Diablo

Diablo


Capítulo 21

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Capítulo 21

VELETA miró a Diablo con expresión de horror.

—¿Cuántos atentados contra tu vida has sufrido, pues?

Diablo arqueó las cejas y respondió:

—Si Honoria acierta en sus suposiciones, tres. Todavía no hay nada que haga suponer que alguien manipuló el faetón, pero, a la vista de los otros dos episodios, me inclino a pensar que tal vez tenga razón.

Estaban en el salón de la casa de Veleta. Sentado a la mesa, Diablo bebió un largo trago de su jarra de cerveza.

Plantado ante los ventanales. Veleta seguía mirándolo.

—El faetón, el veneno… ¿cuál ha sido el tercero?

—Alguien disparó contra mí en el parque, ayer por la mañana.

—¿Saliste temprano?

Diablo asintió. A Veleta se le nubló la vista. Diablo esperó. Después de los dramáticos acontecimientos de la noche anterior, sentía una calma absoluta. Entre los encuentros amorosos con su esposa, había pasado la noche pensando. Estar al borde de la muerte lo había hecho centrarse en lo importante; estar a punto de perder a Honoria había borrado cualquier disimulo, había desenmascarado como apariencias todas las razones lógicas que había utilizado para justificar su matrimonio con ella. Lo que sentía por su esposa no tenía nada que ver con la lógica.

Se volvió bruscamente, miró a Veleta y luego sacudió la cabeza para sí, con ánimo burlón. Cada vez que sus pensamientos llegaban a ese punto, a esa emoción que no era capaz de definir, los ahuyentaba o se apartaba de ellos. Aquella emoción sin nombre lo dejaba con tal sensación de vulnerabilidad que le resultaba casi imposible no perder la compostura y reconocer incluso su existencia. Esa sensación abría una brecha en sus defensas y su respuesta instintiva era reconstruir a toda prisa sus murallas.

Sin embargo, pronto tendría que afrontar esa sensación. La inseguridad que sentía era como un peso en el estómago. La incertidumbre lo estaba volviendo loco.

Honoria lo cuidaba y se preocupaba por él; la noche anterior se lo había demostrado. Lo cuidaba de esa manera en que a veces lo hacían las mujeres, en un plano muy distinto del sexual. En otro plano. ¿Cuál? Necesitaba saberlo desesperadamente.

Descubrir sin preguntar, sin revelar el intenso interés en la respuesta, era un reto al que tenía intención de dedicar toda su atención tan pronto resolviera aquellos intentos de asesinato que habían estado a punto incluso de matar a su esposa.

Veleta le lanzó una mirada de preocupación.

—Esto es muy serio. —Veleta empezó a pasearse por la habitación—. ¿Por qué sólo en Londres? ¿En La Finca no ha habido acontecimientos sospechosos?

—Londres, sí. —Diablo sacudió la cabeza—. Londres es más seguro para un asesino, hay más gente. Cambridgeshire está en medio del campo y tengo muchos trabajadores en los cultivos.

—Eso no nos ha ayudado a desenmascarar al asesino de Tolly.

Diablo bajó la mirada y removió la cerveza de la jarra.

—Para sabotear el faetón tuvieron que entrar en el establo sin llamar la atención, saber qué carruaje ibas a usar y cómo hacer que pareciera un accidente, lo cual presupone cierto conocimiento de tus costumbres. Quien te disparó en el parque conocía tus hábitos de salir a montar tan temprano. Y quienquiera que pusiese el veneno en la botella —Veleta lo miró con expresión sombría— tenía que saber dónde estaban los aposentos ducales y conocer tu manera peculiar de beber.

—Sí —asintió Diablo—. Si no lo hubiesen sabido, habrían sido más prudentes con la dosis. Ahí había veneno suficiente para tumbar a un buey y por eso Honoria lo notó enseguida.

—Así pues —dijo Veleta—, quienquiera que sea sabe todo lo que hemos mencionado, pero… —Se interrumpió y miró a Diablo.

