Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo I

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Durante dos días el camino siguió ascendiendo hacia las cimas, hasta que llegamos a la orilla de un amplio lago, ribeteado de hielo. Al otro extremo se levantaba una ciudad, Lychnidos, que delimitaba la frontera con Macedonia, y era allí, en el foro, donde Planco nos esperaba. Tenía poco más de treinta años, era de complexión robusta, vestía un uniforme militar y estaba respaldado por media decena de legionarios, y cuando en un momento dado todos ellos empezaron a avanzar hacia nosotros con paso firme, sentí una punzada de pánico y temí que nos hubieran tendido una trampa. Sin embargo, la calidez con que Planco abrazó a Cicerón y las lágrimas que afloraron a sus ojos me convencieron al instante de que podíamos confiar en él.

No consiguió disimular su estupor al ver el aspecto de este.

—Necesitas recuperar fuerzas —le recomendó—. Pero, por desgracia, debemos partir de inmediato.

A continuación nos contó algo que no se había atrevido a escribir en la carta: que sus fuentes de confianza le habían informado de que tres de los traidores que Cicerón había obligado a exiliarse por participar en la conspiración de Catilina (Autronio Paeto, Casio Longino y Marco Laeca) lo estaban buscando y habían jurado acabar con su vida.

—En ese caso, no hay rincón en el mundo donde pueda estar a salvo —concluyó Cicerón—. ¿Cómo vamos a vivir?

—Bajo mi protección, como te decía. De hecho, vendrás conmigo a Tesalónica y te hospedarás bajo mi techo. Fui tribuno militar hasta el año pasado y todavía sigo en activo, de modo que cuento con soldados que te protegerán mientras te mantengas dentro de las fronteras de Macedonia. Mi casa no es ningún palacio, pero es segura y podrás permanecer en ella el tiempo que necesites.

Cicerón lo escrutó. Además de la hospitalidad de Flacco, era la primera vez que alguien le tendía la mano en varias semanas (en varios meses, de hecho), y que la propuesta de amparo proviniera de un joven al que apenas conocía, cuando sus viejos aliados, como Pompeyo, le habían dado la espalda, lo conmovía en extremo. Intentó decir algo, pero las palabras se le agolparon en la garganta y tuvo que apartar la mirada.

La vía Egnatia recorría ciento cincuenta millas a través de las montañas de Macedonia antes de descender a la meseta de Anfaxis, donde conectaba con el puerto de Tesalónica, punto en el que concluía nuestro viaje, dos meses después de haber salido de Roma, en una villa apartada de un camino bastante transitado del norte de la ciudad.

Cinco años antes, Cicerón era el gobernante indiscutible de Roma, tan solo superado en popularidad por Pompeyo el Grande. Ahora lo había perdido todo: el prestigio, la posición, la familia, las propiedades, la patria y, en ocasiones, hasta la cordura. Por seguridad, permanecía encerrado en la villa durante las horas de luz. Su presencia allí era un secreto. Apostaron a un guardia en la puerta. Planco les dijo a sus hombres que el invitado anónimo era un viejo amigo aquejado de una depresión y melancolía extremas. Como ocurría siempre con las mejores mentiras, el embuste encerraba cierta verdad. Cicerón apenas comía, hablaba, o salía de su habitación; en ocasiones su llanto arrebatado podía oírse desde todos los rincones de la casa. No recibía visitas, o siquiera la de su hermano Quinto, que pasó cerca de allí cuando iba de regreso a Roma tras finalizar su período como gobernador de Asia. «No habrías visto en tu hermano al hombre que conocías —argumentó en su descargo—, ni el menor atisbo de él, sino tan solo algo parecido a un cadáver viviente». Hice cuanto pude por reconfortarlo, sin éxito, pues ¿cómo podría yo, un simple esclavo, comprender el sentimiento de pérdida que lo embargaba, si nunca había poseído nada de lo que me hubiera importado desprenderme? Ahora, al echar la vista atrás, temo que mis intentos por aliviarlo a través de la filosofía solo sirviesen para agravar su sufrimiento. De hecho, en cierta ocasión, cuando mencioné que para los estoicos las posesiones y el rango no significaban nada, dado que bastaba con la virtud para alcanzar la felicidad, me arrojó un taburete a la cabeza.

