Diablo

Diablo


Capítulo 25

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Capítulo 25

DIABLO supo que algo iba muy mal en el instante en que vio a Melton agitando enérgicamente su gorra en el patio del establo, debajo del arco. Con una maldición, espoleó los flancos de Suleimán; la exclamación de Veleta se perdió a su grupa pero pronto retumbó en su estela el galope de su caballo.

—¿Qué? —preguntó Diablo y, con un tirón de la brida, obligó a Suleimán a detenerse.

—El señor Charles… —Melton se descubrió y sujetó la gorra delante del pecho—. La señora se ha ido con él. Le contó que su alteza estaba herido y agonizando en la cabaña de Keenan.

—¿Cuánto hace que han salido? —Diablo soltó un juramento.

—Cinco minutos, no más. Pero la señora es lista; insistió en coger la calesa.

—¿La calesa? ¿Y Charles fue con ella?

—Sí. Quería asegurarse de que no se perdía.

Diablo cerró su mente al pánico que gritaba en su interior. Dirigió una mirada a Veleta.

—¿Vienes?

—Nada en el mundo podría detenerme.

Fueron directamente a la cabaña, pero allí no había nadie. Cabalgaron por el camino en dirección al sur, por donde habían de aparecer Honoria y Charles, y batieron la zona. En la arboleda delante de la cabaña encontraron una zanja de suficiente profundidad para ocultarse. La zanja rodeaba el claro a ambos lados del camino. Estaban pensando en el mejor modo de utilizarla cuando oyeron ruido de cascos que se acercaban. Se ocultaron en la zanja y observaron.

Apareció Charles a caballo. Desmontó junto a la cuadra, se aseguró de que Honoria lo seguía aún y condujo dentro su montura.

Honoria detuvo la calesa delante de la cabaña, pero no hizo el menor ademán de descender. Tan pronto Charles desapareció de la vista, se puso a mirar a un lado y otro con gesto agitado. Tanto su rostro como sus movimientos delataban verdadero miedo.

A veinticinco metros de distancia, en la zanja. Diablo masculló un juramento.

—¡Esta vez acabaré contigo, maldito bribón!

No se atrevió a mostrarse ante Honoria; no cabía duda de que Charles vendría armado. Veleta y él empuñaban sendas pistolas, pero no quería iniciar un tiroteo mientras Honoria estuviera en la línea de tiro.

Charles salió del establo sacudiéndose el polvo de las manos. Cuando vio que Honoria seguía sentada en la calesa, con las riendas flojas en las manos, frunció el entrecejo.

—Pensaba que estarías impaciente por ver a tu marido —dijo y señaló la cabaña.

—Lo estoy. —Sostuvo su fría mirada. Estaba segura de que no encontraría a Diablo allí dentro. Por un instante había tenido la impresión de que se encontraba entre los árboles, muy cerca, pero no había visto nada. En cualquier caso, estaba segura de que su marido llegaría… y ya estaba harta de seguirle el juego a Charles. Este aminoró el paso y su expresión se hizo aún más sombría. Con un profundo suspiro, Honoria enderezó la espalda y añadió—: Pero no lo encontraré ahí dentro.

Charles se detuvo y, durante unos segundos, se quedó impasible. Después levantó las cejas en una mueca de superioridad y condescendencia.

—Estás trastornada —dijo. Avanzó hasta la calesa y trató de asirla por el brazo.

—¡No! —Honoria se apartó de un brinco. A Charles le cambió la expresión. Lo que ella vio en sus ojos le hizo tragarse el pánico; no era el momento de perder la cabeza—. Lo sabemos todo. ¿Creías que no lo descubriríamos? Sabemos que has intentado matar a Diablo… y sabemos que mataste a Tolly.

Charles se detuvo otra vez; el barniz de cortesía y educación desapareció de su rostro, capa a capa, y dejó a la vista una mueca calculadora, fría, desprovista de toda emoción humana.

—Saberlo —declaró con un tono anormalmente monocorde— no va a salvarte.

Honoria le creyó. Su única esperanza era entretenerlo hablando hasta que llegara Diablo.

—Sabemos lo de ese hombre tuyo, Holthorpe, y lo de los matones que mandaste contra Diablo, y lo del veneno en el brandy. —¿Qué más sabían? Su palabrería no detendría a Charles mucho rato. Impulsada por el miedo, ladeó la cabeza y frunció el entrecejo—. Hemos averiguado todo lo que has hecho, pero no entendemos por qué. Mataste a Tolly para que no alertase a Diablo de que intentabas matarlo, pero ¿a qué viene esa ambición por acceder al título? —Desesperada, soltó todo lo que siempre había pensado de Charles, todo lo que siempre había intuido acerca de él—. No es por el dinero —continuó—. Ya eres suficientemente rico. Quieres el título, pero desprecias a la familia. ¿Por qué, pues, deseas ser su cabeza? —Hizo una pausa, con la esperanza de que Charles se convenciera de que lo preguntaba con verdadero interés—. ¿Qué razón profunda te impulsa?

