Dinero

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III

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No crean, si piensan ustedes que su comportamiento fue extraño, tendrían que haberme visto a mí. Tuve un increíble ataque de llanto. Y ella también lo tuvo. Y lo mismo un par de críos y una de las viejas. Al cabo de unos momentos, todos los padres entraron de golpe. Todo el mundo lloraba y gritaba en este escenario, en esta demostración de la riqueza del alma humana. Pero todo era pura mierda, yo al menos lo sabía. Arte, pero del malo. De todos modos, ¿acaso podría esperarse otra cosa de mí? Últimamente me ocurre que, en determinados momentos, me siento tan hambriento de afecto que las instrucciones de cualquier analgésico o cualquier frasco de vitaminas («En cuanto aparezcan los primeros síntomas de un resfriado, tome…») pueden ponerme a parir.

Y, desde luego, supe apreciar el tesoro que Caduta me puso ante los ojos. Olisqueé y hociqueé a gusto durante unos buenos diez minutos, y hasta le largué unos cuantos lametazos y besos. Pero no había en eso nada sexual. Jamás le haría yo una insinuación a Caduta —no, a Caduta no—, y si alguno de ustedes se la hiciera, yo le arrearía un buen puñetazo. Cuando llegué al hotel todavía estaba impregnado de tristura, asfixiado de llanto. Las palabras de despedida que me dirigió Caduta —las pronunció, como hubiese hecho la madre o la novia de un soldado, caminando junto al taxi que ya se iba— fueron las siguientes:

—¡Protégeme, John! ¡Protégeme!

Supe lo que quería decir con eso. Tomé el teléfono y llamé a Lorne Guyland, indignadísimo.

—Mira, Lorne —comencé, después de que una voz femenina le transmitiera el recado—, acabo de tener una reunión con Caduta Massi. Esas escenas que tú insinuaste… Ella dice que no piensa desnudarse, y yo también tengo algo que decir…

—¡QUÉ QUIERES DECIR CON ESO DE QUE NO PIENSA DESNUDARSE! ¡PERO SI NO ES MÁS QUE UNA MIERDA DE ACTRIZ DE TV! ¡SE DESNUDARÁ, AUNQUE TENGA QUE DESGARRARLE LA ROPA!

Aparté el teléfono de mi oreja, estirando el brazo al máximo, y me quedé mirándolo fijamente. Creo que lo que más me impresionó fue la rapidez, la instantaneidad con la que Lorne perdió los estribos. Repentina, inmediatamente: desbocado. También yo soy un artista al que se le saltan enseguida los fusibles, pero necesito un poco más de tiempo que Lorne. Necesito un par de segundos, como mínimo, para saber que ésa es la última gota, la que colma el vaso. Pero es evidente que para ciertas personas cada gota es la última gota. La primera es la última.

—Lorne —dije—, Lorne, escúchame bien. En el guión no hay ninguna escena en la que Caduta salga desnuda contigo. Con Butch Beausoleil sí, adelante, todas las que tú quieras. Pero con Caduta no. Caduta es…

—¿De qué guión estás hablando? ¡Nadie me ha enseñado ningún condenado guión!

—Doris Arthur está terminándolo, Lorne. Pero me siento en condiciones de asegurar que no habrá escena de desnudos en la que salgáis Caduta y tú. Quizá de semidesnudos. Pero de desnudos integrales, nada. Y ésta es mi última palabra.

Mientras hablaba, tenía a mano mi alcohol libre de impuestos, y vacié la botella relajadamente. La super furia de Lorne se había quemado. Ya no podía intensificarla más. Sólo le quedaba la rabia. Y se mostró increíblemente enfadado.

—¿Última? ¿Última? —dijo—. Muchacho, se nota que eres nuevo en este mundo. Escúchame bien, tío mierdas. Estás hablando con Lorne Guyland. Sí. ¡Yo! ¡Yo! Si quieres que haga ese papel, tendrás que echarme un poco de carne al plato. Y si no, búscate a otro. Búscate a una cagarruta pestilente como Cash Jones. —Lorne se puso a reír—. No sé por qué digo eso. Cash Jones me encanta. Cash y yo somos grandes amigos. Es uno de mis más antiguos y más íntimos amigos. Es un magnífico amigo mío, John. Magnífico. —Lorne hizo una pausa—. Sí, pero si metes a Lorne Guyland en una película tienes que servirle una buena tajada de carne, tienes que… Mira, ha de ser de buen tamaño, ¿entiendes? A lo grande. Ya viste mi trabajo en Pookie, ¿no? Me alegro que hayas llamado, John —prosiguió, cambiando lunáticamente de tema—. Precisamente quería hablarte de la nueva idea que se me ha ocurrido. Mira, no soy escritor. He escrito muchas escenas, claro. De hecho, de hecho la idea es la siguiente. El joven, ¿eh? El joven, no tengo ni idea de a quién le vais a dar el papel, pero él y yo tenemos una pelea, ¿eh?

—Tú y tu hijo. Exacto.

—Pues bien, en la sinopsis dice que gana él.

—Exacto.

—Pues me parece poco convincente desde el punto de vista narrativo, John.

—¿Por qué?

—Porque el público puede pensar que él es más fuerte que yo.

—Exacto. Bueno, él no tiene más que veinte años, y tú… Bueno, tú eres un hombre maduro.

—Mira, John. Conozco al muchacho ese al que le habéis hecho unas pruebas. ¡Ese es un punky! ¡Con mis solas manos podría hacerle pedazos!

—Pero la gente no sabrá que podrías hacerlo, Lorne. El público creerá que él te gana porque tú tienes cuarenta años más.

—¡Ah! Ya entiendo. Crees que por el simple hecho de que él sea más joven que yo tiene que ser también más fuerte. ¡Y una mierda!

Yo no creo que él sea más fuerte. Pero todo el mundo lo creerá.

