Diablo

Diablo


Capítulo 4

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Capítulo 4

EL único consuelo que Honoria encontraba en su posición a lomos de Suleimán era que su torturador, tras ella, no le veía la cara. Por fortuna, no veía el rubor que le teñía no sólo las mejillas sino también el cuello. Diablo notó su rigidez justo en el instante en que montó en la silla tras ella, la envolvió con un brazo musculoso y la atrajo hacia sí.

En el preciso momento en que él la había tocado, Honoria había cerrado los ojos y el pánico le había impedido gritar. Por primera vez en su vida, pensó que iba a desmayarse. La acerada fuerza que la rodeaba era irresistible y, cuando consiguió controlar sus ardientes sensaciones y pudo pensar racionalmente otra vez, ya salían del sendero y tomaban el camino.

Honoria miró alrededor, luego hacia abajo y se agarró al brazo que la sujetaba por la cintura.

—No te muevas y no te caerás —dijo él.

Ella puso unos ojos como platos. Sentía todas las palabras que él decía. También sentía un penetrante calor que emanaba del pecho, los brazos y los muslos de Diablo. En cualquier parte que la rozasen, su piel se encendía. Recorrían de vuelta el camino que ella había hecho con la calesa. La curva cerrada quedaba justo delante.

—¿La Finca de Somersham es su residencia principal?

—Es mi casa. Mi madre pasa en ella casi todo el año.

No había duque de Somersham. Cuando doblaron la curva, Honoria decidió que ya tenía bastante. Sus caderas y nalgas estaban firmemente apretadas entre los duros muslos de Diablo. Se hallaban cada vez más cerca y ella ni siquiera sabía su nombre.

—¿Qué título tiene?

—Títulos. —El semental intentó desviarse hacia un lado del camino pero Diablo se lo impidió con firmeza—. Duque de St. Ives, marqués de Earith, conde de Strathfíel, vizconde de Welisborough, vizconde de Moreland…

La lista continuó. Honoria se inclinó contra su brazo para poder verle la cara. Cuando acabó de enumerar sus títulos, habían pasado ya por el lugar de la tragedia del día anterior y doblaban el recodo siguiente. Él bajó la mirada y ella, con los ojos entrecerrados, le preguntó:

—¿Ya ha terminado?

—En realidad no. Esa es la letanía que me hicieron aprender cuando llevaba pantalón corto, pero hay adiciones recientes que no sé bien dónde encajan.

Él volvió a bajar la vista y Honoria miró inexpresivamente su pecho. Por fin había comprendido el elusivo parentesco.

«Los Cynster poseen St. Ives», era el verso de una poesía que su madre le había enseñado, en la que se citaban las más antiguas familias de la nobleza. Y si los Cynster aún poseían St. Ives, eso quería decir… De repente, se fijó en los rasgos esculpidos del hombre que la abrazaba con tanta facilidad.

—¿Sois Diablo Cynster?

Sus ojos se encontraron. Mientras ella lo miraba atónita, Diablo arqueó arrogantemente una ceja.

—¿Quieres pruebas de ello?

¿Pruebas? ¿Qué otras pruebas necesitaba? Una mirada a aquellos ojos atemporales que lo sabían todo, en aquel rostro que mostraba una fuerza acerada perfectamente combinada con una sensualidad imperiosa, bastaba para disipar cualquier duda. Honoria miró al frente. Si antes su mente se había quedado aturdida, ahora era un torbellino.

Los Cynster… La nobleza no sería lo mismo sin ellos. Eran una raza aparte: desenfrenada, hedonista, imprevisible. Junto a los mismos antepasados de Honoria, los Cynster habían cruzado el canal con Guillermo el Conquistador, y mientras los de ella habían adquirido poder mediante la política y las finanzas, los de él perseguían lo mismo a través de medios más directos. Eran, y siempre habían sido, los guerreros supremos: fuertes, valientes e inteligentes, hombres nacidos para liderar. A través de los siglos se habían lanzado a cualquier conflicto que tuviesen posibilidad de ganar con una pasión temeraria que hacía que todos sus adversarios sensatos se lo pensaran dos veces. En consecuencia, todos los reyes a partir de Guillermo habían procurado aplacar a los poderosos señores de St. Ives. Por fortuna y a causa de algún extraño giro de la naturaleza, los Cynster eran tan apasionados en la batalla como con la tierra.

