Dictator

Dictator


Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo I

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I

Recuerdo el bramido de los cuernos de guerra de César hostigándonos en los campos de Latium bajo la noche cerrada, un aullido apremiante y estremecedor, como el de las bestias en celo, y como, una vez extinto, tan solo permanecieron el ruido que hacíamos al arrastrar los pies por el camino helado y nuestros jadeos de angustia.

No les bastaba a los dioses inmortales con que Cicerón se hubiera convertido en el blanco de los escupitajos e insultos de sus conciudadanos; no tenían suficiente con que se viese obligado a abandonar el hogar y los altares de su familia y ancestros; ni se conformaban con que, mientras escapábamos a pie de Roma, echara la vista atrás y viese su casa envuelta en llamas. A todos estos tormentos decidieron añadirle uno más: obligarlo a oír como el ejército de su enemigo levantaba el campamento del Campo de Marte.

Aunque era el miembro de más edad del grupo, avanzaba al mismo paso ligero que el resto. No hacía mucho que había tenido la vida de César en sus manos. Podría haberlo aplastado como si de un frágil huevo se tratara. Sin embargo, ahora la fortuna los llevaba por sendas opuestas. Mientras que Cicerón se dirigía con diligencia hacia el sur para huir de sus enemigos, el artífice de su ruina marchaba hacia el norte para asumir el mando de las dos provincias de la Galia.

Caminaba con la cabeza gacha, sin pronunciar una palabra, lo que a mi juicio se debía a la desesperación que lo atosigaba hasta el punto de no dejarle hablar. Solo al alba, cuando recogimos los caballos en Bovillae y nos disponíamos a embarcarnos en la segunda etapa de la huida, se detuvo con el pie en la puerta de su carruaje y me preguntó de manera inopinada:

—¿Crees que deberíamos regresar?

La cuestión me cogió por sorpresa.

—No lo sé —respondí—. No lo había pensado.

—Bien, entonces piénsalo ahora. Dime: ¿por qué huimos de Roma?

—Para escapar de Clodio y de la turba.

—¿Y por qué Clodio es tan poderoso?

—Porque es tribuno y puede dictar leyes contra ti.

—¿Y quién hizo posible que llegase a tribuno?

Titubeé.

—César.

—En efecto. César. ¿Crees que el hecho de que parta hacia la Galia a esta precisa hora es una coincidencia? ¡Por supuesto que no! Aguardó hasta que sus espías le dijeron que yo había abandonado la ciudad para ordenar el avance a su ejército. ¿Por qué? Siempre di por hecho que ascendió a Clodio con el propósito de castigarme por haberme manifestado en su contra. Pero ¿y si en realidad lo que pretendía desde el principio era expulsarme de Roma? ¿Por qué motivo necesitaba cerciorarse de que me había marchado antes de irse él también?

Debería haber entendido su razonamiento. Debería haberlo urgido a volver. Pero estaba demasiado exhausto para discurrir con claridad. Y, para ser honesto, no se trataba solo de eso. Me daba miedo lo que los matones de Clodio podrían hacernos si nos atrapaban en las inmediaciones de la ciudad.

Por tanto, me limité a observar:

—Es una buena pregunta, y no fingiré que conozco la respuesta. Pero ¿no nos tacharían de indecisos, después de habernos despedido de todos, si regresáramos tan pronto? En cualquier caso, Clodio ha quemado tu casa; ¿dónde nos alojaríamos? ¿Quién nos ampararía? Creo que harías mejor en ceñirte al plan que ya tienes y en alejarte todo lo posible de Roma.

Apoyó la cabeza contra el costado del carruaje y cerró los ojos. La pálida luz cenicienta me permitió ver con asombro el aspecto demacrado que presentaba tras una noche de caminata. Hacía semanas que no se cortaba el pelo ni se afeitaba. Vestía una toga teñida de negro. Pese a que solo tenía cuarenta y nueve años, estas muestras públicas de duelo lo hacían parecer mucho mayor, como si de un viejo asceta mendicante se tratara. Al cabo de unos instantes, suspiró.

—No sé, Tiro. Quizá tengas razón. Hace tanto que no duermo que el agotamiento no me deja pensar.

Y así cometimos el craso error (fruto más de la indecisión que de la convicción) de continuar avanzando hacia el sur durante el resto de aquella jornada y de las doce que la siguieron, con el propósito de poner lo que creíamos una distancia segura entre el enemigo y nosotros.

Viajamos acompañados de un minúsculo séquito a fin de no llamar la atención: el conductor del carruaje y tres esclavos armados y a caballo, uno delante y los otros dos, detrás. Bajo el asiento escondimos un pequeño cofre lleno de monedas de oro y plata que Ático, el amigo más viejo y allegado de Cicerón, le había dado para financiar el viaje. Solo nos cobijábamos en las casas de aquellos en quienes confiábamos, no más de una noche en cada una, y evitábamos acercarnos a los lugares donde pudiera esperarse que Cicerón apareciese, como la villa que poseía en la aldea costera de Formiae, el primer sitio en el que cualquier perseguidor lo buscaría, o la bahía de Nápoles, adonde afluía la multitud que todos los años huía de Roma en busca del sol del invierno y de la calidez de sus manantiales. Así pues, nos dirigimos tan aprisa como pudimos hacia la puntera de Italia.

El plan de Cicerón, concebido sobre la marcha, consistía en llegar a Sicilia y permanecer allí hasta que el malestar político que se había gestado en Roma contra él remitiese.

—La turba terminará por alzarse contra Clodio —predijo—. Esa es su naturaleza inalterable. Siempre será mi archienemigo, pero no siempre será tribuno; eso no debemos olvidarlo nunca. Dentro de nueve meses tendrá que abandonar el cargo, y entonces podremos regresar.

Albergaba la esperanza de que los sicilianos lo recibieran de forma amigable, siquiera por la destreza con la que en su día acorraló a Verres, el tiránico gobernador de la isla, pese a que esa memorable victoria, que propulsó su carrera política, hubiera tenido lugar hacía doce años y Clodio hubiese sido magistrado de la provincia recientemente. Envié algunas cartas para comunicar su intención de buscar cobijo y, cuando llegamos al muelle de Reggio, alquilamos una pequeña embarcación de seis remos para atravesar los estrechos hasta Mesina.