—Vale, vale. Soy una persona razonable. Lo haremos así. Ah, y quiero que toda esa escena de la pelea sea en plan desnudo, desnudo integral, ya me entiendes. Te lo digo muy en serio. No pienso sacrificar esa idea. Bien. Otra cosa. En la historia se supone que me follo a Caduta, ¿no? Quiero decir que me la follo. La tía está… No, espera. Esa es Butch. Acabo de follarme a Caduta y ahora voy y me follo a Butch, ¿no? Quiero decir que me la follo. La tía está llorando, ha perdido completamente el control. Está histérica, John. Entonces entra ese actor jovencito… También va desnudo… y se prepara la pelea. Yo salto de la cama, en pelota viva, sabes, y empiezo a darle una paliza de campeonato. Estoy a punto de matar al tío, a punto, pero Butch, que está desnuda, se pone a gritar, «¡Lorne! ¡Lorne, cariño! ¡Qué estás haciendo! ¡Detente, mi amor, detente!». Y entonces me doy cuenta de que estoy actuando como una fiera… Comprendo que he dado rienda suelta al animal que vive dentro de mí, porque, John, tú lo sabes, ya sabes cómo es el mundo en el que vivimos, es un mundo loco, John, horrible… De modo que Butch y Caduta se me llevan. Yo estoy a punto de llorar porque al fin he comprendido lo que estaba a punto de hacerle a ese pobre chico. Entonces viene ese punky, me ataca por la espalda, y me da en la cabeza con una llave inglesa, por ejemplo. ¿John? ¿Qué me dices?

—¿Lorne? Ya lo estudiaremos.

—¡No! ¡No! Lo estudiarás tú solo. Tú.

Crac.

Colgué y me quedé mirando el regazo, sobre el cual tenía un portafolio de plástico con la publicidad de Lorne. Era en ese papel donde yo había ido garabateando las ideas de Lorne. Echando a perder mi vista, leí el texto impreso y llegué a ver que, en sus buenos tiempos, Lorne había interpretado en la pantalla los papeles de Genghis Kan, Al Capone, Marco Polo, Huckleberry Finn, Carlomagno, Paul Reveré, Erasmo, Wyatt Earp, Voltaire, Sky Masterson, Einstein, Jack Kennedy, Rembrandt, Babe Ruth, Oliver Cromwell, Americo Vespuccio, El Zorro, Darwin, Sitting Bull, Freud, Napoleón, El Hombre Araña, Macbeth, Melville, Maquiavelo, Miguel Ángel, Matusalén, Mozart, Merlín, Marx, Marte, Moisés y Jesucristo. No es que yo tuviera todos los datos respecto a cada uno de esos tipos, pero no cabía la menor duda de que todos eran gentuza importante. Así pues, quizá no era tan sorprendente que Lorne tuviera alguna que otra idea curiosa respecto de sí mismo.

***

¡Qué día tan largo! ¡Uf! Qué día. ¿Saben qué hora es? ¿Qué hora tengo ahora? Las cuatro de la tarde. Eh, si estuvieran ahora conmigo, ustedes, hermana madre hija amante (sobrina, tía, abuela), podríamos hablar un rato, hacemos arrumacos, ninguna guarrada, claro. Sólo cariñitos. Quizá me dejarían que apoyase mi enorme jeta en el dulce hueco que se forma entre sus omóplatos, esas alas. Sólo hablo de eso. De eso y nada más, en serio. Sé que usted es un ser puro. Ni bebe ni fuma ni anda follando por ahí con el primero que se presenta. Estoy convencido. ¿Que me equivoco, por completo? Eso es lo que me gusta de ustedes… Tal como yo veía las cosas, ahora tenía ante mí seis posibilidades realistas. Dormirme rápidamente, con un poco de scotch y unos cuantos somníferos. Podía volver al Happy Isles y ver qué intenciones tenía Moby. Podía telefonear a Doris Arthur. Podía bajar al primer espectáculo porno en directo que me encontrase a la salida del hotel, en la condenada Séptima Avenida. Podía emborracharme por ahí. Podía emborracharme aquí.

Al final me emborraché en la misma habitación. Lo malo fue que antes hice todo lo demás. A veces tengo la sensación de que la vida pasa a mi lado, y no precisamente despacio, sino soltando grandes humaredas y chispas y acompañada de un terrorífico estruendo. La vida pasa, pero yo soy el que se mueve. No soy la estación, no soy la parada: soy el tren. Soy el tren.

***

—Explícame cómo las tiene, Slick. Cuéntame cómo son esas tetas, con todo detalle.

—Nada de nada. Lo siento, amigo. Esto fue algo muy especial entre ella y yo. No pienso decir nada. Tengo los labios sellados.

—No sé si sabes que Caduta tiene locales parecidos a ése en Roma y en París. Un sitio a donde puede ir a pasar una temporada de vez en cuando, y sentirse como una reina. Para las familias es fantástico. Lo único que les pide es que, durante unos días, manden a la madre por ahí, y convenzan a los niños de que Caduta es algo así como un super útero. Venga, Slick, cuéntame algo de sus tetas. Imagino que son más grandes que las de, bueno, por ejemplo, ¿Doris Arthur?

Todas las tetas son más grandes que las de Doris Arthur, pensé con ternura. Seguimos caminando. Estábamos en Amsterdam Avenue, y las bocacalles se sucedían lentamente. Ahora pasamos por la Ochenta y siete. Ahora la Ochenta y ocho. Sin destacar más de la cuenta, el Autocrat nos seguía despacio, a una manzana de distancia. Era la primera vez que me metía en el Upper West Side, pero, pese a ello, me recordaba alguna cosa. Me recordaba lo tranquila que estaba mi muela desde hacía al menos una o dos semanas… Mientras consumíamos una comida fanáticamente carnívora en un restaurante argentino de la calle Ochenta y dos, mi amigo Fielding me había tranquilizado respecto al problema Caduta-Lorne. Todos los enfrentamientos y conflictos, me explicó, se disolverían en cuanto tuviéramos el guión terminado. Las estrellas de cine siempre andan jodiéndote todo lo que pueden hasta que el guión está listo. Luego se olvidan de los problemas de construcción del personaje y se obsesionan solamente con cosas como el recuento de frases que ha de decir cada uno, minutos en pantalla, y reparto de primeros planos. Doris Arthur acababa de regresar a los Estados Unidos y estaba mecanografiando el guión en una casita de campo de Long Island, alquilada por Fielding a tal efecto. Me imaginé afectuosamente a la pequeña Doris rodeada de simpáticos animalitos, con sombrero de paja y mono de trabajo, accionando la bomba manual de agua, arreglando una gotera, con media docena de clavos y un par de pipas de boj en sus labios de jarabe. Fielding me prometió que tendríamos el primer borrador en cuestión de tres semanas.