A Honoria le dio un vuelco el corazón cuando él la miró, inexpresivo. Luego, una sonrisa gélida asomó a sus labios y arqueó una ceja en la mueca arrogante propia de los Cynster:

—Eres muy perspicaz, querida, pero como vas a morir muy pronto, creo que no importará que te lo cuente. —La miró a los ojos—. Aunque me apellide Cynster, nunca he sido uno de ellos. Siempre me he sentido más próximo a la familia de mi madre. Y todos han muerto ya.

Sujetando la calesa con una mano, Charles dirigió una mirada a la arboleda con un brillo apagado en los ojos.

—Soy el último de los Butterworth, una familia de categoría infinitamente superior, aunque los Cynster no lo reconocerían nunca —añadió mientras esbozaba una mueca burlona—. Muy pronto no les quedará más remedio que hacerlo. Y, una vez tenga el mando, me propongo cambiar completamente el clan. No sólo la conducta que todos asocian a nuestro nombre, sino el propio nombre.

Miró a Honoria, que le devolvió la mirada, boquiabierta de asombro. Con una sonrisa, Charles asintió.

—Nada me detendrá. Y, al cabo, es así como deberían haber sido las cosas. Los Butterworth estaban destinados a convertirse en la línea principal. Mi madre iba a ser la duquesa; por eso se casó con Arthur.

—Pero… —Parpadeó—. ¿Qué me dices de…?

—¿Del padre de Sylvester? —Se volvió, malhumorado—. Mi madre no esperaba que se casase. Cuando ella contrajo matrimonio con Arthur todo parecía despejado: Arthur heredaría algún día, y luego su hijo. Yo. Pero entonces llegó esa furcia. Helena, meneando las caderas, y tío Sebastian se quedó prendado. Y nació Sylvester. Pero, incluso entonces, mi madre sabía que todo acabaría bien, finalmente; después del parto de Diablo, Helena quedó incapaz de engendrar más hijos, lo que colocaba a mi padre, y luego a mí, como los siguientes en la línea sucesoria. —Levantó la vista hacia Honoria y continuó—: ¿Quieres saber por qué he esperado tanto para quitar de en medio a Sylvester?

Ella asintió. Charles exhaló un suspiro.

—Aquella noche estaba explicándoselo a mamá, a su retrato, cuando llegó Tolly. No le oí entrar; ese cretino de Holthorpe lo dejó pasar sin anunciarlo. Como castigo adecuado a su descuido, Holthorpe tenía que morir. —Entrecerró los ojos y volvió a centrarlos en Honoria. Su tono se había vuelto malvado—. Como le dije a mamá, necesitaba una razón; no podía limitarme a matar a Sylvester y esperar que nadie reaccionara. Cuando era joven. Veleta andaba siempre con él y ninguno de los accidentes que preparé dio resultado. Esperé, pero han seguido juntos toda la vida. Peor aún: se les unió Richard, y luego los demás. La hermandad Cynster. —Apretó los labios, tensó la voz y endureció aún más la expresión—. Durante años ha sido una espina clavada en mi costado. Quiero ver a Sylvester muerto de una manera que le haga perder el respeto de la hermandad… y del resto de la familia. Quiero el título. —Su mirada tenía un brillo mortecino—. Quiero el poder. ¡Sobre todos ellos!

Bruscamente, borró de su rostro cualquier expresión.

—Le prometí a mamá que me haría con el título aunque ella ya no estuviera para verlo. Los Butterworth siempre han estado destinados a triunfar. Le expliqué por qué había esperado tanto y por qué me parecía, viendo a Diablo tan agitado, que tal vez había llegado por fin el momento.

Una vez más. Charles volvía sobre su pasado; Honoria se quedó inmóvil, contenta de que tuviera la atención puesta en otra cosa. Al momento siguiente. Charles volvió a mirarla con fiereza.

—¡Pero entonces llegaste tú y se me acabó el tiempo, completamente!

Ella se encogió; el caballo piafó y sacudió el lomo. A Charles se le encendió la mirada; por un instante, Honoria pensó que iba a pegarle.

No lo hizo. Con visible esfuerzo, se contuvo y luchó por controlar su expresión. Cuando recuperó el dominio de sí mismo, continuó en tono relajado:

—Al principio creí que eras demasiado inteligente para caer en las redes de Diablo. Me equivocaba. —La miró con desprecio—. Te advertí que cometías un error casándote con él, pero fuiste tan estúpida de no escucharme y ahora perderás la vida por ello. No correré el riesgo de verme apartado otra vez de mi propósito. Arthur está viejo; él no será problema. Pero si tú y el bebé que esperas sobrevivís a Diablo, tendré que enfrentarme a todos los demás. ¡Intentarán proteger al hijo del duque!