—No sabe que Honoria comparte conmigo copa y cama —replicó Diablo con una media sonrisa.

—No lo sabía ni yo —replicó Veleta, también sonriendo—, por lo que no nos ayuda a estrechar el cerco. —Hizo una pausa y luego preguntó—: Así que a Tolly lo mataron porque venía a advertirte de algo, ¿no?

—Eso explicaría también lo que dijo en la cabaña —asintió Diablo despacio.

—¿Y qué harás? —preguntó Veleta tras un silencio.

—¿Hacer? —Arqueó las cejas—. Pues precisamente lo que ya tenía previsto hacer, pero ahora lo haré con los ojos muy abiertos.

—Y conmigo para que te cubra la espalda.

—Si insistes —sonrió Diablo.

Era una broma recurrente entre ambos y Veleta se sintió aliviado de cierta tensión. Se sentó delante de su primo.

—¿Y que ocurre con Bromley? ¿Tiene ya algún triunfo en la mano?

—Todavía no, pero cree que le ha llegado la carta ganadora. Ayer apareció con la oferta de un encuentro, la madame en cuestión quería ciertas garantías. Le dije lo que podía ofrecerle y se marchó a negociar dónde y cuándo será ese encuentro.

—¿Dónde?

—En el mismo «palacio».

—¿Irás? —preguntó Veleta con ceño.

—Comprendo por qué la dama quiere que se haga de esa manera. —Se encogió de hombros.

—Puede ser una trampa.

—Poco probable. Esa mujer tiene más que perder poniéndose en mi contra que poniéndose de mi parte. Y Bromley quiere demasiado su vida de lujos y nunca alentaría una traición.

—Todo esto no me gusta nada. —Veleta se mostraba poco convencido.

Diablo apuró la cerveza, sacudió la cabeza y dijo:

—No, pero no voy dejar que nada me pase por alto. Todavía tengo que recordar un detalle que he olvidado sobre el asesinato de Tolly.

—¿Y estás seguro de que es algo de vital importancia?

—Sí, claro. —Se puso en pie con expresión sombría—. Algo tan vital que no vi de inmediato. Luego, con la muerte de Tolly, se me borró de la mente.

—Volverá —sonrió Veleta.

—Pero ¿volverá a tiempo?

Se oyeron unos pasos firmes que se aproximaban a la sala matutina. Honoria se retiró de la ventana y se sentó en la chaise. Había pasado el día analizando metódicamente todos los intentos de asesinato sufridos por Diablo. Y había llegado a la única conclusión lógica. Mientras que su impulso más inmediato fue comentar sus ideas con Diablo, tras pensarlo un poco más, creyó que este tal vez no aceptaría fácilmente esa conclusión. Tras sopesar el asunto un buen rato, mandó llamar a la persona en la que Honoria sabía que su marido confiaba por completo.

Se oyeron unos golpecitos en la puerta.

—Adelante —dijo ella.

La puerta se abrió y entró Veleta. La miró a los ojos, cerró la puerta y avanzó con un porte que recordaba al de Diablo.

—¿Cómo estás?

—Aturdida.

—¿En qué puedo ayudarte? —le preguntó arqueando una ceja tras sentarse ante ella—. En tu nota decías que era urgente.

—He estado pensando en todo lo ocurrido —respondió Honoria estudiando su rostro con los labios apretados—. Tiene que haber una razón que explique por qué alguien quiere matar a Diablo.

—Sigue —asintió él sin dejar de mirarla a la cara.

—Que yo sepa, sólo hay una razón apremiante que relacione a Diablo con una persona que supiese lo suficiente para sabotear el faetón y poner veneno en el brandy. Y esa razón es la herencia que, dicho de paso, es más que considerable. Eso explicaría también que los ataques no empezasen hasta que quedó claro que íbamos a casarnos.