—¿Adónde vamos? ¿Por qué tanto andar?

—Hace un domingo muy soleado, John. Estamos viendo paisajes urbanos. Dime, ¿qué te pareció Doris? Quiero decir, físicamente —añadió, entornando los ojos de una manera tan suave y codiciosa que me falló el pulso.

—Tú has pasado por allí, ¿no? —dije—. Dímelo tú, tío. ¿Qué tal es?

—Mira. Tú me cuentas lo de las tetas de Caduta, y yo te explicaré todo lo que hay que saber acerca del comportamiento de Doris en la cama. ¿Hacemos un trato?

—Bueno, son grandes de verdad, y caídas, pero sobre todo son profundas y espesas. Se apoyan en las costillas, claro, y hasta bajan un poco más abajo, pero siguen siendo muy sólidas y además…

—Ya me hago la idea, Slick. No nos sirven. Pensé que tal vez se las había hecho operar. Le gusta tener unas tetas maternales. No nos valen. Ya sé lo que piensas. Piensas: No necesitamos una tonta de remate que aguante bien los años. Lo que necesitamos es alguien que parezca real. Pero, John, las estrellas de cine no son reales. Es algo de lo que son incapaces. Ya lo verás.

—De acuerdo. Doris. Suéltalo.

—Me temo que no me has entendido bien. Sé todo lo que hay que saber, es decir que es igual a cero. Porque esa tía es lesbi, Slick.

Tropecé y me detuve, e hice chasquear los dedos.

—Así que era eso. Joder, ya sabía yo que pasaba alguna cosa así. La muy puta

—¿Lo intentaste?

—Por supuesto. ¿Y tú, ni siquiera intentarlo?

—No, lo sabía desde el principio. En los relatos se notaba mucho.

—¿Qué relatos?

—Los relatos cortos, John. Su libro, ¿recuerdas?

—Ah, eso.

Pero en ese momento vi hacia donde iban las calles, vi que se oscurecían a pesar del sol, que el aire era más espeso bajo la inocencia de la tapadera azul. Tres manzanas atrás había toldos en las puertas, porteros con librea, fachadas de elegante piedra. Ahora en cambio las calles estaban descuidadas, era un mundo sin ley. Sorteamos los obstáculos esponjosos de los colchones rotos y las maletas abiertas y boca abajo, vimos los oscuros perfiles ocultos tras las ventanas y los alambres de gallinero: estábamos en un mundo sin dinero, sin agua caliente, sin coches. Y el cambio había sido repentino, de golpe y porrazo veías que allí se habían acabado los acuerdos, los consensos, como no fuera el compartido odio contra el dinero que suele aparecer en todas las ciudades en donde las fronteras entre ricos y pobres son tan estrechas, tan finas como las dos caras de una navaja. Me fijé en la pobreza, y la pobreza se fijó en mí. Noté también —de forma perversa, innecesaria, malograda— lo gays que Fielding y yo debíamos de parecer, él con sus zapatos ligeros y su mono color estroncio y su peinado de peluquería, y yo con mi ropa amariconada y mis zapatos redondeados. Hasta los peores maricas del barrio (pensé) deben estar mirándonos con preocupación desde sus altillos y buhardillas, pensando: nosotros somos de miedo, pero ésos de ahí, Dios mío, van a pervertir a todo el barrio.

—¡Eh! ¡Hermano! ¡Negrata!

Calle Noventa y ocho. Volví la cabeza. Dos negros enormes con un perro atado con una correa.

—No te jode, tío. Me parece que mi perro tiene ganas de morder a uno de esos blancos subnormales.

—Fielding —dije, muy tenso—. ¿Crees oportuno seguir? Subamos al coche. Esto es el reino de los navajeros.

—Sigue caminando, Slick, con la cabeza bien alta. No pasa nada.

Se equivocaba. Fielding se equivocaba. Estaba pasando algo, seguro. Cuando alguien se ha pasado la vida metiéndose en jaleos, como me ocurre a mí, los sensores te avisan enseguida, de modo que pronto te das cuenta de lo difícil que va a ser salirte de según qué embrollos. Y sabes cuándo tienes que ceder. A menos de una manzana de distancia, los restos de individuos de colores diversos, todos ellos pertenecientes a las castas más bajas, habían comenzado a amontonarse para formar un grupo o zona peligrosa. Pude ver camisetas horteras, gruesos bíceps, caras vellosas. Esta gente no tenía nada que decirnos, aparte de recordarnos que éramos blancos y teníamos dinero. Tal vez dijeran también: eso de hacer visitas a los barrios bajos no mola, al menos en Nueva York. No se pueden hacer expediciones de buena voluntad a los barrios bajos porque tales expediciones tienen la pretensión de negar que los barrios bajos son reales. Y el sitio en donde estábamos era real. Y esos tíos tenían intención de demostrárnoslo. A estas alturas del asunto yo empezaba a seguir los dictados del instinto, o del hábito, investigando los puntos débiles del enemigo, buscando salidas. Evitar las calles de la izquierda. Mantenerse en la acera, pero junto a la calzada. Sí…, cuidado con ese chico de ahí, seguro que lleva un palo. En cuanto llegues, dispara puñetazos contra todos y corre como un hijo de puta hacia la cuesta con césped que hay al final. Miré fugazmente a los lados. Fielding alzó un brazo, dándole instrucciones al chófer del Autocrat, pero su mirada y su paso eran tranquilos. El coche se nos acercó con un rápido acelerón, y luego continuó avanzando lentamente, a nuestro lado. Fielding desaceleró el paso. Hizo un ademán explicativo, super sincero. Y no pasó nada. El camino quedó despejado, y seguimos caminando.

—Columbia, Slick… Chicago, Los Ángeles, cualquier sitio… En este país, las sedes del saber, las grandes universidades, están rodeadas por los peores, mayores y más desesperados barrios bajos del mundo civilizado. Parece ser el estilo americano, ¿entiendes? ¿Captas la idea? Ahora por ahí, Slick, tendremos una magnífica panorámica de Harlem.