Además, por suerte o por predestinación, a su heroísmo en la guerra se unía una capacidad casi sobrenatural de supervivencia. Tras la batalla de Waterloo, en la que tantas familias nobles perdieron varios miembros, se había popularizado una frase nacida del temor respetuoso y del rencor: los Cynster eran invencibles. Siete de ellos habían estado en el campo de batalla y los siete habían regresado, sanos y salvos, con sólo unos pocos rasguños.

También eran invencibles en su arrogancia, un rasgo acicateado por la conciencia de que tenían tanto talento como creían, y esa situación engendraba en mortales menos favorecidos una especie de respeto renuente.

No se trataba de que los Cynster exigiesen respeto, se limitaban a tomarlo como si lo mereciesen.

Aunque sólo fuese verdad la mitad de las historias que se contaban, la generación actual era igual de desenfrenada, hedonista e imprevisible que las anteriores. Y el cabeza actual del clan era el más desenfrenado, hedonista e imprevisible de todos. Era el duque de St. Ives, que la había levantado en volandas para sentarla en el caballo y llevarla a casa. El mismo que le había dicho que se acostumbrara a su torso desnudo, el pirata autócrata que había proclamado sin parpadear que ella sería su duquesa.

De repente, Honoria pensó que tal vez estaba suponiendo demasiado. Las cosas no tenían por qué salir como pensaba. Tampoco le importaba; sabía dónde la llevaba la vida, y la llevaba a África.

—Cuando vea de nuevo a las chicas Claypole —dijo ella tras aclararse la garganta—, tal vez se comporten de una manera descortés. Son hijas de su madre, debo decir.

—Ya te apañarás tú con ellas —replicó Diablo y Honoria sintió que se encogía de hombros.

—Yo no estaré —dijo con firmeza.

—Estaremos aquí muy a menudo. Pasaremos parte del año en Londres y en mis otras propiedades, pero La Finca siempre será nuestra casa. Pero no te preocupes por mí, no soy tan estúpido como para encontrarme con las aspirantes locales decepcionadas sin aprovecharme de tu falda.

—¿Cómo dice? —Honoria se volvió y lo miró.

—Para esconderme detrás —replicó él sosteniéndole la mirada al tiempo que esbozaba una leve sonrisa.

La tentación era demasiado grande.

—Creía que los Cynster eran invencibles —dijo Honoria, arqueando una arrogante ceja.

—El truco está en no exponerse caprichosamente al fuego enemigo —replicó con una brillante sonrisa.

Impresionada por la fuerza de esa huidiza sonrisa, Honoria parpadeó y miró al frente. Al fin y el cabo, tampoco había ninguna razón para que lo mirase innecesariamente a la cara.

—Lamento tener que frustrar sus planes, pero dentro de pocos días me marcharé.

—Lamento tener que contradecirte —la voz de Diablo le llegó en forma de ronroneo en la oreja—, pues vamos a casarnos. Por tanto, no te marcharás a ningún sitio.

Honoria apretó los dientes para controlar los estremecedores cosquilleos que le recorrieron la espalda. Volvió la cabeza y miró aquellos ojos que hipnotizaban.

—Sólo lo ha dicho para picar a lady Claypole. —Al ver que no respondía sino que le sostenía la mirada, Honoria volvió la cabeza, encogiendo altivamente los hombros—. Los caballeros no engañan así a las damas.

El silencio que siguió estaba perfectamente medido para hacerla poner nerviosa. Honoria sabía que, cuando hablase, su voz sería profunda, grave y aterciopelada.

—Yo nunca engaño, al menos con las palabras. Y no soy un caballero, soy un noble, una diferencia que, estoy seguro, conoces muy bien.

Honoria supo lo que eso significaba y, aunque sus entrañas le temblaban, no estaba dispuesta a rendirse.

—No voy a casarme con usted.

—Si eso es lo que piensas, mi querida señorita Anstruther-Wetherby, temo que olvidas unas cuantas cuestiones pertinentes.

—¿Como cuáles?

—Como la noche pasada. Estuvimos juntos bajo el mismo techo, en la misma habitación, sin dama de compañía.