Salimos del muelle una fría y cristalina mañana de invierno teñida de azules relucientes, el del mar y el del cielo, uno claro y el otro oscuro, los cuales se encontraban en un horizonte tan definido como el filo de una hoja; tan solo nos separaban unas tres millas de Mesina. Llegamos en menos de una hora. Estábamos tan cerca que podíamos divisar a los partidarios de Cicerón alineados sobre las rocas dispuestos a darle la bienvenida. Pero fondeado entre nosotros y a la entrada del puerto había un buque de guerra enarbolando la bandera roja y verde del gobernador de Sicilia, Cayo Virgilio, el cual, según nos aproximábamos al faro, levó anclas y avanzó despacio para interceptarnos. Virgilio se había situado junto a la barandilla en compañía de sus lictores y, tras dar un respingo al ver el aspecto desaliñado de Cicerón, alzó la voz para saludarlo, a lo que este respondió en términos amigables. Durante muchos años los dos fueron miembros del Senado.

Virgilio le preguntó por sus intenciones.

Cicerón le respondió que, naturalmente, pretendía desembarcar allí.

—Es lo que tenía entendido —observó Virgilio—. Por desgracia, no puedo permitirlo.

—¿Por qué no?

—Por la nueva ley de Clodio.

—¿Y qué nueva ley es esa? Hay tantas que uno termina por perder la cuenta.

Virgilio hizo un gesto para llamar a un miembro de su séquito, quien sacó un documento y se inclinó para tendérmelo a fin de que se lo entregase a Cicerón. Aún hoy recuerdo que se agitaba entre sus manos al son de la suave brisa, como si gozase de vida propia; solo aquel frufrú quebraba el silencio de la escena. Se tomó su tiempo y, cuando terminó de leerlo, me lo devolvió sin hacer ningún comentario.

Lex Clodia in Ciceronem

 

Puesto que M. T. Cicerón ha ejecutado a varios ciudadanos romanos sin previo juicio ni condena y dado que para ello ha falsificado la autoridad y el dictamen del Senado, por la presente se ordena que nadie le ofrezca fuego ni agua a menos de cuatrocientas millas de Roma; que nadie se brinde a recibirlo ni a cobijarlo so pena de muerte; que todas sus propiedades y pertenencias queden requisadas; que su casa de Roma sea demolida y en su lugar se erija un santuario dedicado a la diosa Libertad; y que todo aquel que actúe, hable, vote o dé cualquier paso en su favor, sea tratado como enemigo público, a menos que aquellos a los que Cicerón dio muerte de forma ilícita resuciten.

No podía haber sufrido un revés más fuerte. Aun así, recuperó la compostura enseguida e ignoró el edicto agitando la mano.

—¿Cuándo publicaron esta sandez? —inquirió.

—Por lo que sé, lo colocaron en Roma hace ocho días. No ha llegado a mis manos hasta ayer.

—En ese caso, todavía no es legal, y no lo será hasta que haya sido leído tres veces. Mi secretario nos lo confirmará. Tiro —dijo girándose hacia mí—, dile al gobernador cuándo podría aprobarse.

Intenté realizar una estimación. Para que un proyecto de ley se sometiera a votación, primero debía ser leído en voz alta en el foro durante tres días de mercado consecutivos. Pero lo que acababa de leer me había dejado tan aturdido que ni siquiera recordaba qué día de la semana era, y mucho menos cuándo abría el mercado.

—Dentro de veinte días contando desde hoy —aventuré—, quizá veinticinco.

—¿Lo ves? —voceó Cicerón—. Dispongo de un plazo de tres semanas, en el caso de que la ley se apruebe, sobre lo cual albergo serias dudas. —Se colocó en la proa de la embarcación, separó los pies para adaptarse al balanceo del casco y extendió los brazos hacia los lados en actitud apelativa—. Por favor, mi querido Virgilio, por la amistad que nos ha unido, ahora que he llegado hasta aquí, permíteme al menos desembarcar y pasar una noche o dos con mis partidarios.

—Lo lamento pero, como te decía, no puedo asumir ese riesgo. Lo he consultado con mis expertos y me han dicho que, aunque llegases al extremo occidental de la isla, a Lilibea, seguirías estando a menos de trescientas cincuenta millas de Roma, de manera que Clodio actuaría contra mí.

Al oír esto, Cicerón depuso su actitud amigable y anunció con frialdad:

—La ley no te concede derecho a obstaculizar el viaje de ningún ciudadano romano.

—Tengo todo el derecho del mundo a salvaguardar la tranquilidad de mi provincia. Y aquí, como bien sabes, mi palabra es la ley…

Por el tono de su voz, parecía querer disculparse. Me atrevería a decir que incluso se sentía avergonzado. Pero se mantuvo firme, de manera que, tras un nuevo cruce de acalorados razonamientos, no nos quedó otro remedio que dar media vuelta y volver a Reggio. Nuestra marcha arrancó un clamor de incredulidad entre la muchedumbre congregada en la orilla y en ese momento me di cuenta de que, por primera vez, Cicerón estaba preocupado. Virgilio era su amigo. Si esa era la actitud que iban a mostrar sus allegados, dentro de poco toda Italia se pondría en su contra. Regresar a Roma para oponerse a la ley era asumir un riesgo excesivo. Había tardado demasiado en marcharse. Además de los peligros que un viaje así entrañaba, el proyecto de ley terminaría por aprobarse, y entonces nos veríamos desamparados a cuatrocientas millas de Roma, según el límite recogido en el edicto. A fin de exiliarse sin correr riesgos, tendría que huir al extranjero de inmediato. Sin duda, la Galia quedaba descartada debido a la presencia de César, por lo que habría que dirigirse hacia el este, ir a Grecia, tal vez, o a Asia. Sin embargo, para nuestra desdicha, si queríamos escapar surcando el mar traicionero del invierno, nos encontrábamos en el extremo equivocado de la península. Necesitábamos llegar a la costa opuesta, a Bríndisi, que confinaba con el Adriático, y buscar un barco espacioso que estuviera preparado para afrontar una travesía larga. No podíamos hallarnos en una situación más miserable, como sin duda César, quien había apoyado y dado alas a Clodio desde el principio, pretendía.