Lancé una ojeada hacia la universidad de Columbia. Comprobaciones. Ya he visto otra veces esta clase de edificios de columnas altas y mentón alzado, con su orgulloso pecho adelantado en un ademán de soberbia cultural. Todo aquello no me decía nada nuevo. Con la muñeca de Fielding apoyada en mi hombro, me acerqué a las murallas del castillo. Nos apoyamos en la barandilla, y miramos abajo a través de la sucia celosía de los árboles entrecruzados cuyas rotas espaldas eran testimonio de su último intento de ascender hasta la cumbre. Más allá de sus copas se extendían los kilómetros cuadrados de Harlem, es decir de la segunda parte de Manhattan, el otro Manhattan, la mitad oculta y joven de la isla.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, y encendí otro pitillo, notándome todavía con las baterías cargadas, con las glándulas en pie de guerra tras la reciente y frustrada pelea.

—Ha sido gracias al coche, sencillamente.

—¿Estaba apuntándoles tu chófer con un arma? No he visto nada.

—No. Bueno, supongo que tenía la pistola preparada. Pero no le hubiera hecho ninguna falta. Con el coche basta, cuando no se trata más que de un par de minutos. No necesitábamos nada más.

Lo entendí, o eso supongo. El Autocrat, el chófer, el guardaespaldas: era suficiente para que aquellos chicos comprendieran la distancia enorme, mágica, que nos separaba de ellos. ¿Cuál fue exactamente el ademán que hizo Fielding? Una mano apoyada sobre el corazón, y la otra señalando hacia el coche, educadamente, como diciendo: «Esto es dinero. ¿Se conocen ustedes?». Luego unió las manos, alzó la cabeza, dejándoles contemplar a su aire la prueba definitiva. Ante lo cual ellos retrocedieron con esa precipitación, esa nula agilidad, esa ceguera con la que los coches se apartan cuando pasa una ambulancia o algún miembro de una familia real.

—¿Por qué? —le dije.

—Vistas urbanas, color local. El coche es tuyo, Slick. Yo regresaré corriendo.

Me quedé mirándole cuando se alejaba a paso de jogging, con la cabeza alta durante los veinte primeros metros, para oxigenar mejor sus pulmones, y luego más baja, para medir el ritmo de sus pasos. Me di media vuelta y miré de nuevo la apretujada cuña de calles y robustos edificios de pisos, y, a manera de excepción a la regla, la tensión de mis oídos dio la nota justa. Acompañados por un débil zumbido premonitorio, mis ojos trazaron una panorámica sobre Harlem, como si allí, entre las chimeneas y los tejados, habitara mi dolor, mi dolor especial, esperando el parto, la libertad, el poder.

***

Sólo existe un terrícola al que le preocupo. Como mínimo, este ser humano al que me refiero me sigue fielmente por todas partes, me vigila y me telefonea a menudo. Es el único. Selina nunca está cuando la busco. En cuanto a los demás…, es cuestión de dinero. No tenemos en común más que el dinero. Billetes de dólar, de libra esterlina: notas de suicida.[5] El dinero es una nota de suicida. Pues bien, el tipo al que me refería hace un momento también habla de dinero, pero su interés por mí es personal. Personalísimo, vamos.

—Nunca piensas en ellos —me dijo, por ejemplo—. No piensas en ellos. Visitas los barrios bajos, pero nunca piensas en ellos…, en los otros.

—¿Quién dices? —le pregunté—. ¿En vosotros, los pobres?

—Escúchame bien. He robado comida, de puro hambre, para mantenerme con vida. Pero eso puede durarte una semana. Al cabo de un mes se te empieza a notar. Tienes la pinta del tipo que tiene que robar comida para no caerse muerto. Y entonces ya está. Se acabó. No puedes seguir robando comida. ¿Por qué? Porque ellos lo adivinan, en cuanto pisas la tienda. Ven que no tienes ni cinco. Ni siquiera te queda el recuerdo de qué cosa sea el dinero. Imagínatelo.

—Parece duro. Lo cual, sin embargo, sólo sirve para demostrar que ser pobre es un paso en falso, es de tontos. Mira, ya conozco todo eso. No es nuevo para mí, amigo. Llevo toda la vida oyendo eso mismo.

—Eres pobre. Sigues siendo pobre.

—Te equivocas. Tengo montones de pasta y voy a ganar mucho más. En cambio, tú sí que pareces andar mal de dinero.

Telephone Frank parece ser no solamente un experto en tener dinero sino también en no tenerlo. También habla mucho de las tías. Por ejemplo:

—¿Las mujeres? Te limitas a usarlas, y luego las tiras, como una hoja de lechuga.

—Vuelves a equivocarte. Intento hacerlo, es verdad, pero no hay ninguna que me lo aguante.

—Para ti las mujeres no son más que pornografía.

—Mira, chico, tengo una cita. Hay un montón de gente con pasta que me espera ahí, en el centro de la ciudad.

—Ya nos veremos, cualquier día.

—Me encantará… Bien, Frank, nos veremos.

Llegué a Bank Street a las ocho en punto, con la última luz. Arriba, el cielo seguía centelleando, pero una película de color verde se había colocado entre los rosas y los azules, un ramalazo aguacate de embellecedora morbidez urbana… Mi mejor traje: gris marengo, con finísimas listas blanco tiza. Me puse además una ancha corbata plateada, con un rollizo nudo. Era la zona oeste del Village, esa parte en donde las calles tienen nombres.

Bank Street parecía un pedazo nostálgico de Londres, con sus rejas negras y sus pálidas flores ciñendo las tímidas casas de piedra arenisca, y hasta con un deje de olor a hojas y tallos en el aire. Mientras paseaba por allí me fijé en un chico negro, muy elástico, de la edad de Félix o quizá algo mayor, que pasaba con su amiguita. Negligentemente, se metió en un jardín y arrancó una flor de la rama de un árbol. Ofreció el capullo rosa a su amiga, que lo hizo girar ante sí un momento para después dejarlo caer al suelo.