—Sí, pero había un hombre muerto, su primo. Todo el mundo sabe lo mucho que usted lo quería. Con su cuerpo en la cama, nadie imaginará que haya podido ocurrir algo vejatorio. —Convencida de que jugaba una carta ganadora, no le extrañó el silencio que siguió a sus palabras.

Salieron del bosque a la luz de la mañana de finales de verano. Era temprano y el frío de la noche todavía tenía que retirarse. El camino seguía una zanja llena de agua. Al frente y a cada lado se alzaban hileras de árboles retorcidos.

—Quiero pedirte que no menciones cómo encontramos a Tolly, salvo ante el magistrado y la familia, claro.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Honoria con ceño.

—Me gustaría que creyesen que lo hemos encontrado esta mañana, ya muerto.

Honoria apretó los labios y vio que sus defensas caían; no podía negarse a su petición, sobre todo porque era nimia.

—Muy bien, pero ¿por qué?

—Cuando se sepa que lo mató un bandolero ya habrá bastante conmoción. Preferiría ahorraros, a ti y a mi tía, la molestia de los interrogatorios. Si se enteran de que murió después de que lo encontráramos, te preguntarán por el caso cada vez que aparezcas en público.

Ella no podía negarse. Sabía que la nobleza disfrutaba con las especulaciones.

—¿Y por qué no podemos decir que ya estaba muerto cuando lo encontramos ayer? —quiso saber Honoria.

—Porque en ese caso será difícil explicar por qué no te dejé al cuidado del cuerpo y volví a casa para disponer lo necesario.

—Dado que parece impermeable a los elementos, ¿por qué no se marchó cuando murió?

—Era demasiado tarde.

¿Porque su reputación ya estaba mancillada? Honoria se tragó un bufido de impaciencia. Vio un muro de piedra entre los árboles que, al parecer, rodeaba el prado. A lo lejos divisó una casa grande, con el tejado y las ventanas más altas visibles por encima de unos elevados setos.

—De todas formas —prosiguió ella—, lady Claypole estuvo acertada en algo: no hay necesidad de ningún alboroto.

—¿Eh?

—Es muy sencillo. Como lady Claypole no me dará ninguna recomendación, tal vez su madre de usted pueda hacerlo.

—Lo veo difícil.

—¿Por qué? —Honoria se volvió de repente—. Su madre sabe quién soy, del mismo modo que lo sabe usted.

—Precisamente por eso —replicó él, mirándola con sus claros ojos verdes.

Honoria deseó que mirarlo con los ojos entrecerrados surtiera en él algún efecto. Sabía que no era así pero lo intentó de todos modos.

—Dadas las circunstancias, pensaba que su madre haría todo lo posible por ayudarme.

—Estoy seguro de que lo hará y, precisamente por eso, no moverá un solo dedo para ayudarte a encontrar otro empleo como institutriz.

—¿Cómo puede ser tan chapada a la antigua?

—No recuerdo que nunca nadie la haya calificado de ese modo.

—Creo que sería inteligente que me dirigiera más al norte, a la región de los Lagos, tal vez.

Diablo suspiró y ella lo notó.

—Mi querida señorita Anstruther-Wetherby, permite que te aclare algunos detalles. Primero, la historia de que hemos pasado la noche juntos en una cabaña de leñador se sabrá, nada más seguro que eso. Pese a todas las amonestaciones de su azorado esposo, lady Claypole no podrá resistir la tentación de contar a sus amigos el último escándalo en que se ha visto implicado el duque de St. Ives. Todo en absoluto secreto, por supuesto, lo cual garantiza que llegue a todos los oídos de toda la nobleza. Después de eso, tu reputación valdrá menos que un comino. Pese a lo que te digan, nadie creerá en tu inocencia. En estos momentos, tus posibilidades de obtener trabajo en una casa de nivel suficiente para tranquilizar a tu hermano son nulas.

—Me permito informarle, su alteza, que no soy una adolescente —hizo una mueca y miró los árboles que se acercaban—, sino una mujer madura con experiencia. No soy una presa fácil.

—Lamentablemente, querida, has confundido causa y efecto. Si hubieses sido una chica recién salida de la escuela, pocos imaginarían que anoche yo hiciera otra cosa que dormir… —Se interrumpió y redujo el paso del caballo al acercarse a los árboles—. De todos es sabido que prefiero desafíos más estimulantes.