Tras llegar a Tesalónica a principios de primavera, me encargué de enviarles cartas a los amigos y familiares de Cicerón para hacerles saber, de manera confidencial, dónde se escondía, y para pedirles que enviasen una respuesta a Planco como destinatario. Después de las tres semanas que las misivas tardaron en llegar a Roma, transcurrieron otras tantas hasta que empezamos a recibir las respuestas, con nuevas en absoluto alentadoras. Terencia nos describió cómo habían demolido las paredes carbonizadas de la casa familiar del monte Palatino a fin de poder erigir en su lugar el santuario de Clodio dedicado a la diosa Libertad, ¡qué ironía! La villa de Formiae había sido saqueada y la propiedad rural de Túsculo, invadida; algunos vecinos incluso se habían llevado varios de los árboles del jardín en su carro. Al verse sin hogar, se refugió primero con su hermana en la casa de las Vírgenes Vestales.

Pero ese canalla impío de Clodio, sin mostrar el menor respeto por las leyes sagradas, irrumpió en el templo y me arrastró hasta la basílica Porcia, ¡donde ante la muchedumbre tuvo la impertinencia de interrogarme sobre mis propiedades! Por supuesto, me negué a responderle. Me exigió entonces que le entregara a nuestro hijo pequeño como garante de mi buen comportamiento. En respuesta, señalé el cuadro que muestra a Valerio derrotando a los cartagineses, le recordé que mis ancestros lucharon en aquella batalla y le aseguré que, del mismo modo que mi familia jamás temió a Aníbal, menos aún nos dejaríamos intimidar nosotros por él.

La grave situación en la que se hallaba el pequeño fue lo que más enfureció a Cicerón.

—El deber más importante de un hombre es proteger a sus hijos, y yo no me hallo en condiciones de cumplirlo.

Marco y Terencia se habían recluido en casa del hermano de Cicerón, mientras que su adorada hija, Tulia, compartía techo con su familia política. Y, aunque Tulia, al igual que su madre, intentase quitarle hierro al asunto, era fácil leer entre líneas y comprender la verdad: que ahora debía cuidar de su marido enfermo, el bueno de Frugi, cuya salud, siempre frágil, parecía haber sucumbido a la presión. «¡Ah, mi amada, anhelo de mi corazón! —le escribió Cicerón a su esposa—. ¡Pensar que tú, adorada Terencia, robusto árbol que siempre a todos has amparado, tengas que verte ahora atormentada de esta manera! Ante mí te veo día y noche. Adiós, mis ausentes amores, adiós».

El panorama político se presentaba igual de desolador. Clodio y sus partidarios mantenían la ocupación del templo de Cástor, ubicado en la franja sur del foro. Con esta fortaleza a modo de cuartel general, podían intimidar a los votantes durante las asambleas para aprobar o detener los proyectos de ley a su antojo. Una nueva ley de la que tuvimos conocimiento, por ejemplo, imponía la anexión de Chipre y la tributación de su riqueza, «por el bien del pueblo romano» (es decir, un modo de costear la ración gratuita de grano que Clodio había establecido para cada ciudadano) y ordenaba que fuese Marco Porcio Catón quien se encargase de llevar a cabo este expolio. Huelga decir que fue aprobada, porque ¿qué votante iba a oponerse a que otros pagaran impuestos, y más si obtenía un beneficio de ello? Al principio, Catón rechazó la tarea encomendada. Pero Clodio lo amenazó con enjuiciarlo si cuestionaba la ley. Y puesto que Catón valoraba la Constitución por encima de todo, concluyó que no le quedaba más remedio que obedecer. Así, se embarcó rumbo a Chipre, junto a su joven sobrino, Marco Junio Bruto, y con su marcha Cicerón perdió a su defensor más firme en Roma.

