, mira, no sé: tampoco hay que precipitarse; no va nada mal eso de dejar cierto campo para la imaginación. Ella no estuvo de acuerdo conmigo. Desde mi punto de vista, por supuesto, aquellas tías me hubiesen gustado mucho más si, encima, les hubiesen colocado ligueros y medias, sandalias con correas; en fin, lo mío no debe de tener que ver con la estética. Mañana vamos a la gran antológica de Monet, Manet, Money o como quiera que se llame.

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