Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo X

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No sabría decir cuánto podría haber durado aquella situación. Pero unos cuatro meses después de que llegáramos a Dirraquio se produjo un avance decisivo. Cicerón fue citado para acudir a uno de los consejos de guerra que Pompeyo convocaba de forma irregular en la inmensa tienda que tenía en el centro del campamento. Cuando al cabo de unas horas regresó, su semblante reflejaba, por primera vez en mucho tiempo, cierta alegría. Nos contó que dos de los auxiliaraes galos que servían en el ejército de César habían sido descubiertos robando a sus compañeros legionarios y sentenciados a morir azotados. De alguna manera, consiguieron escabullirse y llegar a nuestra zona. Nos ofrecían información sobre el enemigo a cambio de que los dejáramos vivir. Las defensas de César, según revelaron, presentaban un punto débil de unos doscientos pasos de longitud en el tramo cercano al mar; la pared exterior parecía robusta, pero no estaba respaldada por ninguna barrera interior. Pompeyo les advirtió que les ejecutaría de la forma más dolorosa si se demostraba que estaban mintiendo. Los galos juraron que decían la verdad y le suplicaron que actuara aprisa, antes de que reforzasen la brecha. Puesto que Pompeyo no vio ningún motivo para desconfiar, se decidió atacar al amanecer.

Nuestros soldados dedicaron la noche a ocupar posiciones de forma sigilosa. El joven Marco, ahora oficial de caballería, estaba entre ellos. Cicerón, que temía por la vida de su hijo, fue incapaz de conciliar el sueño, de modo que, al despuntar el alba, él y yo, acompañados por sus lictores y por Quinto, fuimos a presenciar la batalla. Pompeyo había reunido una tropa descomunal. No podíamos acercarnos lo suficiente para ver qué estaba ocurriendo. Cicerón desmontó y caminamos por la playa mientras las olas nos lamían los tobillos. Nuestras naves estaban fondeadas en fila aproximadamente a un cuarto de milla de la playa. Procedente de la lejanía oíamos el estruendo de la contienda entremezclado con el bramido del mar. El cielo, oscurecido por las nubes de flechas, se iluminaba de vez en cuando rasgado por los proyectiles incendiarios. Debía de haber unos cinco mil hombres en la playa. Uno de los tribunos militares nos pidió que no fuéramos más lejos porque corríamos peligro, de forma que nos sentamos bajo un arrayán y comimos algo.

Alrededor del mediodía la legión avanzó y nosotros la seguimos con cautela. El fuerte de madera que los hombres de César habían construido en las dunas estaba en nuestro poder, y sobre la llanura que se extendía al otro lado había miles de soldados desplegándose. Hacía un calor sofocante. El suelo estaba sembrado de cadáveres, atravesados por flechas y jabalinas o con espantosas heridas. A nuestra derecha vimos varios escuadrones de caballería galopando hacia el campo de batalla. Cuando Cicerón aseguró haber reconocido a Marco, todos empezamos a vitorearlos ruidosamente, pero enseguida Quinto reconoció sus colores y anunció que eran hombres de César. De inmediato los lictores urgieron a Cicerón a que se alejase del campo de batalla y regresamos al campamento.

La batalla de Dirraquio, como se la conocería más adelante, supuso una gran victoria. Conseguimos perforar las líneas de César y toda su posición quedó en peligro. De hecho, podría haber sufrido una completa derrota de no haber contado con una red de trincheras que ralentizó nuestro avance y nos obligó a pasar la noche agazapados en ellas. Pompeyo fue saludado como

imperator por sus tropas en el campo de batalla, y cuando volvió al campamento en su carro de guerra, protegido por sus escoltas, dio una vuelta por el interior y recorrió las calles de tiendas iluminadas por las antorchas mientras sus legionarios le aclamaban.