Honoria, asida con fuerza al asiento de la calesa, mantuvo la mirada fija en la de Charles y rogó al cielo que Diablo o Veleta llegaran a tiempo de oír una parte, al menos, de sus desvaríos. Charles había mordido el anzuelo y había contado lo suficiente para colgarlo dos veces.

Él jadeó profundamente y volvió la vista hacia la arboleda. Se enderezó, soltó la calesa y, de un tirón, se ajustó la capa.

Honoria aprovechó el momento para mirar alrededor. Aún tenía la sensación de que alguien la observaba, pero en el bosque no se movía ni una hoja. Había conseguido su principal objetivo. Diablo estaría a salvo de Charles, libre de él y sus maquinaciones. Su desaparición y muerte serían pruebas suficientes de la culpabilidad de Charles; Melton testificaría que Charles la había convencido para que lo acompañara.

Aun así, prefería seguir viva para celebrarlo con él y para disfrutar juntos de su hijo. Decididamente, no deseaba morir.

Él la agarró y ella soltó un grito. Dejó las riendas y se debatió, pero él era mucho más fuerte. La bajó de la calesa.

Forcejearon torpemente sobre la alfombra de hojas que cubría el claro. El caballo retrocedió con un relincho y Charles chocó contra la calesa. El caballo se asustó y salió al galope. Honoria lo vio alejarse con la sensación de que ya había vivido aquella escena. Otro caballo que se alejaba con otra calesa… y que esta vez la dejaba a solas con el asesino, no con la víctima. Esta vez la víctima sería ella.

Charles le rodeó el cuello con un brazo y la levantó del suelo.

—¡Charles!

La voz fiera de Diablo resonó en el claro. Honoria estuvo a punto de desmayarse; miró alrededor mientras Charles, sujetándola por detrás, la zarandeaba, pero no consiguió localizar a su esposo. Charles soltó una maldición; al instante, Honoria notó la presión del cañón de una pistola bajo su pecho izquierdo.

—¡Déjate ver, Sylvester! ¿O quieres presenciar desde ahí cómo mato a tu mujercita?

Honoria volvió la cabeza y observó brevemente la cara de Charles, exultante de malicia, y el brillo de sus ojos desquiciados. Frenética, intentó desasirse. Charles apretó el brazo en torno al cuello y la obligó a ponerse de puntillas, perdiendo el apoyo en el suelo.

—¿Diablo? —exclamó—. No te atrevas a salir, ¿me oyes? No salgas. No te perdonaré nunca si lo haces. —El pánico la atenazó, le clavó sus garras; ante sus ojos danzaban unas sombras negras—. No quiero que me salves. Tendrás más hijos, no es necesario que me rescates.

Se le quebró la voz y derramó lágrimas. Un ruido sordo llenó sus oídos. Si el precio era la vida de él, no quería que su marido la salvara.

Diablo, en la zanja, preparó la pistola. Veleta lo observó con el entrecejo tan fruncido que sus cejas se tocaban.

—¿Hijos? —preguntó.

—Buen momento escoge para anunciar su estado —masculló él entre dientes.

—¿Lo sabías?

—Es uno de los principales requisitos para ser duque: tienes que saber contar. —Con expresión sombría. Diablo metió la pistola en el cinturón, a la espalda, y se ajustó la chaqueta—. Ve al otro extremo de la zanja, al otro lado del camino.

Honoria balbuceaba, histérica; Diablo no podía soportar más tal tortura. Cogió la petaca de licor de Tolly, que llevaba en el bolsillo desde que Louise se la había entregado como recuerdo de su difunto primo, y la guardó en el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta. Con un juramento por lo bajo, rasgó el forro hasta que finalmente la petaca encajó.

—No puedo creerlo —murmuró Veleta al verlo.

—Pues créelo —le aconsejó. Alzó la mirada otra vez; Honoria seguía en pleno ataque. Charles escrutaba el bosque sin apartar la pistola de su pecho.

—Supongo que es inútil insistir en convencerte, ¿no? —Veleta, detrás de él, preparó también su arma. Al ver que Diablo no respondía, suspiró—. Lo imaginaba.

—¿Sylvester?

—¡Aquí, Charles!

La respuesta permitió a Charles situarlo aproximadamente.

—Sal. Y deja ahí tu pistola.

—¿Te das cuenta —susurró Veleta mientras se alejaba arrastrándose sobre el vientre— de que si cometes la locura que te propones, puedes perjudicar gravemente la fama de invulnerabilidad de la familia?

—¿Por qué dices eso? —Diablo se desabotonó la chaqueta y se aseguró de que su costado izquierdo quedara despejado de obstáculos.

—Cuando Charles te mate, yo lo mataré a él… y después tu madre me matará a mí por haber permitido que te mataran. Tu acto descabellado va a costar tres vidas de un solo golpe.

—Empiezas a hablar como Honoria —replicó Diablo con un bufido.

—Es una mujer muy sensata.

Diablo dirigió una última mirada a Veleta y se dispuso a incorporarse.

—¿Me cubres la espalda?