El Senado no podía hacer nada contra los abusos de Clodio. Incluso Pompeyo el Grande (el «Faraón», como Cicerón y Ático lo llamaban en privado) comenzaba a amilanarse ante aquel poderoso tribuno que él mismo había ayudado a César a crear. Corría el rumor de que pasaba la mayor parte del tiempo yaciendo con su joven esposa, Julia, hija de César, mientras su reputación se iba empañando día a día. Ático llenaba las cartas de habladurías sobre él para distraer a Cicerón, y una de ellas sobrevivió al paso de los años:

¿Recuerdas cuando hace unos años el Faraón le devolvió su trono al rey de Armenia y se trajo a su hijo a Roma como rehén, para asegurarse de que el viejo lo obedeciese? Pues bien, justo después de tu marcha, aburrido de tenerlo bajo su techo, decidió alojarlo con Lucio Flavio, el nuevo pretor. Como era de esperar, nuestra pequeña reina de la belleza [el mote con el que Cicerón se refería a Clodio] no tardó en enterarse, con lo cual se invitó a sí mismo a cenar a casa de Flavio, solicitó ver al príncipe y se lo llevó consigo al término de la velada, ¡como si fuese una servilleta! ¿Por qué?, te preguntarás. Porque Clodio había decidido poner al príncipe en el trono de Armenia en lugar de su padre ¡y arrebatarle a Pompeyo todos los privilegios que tenía allí! Increíble. Pero ahora viene lo mejor: tal como estaba previsto, el príncipe es enviado a Armenia en barco. Hay una tormenta. El navío regresa a puerto. Pompeyo ordena a Flavio que vaya a Anzio de inmediato y recupere a su preciado rehén. Pero los hombres de Clodio también lo esperan. Tienen una trifulca en la vía Apia. Muchos mueren, entre ellos un apreciado amigo de Pompeyo, Marco Papirio.

Desde entonces todo ha ido de mal en peor para el Faraón. El otro día, cuando se presentó en el foro para asistir al juicio de uno de sus partidarios (Clodio los está persiguiendo por todos los flancos), Clodio reunió a un hatajo de adláteres que inició un canto: «¿Cómo se llama el

imperator lascivo? ¿Cómo se llama el hombre que busca a otro hombre? ¿Quién se rasca la cabeza con un dedo?». Tras cada pregunta, hacía una seña sacudiendo los pliegues de su toga, al estilo del Faraón, y los asistentes, como si de una muchedumbre circense se tratara, rugían: «¡Pompeyo!».

En el Senado nadie mueve un dedo para ayudarlo; todos piensan que se ha ganado este acoso a pulso por haberte dado la espalda.

Pero Ático estaba equivocado al creer que este tipo de noticias alegrarían a Cicerón. De hecho, solo servían para que se sintiera más aislado e impotente. Con Catón fuera de juego, Pompeyo amedrentado, el Senado atado de pies y manos, los votantes sobornados y los hombres de Clodio al mando de la redacción de las leyes, Cicerón no veía el día en que su exilio quedase abolido. Le indignaban las condiciones en que nos veíamos obligados a vivir. Tal vez Tesalónica no estuviera mal para pasar una temporada en primavera. Pero los meses fueron pasando y acabó imponiéndose el verano, estación durante la que Tesalónica se convertía en una pesadilla de humedad y mosquitos. Ni un soplo de brisa agitaba la vegetación quebradiza. El aire se tornaba asfixiante. Y puesto que las murallas de la ciudad retenían el calor, las noches se hacían aún más tórridas que los días. Yo dormía, o lo intentaba, en la habitación contigua a la de Cicerón. Tumbado en el estrecho cubículo, me sentía como un lechón al que estuvieran asando en un horno de ladrillo e imaginaba que el sudor que se encharcaba bajo mi espalda era la sustancia de mi carne al fundirse. A menudo, pasada la medianoche, oía a Cicerón tropezar en la oscuridad, abrir la puerta y caminar descalzo por el mosaico de baldosas. Entonces yo salía tras él y lo observaba desde la distancia para cerciorarme de que se encontraba bien. Se sentaba en el patio contiguo al estanque seco y su fuente atascada por la tierra y se quedaba contemplando las estrellas cristalinas, como si su alineación pudiera darle algún indicio de por qué su buena fortuna lo había abandonado de un modo tan devastador.