Al día siguiente, a última hora de la mañana, a lo lejos, en la dirección del campamento de César, varias columnas de humo se elevaron sobre la planicie. Al mismo tiempo, desde todos los frentes comenzaron a llegar informes de que las trincheras enemigas estaban vacías. Al principio, nuestros hombres avanzaban con cautela, pero enseguida empezaron a pasear sin temor por las fortificaciones de nuestro oponente, asombrados de que las hubiesen abandonado de la noche a la mañana después de pasar tantos meses trabajando en ellas. Pero no cabía ninguna duda: los legionarios de César se dirigían hacia el este por la vía Egnatia. Podíamos ver la polvareda que levantaban a su paso. Todo lo que no pudieron cargar lo dejaron ardiendo tras de sí. El asedio había finalizado.

Pompeyo convocó una reunión del Senado en el exilio al final de la tarde para debatir qué hacer a continuación. Cicerón me pidió que los acompañase a él y a Quinto para poder contar con un informe de las decisiones que se tomaran. Los centinelas que vigilaban la tienda de Pompeyo me permitieron entrar sin objeción, y una vez dentro, permanecí de pie de forma discreta junto a una de las paredes laterales, entre el resto de los secretarios y edecanes. Debía de haber casi un centenar de senadores, sentados en varias hileras de bancos. Pompeyo, que había estado explorando las posiciones de César, llegó el último, y en ese momento todos se levantaron para ovacionarlo, lo que él agradeció tocándose su famoso copete con el bastón de mariscal.

Informó sobre la situación de cada uno de los dos ejércitos después de la batalla. El enemigo había sufrido unas mil bajas, que se sumaban a los trescientos hombres tomados prisioneros. Labieno no tardó en proponer que se los ejecutara.

—Me preocupa que malmetan a los soldados que los vigilan con sus ideas. Además, han renunciado a su derecho a la vida.

Cicerón, con una mueca de desagrado, se levantó para objetar.

—Hemos conseguido una victoria gloriosa. Se atisba el final de la guerra. ¿No es hora de que actuemos con magnanimidad?

—No —opuso Labieno—. Debemos dar ejemplo.

—Un ejemplo que solo va a llevar a que los hombres de César luchen con mayor determinación cuando conozcan la suerte que les aguarda si se rinden.

—Que así sea. La táctica de mostrar clemencia de César entraña un grave peligro para nuestro ánimo combativo. —Miró de forma intencionada a Afranio, que agachó la cabeza—. Si no tomamos prisioneros, César se verá obligado a obrar del mismo modo.

Pompeyo se pronunció con firmeza para zanjar la cuestión.

—Estoy de acuerdo con Labieno. Además, los soldados de César son traidores que se han alzado contra sus compatriotas de forma ilegal. Eso los sitúa en una categoría distinta de la de nuestras tropas. Continuemos.

Cicerón, sin embargo, se negó a dejarlo correr.

—Un momento. ¿Acaso luchamos para defender unos valores civilizados o somos unas bestias salvajes? Esos hombres son romanos, como nosotros. Me gustaría que constara en acta que, a mi juicio, esto es un error.

—Y a mí me gustaría que constara en acta —replicó Enobarbo— que no solo se debería condenar por traición a los que han luchado en el bando de César, sino también a los que han intentado mostrarse neutrales, han abogado por la paz o se han mantenido en contacto con el enemigo.

La aportación de Enobarbo fue acogida con un cálido aplauso. Cicerón se ruborizó y guardó silencio.

—Muy bien —intervino Pompeyo—, asunto resuelto. Ahora propongo que el ejército al completo, salvo, digamos, quince cohortes que dejaré atrás para que defiendan Dirraquio, persiga a César y entre en batalla en cuanto tenga la menor oportunidad.

Esta sugerencia aciaga fue recibida entre alborozadas exclamaciones de aprobación.

Cicerón titubeó, miró a su alrededor y volvió a levantarse.

—Tengo la impresión de estar desempeñando el papel de aquel que siempre lleva la contraria. Disculpadme, pero, en lugar de partir hacia el este detrás de César, ¿no sería más razonable aprovechar esta ocasión y zarpar rumbo al oeste, hacia Italia, y recuperar el control de Roma? Ese era, al fin y al cabo, el propósito de esta guerra.