—¿No lo hago siempre?

Veleta se arrastró en dirección al otro extremo de la zanja. Diablo esperó un poco más, exhaló un profundo suspiro y se puso en pie.

Charles lo vio y sujetó con más fuerza a Honoria.

—Suéltala, Charles. —Diablo mantuvo la firmeza en la voz. Lo último que deseaba era que Charles, contra quien se proponía disparar a la primera ocasión, fuera presa del pánico—. Es a mí a quien quieres, no a ella.

Avanzó unos pasos hacia el claro, abriéndose camino entre los tupidos matorrales y apartando bejucos y arbolillos jóvenes. No dirigió la mirada a Honoria.

—¡Atrás! —gritó ella. Su voz se quebró en un sollozo—. ¡Vuelve atrás! ¡Por favor, no…! —Rompió a llorar. Sacudió la cabeza, se sorbió las lágrimas y, con ojos suplicantes y un hilillo de voz, continuó gimiendo.

Diablo siguió adelante sin vacilar y llegó al borde del claro. Charles cambió su expresión por una complacida sonrisa de victoria. De un empujón, apartó a Honoria, que cayó al suelo con una exclamación. Con calma. Diablo salió al claro de bosque. Charles levantó su arma, apuntó cuidadosamente… y le disparó al corazón.

El impacto levantó a Diablo del suelo, y por unas décimas de segundo permaneció suspendido en el aire; el tiempo suficiente para darse cuenta de que seguía vivo, de que Charles se había mantenido fiel a su costumbre y había apuntado al corazón, no a la cabeza, de que la petaca de Tolly había servido para su propósito. Después cayó y, mientras lo hacía, deslizó su diestra hasta la espalda. Cayó sobre el costado izquierdo y la mano derecha ya empuñaba la pistola. Como un buen actor, gimió y rodó de espaldas, con los pies apuntando a Charles. Sólo quedaba que Honoria, por una vez en la vida, se comportara como él esperaba.

Así fue; su grito casi ahogó el pistoletazo. Un segundo después se arrojaba sobre el cuerpo caído de Diablo. Con las mejillas surcadas por las lágrimas, tomó su cabeza entre las manos; al ver que no respondía, buscó frenéticamente, entre sollozos, la herida inexistente.

Sin apenas ser consciente de sus actos, Honoria abrió la chaqueta de su marido… y no encontró otra cosa que la camisa blanca, intacta, que cubría su pecho firme y palpitante. Jadeante y desconcertada, con la voz rota por los gritos y el corazón desbocado, palpó el cuerpo. Diablo estaba muerto: acababa de ver cómo Charles lo abatía. Observó la chaqueta. Una mancha de líquido empezaba a empaparla. La tocó y notó algo metálico.

Se quedó paralizada unos segundos. Luego miró los ojos verdes de Diablo y los vio brillar bajo sus largas pestañas. Y notó que debajo de su mano el pecho se alzaba levemente.

—Qué escena tan conmovedora…

Honoria volvió la cabeza. Charles se había aproximado y se hallaba a diez pasos de distancia. Había dejado la pistola con la que había disparado a Diablo y ahora empuñaba otra más pequeña. Sin dejar de sonreír, apuntó a Honoria.

—Es una pena que deba ponerle fin —añadió.

—¡Charles!

El grito de Veleta lo hizo girarse desconcertado. Diablo se apoyó en el codo izquierdo, dejando libre el brazo derecho, al tiempo que arrojaba a Honoria al suelo, protegiéndola con su cuerpo.

Charles volvió la cabeza y sus labios se contrajeron en una mueca feroz. Levantó la pistola y perdió unas décimas de segundo en apuntar al blanco.

Diablo y Veleta no titubearon. Sonaron dos disparos y Charles se estremeció una sola vez. En su rostro apareció una mueca de absoluta sorpresa. Retrocedió tambaleándose y su brazo descendió despacio. La pistola se le escapó de los dedos, los ojos se le cerraron y, lentamente, cayó al suelo.

Diablo se volvió… y recibió una solemne bofetada en la mejilla.

—¡Cómo te atreves! —Los ojos de Honoria escupían fuego—. ¿Cómo te atreves a dejar que te maten así? Si vuelves a hacerlo, te… —Lo agarró por la camisa e intentó zarandearlo.

—¿Yo? ¿Y qué me dices de ti? Marcharte tan tranquila con un asesino… Voy a darte una lección; te encerraré en tu habitación y…

—¡El tiro te lo ha disparado a ti! A mí sólo ha estado a punto de matarme. —Honoria le golpeó el pecho con los puños—. ¿Cómo crees que podría vivir sin ti, hombre imposible?

—¿Y crees que sin ti yo podría hacerlo? —Diablo la miró, enardecido. Su voz se había convertido en un rugido.

Sus miradas se encontraron, febriles, con furia posesiva. Se escrutaron mutuamente a los ojos. Parpadearon a la vez.