—Esto es ridículo —replicó Honoria, enfadada—. Pero si ni siquiera había una cama.

—No hay necesidad de cama, créeme. —El pecho que le rozaba la espalda tembló brevemente.

Honoria apretó los labios y miró los árboles, airada. El camino se dirigía hacia unos muros de piedra de medio metro de grosor y tres metros de alto. Una entrada en forma de arco daba paso a una avenida bordeada de álamos. Entre las hojas que se movían, Honoria divisó la casa. Era enorme. Tenía un bloque central con alas perpendiculares en cada extremo, como una E sin la barra del medio. A un lado se alzaban unos grandes establos. La proximidad de los establos la impulsó a hablar.

—Sugiero, su alteza, que nos pongamos de acuerdo en disentir acerca de lo ocurrido la pasada noche. Sé que está preocupado pero no veo ninguna razón para atarme a un matrimonio a fin de evitar unas habladurías que sólo durarán unos meses. Dada su reputación, no puede discutírmelo. —Eso, creyó Honoria, era un toque revelador.

—Mi querida señorita Anstruther-Wetherby —el ronroneo suave y letal sonó en su oreja izquierda y notó un intenso cosquilleo en la espalda—, permite que te aclare una cuestión: no tengo ninguna intención de discutir. Tú, una Anstruther-Wetherby, te has visto en una situación comprometida, por inocente que sea, por mí, un Cynster. Por lo tanto, no hay ninguna duda acerca de lo que corresponde hacer ni puede haber discusión al respecto.

Honoria apretó los dientes con tanta fuerza que le dolió la mandíbula. El esfuerzo por reprimir el estremecimiento que le producía aquel murmullo ronroneante la aturdió hasta que llegaron al arco del establo. Pasaron bajo él, con los cascos de Suleimán resonando en los guijarros. Dos mozos de cuadras corrieron hacia ellos pero se detuvieron antes de llegar al animal.

—¿Dónde está Melton?

—No ha regresado todavía, su alteza.

Honoria oyó que su salvador —¿o era captor?— maldecía entre dientes. Sin previo aviso, desmontó del caballo tomándola en brazos. Honoria no tuvo tiempo ni de gritar.

Recobró el aliento y advirtió que sus pies aún no tocaban el suelo. Diablo la sostenía contra su cuerpo y Honoria se estremeció de nuevo. Iba a protestar cuando él la dejó en tierra.

Con los labios apretados, se compuso las faldas altivamente. Luego se enderezó y se volvió hacia él, que la tomó de la mano, agarró las riendas y se encaminó hacia el establo, llevándola consigo.

Honoria se tragó la protesta. Prefería ir con él que esperar en el patio del establo, donde sería presa de la curiosidad de los mozos de cuadras. La penumbra, cargada con los olores familiares de heno y caballos, la envolvió.

—¿Por qué no lo cepillan tus mozos? —preguntó.

—Le tienen miedo. Sólo puede tocarlo el viejo Melton.

Honoria miró a Suleimán y este le devolvió la mirada. Su amo se detuvo ante una gran cuadra y entró. Honoria se apoyó contra la puerta de la cuadra. Con los brazos cruzados, sopesó la situación en que se encontraba mientras su captor —estaba cada vez más segura de que esa era la descripción más exacta de él— frotaba a su temible caballo.

Sus músculos se tensaban y se relajaban. La visión era subyugante. Diablo le había dicho que se acostumbrase a ella. Honoria dudaba de conseguirlo. Él se agachó, se incorporó y con un rápido movimiento pasó al otro lado del caballo. Honoria vio su pecho y tuvo que contener una exclamación. Diablo la miró.

Sus ojos se encontraron brevemente. Honoria desvió la mirada, primero hacia un clavo de la pared, luego hacia las vigas del techo, maldiciéndose por su reacción, al tiempo que deseaba tener un abanico en la mano.

Nunca era aconsejable intimar con autócratas pero, dado que no tenía opción, necesitó recordarse que era terrible reconocer que él tenía poder sobre ella.

Decidida a mantener el suyo, ordenó calma a su mente. Si Diablo creía que el honor exigía que se casara con ella, tendría que cambiar la manera de abordar la cuestión.