—Eh —dijo el chico—. Eh, eso que he hecho era muy bonito. Era bonito regalarte una flor. ¿Se puede saber, coño de tía, por qué la has tirado?

El chico siguió caminando, algo más envarado, mohíno y con los hombros tiesos. Ella retrocedió y se agachó para recoger la flor rota, y se guardó algunos pétalos en la falda.

Calculé que tenía media hora de tiempo sobrante. Había que matar el tiempo, de modo que torcí un par de veces a la derecha y me encontré en la rampa de la Octava Avenida. Supuse que se trataba de una zona de clase media pobre. Shoe Hospital, Asia de Cuba Luncheonette, Agony and Ecstasy Club, ESP Reader and Adviser, Mike’s Bike World, y también LIQ, BEE y BA. Me pregunté si los carteles de las tiendas están hechos de forma que la gente crea que se trata de las plantas de unos pies gigantescos. Jovencillos jugando al ajedrez sobre los capós de los coches aparcados. Un pálido tatuaje en un brazo pálido y viejo. Ahí están otra vez, jóvenes y viejos, sanos y enfermos entremezclados como prodigios americanos de gente con dinero y sin él, de gente guapa y gente deforme, milagros de frío y calor en Manhattan. Hay personas espantosamente necesitadas de una buena reparación. Lo bien que les iría una pequeña inversión de señorío. Pero adoro la densa variedad de estas calles. Sí, me estimula. Después de ver esto, Londres parece despoblado, desleído… Paseé bajo la luz amarillenta de los bancos, oficinas y negocios cerrados. ¿Por qué los bancos no rebosan capacidad de improvisación, como el resto de empresas norteamericanas? ¿Por qué no nace un banco llamado Mike’s Bank World? No lo sé, pero me siento bastante tranquilo.

No me he emborrachado ni una vez en todo el día. No he bebido nada, ni siquiera a la hora de comer, cuando me han servido esa horrible Sorpresa de las Malvinas que he pedido (una parrillada triple). Esta noche quiero estar en plena forma. Me he duchado y arreglado, y no tengo mal aspecto. Ese paseo con Fielding, ese safari hacia la parte alta me ha hecho muy bien. Lo necesito, necesito estar fuerte. Ustedes creen que soy un paranoide, pero se lo aseguro, aquí pasa algo. ¿Están metidos ustedes en ese asunto? Tengo esta horrible sensación desde la última vez que vine a Nueva York, una sensación…, una sensación de espantosa ulterioridad. Trato de convencerme a mí mismo de que todo es consecuencia de mi pasado, de mi infancia pobre y mi temor al éxito. No es por la película. La película va bien. La haremos. Triunfará. Pero hay alguna otra cosa que no marcha, una cosa más importante incluso. Más importante que todo lo que Frank me dice por teléfono, sea lo que sea. Más importante que lo que me está haciendo Selina, sea lo que sea. Más importante que lo que me estoy haciendo yo a mí mismo… Al volverme del escaparate de una tienda —¿y por qué tiene que ocurrir siempre así?— fui abordado por una mujer de metro ochenta y pelo color jengibre, sombrero negro y velo de tul hasta el mentón. Tenía una presencia firme, desafiante: me parece que hasta noté su aliento en el cuello.

—¿Qué? —dije. Pero ella permaneció quieta y callada, mirándome a través de su máscara… ¿Dónde he visto antes a esta chalada de los cojones? Vaya. Ya vuelve a acercarse. En algún sitio, la he visto en algún sitio.

Retrocedí pasando por Christopher Street, el barrio de los maricas. También pasé cerca del barrio de las tortilleras. Como mínimo hubo un par de tías que me prohibieron entrar en su santuario color cárdeno. Luego encontré un sitio cuyo anuncio mostraba a las claras que era un bar de solteros, y nadie me cerró el paso… Bien, yo había leído algo, en Scum y Miasma, acerca de esos locales especializados en enfermedades venéreas. Las dos revistas les daban un tratamiento bastante duro. Había corrido la voz de que, hace uno o dos años, estos tugurios estaban poblados por azafatas, modelos y mujeres con cargo de ejecutivo: cinco minutos, dos cervezas, y enseguida te encontrabas en una habitación de hotel o un apartamento amueblado, con la tía haciendo números delante mismo de tus narices. ¡Falso!, decía Scum. Quizá fue así durante una breve temporada, explicaba Scum, pero poco después entró en acción la gente bien pensante y se acabó la ganga. Las tías se largaron a otra parte. Miasma llegó al extremo de enviar un grupo de agraciados reporteros para que comprobaran por sí mismos la situación, y ninguno de ellos consiguió ligar… Bueno, para mi gusto este sitio estaba bien, y sólo resultó tener un inconveniente: no había allí ni una sola mujer. Seguro que se habían ido todas a los bares de cowboys y las discos diesel. De modo que aumenté el número de tipos solitarios y callados que estaban en la barra, apenas media docena, y me concentré en mis copas. Por ti, Martina, me dije a mí mismo, y de un manotazo dejé un billete de veinte dólares en el húmedo zinc.

¿Se acuerdan ustedes de Martina, Martina Twain? No me digan que ya se han olvidado de ella. ¿Qué tal andamos de memoria, amigo? ¿Cómo vamos de recuerdos, hermana? Seguro que la recuerdan. Ella y yo, hace poco tiempo. Con Martina, la cosa es que… La cosa con Martina es que no consigo encontrar la voz adecuada para atraerla. Las voces del dinero, del tiempo y de la pornografía (todo ese incontrolable jaleo), no están a la altura de las circunstancias cuando se trata de Martina. En cuanto pienso en ella se me produce una conmoción de silencio. Me pasa lo mismo cuando estoy en Zurich, en Frankfurt, en París, y me encuentro con gente que no habla mi idioma. Mi lengua suele buscar entonces formas y retículos que, simplemente, no están ahí. Así que me pongo a gritar… Piensen ustedes en la gentuza que me rodea de ordinario, estilistas, modelos, actores, productores, calientabutacas, olisqueadores, quebrantarrodillas, lectores de tarjetas de crédito, gente de pasta: tipos raros. Ni uno solo al que se pudiera llamar normal. Y mujeres raras, tías que hacen malabarismos con el sexo y el tiempo y la pasta. ¿Alguien de tipo corriente? A mí que me registren. Yo soy un tipo retorcido, encorvado, tironeado y apretujado, y así están las cosas. Cada vida es una partida de ajedrez que se fue al carajo a la séptima jugada, y el resto de la comedia se arrastra desde entonces lenta y tediosamente, un sueño de compresiones y traspiés, cada jugada forzada con antelación, todas las piezas inmovilizadas y paralizadas y aherrojadas… Pero de vez en cuando veo aparecer alguna pieza que sigue moviéndose libremente, y su ejemplo es terrible para mí. Por lo general, son gente rica.