Atravesar las montañas nos llevó dos semanas de arduo viaje, a menudo bajo una lluvia inclemente y siempre por caminos apenas acondicionados. Todos los tramos parecían perfectos para que nos tendieran una emboscada, aunque en las primitivas aldeas por las que pasamos siempre se nos recibió con hospitalidad. Por la noche dormíamos en posadas húmedas y llenas de humo y cenábamos pan duro y carne sebosa, que eran comestibles gracias al vino agrio que los acompañaba. El ánimo de Cicerón oscilaba entre la ira y la desesperanza. Se daba cuenta de que había cometido un grave error al marcharse de Roma. Había sido un insensato al abandonar la ciudad y dejar que Clodio difundiera la calumnia de que había ejecutado a varios ciudadanos «sin juicio ni condena previos», cuando a los cinco conspiradores de Catilina se les había permitido hablar en su defensa y su ejecución había sido aprobada por la totalidad del Senado. Pero su huida equivalía a una admisión de culpabilidad. Debería haber seguido su instinto y regresado cuando oyó las trompetas con las que César anunciaba su marcha. Tendría que haberse dado cuenta de su equivocación mucho antes. Lloró por la desgracia que su demencia y su apocamiento les habían deparado a su esposa y sus hijos.

Y cuando acabó de fustigarse, dirigió su desprecio contra Hortensio «y toda esa caterva de aristócratas», quienes nunca lo perdonaron por dejar atrás sus orígenes humildes, ascender al consulado y salvar la República: todos ellos lo apremiaron para que huyera, con el fin de buscarle la ruina. Debería haber seguido el ejemplo de Sócrates, quien decía que la muerte era preferible al exilio. ¡Sí, debería haberse suicidado! Cogió un cuchillo de la mesa. ¡Ahora sí que lo iba a hacer! No dije nada. No me tomé su arrebato demasiado en serio. Cicerón no soportaba ver la sangre de otras personas, y mucho menos la suya. Nunca había sido amigo de las expediciones militares, los juegos, las ejecuciones públicas, los funerales… de nada que le hiciera pensar que un día la vida llegaba a su fin. Si el dolor lo asustaba, la muerte lo aterrorizaba, y ese era el verdadero motivo por el que huíamos de Roma, si bien yo nunca habría cometido la impertinencia de insinuárselo.

Cuando aparecieron en el horizonte las murallas fortificadas de Bríndisi, decidió no aventurarse a entrar. El puerto era tan grande y bullicioso, estaba tan repleto de desconocidos y había tantas probabilidades de que pensaran que ese iba a ser su destino, que no le cabía la menor duda de que intentarían asesinarlo allí. Así que buscamos refugio costa arriba, en la residencia de su viejo amigo Marco Lenio Flacco. Aquella noche dormimos en una cama decente por primera vez en tres semanas y a la mañana siguiente bajamos hasta la playa. En aquella parte de la costa el oleaje era mucho más fuerte que en Sicilia. Un viento recio empujaba sin descanso las aguas del Adriático contra las rocas y los guijarros. Cicerón detestaba desplazarse por mar, aun cuando el tiempo fuera perfecto; esa travesía en concreto se presentaba especialmente traicionera. Aun así, era nuestra única escapatoria. A ciento veinte millas tras el horizonte quedaban las orillas de Ilírico.

Flacco, al reparar en su expresión, le dijo:

—Levanta el ánimo, Cicerón; puede que no se apruebe el proyecto de ley o quizá lo vete algún tribuno. Tiene que quedar alguien en Roma dispuesto a defenderte. Pompeyo, seguramente.

Cicerón, con la mirada detenida aún en la lejanía, guardó silencio. Días más tarde llegó a nuestros oídos la noticia de que, en efecto, el proyecto de ley había sido aprobado y que, por tanto, Flacco era culpable de un delito capital por haber acogido a un exiliado convicto en su propiedad. Aun así, intentó convencernos para que nos quedásemos. Insistió en que Clodio no lo amedrentaba. Pero Cicerón no se dejó persuadir.

—Tu lealtad me conmueve, viejo amigo, pero ese monstruo habrá enviado a una jauría de sicarios para darme caza nada más saber que su ley ha entrado en vigor. No hay tiempo que perder.

Encontré un buque mercante en el puerto de Bríndisi cuyo apurado capitán estaba dispuesto a realizar una arriesgada travesía invernal por el Adriático a cambio de una generosa suma de dinero, de manera que, a la mañana siguiente, cuando apenas despuntaba el alba y no había nadie en las inmediaciones, subimos a bordo. Era una embarcación robusta de baos anchos, con una tripulación de unos veinte miembros, que recorría la ruta mercantil que unía Italia con Dirraquio. No es que supiera mucho sobre el tema, pero a mí me parecía un barco seguro. El capitán había calculado que el viaje duraría alrededor de un día y medio, pero decía que debíamos zarpar de inmediato para aprovechar el viento a favor. Mientras los tripulantes lo disponían todo y Flacco esperaba en el muelle, Cicerón redactó aprisa un último mensaje para su esposa y sus hijos: «He tenido una buena vida y he disfrutado de mi carrera. Mi bondad, no mi maldad, es lo que ha terminado conmigo. Mi amada Terencia, la mejor y más leal esposa, mi querida hija Tulia y mi pequeño Marco, nuestra última esperanza. ¡Adiós!». Copié el texto y se lo di a Flacco. Este alzó la mano a modo de despedida. La tripulación desplegó la vela y soltó amarras, los remeros nos llevaron hasta alta mar y partimos bajo la pálida luz cenicienta.

Al principio navegamos con ligereza. Cicerón permaneció en la cubierta de los timoneles, apoyado en la barandilla de popa, viendo cómo el inmenso faro de Bríndisi menguaba a nuestras espaldas. Aparte de sus viajes a Sicilia, era la primera vez que salía de Italia desde que en su juventud fuera a Rodas para aprender oratoria con Molón. De todas las personas que conocía, Cicerón era la menos preparada por su carácter para afrontar el exilio. Para prosperar necesitaba las bondades de la sociedad civilizada (amigos, noticias, rumores, tertulias, política, cenas, representaciones, baños, libros, edificios suntuosos); ver que eso se perdía en la distancia debió de suponer una agonía para él.