Pompeyo negó con la cabeza.

—No, ese sería un error estratégico. Si regresamos a Italia, nada impedirá que César conquiste Macedonia y Grecia.

—Que las conquiste; por mi parte, yo no veo ningún problema en perder Macedonia y Grecia a cambio de ganar Italia y Roma. Además, allí contamos con un ejército a las órdenes de Escipión.

—Escipión no puede derrotar a César —impugnó Pompeyo—. Solo lo puedo vencer yo. Y la guerra no terminará porque volvamos a Italia. Solo terminará cuando César esté muerto.

Concluida la asamblea, Cicerón se acercó a Pompeyo y le pidió que lo autorizase a permanecer en Dirraquio en lugar de acompañar al ejército durante la campaña. Pompeyo, a todas luces molesto por su actitud crítica, lo miró de arriba abajo con cierto desprecio antes de asentir.

—Creo que es buena idea.

Le dio la espalda a Cicerón, como para permitirle que se retirara, y empezó a discutir con uno de sus oficiales el orden en que las legiones deberían partir al día siguiente. Cicerón esperó a que terminaran de organizarlas para desearle buena suerte a Pompeyo. Este, no obstante, estaba demasiado concentrado en las cuestiones logísticas de la marcha, o al menos fingía estarlo, de manera que Cicerón terminó desistiendo y salió de la tienda.

Mientras nos alejábamos, Quinto le preguntó por qué no quería partir con las tropas.

—El plan de Pompeyo —explicó Cicerón— puede hacer que nos pasemos años y años aquí atrapados. No puedo seguir apoyándolo. Y, a decir verdad, no soporto la idea de tener que viajar otra vez a través de esas condenadas montañas.

—Dirán que tienes miedo.

—Hermano, lo tengo. Y tú también deberías tenerlo. Si ganamos, se derramará un río de sangre romana. Ya has oído a Labieno. Y si perdemos… —Prefirió no terminar la frase.

Cuando regresamos a su tienda, realizó un tibio intento de convencer a su hijo para que él tampoco fuese, aunque sabía que no serviría de nada; Marco había hecho gala de un excepcional coraje en Dirraquio, y, pese a su juventud, se le había recompensado con el mando de su propio escuadrón de caballería. Ardía en deseos de entrar en combate. El hijo de Quinto también estaba determinado a luchar.

—Muy bien —accedió Cicerón—, ve con ellos, si ese es tu deber. Admiro tu arrojo. Yo, sin embargo, me quedaré aquí.

—Pero, padre —protestó Marco—, se hablará de este gran enfrentamiento durante miles de años.

—Soy demasiado viejo para pelear y demasiado aprensivo para ver como otros se hacen daño. Vosotros tres sois los soldados de la familia. —Acarició el cabello de Marco y le pellizcó el carrillo—. Tráeme la cabeza de César clavada en una jabalina, ¿lo harás, mi adorado hijo? —Después anunció que necesitaba descansar y les dio la espalda para que no lo vieran llorar.

El toque de diana sonó una hora antes del amanecer. Tras sufrir la angustia del insomnio, tenía la sensación de que justo cuando me había quedado dormido estalló el bramido infernal de los cuernos de guerra. Los esclavos de la legión entraron en la tienda y empezaron a desmontarla. Todo estaba sincronizado a la perfección. El sol aún no había descollado tras el horizonte. Las montañas seguían cubiertas por las sombras. Sobre ellas, empero, el cielo comenzaba a teñirse de rojo sangre.

Los exploradores partieron al alba; media hora más tarde los siguió un destacamento de la caballería bitinia, y otra media hora después, Pompeyo, que bostezaba estentóreamente, rodeado por el cuerpo de oficiales y sus escoltas. A nuestra legión se le había concedido el honor de marchar en la vanguardia de la columna, de manera que se pondría en movimiento a continuación. Cicerón se situó junto a las puertas y cuando su hermano, su hijo y su sobrino pasaron frente a él, les dijo adiós a uno detrás de otro con la mano levantada. Esta vez no se molestó en ocultar las lágrimas. Dos horas después, todas las tiendas estaban desmontadas, los desperdicios ardían en hogueras y la última de las mulas de carga abandonaba con pesadez el campamento desierto.