Ossie, el inglés que está casado con ella, tiene una fortuna como para vivir a lo grande toda su vida, pero trabaja en cosas de dinero, dinero puro. Su empleo no tiene nada que ver con nada que no sea dinero, la cosa en sí. Nada de andar jodiendo con acciones, bonos de caja, bienes muebles o inmuebles. Dinero, simplemente. Instalado en sus espectrales torres de la esquina de la Sexta Avenida y Cheapside, el rubio Ossie usa el dinero para comprar y vender dinero. Equipado con un teléfono, compra dinero con dinero y vende dinero por dinero. Trabaja en las grietas y orificios de ventilación del mercado de divisas, comprando y vendiendo, cabalgando la marea cotidiana del cambio. Por estos servicios, le premian con dinero. A montones. Es precioso, y él también lo es.

Pasé de un combinado a otro. De todos modos, siempre llego demasiado temprano a esta clase de cenas. Me voy tarde, pero nunca suficientemente tarde. Barman, otra de lo mismo. Mientras festejaba mis copas, noté de repente el zumbido, el caramelo de la presencia femenina. Me volví, y me encontré con que una chica se había sentado junto a mí. La tía pidió con voz cargada un vino blanco. Cambié de combinado otra vez, ahora un Manhattan. Nueva York tiene gran abundancia de chicas que te dejan el corazón parado un segundo, tías con mucho colorido, dientes vainilla, y unas grandes tetas que todas lucen como si fuese lo más normal. Seguro que aquí hay algún truco. (Y lo hay. La mayoría están locas. Vale la pena no olvidarse nunca de este detalle). La tía del taburete contiguo…, bueno, parecía Cleopatra. No sé por qué, pero al instante la encajé en el apartado de los putones aficionados, las idólatras de las pollas, etc. Siempre las calo a la primera. Miré mi reloj: ocho y media… No, nueve y media. ¡Eh, chico! Es hora de irse.

—¿Te invito a una copa? —dije.

Se le destensó la cara. Temblorosamente, dijo que no con la cabeza.

—¿Vino blanco? —dije.

—No, gracias.

—¿A qué viene eso de no gracias? ¿No sabes leer? Este es un bar de solteros.

—Disculpe —dijo—. ¡Camarero, este hombre está molestándome!

—Y una mierda que te molesto. —Le di un golpecito en el hombro—. ¿Y qué esperabas, nena? A ver, ¿por qué has entrado aquí? ¿Te gusta el chablis californiano, o vienes a ver los patos del empapelado?

—Eh, eh, eh. O se calla, o fuera.

Este era el barman.

—¿Qué pasa aquí? ¿Ninguno de los demás sabe leer? Ahí afuera dice «bar de solteros», en letras de neón. Yo soy soltero. Ella también. ¿Dónde está el problema?

—Está borracho.

Este fue uno de los solitarios.

—Vale, ¿quién ha dicho eso?

Me dejé caer cautelosamente del taburete. Aquí hacía falta una maniobra estratégica que acompañara a la anterior. A saber: levantarme del suelo.

—Si no me he tomado más que diez combinados, joder.

—Cuidado con él… Llevémoslo a la… Fuera…

Varias manos me agarraron de los brazos, una rodilla se me hincó en la espalda, y alguien tiró de mi felpudo. En fin, el tiempo estaba en marcha, y pensé que, de todos modos, lo mejor sería ponerme en marcha.

Al cabo de quince minutos, o tal vez fueran veinte, me encontré plantado frente a un ascensor encerrado en una jaula: la reja con dibujos de encaje, las puertas de acordeón. Me tambaleé y recorrí como pude un pasillo hasta el final. Llamé al timbre. Estaba borracho, vale, pero ya empezaba a reanimarme. Es lo que pasa con la bebida: hay gente que aguanta, y otros que no. En cuanto me den unas cuantas rondas más, estaré tan fresco. Enderecé el nudo de mi corbata y me tiré el pelo hacia atrás con las manos. Llamé al timbre, largo y tendido. Alguien descendió sonoramente una escalera de madera. La puerta se abrió.

Al otro lado estaba Ossie, en chaleco y mangas de camisa. Vi a Martina, al fondo, con el delantal de cocina y bandejas en las manos.

—¡Hombre, amigo mío! —croé—. ¡Ya estoy aquí!

Ossie se adelantó un paso.

—Es tarde —dijo. El rostro curioso de Martina apareció al otro lado de su hombro—. Vete a casa, John —dijo Ossie—. Anda, vete a casa.

Cerró de un portazo. ¿Se puede saber qué le pasa a éste?, pensé. Hay tíos que… Vale, llego ligeramente tarde, pero… Miré el reloj. Decía la una y cuarto. Entonces recordé una cosa. No sólo había llegado tarde. También me iba demasiado tarde.

Exacto. Ya había estado en la cena. Y algo me decía que mi comportamiento no había sido muy correcto.

***

Hoy es mi cumpleaños. He cumplido los treinta y cinco. Según el último libro bueno que he leído, esto significa que estoy a mitad de mi viaje a través del tiempo. La sensación que tengo no es exactamente ésa. No noto que esté a mitad de camino. La matrícula de postín que llevo en mi Fiasco dice OAP 5.[6] Tengo mentalidad de crío, pero soy un cliente muy importante de los médicos de la boca y las tripas. Tengo la sensación de haber empezado ahora mismo.

Y también que estoy a punto de acabar, a punto de acabar. Así es como me siento.