Sin embargo, todas esas comodidades se esfumaron al cabo de una hora, engullidas por el vacío. El viento nos impelía con fuerza, y mientras cortábamos las crestas espumosas recordé los versos de Homero: «Las olas purpúreas / resonaron en torno a la quilla». A media mañana, empero, el buque empezó a perder impulso poco a poco. La inmensa vela parda se desinfló y los dos timoneles que manipulaban las vergas a ambos lados de nuestra posición se miraron con ansiedad. Pronto un denso banco de nubarrones comenzó a amasarse sobre el horizonte y al cabo de una hora se había cerrado sobre nosotros como una trampilla. El día se tornó umbrío y la temperatura descendió de golpe. El viento volvió a levantarse, solo que esta vez enviaba sus ráfagas contra nosotros, haciendo salir despedida la fría espuma del oleaje. El granizo comenzó a castigar la cubierta tambaleante.

Cicerón se estremeció, se inclinó hacia delante y vomitó. Su rostro había adquirido la lividez de un cadáver. Lo agarré por los hombros y le propuse abandonar la cubierta para guarecernos en el camarote. Estábamos descendiendo por la escalera cuando un relámpago atravesó las sombras, seguido al instante por un crujido ensordecedor y espeluznante, como el de un hueso al fracturarse o el de un árbol al partirse; en ese momento supe que habíamos perdido el mástil. Comenzamos a dar bandazos de un lado a otro mientras a nuestro alrededor el agua se alzaba en inmensos muros foscos y destelleantes que enseguida se desplomaban bajo el parpadeo de los sucesivos relámpagos. El ulular del viento nos impedía oírnos entre nosotros. Al final me limité a empujar a Cicerón para que entrase en el camarote, pasé tras él y cerré la puerta.

Intentamos permanecer de pie, pero el buque no dejaba de escorarse. El agua nos llegaba a los tobillos. Nos resbalábamos constantemente. La tablazón se inclinaba hacia un lado y después hacia el otro. Nos agarrábamos a los mamparos según nos mecíamos adelante y atrás en la oscuridad, entre los instrumentos, las cubas de vino y los sacos de cebada sueltos, como bestias bobaliconas que viajan en un cajón de camino al matadero. Al cabo de un rato, logramos encajarnos en un rincón y quedarnos allí, empapados y ateridos, mientras el barco se agitaba y encabritaba. Convencido de que había llegado nuestra hora, cerré los ojos y recé a Neptuno y a todos los dioses para que se apiadaran de nosotros.

Pasó mucho tiempo. No sabría decir cuánto, pero sin duda todas las horas de aquel día, las de la noche y parte de las del siguiente. Cicerón permaneció inconsciente en todo momento; en varias ocasiones hube de tocarle la helada mejilla para cerciorarme de que seguía vivo y, cada una de esas veces, él abrió los ojos durante un instante antes de cerrarlos de nuevo. En un momento dijo que había asumido que moriría ahogado, pero que debido al sufrimiento que le provocaban las náuseas no sentía ningún miedo; de hecho, aseguraba que la diosa de la Naturaleza, en su infinita clemencia, eximía a aquellos in extremis de los horrores del olvido y hacía que la muerte se presentase como una liberación bienvenida. Podía decirse, señaló, que se llevó casi la mayor sorpresa de su vida cuando a la jornada siguiente abrió los ojos y comprendió que la tempestad había amainado y que seguiría con vida.

—Por desgracia, me siento tan desdichado que en cierto modo lo lamento.

Cuando estuvimos ya seguros de que el temporal había pasado por completo, subimos a cubierta. En ese preciso momento los marineros arrojaban por la borda el cadáver de un desgraciado cuya cabeza había sido aplastada por el botalón en una de las sacudidas. El Adriático estaba ahora en calma y presentaba una tersura oleaginosa del mismo tono plomizo que el cielo, de manera que el cuerpo se hundió en él sin producir apenas un chapoteo. El viento gélido traía un olor que no reconocí, el de algo muerto y putrefacto. Aproximadamente a una milla de distancia divisé una pared de roca negra que se elevaba sobre el oleaje. Di por hecho que el vendaval nos había arrastrado hacia atrás y que lo que teníamos delante sería el litoral de Italia. Pero el capitán se rio de mi ignorancia y me aclaró que nos encontrábamos ante la costa de Ilírico y que aquella pared eran los famosos acantilados que defendían el acceso a la antigua ciudad de Dirraquio.

En un principio Cicerón pretendía llegar a Épiro, la región montañosa del sur, donde Ático poseía una extensa propiedad con una villa fortificada. Se trataba de un paraje desierto, que nunca había llegado a recuperarse del todo de la triste suerte que el Senado había decretado para ella un siglo atrás, cuando, como castigo por tomar partido contra Roma, sus setenta aldeas fueron reducidas a cenizas de forma simultánea y sus ciento cincuenta mil habitantes vendidos como esclavos. A pesar de todo, Cicerón decía que no le habría importado recluirse en la soledad de un lugar marcado de esa manera. Sin embargo, justo antes de que saliéramos de Italia, Ático le avisó «con gran pesar» de que solo podría alojarse allí durante un mes, por si se corría la voz de su presencia, y en tal caso, conforme a la segunda cláusula del proyecto de ley de Clodio, él también sería condenado a muerte por cobijar al exiliado.

Cuando desembarcamos en Dirraquio, Cicerón seguía sin saber qué dirección tomar: el sur, hacia Épiro, aunque fuese un refugio temporal, o el este, hacia Macedonia, cuyo gobernador, Apuleyo Saturnino, era un viejo amigo suyo, y de allí seguir hacia Grecia y Atenas. Pero otros tomaron la decisión por él. Un mensajero lo esperaba en el muelle, un muchacho, intranquilo. Sin dejar de mirar en todas direcciones para cerciorarse de que nadie lo vigilaba, nos llevó aprisa a un almacén abandonado y sacó una carta. La remitía Saturnino, el gobernador. No la conservo en mis archivos porque Cicerón me la arrebató y la hizo trizas en cuanto terminé de leérsela en voz alta. Aun así, todavía recuerdo lo esencial del mensaje: que «con gran pesar» (¡de nuevo esa expresión!) y, pese a los largos años de amistad, no podría recibirlo en su residencia porque resultaría «incompatible con la dignidad de un gobernador romano socorrer a un exiliado convicto».