Cuando el ejército se hubo marchado, nos preparamos para cabalgar las treinta millas que nos separaban de Dirraquio, escoltados por los lictores de Cicerón. Pasamos delante de la abandonada línea defensiva de César, y enseguida llegamos al lugar donde Labieno había ejecutado a los prisioneros. Los habían degollado y, en ese momento, una cuadrilla de esclavos los estaba enterrando en una de las trincheras. El hedor de la carne en descomposición en medio del calor del verano y los buitres que volaban en círculos sobre nosotros se cuentan entre los muchos recuerdos de aquella campaña de los que querría olvidarme. Espoleamos nuestros caballos y continuamos hacia Dirraquio, adonde llegamos antes de que oscureciese.

En esta ocasión nos dieron alojamiento lejos de los acantilados para mantenernos a salvo, en una casa ubicada dentro de las murallas de la ciudad. En principio, Cicerón debería haber seguido al mando de la guarnición, ya que era el excónsul veterano y quien todavía poseía

imperium como gobernador de Cilicia. No obstante, una muestra del descrédito en que había caído era el hecho de que Pompeyo le hubiera otorgado ese puesto a Catón, que nunca había pasado de pretor. Cicerón no se ofendió. De hecho, se alegró de librarse de esa responsabilidad; las tropas que Pompeyo había dejado atrás eran las menos fiables, por lo que Cicerón albergaba serias dudas de que les fueran leales en el caso de que se produjera un enfrentamiento.

Los días se sucedían con insoportable lentitud. Los senadores que, como Cicerón, no habían acompañado al ejército actuaban como si la guerra ya estuviera ganada. Por ejemplo, elaboraban listas con los nombres de quienes se habían quedado en Roma, de los que se ejecutaría a nuestro regreso, y de aquellos cuyas propiedades se requisarían para cubrir los costes de la guerra; una de las personas acaudaladas a las que proscribieron era Ático. Después iniciaron una riña sobre quién se quedaría qué casa. Otros senadores se pelearon sin pudor por los cargos y títulos que quedarían libres tras la muerte de César y sus lugartenientes (recuerdo la firmeza con que Espínter exigía ser designado

pontifex maximus). En un momento dado, Cicerón me confesó: «Solo habría una cosa peor que perder esta guerra: ganarla».

En cuanto a él, se sumió en un pozo de preocupaciones y desvelos. Tulia seguía necesitando dinero y todavía no había pagado el segundo plazo de su dote, a pesar de que Cicerón le había solicitado a Terencia que vendiera algunas de sus propiedades. El recelo que desde hacía tiempo despertaban en él tanto la relación entre su esposa y Filotimo como la afición de estos por ganar dinero de forma cuestionable volvió a enquistarse en su cabeza. Optó por expresar su rabia y sus sospechas escribiéndole en contadas ocasiones cartas breves en un tono frío, en las cuales ni siquiera se dirigía a ella por su nombre.

Pero lo que más le preocupaba eran Marco y Quinto, quienes seguían acompañando a Pompeyo. Dos meses habían transcurrido desde que se marcharon. El ejército del Senado había perseguido a César a través de las montañas hasta llegar a las llanuras de Tesalónica, desde donde continuaron hacia el sur; eso era todo lo que se sabía. Sin embargo, nadie podía asegurar dónde se encontraban ahora, y mientras más los alejaba César de Dirraquio y más se prolongaba el silencio, más incertidumbre se respiraba entre la guarnición.

El comandante de la flota, Cayo Coponio, era un senador inteligente, aunque muy nervioso, que creía con fervor en las señales y los presagios, sobre todo en los que había en los sueños proféticos, por lo que animaba a sus hombres a que los compartiesen con sus oficiales. Un día, cuando aún no habíamos recibido noticias de Pompeyo, vino a cenar con Cicerón. También estaban a la mesa Catón y Marco Terencio Varrón, el gran erudito y poeta, que había comandado una legión en Hispania y quien, al igual que Afranio, había sido indultado por César.