Honoria exhaló un suspiro y lo rodeó con sus brazos. Diablo intentó mantener su justa cólera, suspiró también y la estrechó entre los suyos. Ella lo abrazaba con tal fuerza que casi le impedía respirar. La alzó del suelo y la recostó en su regazo.

—Aquí estoy. Te prometí que nunca te dejaría —le susurró mientras le acariciaba el cabello. Al cabo de un momento, preguntó—: ¿Estás bien? ¿Y tú. Veleta?

Honoria lo miró con sus ojos azul grisáceo aún anegados; observó su rostro y soltó unos hipidos.

—Todos estamos sanos y salvos.

—¿No te has hecho daño al caer?

—Creo que no. No me noto nada.

Diablo frunció el entrecejo.

—Te llevaré a casa. La señora Hull sabe de estas cosas. Pero antes… —Miró a Charles, tendido sobre la hojarasca.

Honoria miró también y, sorbiéndose la nariz, se alisó las faldas y se dispuso a incorporarse. Diablo la ayudó y se levantó también. Ambos volvieron a estrecharse. Juntos, avanzaron hasta donde se hallaba Veleta, contemplando al caído Charles.

Dos balas disparadas desde distintos ángulos le habían destrozado el pecho. No cabía duda de que las heridas eran mortales, pero aún no había muerto. Cuando Diablo se detuvo a su lado. Charles parpadeó levemente.

—¿Cómo…? —susurró con voz áspera.

Diablo sacó del bolsillo la petaca de Tolly. Ya no serviría más para llenarla de licor: la bala había perforado una cara y se había alojado en la otra. Se la enseñó.

Charles lo comprendió. Su rostro se contrajo en una mueca.

—Vaya… —dijo entre jadeos. Cada palabra le costaba un gran esfuerzo—: Mi hermanastro ha conseguido lo que quería, finalmente. Estaba decidido a salvarte… —Un estertor lo interrumpió.

—Tolly era mucho mejor que tú —declaró Diablo.

Charles intentó una mueca despectiva.

—Yo, en tu lugar —intervino Veleta—, aprovecharía el tiempo que te queda para ponerte en paz con Dios. ¡Él sabe que nunca serás el jefe de los Cynster! —Y tras esto, se retiró de la escena.

Con gesto desdeñoso. Charles abrió la boca para replicar; sus facciones se contrajeron y sus ojos se nublaron, al tiempo que su cuerpo se ponía rígido. Luego se le cerraron los párpados y ladeó la cabeza.

Honoria siguió abrazada con fuerza a Diablo, pero no apartó los ojos de Charles.

—¿Ha muerto?

—Todo ha terminado —asintió Diablo.

Oyeron ruido de cascos que se acercaban por el sur. Veleta miró a Diablo, que se encogió de hombros. Se dispusieron a salir al encuentro de los recién llegados. Honoria avanzó junto a Diablo; todavía no estaba dispuesta a separarse de él.

Por el camino aparecieron dos jinetes al galope. Al momento, el claro de bosque se llenó de hombres Cynster.

—¿Qué hacéis aquí? —inquirió Diablo.

—Hemos venido a ayudar —respondió Richard con tono casi ofendido. Vio el cuerpo tendido en el suelo y soltó una exclamación—. Parece que os habéis arreglado bastante bien sin nosotros.

Gabriel ató su montura a un árbol y se unió a la conversación.

—Y ahora ¿qué?

—Ni se os ocurra hacer pasar todo esto por un accidente —intervino Lucifer, sin desmontar—. Yo, desde luego, no asistiré a ningún funeral por Charles.

—Desde luego. —Harry se colocó al lado de Veleta—. Y si alguno de vosotros propone que lo enterremos junto a Tolly, que no cuente conmigo.

—Entonces ¿qué propones que hagamos con el cuerpo, hermano? —Richard miró a Diablo con una mueca inquisitiva.

Los demás también lo miraron, incluso Honoria, pero Diablo se había puesto una máscara. Se volvió hacia la cabaña y dijo:

—No podemos arriesgarnos a enterrarlo. Alguien podría descubrir la sepultura. —Apartó la mirada de la cabaña y la paseó por el bosque circundante—. No ha llovido mucho. El bosque está bastante seco.

Veleta estudió la cabaña.

—Es tuya, al fin y al cabo —dijo—. Nadie lo sabría, excepto Keenan.

—Yo me encargo de eso. En el pueblo hay una viuda que estará muy contenta de acogerlo como huésped.

—Bien. —Richard se despojó de su capa—. Tendremos que hundir el techo y derribar las paredes para que queme bien.

—Será mejor que empecemos. —Gabriel miró al cielo—. Tendremos que asegurarnos de que el fuego queda apagado antes de irnos.

Honoria los vio quitarse chaquetas, chalecos y camisas. Richard y Gabriel desenterraron unas hachas del establo; Harry y Lucifer se llevaron los caballos, incluido el tordo alquilado de Charles.