—No me parece justo —dijo— que sólo porque la tormenta me impidiese volver a la mansión y porque me refugiara en la misma cabaña que usted, tenga que cambiar el curso de mi vida. No soy una espectadora pasiva que espera que las cosas vayan ocurriendo. ¡Tengo planes!

—¿Como montar en camello a la sombra de la Esfinge? —ironizó Diablo alzando la vista. La imaginaba en el camello, seguida de un grupo de jeques bereberes que se parecían mucho a él y que también pensaban como él.

—Exactamente. Y explorar Costa de Marfil, otro lugar lleno de aventuras, según me han contado.

Piratas y comerciantes de esclavos. Diablo dejó el cepillo y se secó las manos en los pantalones.

—Pues tendrás que conformarte con convertirte en una Cynster. Nadie ha sugerido nunca que no sea una existencia excitante.

—No voy a casarme con usted.

El destello de sus ojos y la posición de su barbilla indicaban que su mente Anstruther-Wetherby había tomado una decisión. Diablo supo que iba a disfrutar cada minuto que tardara en hacérsela cambiar y se acercó a ella.

Como era de esperar, Honoria no retrocedió ni un paso, aunque él vio que se esforzaba contra el impulso de hacerlo. Sin detenerse, pasó las manos por su cintura y la levantó en volandas para depositarla de nuevo en el suelo, contra la pared junto a la puerta de la cuadra. Con un control encomiable, retiró las manos, sosteniendo la puerta medio abierta con una de ellas y poniendo la otra en la pared, junto al hombro de Honoria.

Sintiéndose enjaulada, ella lo miró con ferocidad. Él intentó no fijarse en el movimiento de sus pechos mientras respiraba hondo.

—¿Tienes algo en contra de esta proposición? —preguntó antes de que ella tuviera tiempo de hablar.

Honoria no apartó sus ojos de los de él ya que todo su campo de visión se había llenado con su masculina desnudez. Cuando el corazón dejó de palpitarle, arqueó las cejas, altiva.

—No tengo ningún deseo de casarme por culpa de unas anticuadas normas sociales.

—¿Esa es la suma de tus objeciones?

—Bueno, también está África, por supuesto.

—Olvídate de África. ¿Hay alguna otra razón que, en tu opinión, suponga un impedimento a nuestro matrimonio?

Su arrogancia, su autoridad despótica, su pecho desnudo. Honoria estuvo tentada de recitarle toda la lista pero ninguna de sus objeciones constituía un impedimento al matrimonio. Estudió sus ojos en busca de alguna pista que le sirviera de respuesta pero quedó de nuevo fascinada por su extraordinaria palidez. Eran transparentes como estanques de agua verde y clara, con las emociones y los pensamientos destellando como un pez de azogue en sus profundidades.

—No.

—Bien.

Honoria vislumbró en sus ojos algún sentimiento, alivio tal vez, antes de que sus gruesos párpados los ocultaran. Diablo se irguió, la tomó de la mano y anduvo hacia la puerta del establo. Honoria contuvo una maldición, se recogió la falda y lo siguió. Se dirigieron hacia el arco principal. Detrás se alzaba la casa, tranquila bajo el sol matinal.

—Será mejor que des un descanso a tu mente, señorita Anstruther-Wetherby. —La miró, con su rostro duro como el granito—. No voy a casarme contigo por ninguna norma social. Si lo piensas, verás que eso es absurdo. A los Cynster, como bien sabes, las normas sociales nos importan un pimiento. Para nosotros, la sociedad puede pensar lo que quiera pero no puede darnos órdenes.

—Pero… si ese es el caso y, dada su reputación, creo que lo es, ¿por qué insiste en casarse conmigo?

—Porque lo deseo.

Esas palabras constituían una respuesta tan obvia como la sencilla pregunta que se derivaba de ella.

—¿Sólo porque lo desea?

Él asintió.

—¿Y eso es todo?

—Para un Cynster —la mirada que le lanzó estaba destinada a someterla—, esa es razón suficiente. De hecho, no hay razón mejor que esa. —Miró de nuevo al frente.

Honoria le preguntó:

—¿Quiere casarse conmigo habiéndome visto ayer por primera vez?

Él asintió de nuevo.

—¿Por qué?