—He tenido una charla inquietante justo antes de venir —dijo Coponio—. ¿Habéis visto ese gigantesco quinquerreme rodiota, el

Europa, que está fondeado costa afuera? Me trajeron a uno de los remeros para que me relatase lo que había soñado. Asegura haber tenido una visión sobre una cruenta batalla librada en una meseta de Grecia, con la tierra encharcada de sangre, los hombres desmembrados y moribundos, y con esta ciudad asediada, desde donde huíamos hacia las naves echando la vista atrás y viendo cómo las llamas lo devoraban todo.

Este era el tipo de profecías siniestras de las que Cicerón siempre se reía, aunque esta vez no fue así. Catón y Varrón adoptaron un aire meditabundo.

—Y ¿cómo terminaba el sueño? —inquirió Catón al cabo.

—Para él, muy bien. Sus compañeros y él, según parece, disfrutarán de una rápida travesía de regreso a Rodas. Supongo que eso nos da algunas esperanzas.

Un nuevo silencio se instaló en la mesa. Cicerón lo rompió para comentar:

—Por desgracia, de ahí solo puedo inferir que nuestros aliados rodiotas terminarán abandonándonos.

Los primeros indicios de que había tenido lugar un terrible desastre llegaron desde el muelle. Varios pescadores de la isla de Córcira, a unas dos jornadas de viaje hacia el sur, decían haber pasado frente a un grupo de hombres acampados en una playa de tierra firme y que estos les gritaron que eran supervivientes del ejército de Pompeyo. Un barco mercante hizo escala en la ciudad aquel día y trajo una historia similar, sobre unos hombres desesperados y famélicos que atestaban las aldeas pesqueras, donde intentaban escapar como fuera de los soldados que según ellos les perseguían.

Cicerón trataba de convencerse a sí mismo y a los demás asegurando que en todas las guerras se generaban corrientes de rumores que casi nunca tenían fundamento alguno, se decía que esos supuestos hombres no debían de ser más que desertores o los supervivientes de alguna pequeña escaramuza, más que de una batalla propiamente dicha. Pero creo que en el fondo Cicerón sabía que los dioses de la guerra estaban del lado de César; sospecho que lo intuyó desde el principio, motivo por el cual se negó a partir con Pompeyo.

La confirmación llegó por la noche, cuando se lo citó con carácter de urgencia en el cuartel general de Catón. Lo acompañé. El pánico y la desesperación se palpaban en el ambiente. Los secretarios estaban ya quemando la correspondencia y los libros de contabilidad en el jardín para impedir que cayesen en las manos del enemigo. En el interior, Catón, Varrón, Coponio y algunos de los otros senadores principales se encontraban sentados en un afligido círculo en torno a un hombre barbudo y mugriento con unos profundos cortes en la cara. Se trataba del otrora orgulloso Tito Labieno, comandante de la caballería de Pompeyo, el mismo que ordenara ejecutar a los prisioneros. Estaba exhausto, tras haber cabalgado sin descanso durante diez días a través de las montañas con algunos de sus soldados. En ocasiones perdía el hilo de lo que estaba contando y se quedaba ensimismado, se adormecía o repetía lo que acababa de decir; otras se derrumbaba por completo, de modo que mis notas son inconexas y tal vez sea mejor que me limite a relatar lo que finalmente averiguamos.

La batalla, a la que entonces no se le dio nombre, pero que más adelante sería conocida con el nombre de Farsalia, nunca debería haber terminado en derrota, según Labieno, quien criticó con amargura las dotes de mando de Pompeyo, que, según relató, en absoluto se equiparaban a las de César. (Cabe decir que otros, cuyos testimonios escuchamos más adelante, culpaban en parte de la derrota al mismo Labieno). Pompeyo ocupaba el mejor terreno, contaba con tropas más numerosas (su caballería superaba a la de César en una proporción de siete a uno) y podía elegir el momento para iniciar el combate. Sin embargo, titubeó a la hora de enfrentarse al enemigo y hasta que algunos de los comandantes (sobre todo, Enobarbo) no lo acusaron de cobardía, no envió a sus tropas a luchar.