—Dejadlo suelto en los campos, cerca de la carretera de Cambridge —les indicó Diablo.

—Lo haré esta tarde —asintió Harry.

Momentos después, el sonido de las hachas que atacaban la madera seca llenó el claro. Diablo y Veleta arrastraron el cuerpo de Charles hasta la cabaña. Honoria los siguió y observó desde el umbral cómo lo depositaban sobre el jergón donde había muerto Tolly.

Veleta se restregó las manos.

—Muy apropiado —murmuró.

Honoria retrocedió un paso y una astilla pasó rozándole la cara.

—¡Qué…! —Richard, hacha en mano, la miró con alarma y levantó la voz—: ¡Diablo!

No fue preciso que explicara qué sucedía. Diablo se presentó de inmediato y miró a Honoria con severidad.

—¿Qué demonios haces aquí? ¡Ve a sentarte ahí, en lugar seguro! —Señaló un tronco, al otro lado del claro. El mismo tronco en que la había hecho sentarse seis meses antes.

En seis meses había habido muchos cambios. Honoria no se movió de donde estaba. Detrás del torso desnudo de Diablo vio cómo Veleta, de un solo golpe, hacía pedazos un taburete desvencijado.

—¿Qué hacéis con esos muebles? —exclamó.

—Vamos a echar abajo la cabaña, sobre el cuerpo de Charles. Tenemos que emplear mucha madera para que el fuego alcance suficiente temperatura para incinerarlo.

—Pero… —Honoria retrocedió y contempló la cabaña, los gruesos medios troncos de las paredes y las robustas vigas bajo los aleros—. Tenéis suficiente leña; no necesitáis los muebles de Keenan.

—Honoria, esos muebles son míos.

—¿Cómo sabes que él no los utiliza? —insistió ella con una mirada testaruda. Diablo apretó los labios. Honoria levantó la barbilla—. Sólo llevará un par de minutos sacarlos. Podemos usar las sábanas para taparlos y que Keenan venga a buscarlos más adelante.

Diablo levantó las manos con exasperación y volvió a entrar en la cabaña.

—Está bien, está bien, pero debemos darnos prisa.

Cuando Diablo se lo dijo a Veleta, este se limitó a mirarlo fijamente, pero no protestó. Sacaron las piezas más pesadas entre los dos; Honoria recogió los objetos más pequeños en cestas y baldes. Harry y Lucifer regresaron y contemplaron la escena con incredulidad. Honoria se apresuró a reclutar a Lucifer; Harry se escabulló con el pretexto de que iba a buscar los caballos de Diablo y Veleta para colocarlos al otro lado de la cabaña, contra el viento.

Mientras Richard y Gabriel aflojaban las junturas, el montón de posesiones de Keenan creció. Finalmente, Harry, a quien Honoria había cazado por fin y enviado a despejar el establo, volvió con un viejo hule y un quinqué polvoriento. Puso el quinqué sobre los muebles y lo cubrió todo con el hule.

—¡Ya está! —dijo y se volvió hacia Honoria, no desafiante o irritado, sino con esperanza—. Ya puedes sentarte. Sal de en medio.

Sin darle tiempo a replicar. Lucifer sacó la gran silla tallada de debajo del hule, cogió el cojín con borlas y lo ahuecó. Con un carraspeo enojado, lo depositó en el asiento y le dedicó una reverencia, ligera pero algo histriónica.

—Su silla, alteza. Tome asiento, por favor.

¿Qué podía decir Honoria?

Su leve titubeo resultó demasiado para Gabriel, que intervino para devolverle el hacha a su hermano.

—¡Por el amor de Dios, Honoria, siéntate, antes de que nos vuelvas locos a todos!

Honoria le dedicó una mirada altiva y, extendiendo la falda con gesto regio, se sentó. Casi pudo escuchar el suspiro de los dos hombres.

Desde ese momento no volvieron a prestarle atención, mientras permaneció en la silla. Cuando se levantó y dio unos pasos para estirar las piernas, se vio frenada por sus miradas ceñudas, y tuvo que volver al asiento.

Echaron abajo la cabaña con rapidez y eficacia. Honoria lo observó todo desde su regio estrado. El surtido de torsos masculinos desnudos, brillantes de sudor honrado, cuyos músculos se hinchaban y vibraban en su esfuerzo contra vigas y marcos, resultaba revelador, por decir poco, pero le sorprendió descubrir que la atracción que le suscitaba tal visión estaba extremadamente reducida.

Sólo le afectaba el pecho al aire de su esposo; esta visión sí que conservaba la capacidad de transfigurarla, de hacer que, de pronto, se le secara la boca. Era algo que no había cambiado en aquellos seis meses.

Pocas cosas, aparte de esa, eran igual que entonces entre ellos. El hijo que crecía en su seno llevaría los cambios un paso más, al inicio de su rama de la familia. Sería el primero de una nueva generación.

Cuando hubieron encendido el fuego. Diablo fue hasta ella. Honoria lo miró y sonrió entre lágrimas.