Hambriento, empapado y exhausto tras la travesía, después de tirar al suelo los fragmentos de la misiva, Cicerón se derrumbó sobre un fardo de paño con la cabeza entre las manos. Fue entonces cuando el mensajero, hecho un manojo de nervios, le comunicó:

—Excelencia, hay otra carta…

Esta la enviaba uno de los magistrados subalternos del gobernador, el cuestor Cneo Planco. Su familia siempre había sido vecina de la de Cicerón en las tierras que poseían en las inmediaciones de Arpino. Planco decía que le escribía en secreto y que le hacía llegar la carta por medio del mismo mensajero, en quien se podía confiar; que lamentaba la decisión de su superior; que para él sería un honor amparar al Padre de la Nación; que era vital actuar con discreción; que ya se había puesto en camino para reunirse con él en la frontera de Macedonia, y que mientras tanto había ordenado que un carruaje lo sacara de Dirraquio «de inmediato, a fin de garantizar la integridad de tu persona; te ruego que no te demores más de una hora; te daré todos los detalles cuando nos encontremos».

—¿Confías en él? —le pregunté.

Cicerón hundió la vista en el suelo para musitar:

—No. Pero ¿qué otra opción tengo?

Con la ayuda del mensajero, saqué el equipaje del barco y lo llevé al carruaje del cuestor, un armatoste lúgubre, poco más que una celda con ruedas, carente de suspensión y con unas rejillas metálicas clavadas sobre las ventanillas que permitirían a su ocupante fugitivo ver sin ser visto. Salimos del puerto en dirección a la ciudad en aquel cajón traqueteante, y nos unimos al tráfico de la vía Egnatia, la gran carretera que conducía hasta Bizancio. Poco a poco nos vimos envueltos por la cellisca. Debido al terremoto que se había producido días atrás, el lugar estaba enfangado y los cadáveres de los paisanos reposaban en las cunetas. Aquí y allá se veían pequeños grupos de supervivientes cobijados en las tiendas que habían improvisado entre los escombros, apretujados en torno a unas hogueras humeantes. Aquel hedor a ruina y desesperación era el que había percibido desde el barco.

Atravesamos la llanura de camino a las montañas nevadas y pasamos la noche en una aldea cercada por las cumbres imponentes. Era una posada sórdida, donde las cabras y las gallinas campaban a sus anchas en las habitaciones del piso de abajo. Cicerón casi no comió ni habló. Esa tierra incógnita y yerma, con sus habitantes de aspecto animalesco, era el colmo de su desesperación, por lo que tuve que poner todo mi empeño para levantarlo de la cama a la mañana siguiente y convencerlo para proseguir el viaje.

Durante dos días el camino siguió ascendiendo hacia las cimas, hasta que llegamos a la orilla de un amplio lago, ribeteado de hielo. Al otro extremo se levantaba una ciudad, Lychnidos, que delimitaba la frontera con Macedonia, y era allí, en el foro, donde Planco nos esperaba. Tenía poco más de treinta años, era de complexión robusta, vestía un uniforme militar y estaba respaldado por media decena de legionarios, y cuando en un momento dado todos ellos empezaron a avanzar hacia nosotros con paso firme, sentí una punzada de pánico y temí que nos hubieran tendido una trampa. Sin embargo, la calidez con que Planco abrazó a Cicerón y las lágrimas que afloraron a sus ojos me convencieron al instante de que podíamos confiar en él.

No consiguió disimular su estupor al ver el aspecto de este.

—Necesitas recuperar fuerzas —le recomendó—. Pero, por desgracia, debemos partir de inmediato.

A continuación nos contó algo que no se había atrevido a escribir en la carta: que sus fuentes de confianza le habían informado de que tres de los traidores que Cicerón había obligado a exiliarse por participar en la conspiración de Catilina (Autronio Paeto, Casio Longino y Marco Laeca) lo estaban buscando y habían jurado acabar con su vida.

—En ese caso, no hay rincón en el mundo donde pueda estar a salvo —concluyó Cicerón—. ¿Cómo vamos a vivir?

—Bajo mi protección, como te decía. De hecho, vendrás conmigo a Tesalónica y te hospedarás bajo mi techo. Fui tribuno militar hasta el año pasado y todavía sigo en activo, de modo que cuento con soldados que te protegerán mientras te mantengas dentro de las fronteras de Macedonia. Mi casa no es ningún palacio, pero es segura y podrás permanecer en ella el tiempo que necesites.

Cicerón lo escrutó. Además de la hospitalidad de Flacco, era la primera vez que alguien le tendía la mano en varias semanas (en varios meses, de hecho), y que la propuesta de amparo proviniera de un joven al que apenas conocía, cuando sus viejos aliados, como Pompeyo, le habían dado la espalda, lo conmovía en extremo. Intentó decir algo, pero las palabras se le agolparon en la garganta y tuvo que apartar la mirada.

La vía Egnatia recorría ciento cincuenta millas a través de las montañas de Macedonia antes de descender a la meseta de Anfaxis, donde conectaba con el puerto de Tesalónica, punto en el que concluía nuestro viaje, dos meses después de haber salido de Roma, en una villa apartada de un camino bastante transitado del norte de la ciudad.