Con frecuencia, a la mañana siguiente requería mi presencia en su habitación. «Tiro —susurraba mientras me apretaba el brazo con fuerza—, tengo que salir de esta pocilga. Creo que estoy empezando a perder el juicio». Pero ¿adónde podíamos ir? Cicerón deseaba partir hacia Atenas, o quizá Rodas, pero Planco se negaba en redondo; el riesgo de que lo asesinaran, insistía, era mucho mayor que antes, ahora que empezaban a correr rumores sobre su presencia en la región. Con el tiempo brotó en mí la sospecha de que le producía cierta satisfacción tener a una figura tan célebre en su poder, y de ahí su renuencia a dejarnos marchar. Compartí mis temores con Cicerón, que observó:

—Es joven y ambicioso. Tal vez piense que la situación de Roma mejorará tarde o temprano, y que entonces podrá obtener cierto rédito político por haberme amparado. De ser así, se engaña.

Más adelante, una tarde, cuando el feroz calor de los días comenzaba a amansarse, salí a la ciudad con un fardo de cartas que había de enviar a Roma. Me costaba mucho convencer a Cicerón para que se animara siquiera a responder las misivas que recibía y, cuando lo hacía, solía ser para redactar una retahíla de quejas. «Sigo aquí encerrado, sin nadie con quien hablar ni nada en lo que pensar. No existe peor lugar para sobrellevar las calamidades en un estado tan lastimoso como en el que yo me encuentro». Sin embargo, al final escribía, y para no depender de los viajeros de confianza que llevaban nuestras cartas, contraté a varios mensajeros que me recomendó un mercader macedonio llamado Epífanes, el cual regentaba un negocio de importación y exportación con Roma.

Era un vago redomado, claro está, como todos los habitantes de aquella región. Aunque la suma con la que lo soborné debía de haber bastado para comprar su silencio. Tenía un almacén en la loma que dominaba el puerto, a la altura de la puerta Egnatia, donde una neblina de polvo rojizo y grisáceo flotaba de forma permanente sobre los racimos de tejados, producto del tráfico que circulaba entre Roma y Bizancio. Para llegar a su despacho había que atravesar la dársena en la que se llevaba a cabo la carga y descarga de los carros. Y en ese lugar, aquella tarde, había un carruaje, cuyos enganches estaban apoyados sobre unos bloques mientras los caballos bebían ruidosamente de un abrevadero. Era tan distinto de los clásicos carros de bueyes y su forma me dejó tan perplejo, que me acerqué para examinarlo atentamente. Saltaba a la vista que no lo habían tratado con delicadeza: estaba cubierto de polvo y porquería del camino, por lo que resultaba imposible determinar su verdadero color. Pero se veía que era rápido y robusto y que estaba fabricado para resistir un asalto; un carro de guerra. Cuando me encontré arriba con Epífanes, le pregunté de quién era.

Me miró con astucia.

—El conductor no mencionó su nombre. Me pidió que se lo cuidase, nada más.

—¿Un romano?

—Qué duda cabe.

—¿Venía solo?

—No, con un acompañante, un gladiador, tal vez. Dos jóvenes, fuertes.

—¿Cuándo han llegado?

—Hará una hora.

—Y ¿adónde han ido?

—¿Quién sabe? —Se encogió de hombros y enseñó su dentadura cerosa.