—Necesito una esposa y tú eres la candidata perfecta. —Le lanzó una mirada tan breve que ella no pudo descifrarla. Dicho esto, cambió de dirección y apretó el paso aún más.

—No soy un caballo de competición.

Sus labios se curvaron levemente pero redujo el paso para que ella no tuviera que correr. Habían llegado al sendero de gravilla que bordeaba la casa. Honoria tardó un instante en repetirse la respuesta de Diablo y otro en captar su debilidad.

—Sigue pareciéndome ridículo. Seguro que la mitad de la población femenina de la nobleza espera coger su pañuelo cada vez que usted se suena.

—La mitad como mínimo.

—Entonces ¿Por qué yo?

Diablo estuvo tentado de contárselo con todos los detalles. En cambio, apretó los dientes y murmuró:

—Porque eres única.

—¿Única?

Era única porque se atrevía a discutirle las decisiones. Diablo se detuvo, alzó los ojos al cielo como pidiendo fuerzas para tratar con una Anstruther-Wetherby y luego la miró.

—Déjame que lo diga de otro modo: eres una atractiva Anstruther-Wetherby con la que he pasado una noche a solas y con la que aún no me he acostado. —Esbozó una sonrisa—. Supongo que prefieres que nos casemos antes de que lo haga, ¿verdad?

La expresión de aturdimiento de Honoria fue como un bálsamo para el alma de Diablo. Sus ojos grises clavados en los de él se ensancharon más y más. Supo lo que veía: la lascivia que ardía en su interior tenía que reflejarse en sus verdes ojos.

Esperaba que ella se disolviera en parloteos incoherentes.

En cambio, Honoria se libró enseguida de su mirada, parpadeó y lo miró con los ojos entrecerrados.

—No me casaré para poder acostarme con usted… Quiero decir que… —Se interrumpió y corrigió—: Para que usted pueda acostarse conmigo.

—Bien —dijo Diablo al ver el rubor que teñía sus mejillas. Le apretó la mano con más fuerza, se volvió y siguió caminando.

Durante el camino de vuelta de la cabaña, Honoria se había movido y retorcido contra su cuerpo y, cuando llegaron al establo. Diablo estaba terriblemente excitado. No sabía cómo había conseguido no tumbarla en el heno para desfogarse, pero ahora tenía una dolorosa jaqueca y, si no seguía caminando, si no seguía haciéndola caminar, la tentación lo asaltaría de nuevo. Cuando doblaban por la esquina de la casa, dijo:

—Tú puedes casarte conmigo por un puñado de razones sensatas y socialmente aceptables. Yo me casaré contigo para tenerte en mi cama.

—Pues eso es… ¡Dios mío!

Honoria se detuvo y miró alrededor con los ojos abiertos como platos. La Finca de Somersham se extendía ante ella, deleitándose en el sol de la mañana. Era una casa enorme, construida un siglo antes con piedra color miel de una elegancia exquisita. Se trataba de una residencia confortable que dominaba un gran jardín. Apenas vislumbró el lago que se extendía al otro extremo del jardín, los robles que bordeaban la curvada calzada de acceso y la pared de piedra sobre la cual colgaban rosas blancas con el rocío brillando en las corolas perfumadas.

En el otro lado del lago se oían parloteos de patos; el aire era fresco y olía a hierba recién cortada, pero lo que más la había impresionado era la casa. Se veía robusta, seductora, con grandeza en cada una de sus líneas aunque los salientes se habían suavizado con el paso de los años. El sol se reflejaba en hileras y más hileras de ventanas con vidrieras emplomadas. Las altas puertas de roble de doble hoja estaban enmarcadas en un pórtico de estilo clásico. Como una encantadora dama ablandada por la experiencia, la casa de Diablo tentaba y cautivaba.

Él le había propuesto hacerla señora de todo aquello.

Ese pensamiento cruzó su mente y aunque sabía que él la estaba mirando, por un momento se permitió imaginar cómo sería. Había nacido, sido criada y preparada para aquello. Ante ella se extendía lo que tendría que haber sido su destino. No obstante, convertirse en su duquesa significaba arriesgar…

«No —se prometió Honoria para sus adentros—. Nunca más».