Llegó la mañana y me levanté… Cosa que no parece especialmente interesante o difícil, ¿verdad? Seguro que ustedes lo hacen cada día. Pero, miren, la cuestión es que me encontré con un problema. A saber, estaba tendido boca abajo, al pie de un matorral o un seto o alguna maldita planta, en un solar húmedo salpicado de ortigas, paquetes aplastados de cigarrillos, condones usados y latas vacías de cerveza. Era un lugar sumamente apropiado para volver a nacer, y tal era la sensación que yo tenía. Duele, sin duda, eso de nacer: por eso la gente llora y chilla. Luego tenía que hacerme la revisión. Comprobar que todavía tuviese la cartera, los miembros, la cara, la polla, el ser. Luego tenía que ponerme a correr llorando por entre los pasadizos de cemento y bajo la lluvia del amanecer hasta lograr que se me pasara un poco el pánico, hasta reconocer la ciudad y reconocerme a mí mismo en las calles mojadas y enmudecidas. Luego tenía que encontrar un taxi y regresar al hotel. El tipo aquel no quiso cogerme hasta que le enseñé el dinero. No le culpo. Había estado soñando —¿y quién necesita sueños cuando lleva una vida nocturna como la mía?— en torturas, risas, dolores en mi frágil espina dorsal.

Me desnudé lentamente en el baño, frente al espejo. Primero la cara: tenía una hinchazón gris encima del ojo izquierdo, y el felpudo estaba muy maltrecho en ese mismo lado. ¿Una pelea? No era probable. Si hubiese sido una pelea, habría ganado yo. Y allí estaba también todo mi cuerpo, temblando, estremeciéndose bajo la delatora luz, pero entero. Me volví, y solté un respingo. ¡Ah…! Joder… Mi espalda, mi ancha y blanca espalda tenía de treinta a cuarenta verdugones limpiamente perfilados, iguales los unos a los otros, como si hubiese dormido en una cama de fakir. Agarré con ambas manos un buen pedazo del neumático de recambio, conseguí tirar de la piel y ver con detenimiento una de aquellas heridas sin sangre. Una muesca, un agujero rojo: me cabía todo el meñique hasta media uña de profundidad. Retrocedí. No había más daños. Mi repleta cartera estaba intacta: tarjetas de crédito, unos ochenta dólares, unas treinta libras. La resaca seguía su curso. La resaca había salido bien librada del percance.

De modo que me había pasado la noche, o una buena parte de ella, en un pedazo de tierra del país del alfabeto, junto a la Avenida B, en el East Side. Tras una velada placentera y beneficiosa con mis amigos de Bank Street, debí de salir a tomarme un par de copas, seguro. ¡Mala idea! ¡Malísima! Alguien, en algún momento, me había trabajado la espalda con una herramienta, un objeto contundente, lo que fuera. Tenía algunos agujeros en la camisa, pero no en la americana: mi americana buena, la mejor. Eran las ocho treinta. Me lavé la cara con agua y noté como si unos dedos calientes me hicieran cosquillas por detrás. Durante diez minutos estuve vomitando detenidamente, con convulsiones parecidas a las de una maza mecánica, unas convulsiones que rae sentí incapaz de resistir o frenar. Luego, durante el doble de tiempo, me quedé sentado en la ducha, con el grifo plateado abierto al máximo de presión y de calor, aunque apenas sirvió para limpiarme la mugre. Debo de ser muy infeliz. Sólo así puedo explicarme mi comportamiento. Amigos, qué depresión llevo encima. Seguro que soy un jodido suicida. Y me gustaría saber por qué.

Fíjense en mi vida. Ya sé lo que están pensando. Están pensando: ¡pero si es una vida fantástica! ¡Magnífica! Están pensando: ¡hay tíos con suerte! Bueno, supongo que parece fantástico con tantos vuelos y tantos restaurantes, y taxis y estrellas de cine, y Selina, y el Fiasco, y el dinero. Pero mi vida también es mi cultura particular: eso es lo que estoy mostrándoles al fin y al cabo, ése es el lugar a donde les estoy conduciendo, dejando entrar: mi cultura particular. Y quiero que miren mi cultura personal. Que vean en qué estado se encuentra. No es un lugar bonito. Y por eso me muero de ganas de salir disparado del mundo del dinero para irme… ¿Adónde? Díganmelo ustedes, por favor. Yo solo jamás lo conseguiré. No sé cómo.

***

Durante un par de días no ocurrió gran cosa; para mí, perfecto. No pasó nada. Bueno, digo eso, pero yo y mi dolorida espalda estuvimos muy activos.

Yo y mi dolorida espalda redactamos conjuntamente una carta dirigida a Martina. Sí, una carta. Incluso salí a comprarme un diccionario en la Sexta Avenida, como indispensable ayuda para mi proyecto. ¿Saben cómo son esas resacas en las que te sientes incapaz de escribir eres para mí, o lo siento u otra vez sin faltas de ortografía?

Me costó un día entero escribir esa carta, otro tanto ponerle el sello y lo mismo echarla al correo, pero al final conseguí dejar listo ese asunto. Pedí disculpas por mi comportamiento (ya saben ustedes lo que pasa: unas copas, unas carcajadas, y empiezas a meter la pata), y le pregunté si podía invitarla a almorzar algún día. Al fin y al cabo, señalé, almorzar era una de las pocas formas de vernos que todavía no habíamos ni siquiera probado. Habíamos tomado juntos unas copas, algún desayuno, varias cenas, pero no habíamos almorzado nunca en la misma mesa. Le dije que comprendería «perfectamente» que decidiera recuperar pérdidas y dejar que yo pagara. Afirmé que me negaría en redondo a que pagase ella, y le aseguré que estaba hablando muy en serio. En fin, que no estaba yo para dejarme invitar después de lo ocurrido.

Yo y mi dolorida espalda tomamos unos combinados con Butch Beausoleil. No hubo mención alguna de la debacle del Berkeley, por fortuna. Butch estaba preciosa —toda ella juventud y salud—, y se mostró notablemente dócil, al menos por ahora. Es lógico. Se llevará una tajada de setecientos cincuenta mil dólares. La única condición que pone es que no hará ningún tipo de tarea doméstica. En la película. No barrerá ningún suelo. Ni siquiera aclarará una taza de café. La liberación de las tías. ¿Quién quieres que haga de galán?, le pregunté. ¿Christopher Meadowbrook, Spunk Davis o Nub Forkner? Butch contestó que le gustaría que fuese un chico de tez morena. Lo bueno de Butch es que no es la rubia tonta de siempre, tal como ella misma subrayó varias veces. Me mostré de acuerdo con ella. Quizá lo parecía. Quizá hasta se comportaba y hablaba como si lo fuese, a veces. Pero no lo era. Eso es lo grande de Butch.