Entonces lo entendí, sobrecogido.

—¿Has estado abriendo las cartas? ¿Has hecho que me sigan?

—Señor, qué disparate. De verdad… —Extendió las palmas de las manos en señal de inocencia y miró a su alrededor mudamente como si apelase a un jurado invisible—. ¿Cómo se te ocurre algo así?

¡Epífanes! Ganarse la vida mintiendo se le daba de pena. Giré sobre mis talones, salí disparado del despacho, bajé las escaleras de un salto y corrí sin descanso hasta que llegué a las inmediaciones de la villa, ante la cual vi detenidos a dos bellacos con aspecto de sicarios. Había empezado a caminar más despacio cuando aquel par de forasteros se volvió hacia mí, instante en que me asaltó el convencimiento de que los habían enviado para asesinar a Cicerón. Uno tenía una sinuosa cicatriz desde la ceja hasta el mentón, que le dividía la cara en dos (Epífanes estaba en lo cierto: era un luchador recién salido de los barracones de los gladiadores), mientras que el otro, que debía de ser herrero (a juzgar por su porte altivo, bien podría tratarse del mismísimo Vulcano), presumía de unas pantorrillas y unos antebrazos prominentes y bronceados y tenía el rostro tan bruno como el de un negro. Me llamó.

—¡Buscamos la casa donde se aloja Cicerón! —Cuando empecé a asegurarles que ignoraba a qué se referían, me interrumpió para añadir—: Dile que Tito Anio Milón ha venido para presentarle sus respetos desde Roma.

El aposento de Cicerón se encontraba en penumbra, con la llama de la vela a punto de extinguirse por la falta de aire. Estaba tendido de costado, de cara a la pared.

—¿Milón? —repitió con voz monótona—. ¿Qué clase de nombre es ese? ¿De dónde viene, de Grecia? —Sin embargo, luego se tumbó boca arriba y se apoyó sobre los codos—. Un momento… ¿no acababan de elegir tribuno a un candidato que se llamaba así?

—El mismo. Está aquí.

—Pero si lo han elegido tribuno, ¿por qué no está en Roma? Comenzará a desempeñar su cargo dentro de tres meses.

—Dice que quiere hablar contigo.

—Es un viaje demasiado largo para una simple charla. ¿Qué sabemos de él?

—Nada.

—¿Habrá venido a degollarme?

—Tal vez… Lo acompaña un gladiador.

—Eso no me inspira ninguna confianza. —Cicerón volvió a tumbarse para reflexionar—. En fin, ¿qué importancia tiene? Al fin y al cabo, estaré mejor muerto.

Llevaba tanto tiempo a oscuras en la habitación que cuando abrí la puerta, la luz del día lo cegó y tuvo que alzar la mano para cubrirse los ojos. Agarrotado y pálido, medio desnutrido y con el cabello y la barba canosos y desaliñados, parecía un cadáver que acabara de levantarse de la tumba. No me extrañó que cuando apareció en la sala, apoyándose en mi brazo, Milón no lo reconociera. Cuando Cicerón lo saludó con esa voz que conocía tan bien, el visitante jadeó, se llevó la mano al corazón, agachó la cabeza y declaró que era el mejor día y el mayor honor de su vida, que lo había oído orar infinidad de veces en los tribunales desde la

rostra, aunque jamás había imaginado que hablaría con él, el Padre de la Nación, en persona, y menos aún que se hallaría en posición (así lo deseaba) de brindarle sus servicios.

La profusión de elogios continuó hasta que consiguió sacarle algo que yo llevaba meses sin escucharle: una risa.

—De acuerdo, joven, ya es suficiente. Lo entiendo: ¡te complace verme! Acércate. —Dio un paso adelante con los brazos abiertos, y dejó que lo abrazara.