Cinco años antes, Cicerón era el gobernante indiscutible de Roma, tan solo superado en popularidad por Pompeyo el Grande. Ahora lo había perdido todo: el prestigio, la posición, la familia, las propiedades, la patria y, en ocasiones, hasta la cordura. Por seguridad, permanecía encerrado en la villa durante las horas de luz. Su presencia allí era un secreto. Apostaron a un guardia en la puerta. Planco les dijo a sus hombres que el invitado anónimo era un viejo amigo aquejado de una depresión y melancolía extremas. Como ocurría siempre con las mejores mentiras, el embuste encerraba cierta verdad. Cicerón apenas comía, hablaba, o salía de su habitación; en ocasiones su llanto arrebatado podía oírse desde todos los rincones de la casa. No recibía visitas, o siquiera la de su hermano Quinto, que pasó cerca de allí cuando iba de regreso a Roma tras finalizar su período como gobernador de Asia. «No habrías visto en tu hermano al hombre que conocías —argumentó en su descargo—, ni el menor atisbo de él, sino tan solo algo parecido a un cadáver viviente». Hice cuanto pude por reconfortarlo, sin éxito, pues ¿cómo podría yo, un simple esclavo, comprender el sentimiento de pérdida que lo embargaba, si nunca había poseído nada de lo que me hubiera importado desprenderme? Ahora, al echar la vista atrás, temo que mis intentos por aliviarlo a través de la filosofía solo sirviesen para agravar su sufrimiento. De hecho, en cierta ocasión, cuando mencioné que para los estoicos las posesiones y el rango no significaban nada, dado que bastaba con la virtud para alcanzar la felicidad, me arrojó un taburete a la cabeza.

Tras llegar a Tesalónica a principios de primavera, me encargué de enviarles cartas a los amigos y familiares de Cicerón para hacerles saber, de manera confidencial, dónde se escondía, y para pedirles que enviasen una respuesta a Planco como destinatario. Después de las tres semanas que las misivas tardaron en llegar a Roma, transcurrieron otras tantas hasta que empezamos a recibir las respuestas, con nuevas en absoluto alentadoras. Terencia nos describió cómo habían demolido las paredes carbonizadas de la casa familiar del monte Palatino a fin de poder erigir en su lugar el santuario de Clodio dedicado a la diosa Libertad, ¡qué ironía! La villa de Formiae había sido saqueada y la propiedad rural de Túsculo, invadida; algunos vecinos incluso se habían llevado varios de los árboles del jardín en su carro. Al verse sin hogar, se refugió primero con su hermana en la casa de las Vírgenes Vestales.

Pero ese canalla impío de Clodio, sin mostrar el menor respeto por las leyes sagradas, irrumpió en el templo y me arrastró hasta la basílica Porcia, ¡donde ante la muchedumbre tuvo la impertinencia de interrogarme sobre mis propiedades! Por supuesto, me negué a responderle. Me exigió entonces que le entregara a nuestro hijo pequeño como garante de mi buen comportamiento. En respuesta, señalé el cuadro que muestra a Valerio derrotando a los cartagineses, le recordé que mis ancestros lucharon en aquella batalla y le aseguré que, del mismo modo que mi familia jamás temió a Aníbal, menos aún nos dejaríamos intimidar nosotros por él.

La grave situación en la que se hallaba el pequeño fue lo que más enfureció a Cicerón.

—El deber más importante de un hombre es proteger a sus hijos, y yo no me hallo en condiciones de cumplirlo.

Marco y Terencia se habían recluido en casa del hermano de Cicerón, mientras que su adorada hija, Tulia, compartía techo con su familia política. Y, aunque Tulia, al igual que su madre, intentase quitarle hierro al asunto, era fácil leer entre líneas y comprender la verdad: que ahora debía cuidar de su marido enfermo, el bueno de Frugi, cuya salud, siempre frágil, parecía haber sucumbido a la presión. «¡Ah, mi amada, anhelo de mi corazón! —le escribió Cicerón a su esposa—. ¡Pensar que tú, adorada Terencia, robusto árbol que siempre a todos has amparado, tengas que verte ahora atormentada de esta manera! Ante mí te veo día y noche. Adiós, mis ausentes amores, adiós».

El panorama político se presentaba igual de desolador. Clodio y sus partidarios mantenían la ocupación del templo de Cástor, ubicado en la franja sur del foro. Con esta fortaleza a modo de cuartel general, podían intimidar a los votantes durante las asambleas para aprobar o detener los proyectos de ley a su antojo. Una nueva ley de la que tuvimos conocimiento, por ejemplo, imponía la anexión de Chipre y la tributación de su riqueza, «por el bien del pueblo romano» (es decir, un modo de costear la ración gratuita de grano que Clodio había establecido para cada ciudadano) y ordenaba que fuese Marco Porcio Catón quien se encargase de llevar a cabo este expolio. Huelga decir que fue aprobada, porque ¿qué votante iba a oponerse a que otros pagaran impuestos, y más si obtenía un beneficio de ello? Al principio, Catón rechazó la tarea encomendada. Pero Clodio lo amenazó con enjuiciarlo si cuestionaba la ley. Y puesto que Catón valoraba la Constitución por encima de todo, concluyó que no le quedaba más remedio que obedecer. Así, se embarcó rumbo a Chipre, junto a su joven sobrino, Marco Junio Bruto, y con su marcha Cicerón perdió a su defensor más firme en Roma.

El Senado no podía hacer nada contra los abusos de Clodio. Incluso Pompeyo el Grande (el «Faraón», como Cicerón y Ático lo llamaban en privado) comenzaba a amilanarse ante aquel poderoso tribuno que él mismo había ayudado a César a crear. Corría el rumor de que pasaba la mayor parte del tiempo yaciendo con su joven esposa, Julia, hija de César, mientras su reputación se iba empañando día a día. Ático llenaba las cartas de habladurías sobre él para distraer a Cicerón, y una de ellas sobrevivió al paso de los años:

¿Recuerdas cuando hace unos años el Faraón le devolvió su trono al rey de Armenia y se trajo a su hijo a Roma como rehén, para asegurarse de que el viejo lo obedeciese? Pues bien, justo después de tu marcha, aburrido de tenerlo bajo su techo, decidió alojarlo con Lucio Flavio, el nuevo pretor. Como era de esperar, nuestra pequeña reina de la belleza [el mote con el que Cicerón se refería a Clodio] no tardó en enterarse, con lo cual se invitó a sí mismo a cenar a casa de Flavio, solicitó ver al príncipe y se lo llevó consigo al término de la velada, ¡como si fuese una servilleta! ¿Por qué?, te preguntarás. Porque Clodio había decidido poner al príncipe en el trono de Armenia en lugar de su padre ¡y arrebatarle a Pompeyo todos los privilegios que tenía allí! Increíble. Pero ahora viene lo mejor: tal como estaba previsto, el príncipe es enviado a Armenia en barco. Hay una tormenta. El navío regresa a puerto. Pompeyo ordena a Flavio que vaya a Anzio de inmediato y recupere a su preciado rehén. Pero los hombres de Clodio también lo esperan. Tienen una trifulca en la vía Apia. Muchos mueren, entre ellos un apreciado amigo de Pompeyo, Marco Papirio.