Yo y mi dolorida espalda celebramos varias reuniones con la gente del dinero que Fielding había engatusado. Cenamos en La Cage d’Or con Steward Cowrie, Bob Cambist y Ricardo Fisc. Visitamos varios clubs nocturnos, Krud’s y Parlour 39, con Tab Penman, Bill Levy y Gresham Tanner. Qué gente tan rara, los tíos del dinero: hoteleros de Miami, terratenientes de Nebraska, petroleros de Maryland. Sus únicos temas de conversación son las estrellas de cine y el dinero. Hablan de dinero con ese tiburonesco estilo tan propio de los norteamericanos, como si el dinero fuese la única llave para todo, el único patrón de todas las medidas. Encuentro que son gente con la que te puedes relajar a gusto. Fielding se encarga de todas las cuentas. Fielding se encarga también de embolsarse todos los cheques. Cada una de las reuniones termina con los tíos del dinero diciendo cosas como Contad conmigo, o Quiero participar o Dicho y hecho o Hagámoslo. Fielding ha comenzado a pensar en darles la patada a tres o cuatro de los socios menos importantes.

Ah, sí, y yo y mi dolorida espalda logramos localizar a Selina una noche, bastante tarde. De hecho eran las siete de la mañana aquí. Habló con voz fina y fría, que es como a mí me gusta. Al cabo de un ratito, con arrullos e insultos, me devolvió la paz. Tengo que comunicarles a ustedes que estas mamadas a larga distancia, estas llamadas tórridas, son sólo una más de nuestras lamentables costumbres… También esta perversión en particular, según he podido observar, y al igual que todas las demás, ha empezado a funcionar en plan negocio en Nueva York. Las columnas de anuncios de letra pequeña que aparecen en Scum van repletas de busconas a control remoto que se pasan el día sentadas junto a un teléfono. Por dinero, claro. Como Ossie Twain, por cierto. Las telefoneas, les das tu número de tarjeta de crédito, y ellas te dicen guarradas durante todo el tiempo que alcances a pagar. Probablemente salgan más baratas que Selina, pensándolo bien. Además, ellas están aquí, y Selina allí… Había decidido colgar cuando Selina comenzó a decirme, en un tono de alarmante excitación erótica, no sé cuantas cosas acerca de un nuevo novio suyo, un adinerado norteamericano que, según me contó, se la llevaba a los hoteles de su propiedad, la vestía elegantemente, y se la tiraba en el suelo, como a un perro. La historia y los detalles eran muy normales, pero deploré su entonación. Déjalo correr, le dije. Su vocecita continuó provocándome. Me dijo que siempre estaba aquí o allí, con él, haciendo todo eso. Ya basta, dije.

—Entonces, cásate conmigo —dijo Selina, pero lo dijo de una forma muy fea.

***

Fielding apoyó su espalda en el elegante asiento de la limusina, como un gato. Se estiró los puños de la camisa y dijo firmemente:

—Nos quedamos con Spunk.

—Supongo que no es su verdadero nombre, ¿no?

—Lo es —dijo Fielding, y me contó que había dos actores del sur que se llamaban Sod MacGonagall y Fart Klaeber.[7] Luego soltó una de sus carcajadas, una de sus ricas, millonarias, contenidas carcajadas adorables. Cómo me gusta oír ese sonido. Daría cualquier cosa por ser capaz de provocarlo más a menudo—. Pero —añadió Fielding—, es posible que para el mercado inglés le llamemos Scum.[8]

—Es un problema, tendrás que admitirlo.

—He hablado con su agente. Él ya sabe que algún día habrá que arreglarle lo del nombre a Spunk, pero el problema es que así es como fue bautizado, y que es uno de esos tipos que detestan las clásicas mentiras del estrellato. No es más que un muchacho del Bronx, un tipo duro, pero en la pantalla es tremendo. ¿Quieres una copa?

—No, gracias.

—¿Qué te pasa? Son las cinco.

—No, gracias.

Tenía mis motivos. ¿Qué prefieren, que les cuente primero las buenas noticias, o que empiece con las malas? La buena noticia es que esta mañana me ha llamado Martina. Mañana almorzaremos juntos. La mala noticia es que la buena noticia me dejó tan aliviado y excitado que, de inmediato, me he metido en un bar y me he bebido un montón de copas. ¿Sí?, dirán ustedes. ¿Y qué? No es ninguna novedad. De acuerdo, pero la parte mala de la mala noticia es que el alcohol me ha producido un efecto verdaderamente horrible. No me ha emborrachado, que es lo que yo quería conseguir. Me ha dado resaca, directamente. En serio. Incrédulo, he seguido pidiendo copas, en un intento de cambiar las cosas, pero estaba condenado al fracaso. Por eso me he metido tantísimas. Lo cual contiene además una nota de ironía, porque esta mañana, al despertar, me sentía condenadamente bien después de una noche de televisión hasta última hora. Me pregunto si este fenómeno es una nueva consecuencia derivada del jet-lag, o la rebelión final, terminal, de la mierda de cuerpo con el que convivo. Amigos, mejor será que me vaya pronto a California, ahora que la gentuza esa de los trasplantes todavía está a tiempo de arreglarlo. Quizá lo mejor sería agarrar inmediatamente un vuelo hacia allí, y pedirles que me revisaran de pies a cabeza. Pero es que, además, la cabeza también se duele lo suyo. La mente también tiene sus padecimientos. La sentía atestada de pecados y delitos, perdidos por completo mis pensamientos, como si estuviera en plena caída libre. Tengo que sacarme de encima toda esa mierda. Eso, y muchas otras cosas más. Tengo que agarrar todo mi sistema y despedirlo a patadas de mi sistema. Eso.

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