—Ya. —En el rostro de Veleta se hizo la luz—. Yo había estado centrado en Tolly y no había mirado el asunto desde esa perspectiva.

—¿Y estás de acuerdo? ¿Estás de acuerdo en que puede ser Richard?

—¿Richard? —Veleta la miró pasmado.

—Es el heredero de Diablo —respondió ella con el entrecejo fruncido.

—Ah. —Veleta estudió su rostro—. Honoria, tu lógica es impecable pero, por desgracia. Diablo no te ha contado todos los detalles para llegar a la solución correcta. —Dudó unos instantes y sacudió la cabeza—. Lo siento, pero no es oportuno que yo dé explicaciones. Tendrás que preguntárselo a él.

—¿Preguntarle qué?

—Preguntarle quién es su heredero. —Los ojos de Veleta se endurecieron.

—¿No es Richard?

Veleta se puso en pie y con los labios apretados dijo:

—Tengo que irme, pero prométeme que contarás tus conclusiones a Diablo.

—Puedes estar seguro de ello. —Los ojos de Honoria brillaron.

—Bien. —Él le sostuvo la mirada—. Si va a facilitarte las cosas, apostaría a que Diablo ha llegado a tu misma conclusión.

—¿Crees que lo sabe? —Honoria le tendió la mano.

—Lo sabe pero, como hace siempre en estos casos, no dice nada hasta estar muy seguro, hasta tener pruebas. —Veleta le soltó la mano—. Con tu permiso, tengo que investigar algo; cuanto antes le demos a tu marido la prueba que necesita, antes nos libraremos de ese asesino.

Ella asintió y le dio permiso para que se marchara. No quería que las investigaciones se retrasaran por su culpa. Pasó mucho rato sentada en el mismo lugar, mirando las paredes revestidas de madera, incapaz de comprender nada de lo que estaba ocurriendo.

Los Cynster, una ley por y para sí mismos. Con un gruñido de disgusto, se puso en pie y fue a cambiarse a sus aposentos.

Aquella noche, su alteza el duque de St. Ives cenó en casa. Honoria esperó hasta que se retiraron y luego se quitó el vestido, se puso el camisón y se dirigió, anhelante como una doncella, a la cámara ducal. Dejó caer la bata, se quitó las sandalias y se acurrucó bajo las mantas.

Desde el otro lado del dormitorio. Diablo observó con interés su actuación, un interés que ella pasó por alto, al tiempo que se desataba la corbata. Apoyada en los almohadones, lo traspasó con la mirada y dijo:

—He estado pensando.

A Diablo se le paralizaron las manos un momento; luego se quitó la pieza blanca del cuello. Se desabrochó el chaleco y se acercó a la cama:

—¿En qué?

—En quién puede querer matarte.

—¿Y has llegado a alguna conclusión? —preguntó al tiempo que se sentaba en la cama para quitarse las botas.

—Sí, pero Veleta me ha dicho que mi conclusión es errónea.

—¿Veleta?

—Yo, como es natural, creía que tu heredero era Richard.

—Oh. —Dejó caer la segunda bota. Se puso en pie, sin camisa ni pantalones, y se metió bajo las mantas. Honoria se acercó a él, que la acomodó a su lado—. Supongo que tendría que haberte hablado de eso.

Honoria parpadeó en la oscuridad. Estaba casi segura de que Diablo sonreía.

—Supongo que sí. ¿Qué es lo que no sé?

—¿Sabes el apodo de Richard? —Diablo se recostó en las almohadas.

—¿Escándalo?

—Del mismo modo que el mío es una abreviación de «ese Diablo Cynster», el de Richard lo es de «el escándalo que no llegó a ser».

—¿Qué quieres decir?

—Richard es hermano mío pero no es hijo de mi madre.

—Oh —se sorprendió Honoria. Frunció el entrecejo—. Pero os parecéis muchísimo…

—Nos parecemos a mi padre, ya has visto su retrato. Sólo nuestra tez y, en mi caso, los ojos, vienen de nuestras madres respectivas. Richard también tiene el cabello negro.