—Es el humo, nada más —dijo ella en respuesta a su mirada.

Con un súbito estruendo sibilante, las llamas surgieron entre el techo hundido. Honoria se levantó; Diablo volvió a poner la silla debajo del hule y la cogió de la mano.

—Es hora de volver a casa.

Ella se dejó conducir. Richard y Lucifer se quedaron para asegurarse de que el fuego se apagaba. Harry se marchó a dejar libre el caballo de Charles. Los demás volvieron por el bosque, cabalgando entre las sombras alargadas. Honoria, delante de Diablo, se apoyó en su pecho y cerró los ojos.

Estaban a salvo y volvían a casa.

Horas más tarde, sumergida hasta la barbilla en la bañera ducal y relajada por los vapores perfumados, Honoria oyó unos repentinos ruiditos, como de ratones. Entreabrió los ojos y vio que Cassie se escabullía del baño y cerraba la puerta.

En otras circunstancias, eso la habría irritado, pero esta vez estaba demasiado cansada. Minutos después, se aclaró el misterio: Diablo se metió en la bañera, en la que cabían los dos holgadamente. Él mismo la había encargado especialmente.

—¡Ahhh!

Diablo se sumergió en el agua, cerró los ojos y se recostó en la pared de la bañera. Honoria lo contempló y vio las arrugas que el cansancio había marcado en su rostro.

—Tenía que suceder… —murmuró.

—Lo sé —respondió él con un suspiro—. Pero Charles era un miembro de la familia. Habría preferido que todo se desarrollara de otra manera.

—Has hecho lo que debías. Si se hubieran conocido sus tejemanejes, la vida de Arthur y la de Louise habrían quedado arruinadas, como las de Simón, las gemelas y los demás: habrían tenido que soportar comentarios toda su vida. La sociedad nunca es justa. —Honoria habló con calma, dejando que la verdad calara en él y lo tranquilizara—. Supongo que, tal como han sucedido las cosas, todo quedará en que Charles ha desaparecido.

—Inexplicablemente. —Al cabo de un momento. Diablo añadió—: Veleta esperará unos días; luego despedirá a Smiggs. La desaparición de Charles desconcertará a la familia y se convertirá en un misterio insoluble. Sus cenizas quedarán enterradas en el bosque donde murió Tolly. Que su alma encuentre alguna paz, si puede.

—Tenemos que contarle la verdad a Arthur y Louise —apuntó ella con gesto sombrío.

—Humm… —Diablo entrecerró los ojos—. Más adelante.

Cogió el jabón y se lo ofreció a Honoria. Ella parpadeó y lo aceptó. Con una suave sonrisa, se incorporó de rodillas entre las piernas flexionadas de él y se dedicó a uno de sus pasatiempos favoritos: enjabonarle el pecho y limpiar su espléndido cuerpo. Se apresuró a formar abundante espuma sobre la rizada mata de vello de su torso y extendió las manos sobre él, acariciando sus poderosos músculos y esculpiendo amorosamente los hombros y los brazos.

«Te quiero, te quiero», repitió mentalmente la letanía. Dejó que sus manos pronunciaran las palabras, dieran voz a la música, impregnaran con su amor cada contacto, cada caricia. Él movió las suyas en respuesta y recorrió sus curvas, tomando posesión de cada una de ellas sin prisa, orquestando un acompañamiento a su canción.

Sólo una vez le había permitido a Honoria utilizar el jabón con ella… y la habitación había quedado completamente inundada. Para su asombro y placer. Diablo demostraba tener más dominio de sí mismo que ella.

Una mano grande y poderosa se extendió sobre su vientre levemente redondeado. Honoria captó el brillo de sus ojos verdes y esbozó una mueca:

—Tú lo sabías.

Él levantó una ceja en su típico ademán arrogante y curvó lentamente los labios.

—Esperaba a que tú me lo dijeras.

—Mañana es el día de San Valentín. Te lo diré entonces —dijo ella y enarcó las cejas con altivez.

Él le dedicó una de sus sonrisas de pirata.

—Tendremos que organizar una ceremonia adecuada…

Honoria captó su mirada y contuvo el impulso de devolverle la sonrisa. Refunfuñó y cambió de posición en la bañera.

—Vuélvete.

Diablo obedeció y ella le enjabonó la espalda; después, se ocupó de su pelo y le hizo echar la cabeza atrás para enjuagarle. Finalmente se sentó entre sus muslos, delante de él y dándole la espalda, y le enjabonó una de sus largas piernas. Mientras lo hacía, Diablo se inclinó, la rodeó por la cintura y le mordisqueó el lóbulo de la oreja.

—¿Estás segura de que te encuentras bien?

—Perfectamente. Y nuestro hijo también. No te preocupes más.

—¿Que no me preocupe? —Bufó Diablo—. ¡Buen consejo, viniendo de ti!