Tras cerrar los ojos de la tentación a la casa, respiró hondo y vio la cima blasonada en piedra de la fachada del pórtico, un escudo en el que se veía un ciervo rampante en un campo de flor de lis. Bajo el escudo había un amplio lazo esculpido en piedra con una inscripción. Las palabras estaban en latín y tardó unos instantes en traducirlas.

—¿Tener… y retener?

—Es el lema de la familia Cynster. —Unos dedos fuertes se cerraron alrededor de los suyos.

—¿Adónde me lleva? —Honoria puso los ojos en blanco. Una fuerza irresistible la llevaba hacia las escaleras. En su mente destelló una visión de cortinas de gasa y cojines de seda: la guarida privada del pirata.

—A que conozcas a mi madre. Por cierto, prefiere que la llamen duquesa madre.

—Pero usted no está casado —comentó Honoria frunciendo el entrecejo.

—Todavía. Es su sutil manera de recordarme mi deber.

Sutil. Honoria se preguntó qué haría la dama si quisiera hacer valer sus razones de una manera enérgica. Fuera como fuese, había llegado el momento de dejar en claro sus intenciones. Sería un error cruzar el umbral de aquella puerta, tras el cual, no había duda. Diablo gobernaba como un rey, sin llegar antes a algún acuerdo sobre su futura relación o la ausencia de ella.

Llegaron al porche. Él se detuvo y la soltó. Mirándolo, Honoria se irguió.

—Su alteza, deberíamos…

Las puertas se abrieron y un mayordomo las sostuvo majestuosamente. Como se le había escapado la oportunidad de hablar con Diablo, Honoria intentó no enfurecerse.

El mayordomo miraba a su señor con una sonrisa de genuino afecto.

—Buenos días, su alteza.

—Buenos días, Webster —respondió Diablo.

Honoria no se movió. No iba a cruzar ese umbral hasta que él reconociera el derecho que tenía ella de hacer caso omiso de las normas sociales, igual que hacía él cuando le apetecía.

Con un gesto, él le indicó que entrara y en el mismo instante Honoria notó su mano en la parte trasera de la cintura. Sin las enaguas, sólo una fina capa de tejido separaba la piel de su firme mano. Él no ejerció presión sino que, en una hechizadora búsqueda, recorrió despacio su espalda hacia abajo. Cuando llegó a la curva de sus nalgas, Honoria contuvo una exclamación y se apresuró a cruzar el umbral de la puerta. Él la siguió.

—Esta es la señorita Anstruther-Wetherby, Webster. —Miró hacia ella y Honoria captó victoria en sus ojos—. Se va a quedar. Su equipaje llegará esta mañana.

—Haré que lleven sus pertenencias a la habitación de huéspedes, señorita —dijo el mayordomo con una marcada reverencia.

Rígida, Honoria asintió con la cabeza. El corazón seguía aleteando en su garganta y sentía calor y frío en los lugares más extraños de su piel. No le pasaba por alto la actitud del mayordomo, que no parecía sorprendido de que su amo fuera sin camisa. ¿Era ella la única que encontraba extraordinario su pecho desnudo? Contuvo su incredulidad, arrugó un poco más la nariz y miró alrededor.

La impresión que causaba la casa desde fuera se mantenía en el interior. El elegante vestíbulo de techos altos estaba iluminado por las claraboyas y ventanas que flanqueaban la puerta principal. Las paredes estaban empapeladas con motivos de flor de lis azul sobre un fondo marfil. Los paneles de madera, todos de roble claro, brillaban suavemente y las baldosas del suelo, azules y blancas, creaban en la estancia un ambiente despejado y ligero. De allí partían unas escaleras de roble barnizado, con el balaustre exquisitamente tallado, que subían en un largo y empinado trecho para después dividirse en dos brazos que llevaban a la galería superior.

Webster informó a su señor de la presencia de sus primos. Diablo asintió lacónicamente y preguntó:

—¿Dónde está la duquesa madre?

—En la sala matinal, su alteza.

—Voy a llevar a la señorita Anstruther-Wetherby con ella. Espérame aquí.

El mayordomo le hizo una reverencia.

Diablo la miró. Con una lánguida elegancia que le puso los nervios de punta, le indicó con un gesto que lo acompañara. En su interior, Honoria seguía temblando y se decía que era de indignación. Cruzó el vestíbulo con la cara en alto.