En años posteriores, criticarían mucho a Cicerón por su amistad con Milón. Y si bien no podía negarse que el joven tribuno se caracterizaba por su testarudez, violencia y temeridad, a veces estos rasgos resultaban de más ayuda que la prudencia, la calma y la cautela, y aquella era una de esas ocasiones. Además, a Cicerón le conmovió que hubiera venido a visitarlo desde tan lejos; le hacía sentir que no todo estaba perdido. Lo invitó a cenar y le pidió que hasta entonces no le contara nada de lo que tenía en mente decirle. Incluso se adecentó un poco para la ocasión; se peinó y se puso un atuendo menos funesto.

Planco había partido hacia el interior, a Tauriana, ya que debía asistir a diversas sesiones jurídicas, por lo que solo nosotros tres nos reunimos para cenar (el gladiador de Milón, un murmillo que respondía al nombre de Birria, comió en la cocina; incluso un hombre tan cercano como Cicerón, del que se sabía que en ocasiones había permitido sentarse a su mesa a algún actor, debía establecer ciertos límites con los gladiadores). Salimos al jardín y nos resguardamos bajo una suerte de tienda confeccionada con una tela vaporosa que servía para mantener alejados a los mosquitos, y allí pasamos algunas horas conociendo mejor a Milón mientras nos contaba por qué había realizado una ardua travesía de setecientas millas. Venía, comentó, de una familia noble pero arruinada. Lo adoptó su abuelo materno. Aun así, puesto que el dinero no abundaba, se vio obligado a ganarse la vida como propietario de una escuela de gladiadores de Campania, la cual aportaba combatientes para los juegos fúnebres de Roma («No me extraña que nunca hayamos oído hablar de él», me comentaría Cicerón más adelante). Su trabajo lo llevaba a la ciudad con frecuencia. Le horrorizaban, decía, la violencia y los abusos con que Clodio actuaba. Había llorado al ver a Cicerón perseguido, ridiculizado y, por último, expulsado de Roma. Gracias a su oficio, consideraba que se hallaba en una posición única para ayudar a restablecer el orden, de forma que, a través de algunos intermediarios, le había hecho llegar una propuesta a Pompeyo.

—Lo que voy a revelar es estrictamente confidencial —advirtió, mirándome de soslayo—. No deberá saberlo nadie más que nosotros tres.

—¿A quién se lo voy a contar? —repuso Cicerón—. ¿Al esclavo que vacía la bacinilla de mi aposento? ¿Al cocinero que me sirve la comida? Te aseguro que no hablo con nadie más.

—Muy bien —aceptó Milón, que procedió a detallarnos lo que le había propuesto a Pompeyo: poner a su disposición cien parejas de luchadores adiestrados para recuperar el centro de Roma y así acabar con el control que Clodio ejercía sobre la asamblea legislativa. A cambio, había solicitado una determinada suma para costear los gastos, además del apoyo de Pompeyo durante las elecciones de los tribunos—. Como sabes, un simple ciudadano no podría nunca intentar algo así; me enjuiciarían. Le dije que necesitaba la inviolabilidad del cargo.

Cicerón lo escrutó. Apenas si había probado la cena.

—¿Y qué respondió Pompeyo a tu propuesta?

—Al principio, me ignoró. Me dijo que se lo pensaría. Pero después ocurrió lo del príncipe de Armenia, cuando los hombres de Clodio asesinaron a Papirio. ¿Teníais noticia de ese hecho?

—Algo hemos oído.

—El caso es que la muerte de su amigo sirvió para que Pompeyo lo meditara mejor, porque al día siguiente de que incinerasen a Papirio en la pira, solicitó que me personase en su casa. «Respecto a esa idea de convertirte en tribuno, creo que podríamos llegar a un acuerdo».

—Y ¿cómo reaccionó Clodio ante tu elección? Debe de intuir lo que andas tramando.