Honoria soltó la pierna, sonrió y, echándose hacia atrás, disfrutó el contacto de aquel torso cálido, firme y mojado con sus hombros y su espalda.

—¡Oh!, yo he renunciado a preocuparme por ti.

Diablo soltó otro bufido, que sonó excesivamente escéptico.

—Piénsalo. —Honoria hizo un gesto con el jabón en la mano—. Sólo últimamente, has salido lanzado de un faetón que se hizo astillas, han intentado envenenarte, te han atacado con espadas y, hace muy poco, te han disparado al corazón. ¡Y todavía estás aquí! —Abrió sus brazos en un gesto teatral—. Está claro que, si eres tan invulnerable, preocuparme de que pueda sucederte algo es un esfuerzo inútil. Es evidente, como tantas veces me han contado, que el destino protege a los Cynster.

Diablo sonrió. Honoria dejaría de preocuparse por él el mismo día que él dejara de hacerlo por ella. Cerró las manos en torno a su cintura y atrajo sus caderas más cerca de sí.

—Te dije que estabas destinada a ser la esposa de un Cynster; es evidente que necesitabas un marido invencible.

Subrayó sus palabras acariciándola entre los muslos y su erección se hundió unos centímetros más en aquel refugio que ya le era familiar. Honoria dejó el jabón en la repisa de la bañera, arqueó la espalda y lo introdujo aún más en ella.

—Te lo advierto: si tenemos que pintar el techo de abajo otra vez, el servicio empezará a hacerse preguntas.

—¿Estás desafiándome?

—Sí —dijo ella con una sonrisa.

Diablo soltó también una risilla, con un sonido tan profundo que conmovió a Honoria.

—Ni un solo chapoteo —le advirtió.

—Tus deseos son órdenes —asintió él.

Lo decía en serio. Respondió al desafío de Honoria —en todos los sentidos— y la meció en la cuna de sus caderas hasta que ella creyó volverse loca. Las manos de Diablo la exploraron, acariciaron sus pechos henchidos y jugaron con sus sensibles pezones. Las ligeras ondas que los movimientos provocaban en el agua azuzaron sus puntos eróticos como una dulce y sutil tortura. Una sensación febril se adueñó de ella haciendo que el agua, ya tibia, pareciera más fría y sensibilizando su piel al tonificante calor del cuerpo velludo que se frotaba íntimamente contra el suyo.

Poco a poco, la fiebre aumentó: Honoria abrió las rodillas e intentó levantarse un poco, pero él la retuvo rodeándola por las caderas con manos fuertes.

—Sin chapoteos, ¿recuerdas?

Ella sólo pudo soltar un jadeo mientras él seguía empujándola hacia abajo y la penetraba más profundamente con su miembro duro y ardiente. Al cabo de tres embestidas contenidas pero enérgicas, su fiebre estalló. Musitó su nombre mientras sus sentidos se disparaban; con los ojos cerrados saboreó el vuelo, quedó suspendida por un instante en el vacío de la culminación y luego, suavemente, regresó a la tierra.

Él no se había unido al vuelo; con sus brazos en torno a ella, la sostuvo mientras volvía en sí. Emocionada, Honoria sonrió y lo ciñó en su interior con el mismo afán posesivo con que él lo hacía. No le había dicho que la quería pero, después de todo lo sucedido, no necesitaba oírlo. Como todos los Cynster, sus actos hablaban por él. Ya había dicho suficiente.

Era suya; y él, suyo. No necesitaba nada más. Y lo que había crecido entre ellos, lo que crecía dentro de ella, era de los dos: era su vida, la de ambos. Cuando sus pies mentales pisaron de nuevo el suelo, se concentró en hacerle caricias íntimas, estimulantes, expertas.

Y notó que él tensaba los músculos.

Bruscamente, él la separó; al momento siguiente estaba en pie y la estrechaba en sus brazos. Cuando la sacó de la bañera y se encaminó con ella al dormitorio, Honoria abrió los ojos, alarmada:

—¡Todavía estamos mojados!

—Nos secaremos muy deprisa —replicó su marido, ardoroso.

Así lo hicieron. Rodaron, se retorcieron y se enredaron en las sábanas de seda en una gloriosa afirmación de la vida y del amor que compartían. Más tarde, mientras él reposaba boca arriba, Honoria se quedó profundamente dormida sobre su pecho. En los labios de Diablo apareció una sonrisa.

Todos los varones Cynster, los auténticos, morían en la cama.

Contuvo una risilla y observó a su esposa. No podía verle el rostro. Con suavidad, la colocó de costado, de cara a él; Honoria se acurrucó contra él y le deslizó la mano por el pecho. Diablo le dio un beso en la sien y la rodeó con sus brazos.

Tener y retener, era el lema de la familia. También aparecía en los votos matrimoniales. Uno de sus antepasados había pagado un precio terrible para mantenerlo. Casado con Honoria Prudence, Diablo podía entender por qué.

Tener era muy agradable; retener —el amor, la intimidad— era aún mejor.

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