Las instrucciones dadas al mayordomo le recordaron lo que el enfrentamiento con Diablo había alejado de su mente. A medida que se acercaban a la sala matinal, Honoria pensó que tal vez había estado discutiendo sin que hubiese motivo. Diablo alcanzó el tirador de la puerta, pero antes de abrirla le tomó los dedos y se los apretó. Ella se libró de su mano con un tirón y él la miró con incipiente impaciencia.

—Lo siento —sonrió ella, comprensiva—, lo había olvidado. Debe de estar muy aturdido por la muerte de su primo. —Hablaba en voz muy baja, con tono tranquilizador—. Podemos hablar de todo esto más tarde, pero en realidad, no hay razón para que nos casemos. Me atrevería a decir que, cuando haya superado la conmoción, verá las cosas como yo.

Él le sostuvo la mirada, inexpresivo. Entonces sus rasgos se endurecieron y dijo:

—No cuentes con ello. —Acto seguido, abrió la puerta de par en par y la hizo pasar. La siguió y cerró la puerta a sus espaldas.

Una mujer pequeña y bien proporcionada, con el cabello negro surcado de gris, estaba sentada ante el hogar, con un aro de bordar en el regazo. Alzó la vista y, al tiempo que tendía la mano, esbozó la sonrisa más espléndida y acogedora que Honoria hubiese visto nunca.

—Has llegado por fin, Sylvester. Me preguntaba dónde te habías metido. ¿Y ella quién es?

Los antecedentes franceses de su madre se dejaban sentir en su acento y también en su tez, en el cabello antaño negro como el de su hijo combinado con una piel de alabastro, en los movimientos rápidos y elegantes de las manos, en los rasgos alegres y en la mirada franca y aprobatoria que dedicó a Honoria.

Honoria maldijo para sus adentros las arrugas de su falda y cruzó la sala con la cabeza erguida. La duquesa madre no parecía sorprendida de que su hijo fuera desnudo de cintura para arriba.

Maman. —Para sorpresa de Honoria, su demoníaco captor se inclinó y besó a su madre en la mejilla. Ella aceptó el tributo como si fuese un derecho adquirido. Cuando Diablo se incorporó, lo miró inquisitivamente, de una manera tan imperiosa como la de él arrogante—. Me dijiste que te trajera a tu sucesora cuando la encontrase. Permite que te presente a la señorita Honoria Prudence Anstruther-Wetherby. —Dedicó una breve mirada a Honoria—. La duquesa madre de St. Ives. —Volviéndose hacia su madre, añadió—: La señorita Anstruther-Wetherby residía con los Claypole, su equipaje llegará hoy mismo. Os dejaré a solas para que os conozcáis.

Y con una breve reverencia se marchó, cerrando la puerta a sus espaldas. Pasmada, Honoria miró a la duquesa y se sintió aliviada al ver que no era la única que se había quedado pasmada.

Entonces, la duquesa madre alzó la mirada y le dedicó una sonrisa tan cariñosa y acogedora como la que había esbozado al recibir a su hijo. Honoria sintió que la calidez invadía su corazón. La expresión de la duquesa era comprensiva, alentadora.

—Ven, querida mía, siéntate. —Con un gesto, indicó la chaise que estaba junto a su silla—. Si has tenido que vértelas con Sylvester, necesitas descansar. A veces es muy irritante.

Honoria contuvo el impulso de expresar su acuerdo con ella y se sentó.

—Tienes que disculpar a mi hijo. Es un tanto… —Hizo una pausa, buscando la palabra adecuada. Esbozó una mueca y dijo—: Detressé.

—Creo que tiene muchas cosas en la cabeza.

—¿En la cabeza? —La duquesa arqueó sus finas cejas. Luego sonrió, con los ojos centelleantes fijados nuevamente en Honoria—. Pero ahora, querida, como mi hijo tan detressé ha ordenado, tenemos que conocernos. Y como vas a ser mi nuera, te llamaré simplemente Honoria. ¿Te parece bien? —preguntó, arqueando de nuevo las cejas.

—Si así lo desea, señora —respondió Honoria con una sonrisa y dejando de lado la cuestión principal.

—Lo deseo de todo corazón, querida —dijo la duquesa madre con una sonrisa, radiante.

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