Aquello era un verdadero escándalo: Richard era más joven que Diablo. Sin embargo, Honoria no había detectado el menor asomo de desaprobación de la nobleza hacia Richard Cynster.

—No lo entiendo —dijo.

Diablo sonrió.

—La verdad sobre el nacimiento de Richard ha sido un secreto voces desde hace tres décadas, son noticias muy viejas. Maman, por supuesto, es la clave.

—Cuéntame —Honoria le pasó las manos por el pecho y lo miro a los ojos.

—Cuando tenía tres años —dijo tras abrazarla por la cintura—, mi padre fue en misión diplomática a las Highlands de Escocia. Se había producido un estallido de deslealtad y los asesores de la corte querían amenazar con una guerra sin enviar tropas. Se creyó que lo más adecuado y parecido era enviar a un Cynster. Maman decidió no acompañarlo. Cuando yo nací, le dijeron que ya no podría tener más hijos por lo que, para mi pesar, era excesivamente protectora conmigo. Así que mi padre marchó solo hacia el norte. El terrateniente al que iba a ver era… —Hizo una pausa en busca de la palabra adecuada.

—¿Intimidante? —sugirió Honoria.

—Exacto. Ese terrateniente, que era pelirrojo, se había casado hacía poco, una boda de conveniencia, con una belleza de las tierras bajas.

—Debía de ser una belleza —murmuró Honoria.

—Los Cynster tenemos buen gusto, ¿sabes?

—¿Y qué pasó? —preguntó ella, clavándole un dedo en el pecho.

—Por extraño que parezca, no estamos del todo seguros. Sabemos que la misión de mi padre fue un éxito; volvió a casa a las cuatro semanas. Richard apareció doce meses después.

—¿Doce meses?

—Su madre murió pocos meses después de su nacimiento. No sabemos si confesó o si el terrateniente supo, por la coloración de la tez, que no era hijo suyo, pero no había ninguna duda de que Richard era hijo de mi padre ya que era idéntico a mí a la misma edad. En cualquier caso, el destino de Richard quedó sellado cuando Webster lo encontró en la puerta de casa. Lo habían traído en carro, envuelto como un hatillo. Y lo dejaron allí sin ningún mensaje. Webster lo entró y Richard empezó a soltar berridos.

»El sonido era horrendo, lo recuerdo porque yo nunca lo había oído. Maman me estaba desenredando el cabello en el cuarto de los niños y lo oímos desde ahí arriba. Dejó caer el cepillo y bajó corriendo, más deprisa que yo. Cuando llegué al último tramo de escalera vi que ella ya estaba junto a Webster y a mi padre que intentaban hacer callar a Richard. Maman lo tomó en sus brazos, lo arrulló y Richard dejó de llorar. Se le iluminó la sonrisa, ya sabes cómo sonríe.

Honoria asintió con la barbilla apoyada en su pecho.

—Enseguida advertí que Richard era un regalo del cielo. Maman se quedó tan prendada de él que se olvidó de mi ingobernable cabello. Desde ese momento, Richard tuvo todo mi apoyo. Mi padre se acercó, pienso que pretendiendo dar alguna explicación y, visto en retrospectiva, lamento no haberla oído, aunque seguro que no la habría entendido. Pero mamá se apresuró a decirle lo inmensamente listo que había sido proporcionándole la única cosa que ella no podía tener y que de veras quería: otro hijo. Mi padre calló, por supuesto. Y desde entonces maman pasó por alto cualquier objeción. Hacía cinco años que era la duquesa de mi padre y tenía un importante poder social. Decretó que Richard era hijo suyo y, ni entonces ni ahora, nadie se atrevió a contradecirla.

Honoria notó una sonrisa en su voz.