—Fue entonces cuando entendí que no las tenía todas consigo —declaró Labieno—. A pesar de sus discursos, nunca estuvo convencido de poder derrotar a César. De manera que cuando los dos ejércitos se encontraron frente a frente en medio de una inmensa llanura, el enemigo, que por fin tenía la oportunidad que necesitaba, atacó.

Sin lugar a dudas, César sabía desde el principio que su caballería era su principal punto débil, por lo cual tuvo la astucia de esconder tras ella unos dos mil de sus mejores soldados de infantería. De esta forma, cuando los jinetes de Labieno rompieron la carga de sus oponentes y salieron tras ellos en un intento de rodear el flanco de César, se vieron asaltados de pronto por una línea de legionarios que avanzaron contra ellos. El ataque de la caballería se debilitó entre los escudos y las jabalinas de estos veteranos feroces e implacables, de manera que los jinetes abandonaron la liza al galope, pese a los intentos de Labieno por reorganizarlos. (Mientras nos lo contaba, yo no dejaba de pensar en Marco; siendo el joven imprudente que era, no me cabía duda de que no se contaría entre los que huyeron). Disgregada la caballería del enemigo, los hombres de César se abalanzaron sobre los arqueros desprotegidos de Pompeyo y los aniquilaron. Después dio comienzo la masacre, ya que la aterrorizada infantería de Pompeyo demostró no ser rival para las disciplinadas y curtidas tropas de César.

—¿Cuántos hombres hemos perdido? —preguntó Catón.

—No sabría decirte… miles.

—Y ¿dónde se metió Pompeyo durante la batalla?

—Cuando se dio cuenta de lo que sucedía, se quedó de piedra. Apenas podía articular palabra, y menos aún dar órdenes coherentes. Abandonó el campo de batalla con su escolta y regresó al campamento. Después ya no volví a verlo. —Labieno se cubrió la cara con las manos; dejamos que se tomara su tiempo. Cuando se recuperó, prosiguió—: Me dijeron que se quedó tumbado en su tienda hasta que los soldados de César traspasaron las defensas; entonces escapó con algunos otros; la última vez que lo vieron huía a caballo hacia el norte, en dirección a Larisa.

—Y ¿César?

—Nadie lo sabe. Unos dicen que partió con un pequeño destacamento detrás de Pompeyo; otros, que cabalga a la cabeza de su ejército y se dirige hacia aquí.

—¿Hacia aquí?

Consciente de que César tenía el hábito de realizar marchas forzadas y de la velocidad a la que sus tropas podían avanzar, Catón propuso evacuar Dirraquio de inmediato. Mantuvo la cabeza fría. Para sorpresa de Cicerón, anunció que ya había discutido precisamente esta contingencia con Pompeyo, y que se había decidido que, en caso de derrota, los líderes de la causa senatorial que sobrevivieran deberían intentar llegar a Córcira, puesto que, al ser una isla, sus accesos se podían bloquear y defender por medio de la flota.

Dado que la noticia de la derrota de Pompeyo se propagó enseguida entre la guarnición, la reunión quedó interrumpida cuando se informó de que los soldados se negaban a cumplir las órdenes; se habían producido ya algunos saqueos. Acordamos embarcar al día siguiente. Antes de volver a casa, Cicerón le puso la mano en el hombro a Labieno y le preguntó si sabía qué había sido de Marco o de Quinto. Labieno levantó la cabeza y lo miró como si estuviera loco por tener semejante ocurrencia; la matanza de miles de hombres pareció arremolinarse en aquellos ojos fijos e inyectados en sangre.

—¿Cómo voy a saberlo? —masculló—. Solo puedo decirte que al menos nunca vi sus cadáveres. —Instantes después, cuando Cicerón se disponía a marcharse, añadió—: Tenías razón: deberíamos haber vuelto a Roma.

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