Desde entonces todo ha ido de mal en peor para el Faraón. El otro día, cuando se presentó en el foro para asistir al juicio de uno de sus partidarios (Clodio los está persiguiendo por todos los flancos), Clodio reunió a un hatajo de adláteres que inició un canto: «¿Cómo se llama el imperator lascivo? ¿Cómo se llama el hombre que busca a otro hombre? ¿Quién se rasca la cabeza con un dedo?». Tras cada pregunta, hacía una seña sacudiendo los pliegues de su toga, al estilo del Faraón, y los asistentes, como si de una muchedumbre circense se tratara, rugían: «¡Pompeyo!».

En el Senado nadie mueve un dedo para ayudarlo; todos piensan que se ha ganado este acoso a pulso por haberte dado la espalda.

Pero Ático estaba equivocado al creer que este tipo de noticias alegrarían a Cicerón. De hecho, solo servían para que se sintiera más aislado e impotente. Con Catón fuera de juego, Pompeyo amedrentado, el Senado atado de pies y manos, los votantes sobornados y los hombres de Clodio al mando de la redacción de las leyes, Cicerón no veía el día en que su exilio quedase abolido. Le indignaban las condiciones en que nos veíamos obligados a vivir. Tal vez Tesalónica no estuviera mal para pasar una temporada en primavera. Pero los meses fueron pasando y acabó imponiéndose el verano, estación durante la que Tesalónica se convertía en una pesadilla de humedad y mosquitos. Ni un soplo de brisa agitaba la vegetación quebradiza. El aire se tornaba asfixiante. Y puesto que las murallas de la ciudad retenían el calor, las noches se hacían aún más tórridas que los días. Yo dormía, o lo intentaba, en la habitación contigua a la de Cicerón. Tumbado en el estrecho cubículo, me sentía como un lechón al que estuvieran asando en un horno de ladrillo e imaginaba que el sudor que se encharcaba bajo mi espalda era la sustancia de mi carne al fundirse. A menudo, pasada la medianoche, oía a Cicerón tropezar en la oscuridad, abrir la puerta y caminar descalzo por el mosaico de baldosas. Entonces yo salía tras él y lo observaba desde la distancia para cerciorarme de que se encontraba bien. Se sentaba en el patio contiguo al estanque seco y su fuente atascada por la tierra y se quedaba contemplando las estrellas cristalinas, como si su alineación pudiera darle algún indicio de por qué su buena fortuna lo había abandonado de un modo tan devastador.

Con frecuencia, a la mañana siguiente requería mi presencia en su habitación. «Tiro —susurraba mientras me apretaba el brazo con fuerza—, tengo que salir de esta pocilga. Creo que estoy empezando a perder el juicio». Pero ¿adónde podíamos ir? Cicerón deseaba partir hacia Atenas, o quizá Rodas, pero Planco se negaba en redondo; el riesgo de que lo asesinaran, insistía, era mucho mayor que antes, ahora que empezaban a correr rumores sobre su presencia en la región. Con el tiempo brotó en mí la sospecha de que le producía cierta satisfacción tener a una figura tan célebre en su poder, y de ahí su renuencia a dejarnos marchar. Compartí mis temores con Cicerón, que observó:

—Es joven y ambicioso. Tal vez piense que la situación de Roma mejorará tarde o temprano, y que entonces podrá obtener cierto rédito político por haberme amparado. De ser así, se engaña.

Más adelante, una tarde, cuando el feroz calor de los días comenzaba a amansarse, salí a la ciudad con un fardo de cartas que había de enviar a Roma. Me costaba mucho convencer a Cicerón para que se animara siquiera a responder las misivas que recibía y, cuando lo hacía, solía ser para redactar una retahíla de quejas. «Sigo aquí encerrado, sin nadie con quien hablar ni nada en lo que pensar. No existe peor lugar para sobrellevar las calamidades en un estado tan lastimoso como en el que yo me encuentro». Sin embargo, al final escribía, y para no depender de los viajeros de confianza que llevaban nuestras cartas, contraté a varios mensajeros que me recomendó un mercader macedonio llamado Epífanes, el cual regentaba un negocio de importación y exportación con Roma.

Era un vago redomado, claro está, como todos los habitantes de aquella región. Aunque la suma con la que lo soborné debía de haber bastado para comprar su silencio. Tenía un almacén en la loma que dominaba el puerto, a la altura de la puerta Egnatia, donde una neblina de polvo rojizo y grisáceo flotaba de forma permanente sobre los racimos de tejados, producto del tráfico que circulaba entre Roma y Bizancio. Para llegar a su despacho había que atravesar la dársena en la que se llevaba a cabo la carga y descarga de los carros. Y en ese lugar, aquella tarde, había un carruaje, cuyos enganches estaban apoyados sobre unos bloques mientras los caballos bebían ruidosamente de un abrevadero. Era tan distinto de los clásicos carros de bueyes y su forma me dejó tan perplejo, que me acerqué para examinarlo atentamente. Saltaba a la vista que no lo habían tratado con delicadeza: estaba cubierto de polvo y porquería del camino, por lo que resultaba imposible determinar su verdadero color. Pero se veía que era rápido y robusto y que estaba fabricado para resistir un asalto; un carro de guerra. Cuando me encontré arriba con Epífanes, le pregunté de quién era.

Me miró con astucia.

—El conductor no mencionó su nombre. Me pidió que se lo cuidase, nada más.

—¿Un romano?

—Qué duda cabe.

—¿Venía solo?