—Y está muy claro que criar a Richard hizo feliz a maman. El asunto no perjudicó a nadie, mi padre lo reconoció e incluyó una cláusula especial para él en su testamento. —Diablo respiró hondo—. Y esa es la historia del escándalo que no llegó a ser.

Honoria no se movió y Diablo le acarició el cabello.

—Así que ahora ya sabes que Richard no es mi heredero. —Con la mano en su nuca, añadió—: No es él quien intenta matarme.

Ella escuchó los firmes latidos de su corazón. Se alegraba de que no fuera Richard, le caía bien y sabía que Diablo le tenía mucho aprecio. Sin levantar la cabeza, murmuró:

—Tu madre es una mujer fascinante.

—Sí, fascinó a mi padre —dijo Diablo poniéndose encima de ella. Se apoyó en los codos y le apartó el cabello de la cara. Honoria sintió sus ojos en el rostro y él la besó brevemente—. Igual que mi duquesa me fascina a mí.

Aquellas fueron las últimas palabras lógicas que pronunció esa noche.

Necesitaba tener una conversación larga y seria con su esposo. Cubierta con una bata casi transparente ribeteada con plumas, Honoria se paseó por la cámara ducal y esperó a que apareciera.

Se habían encontrado en el desayuno y la cena pero no había podido interrogarle debido a la presencia de los criados. En esos momentos había ido a reunirse con el vizconde Bromley en el White’s. Eso era todo lo que sabía, todo lo que él le había dicho. Lo que no le había dicho era lo que pensaba ni de quién sospechaba.

Como Richard era hijo ilegítimo, no podía heredar, sobre todo habiendo tantos varones legítimos en la familia. Después de enterarse de dónde le venía el apodo Escándalo, no había necesitado preguntar quién era el heredero de Diablo. Durante las semanas anteriores a su boda, había interrogado a Horatia sobre el padre de Diablo y, de pasada, Horatia había mencionado que George, su marido, el padre de Veleta, era un año más joven que el padre de Diablo, lo cual significaba que, como Richard era ilegítimo, George era el heredero de Diablo y Veleta el segundo en la línea sucesoria.

Ni en sus razonamientos más descabellados podía imaginar que George fuera quien quisiera matar a Diablo. Este lo trataba como a un padre adoptivo, un cariño que George le correspondía. Y la devoción de Veleta por Diablo estaba fuera de toda duda. Así pues, el asesino no era el heredero de Diablo pero, tan pronto como había llamado la atención de Veleta sobre ese punto, este había visto una luz.

Con un gruñido de frustración, Honoria apartó a un lado las plumas del dobladillo.

«Entonces, ¿descartar al heredero lo aclara todo?», se preguntó. Pero ¿cómo?

Diablo lo sabía. Veleta estaba seguro de que el duque había seguido el mismo razonamiento y había encontrado una respuesta. Al parecer, si el culpable no era el heredero, algún proceso de eliminación desenmascararía al verdadero asesino…

Honoria miró el reloj e intentó no pensar en por qué caminaba de un lado a otro de la habitación con muchas ganas de ver de nuevo a su esposo. Alguien intentaba matarlo. La casa era un reducto seguro, allí estaba a salvo, pero ¿y fuera?

Deseaba tenerlo allí y sentirse segura en sus brazos.

Se estremeció. Se rodeó el cuerpo con los brazos y, frunciendo el entrecejo, volvió a mirar el reloj. Con los labios apretados, se dirigió a la puerta. La abrió, escuchó y, tal como el reloj de la repisa de la chimenea había anunciado, el de la escalera empezó a dar la hora. En la casa resonaron doce graves campanadas. Era medianoche y Diablo todavía no había regresado.

Estaba cerrando la puerta cuando la aldaba de la puerta principal sonó con unos golpes secos y premonitorios. Honoria frunció el entrecejo. ¿Quién podía estar llamando a medianoche? Diablo tenía llave…

Palideció como la cera. Su corazón se saltó un latido y luego se aceleró. Ya había recorrido medio pasillo antes de darse cuenta de que se había movido. Se recogió la falda y corrió.