—Ese es el motivo que me ha traído hasta aquí. Y seguro que sobre eso no habéis tenido ninguna noticia, porque salí de Roma justo después de que sucediera, y ningún mensajero podría haber llegado aquí antes que yo. —Guardó una pausa y levantó su copa para pedir más vino. Había recorrido un largo camino para contar su historia; no se podía negar que estaba hecho todo un narrador; quería hacerlo como era debido—. Sucedió hace unas dos semanas, poco después de las elecciones. Pompeyo estaba atendiendo algunos asuntos en el foro cuando se topó con algunos de los hombres de Clodio. Comenzaron a empujarse y a forcejear, hasta que uno de ellos sacó una daga. Fueron muchos los que lo vieron, e incluso alguien gritó que iban a matar a Pompeyo. Sus ayudantes se lo llevaron corriendo de allí, de regreso a casa, donde se hicieron fuertes. Y allí sigue todavía, por lo que sé, con la única compañía de la señora Julia.

Atónito, Cicerón preguntó:

—¿Pompeyo el Grande se ha hecho fuerte en su propia casa?

—Entiendo que te haga gracia. ¿A quién no se la haría? Hay cierta justicia en ello, y él lo sabe. De hecho, me dijo que el mayor error de su vida fue permitir que Clodio te expulsara de la ciudad.

—¿Dijo eso?

—Por este motivo he atravesado tres países a la carrera, sin apenas detenerme para comer ni dormir. Vengo a traerte la noticia de que hará todo cuanto esté en su mano por revocar tu exilio. Le hierve la sangre. ¡Quiere que regreses a Roma, que tú, él y yo luchemos codo con codo para salvar la República de Clodio y sus secuaces! ¿Qué dices a eso?

Parecía un podenco que acabase de dejar una presa a los pies de su amo; de haber tenido cola, habría empezado a sacudirla contra el forro del diván. Pero si esperaba que su interlocutor respondiera jubiloso o agradecido, debió de llevarse una desilusión. Aun abatido y desaliñado, Cicerón había comprendido el quid del asunto. Balanceó la copa para hacer girar el vino y frunció el ceño antes de responder.

—¿Y César está de acuerdo con todo esto?

—Ah, bien —contestó Milón, que se agitó un tanto en el diván—, eso es algo que deberás arreglar con él. Pompeyo cumplirá su parte, pero tú debes cumplir la tuya. Le costará mucho hacer campaña para que regreses si César se opone.

—Entonces ¿quiere que nos reconciliemos?

—Por utilizar sus palabras, espera que le prestes tu apoyo.

Había anochecido mientras conversábamos. Los esclavos habían encendido varios de los faroles del jardín y una nube de polillas se agitaba en torno a ellos. Pero en la mesa no había ninguna luz, lo que me impidió reconocer el gesto de Cicerón. Permaneció en silencio un largo rato. Hacía un calor insoportable, como de costumbre, y se oían los ruidos propios de las noches de Macedonia: el zumbido de las cigarras y los mosquitos, los ladridos ocasionales de los perros, las conversaciones de los lugareños en la calle en su idioma incomprensible y rotundo. Me pregunté si Cicerón pensaría lo mismo que yo, que pasar un año más en aquel lugar terminaría con él. Es posible que albergase el mismo temor, puesto que después de un rato suspiró con resignación e inquirió:

—¿Y cómo debería «prestarle mi apoyo»?

—Eso depende de ti. Si hay un hombre que sepa decir las palabras más apropiadas, eres tú. Pero César le ha dejado muy claro a Pompeyo que necesita algo por escrito antes de reconsiderar su postura.

—¿Tengo que entregarte algún documento para Roma?

—No, esta parte del acuerdo debéis tratarla entre César y tú. Pompeyo cree que lo mejor sería que enviases a un emisario a la Galia, a alguien de confianza, que pudiera entregarle a César en persona algún tipo de garantía por escrito.

César. Al final, todo parecía guardar relación con él de un modo u otro. Recordé el estruendo de sus trompetas cuando partió desde el Campo de Marte, y bajo la penumbra sofocante, sentí que los otros dos comensales se giraban para mirarme.

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