—No, con un acompañante, un gladiador, tal vez. Dos jóvenes, fuertes.

—¿Cuándo han llegado?

—Hará una hora.

—Y ¿adónde han ido?

—¿Quién sabe? —Se encogió de hombros y enseñó su dentadura cerosa.

Entonces lo entendí, sobrecogido.

—¿Has estado abriendo las cartas? ¿Has hecho que me sigan?

—Señor, qué disparate. De verdad… —Extendió las palmas de las manos en señal de inocencia y miró a su alrededor mudamente como si apelase a un jurado invisible—. ¿Cómo se te ocurre algo así?

¡Epífanes! Ganarse la vida mintiendo se le daba de pena. Giré sobre mis talones, salí disparado del despacho, bajé las escaleras de un salto y corrí sin descanso hasta que llegué a las inmediaciones de la villa, ante la cual vi detenidos a dos bellacos con aspecto de sicarios. Había empezado a caminar más despacio cuando aquel par de forasteros se volvió hacia mí, instante en que me asaltó el convencimiento de que los habían enviado para asesinar a Cicerón. Uno tenía una sinuosa cicatriz desde la ceja hasta el mentón, que le dividía la cara en dos (Epífanes estaba en lo cierto: era un luchador recién salido de los barracones de los gladiadores), mientras que el otro, que debía de ser herrero (a juzgar por su porte altivo, bien podría tratarse del mismísimo Vulcano), presumía de unas pantorrillas y unos antebrazos prominentes y bronceados y tenía el rostro tan bruno como el de un negro. Me llamó.

—¡Buscamos la casa donde se aloja Cicerón! —Cuando empecé a asegurarles que ignoraba a qué se referían, me interrumpió para añadir—: Dile que Tito Anio Milón ha venido para presentarle sus respetos desde Roma.

El aposento de Cicerón se encontraba en penumbra, con la llama de la vela a punto de extinguirse por la falta de aire. Estaba tendido de costado, de cara a la pared.

—¿Milón? —repitió con voz monótona—. ¿Qué clase de nombre es ese? ¿De dónde viene, de Grecia? —Sin embargo, luego se tumbó boca arriba y se apoyó sobre los codos—. Un momento… ¿no acababan de elegir tribuno a un candidato que se llamaba así?

—El mismo. Está aquí.

—Pero si lo han elegido tribuno, ¿por qué no está en Roma? Comenzará a desempeñar su cargo dentro de tres meses.

—Dice que quiere hablar contigo.

—Es un viaje demasiado largo para una simple charla. ¿Qué sabemos de él?

—Nada.

—¿Habrá venido a degollarme?

—Tal vez… Lo acompaña un gladiador.

—Eso no me inspira ninguna confianza. —Cicerón volvió a tumbarse para reflexionar—. En fin, ¿qué importancia tiene? Al fin y al cabo, estaré mejor muerto.

Llevaba tanto tiempo a oscuras en la habitación que cuando abrí la puerta, la luz del día lo cegó y tuvo que alzar la mano para cubrirse los ojos. Agarrotado y pálido, medio desnutrido y con el cabello y la barba canosos y desaliñados, parecía un cadáver que acabara de levantarse de la tumba. No me extrañó que cuando apareció en la sala, apoyándose en mi brazo, Milón no lo reconociera. Cuando Cicerón lo saludó con esa voz que conocía tan bien, el visitante jadeó, se llevó la mano al corazón, agachó la cabeza y declaró que era el mejor día y el mayor honor de su vida, que lo había oído orar infinidad de veces en los tribunales desde la rostra, aunque jamás había imaginado que hablaría con él, el Padre de la Nación, en persona, y menos aún que se hallaría en posición (así lo deseaba) de brindarle sus servicios.

La profusión de elogios continuó hasta que consiguió sacarle algo que yo llevaba meses sin escucharle: una risa.

—De acuerdo, joven, ya es suficiente. Lo entiendo: ¡te complace verme! Acércate. —Dio un paso adelante con los brazos abiertos, y dejó que lo abrazara.

En años posteriores, criticarían mucho a Cicerón por su amistad con Milón. Y si bien no podía negarse que el joven tribuno se caracterizaba por su testarudez, violencia y temeridad, a veces estos rasgos resultaban de más ayuda que la prudencia, la calma y la cautela, y aquella era una de esas ocasiones. Además, a Cicerón le conmovió que hubiera venido a visitarlo desde tan lejos; le hacía sentir que no todo estaba perdido. Lo invitó a cenar y le pidió que hasta entonces no le contara nada de lo que tenía en mente decirle. Incluso se adecentó un poco para la ocasión; se peinó y se puso un atuendo menos funesto.

Planco había partido hacia el interior, a Tauriana, ya que debía asistir a diversas sesiones jurídicas, por lo que solo nosotros tres nos reunimos para cenar (el gladiador de Milón, un murmillo que respondía al nombre de Birria, comió en la cocina; incluso un hombre tan cercano como Cicerón, del que se sabía que en ocasiones había permitido sentarse a su mesa a algún actor, debía establecer ciertos límites con los gladiadores). Salimos al jardín y nos resguardamos bajo una suerte de tienda confeccionada con una tela vaporosa que servía para mantener alejados a los mosquitos, y allí pasamos algunas horas conociendo mejor a Milón mientras nos contaba por qué había realizado una ardua travesía de setecientas millas. Venía, comentó, de una familia noble pero arruinada. Lo adoptó su abuelo materno. Aun así, puesto que el dinero no abundaba, se vio obligado a ganarse la vida como propietario de una escuela de gladiadores de Campania, la cual aportaba combatientes para los juegos fúnebres de Roma («No me extraña que nunca hayamos oído hablar de él», me comentaría Cicerón más adelante). Su trabajo lo llevaba a la ciudad con frecuencia. Le horrorizaban, decía, la violencia y los abusos con que Clodio actuaba. Había llorado al ver a Cicerón perseguido, ridiculizado y, por último, expulsado de Roma. Gracias a su oficio, consideraba que se hallaba en una posición única para ayudar a restablecer el orden, de forma que, a través de algunos intermediarios, le había hecho llegar una propuesta a Pompeyo.

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