Cruzó la galería como una exhalación y llegó a las escaleras. Jadeante, se agarró a la ancha barandilla y miró hacia abajo. Webster había abierto la puerta y en el umbral había una silueta sombría. La silueta entró y la luz del vestíbulo iluminó los rizos morenos de Veleta.

—¿Dónde está Diablo? —preguntó al tiempo que tendía el bastón a Webster.

El mayordomo cerró la puerta y dijo:

—Su alteza no ha regresado todavía, señor.

—¿No?

Aunque estaba en lo alto de la escalera, Honoria captó sorpresa en la voz de Veleta.

—Creo que ha ido al White’s, señor.

—Sí, lo sé. —Veleta parecía desconcertado—. Me fui antes que él, tenía que visitar a un amigo, pero sus intenciones eran marcharse inmediatamente después que yo. Pensaba que a estas horas ya habría llegado.

Honoria vio que los dos hombres se miraban y, con el corazón latiéndole con fuerza, el espectro negro que había mantenido a raya todo el día de repente se arremolinó. Se asomó por la barandilla y preguntó:

—¿Veleta?

Él alzó la vista y parpadeó, sorprendido, pero al punto se quedó inexpresivo. Webster también miró hacia arriba pero volvió a bajar los ojos enseguida.

—¡Ve a buscarlo, por favor! —rogó Honoria, y sus palabras rezumaban miedo.

—No te preocupes. Seguramente se ha encontrado con algunos amigos y se ha retrasado —replicó Veleta con ceño.

Honoria sacudió la cabeza con vehemencia. En su interior despertaba un pánico conocido.

—No —dijo—. Ha ocurrido algo, lo sé. —Se agarró a la baranda con fuerza y los nudillos se le pusieron blancos—. ¡Por favor, ve a buscarlo!

Veleta cogió el bastón antes de que sus palabras se apagaran. La emoción de su ruego era apremiante. Contagiado de su preocupación, se volvió hacia la puerta. Webster reaccionó con la misma rapidez y la abrió. Veleta bajó la escalinata deprisa. Con pasos cada vez más apresurados, emprendió el camino habitual que Diablo seguía para volver a casa desde su club favorito. A diez metros de la escalinata. Veleta recordó el callejón que discurría entre Berkeley Street y Hays Mews. Soltó una maldición y echó a correr.

En la casa, Honoria se agarró a la barandilla e intentó controlar el pánico.

Tras cerrar la puerta, Webster la miró brevemente.

—Con su permiso, su alteza, voy a notificárselo a Sligo.

—Sí, por favor, hazlo —asintió Honoria. Recordó que le había pedido que vigilara a Diablo. Se aferró a ese hilo de esperanza. El protector y vigilante Sligo se habría asegurado de que su «capitán» estuviese bien escudado.

Abajo, la puerta del servicio se abrió con violencia y Sligo cruzó el vestíbulo como una exhalación, abrió la puerta principal y bajó los escalones de dos en dos. Cuando desapareció, Honoria sintió que le arrancaban de la mano ese último hilo de esperanza y se encontró mirando de nuevo el pozo negro de sus miedos.

—¡Ah! —Diablo no desperdició aliento gritando demasiado fuerte. El callejón era largo y estrecho y en las altas paredes de ladrillo no había ventanas. Movió la delgada hoja de su bastón de estoque describiendo un arco y, mientras sus tres atacantes retrocedían, se agachó para arrastrar el cuerpo desplomado en los adoquines de la calle.

Se incorporó de inmediato, esgrimiendo el estoque con la punta de acero manchada de sangre. Con la otra mano sostenía la vaina vacía, una vara rígida con que parar los golpes de otras armas. Los señaló con la vaina, blandiéndola en su dirección.

—Bien, caballeros, ¿quién será el primero?

Con mirada de desafío, observó los rostros de los hombres que alguien había enviado para matarlo. Habían esperado hasta que enfiló el callejón, caminando despreocupado, pensando en otras cosas. Dos lo habían seguido; el otro había aparecido por el otro extremo de la calleja. Los tres eran corpulentos y musculosos y por sus ropas parecían marineros. Todos empuñaban espadas, no de hoja fina como la que los mantenía a distancia, sino sables largos, rectos y de un solo filo.

Diablo pensó las posibles vías de escape; no había ninguna. Hasta entonces la suerte, en forma de dos grandes toneles en aquel callejón habitualmente vacío y de un hombre que al parecer había ido a buscarlos, le había salvado la vida. Con un grito, el hombre se había abalanzado sobre sus atacantes, alertándolos así de su presencia. Su intervención había sido más heroica que sabia. Después de forcejear con uno de los marineros, otro lo había golpeado con la empuñadura de la espada.

Ahora, sin embargo, estaba de espaldas a la pared, con el estoque en una mano y la vaina en la otra. Los toneles reducían el espacio que tenía que defender.

—Adelante —les dijo—. Venid. No temáis a la muerte.

Se miraron unos a otros, sin saber quién sería el primero. Era la única esperanza de Diablo, mantenerlos indecisos. Con el rabillo del ojo, controló la entrada y la salida del callejón, iluminadas por las luces de la calle y la plaza adyacentes. Si pasaba alguien, vería su sombra en el callejón. Así pues, tendría que mantener controlados a sus atacantes hasta que eso ocurriera y pudiese pedir ayuda. Por desgracia, era medianoche pasada en una zona de residencias elegantes y la temporada de fiestas aún no había comenzado.

Unos pies se movieron en los adoquines. El marinero más corpulento, que parecía el cabecilla, intentó el ataque con su espada. Diablo paró el golpe con la vaina mientras su estoque silbaba en el aire camino del brazo del hombre, que, con una maldición, saltó hacia atrás y reconsideró sus posibilidades.

Diablo rezó para que no las reconsiderase demasiado. Uno a uno podía vencerlos o retenerlos todo el tiempo que quisiera. Eran más corpulentos pero él era más alto, sus movimientos eran más ágiles y su alcance mayor. Pero si lo atacaban todos a la vez estaría perdido. En realidad no comprendía por qué no lo habían hecho todavía. Su chaqueta negra, su corbata blanca como la nieve y los puños de la camisa también blancos lo identificaban claramente. Los tres intercambiaron otra mirada de cautela y entonces Diablo lo comprendió todo.

—El infierno no es un lugar tan desagradable, os lo aseguro —dijo con una sonrisa diabólica—. Hace un calor terrible, por supuesto, y el dolor es eterno, pero sin duda os buscarán un buen sitio.

Los marineros intercambiaron otra mirada y el cabecilla se burló de él:

—Tal vez te parezcas a Satanás pero no lo eres. Tú sólo eres un hombre, te corre la sangre por las venas. No somos nosotros los que moriremos esta noche. —Miró a sus compinches—. Venga, terminemos con esto de una vez. —Levantó su espada.

Diablo paró la acometida de los dos que lo atacaron. El tercero estaba detrás de los toneles y era probable que no interviniera. Cuando una espada chocó contra el acero templado de su estoque, saltaron chispas. Paró el otro golpe con la vaina y lanzó una estocada que perforó carne.

Se apartó y paró el segundo golpe del cabecilla. La espada, lanzada con fuerza, rozó la madera pulida de la vaina y le dio en la mano. No fue un corte profundo pero enseguida notó la sangre pegajosa entre los dedos. Diablo controló el dolor de la herida y lanzó una estocada contra el cabecilla, que saltó hacia atrás cuando la afilada punta le pinchó el pecho.

Diablo soltó una maldición. El tercer marinero se acercó, dispuesto a participar en la lid. Los tres se reagruparon y se prepararon para el asalto final.

—¡Aguanta!

Una figura alta obstaculizó la entrada de luz desde Hays Mews. Unos pasos presurosos resonaron y una silueta se precipitó hacia ellos.

Diablo aprovechó el desconcierto de sus atacantes y alcanzó al cabecilla, que gritó y se tambaleó agarrándose el brazo derecho. Sus compinches miraron alrededor y soltaron las armas, al tiempo que los tres huían por piernas.

Diablo salió en su persecución pero tropezó con el cuerpo de su salvador, que todavía yacía a un lado.

—¿Quiénes eran? —preguntó Veleta, deteniéndose junto a él con su espada desenvainada.

Ambos primos vieron que las tres sombras de los agresores desaparecían en Berkeley Square.

—No nos hemos presentado —respondió Diablo, encogiéndose de hombros.

—Pues te has cargado a uno. —Veleta se agachó y volvió al hombre boca arriba.

—No es uno de ellos. —Diablo miró a su agonizante salvador—. Intentó ayudarme, pero a cambio de su valor se llevó un buen golpe en la cabeza. Por extraño que parezca, creo que es uno de mis mozos de cuadras.

En ese momento Sligo llegó resoplando y miró a Diablo de arriba a abajo. Luego se apoyó contra la pared y dijo:

—¿Estáis bien?

Diablo arqueó las cejas y envainó el estoque en el bastón. Tras cambiarse de mano aquel artilugio de aspecto inocente, se examinó la mano izquierda.

—Sólo tengo un corte y no parece serio.

—Gracias a Dios. —Apoyado contra la pared, Sligo cerró los ojos—. La señora nunca me lo habría perdonado.

Diablo los miró con ceño.

Veleta se había agachado para examinar las espadas que los matones habían abandonado. Las recogió y se puso en pie.

—No son las habituales navajas callejeras.

—Muy extraño, sí —dijo Diablo, tomando una de ellas—. Son como las espadas que antes usaba la caballería. —Al cabo de un instante, añadió—: Probablemente sabían que yo llevaba un bastón de estoque y que lo utilizaría.

—También sabían que tenían que ser tres para vencerte.

—Si no hubiese sido por él —señaló al hombre que yacía en la calle—, lo habrían conseguido. —Se volvió hacia Sligo—. ¿Sabes qué estaba haciendo aquí?

—Seguramente tenía la tarde libre y regresaba a casa. Os vio a vos, sois fácilmente reconocible, y a los demás y…

—Llévalo a casa y asegúrate de que reciba todos los cuidados que necesite —gruñó Diablo—. Mañana iré a verlo. Una lealtad tan oportuna merece una recompensa.

Sligo tomó nota mentalmente de explicarle al otro mozo de cuadras que el herido se había tomado la noche libre y se lo cargó al hombro. Acostumbrado a esos pesos, echó a caminar por el callejón con paso firme.

Diablo y Veleta lo siguieron y cuando salían del angosto pasaje, Diablo miró a su primo y le preguntó:

—Hablando de acontecimientos oportunos, ¿qué os ha traído aquí?

—Tu esposa —respondió Veleta, sosteniéndole la mirada.

—Tenía que haberlo sabido. —Diablo arqueó las cejas.

—Estaba frenética. —Veleta lo miró—. Muy preocupada por ti. —Diablo sonrió y su primo se encogió de hombros—. Tal vez saque conclusiones apresuradas, pero muchas veces han resultado ciertas. Decidí no discutir con ella. El callejón era el lugar apropiado para que te tendieran una emboscada.

—Muy apropiado —asintió Diablo.

Veleta miró al frente. Sligo caminaba vadeando Grosvenor Square y Veleta redujo el paso.

—¿Te ha preguntado Honoria por tu heredero?

—Sí —respondió Diablo mirándolo de soslayo.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —preguntó su primo, devolviéndole la mirada.

—Todavía no lo sé, sólo lo sospecho. No puedo decir cuándo lo supe exactamente. De repente vi esa posibilidad.

—¿Y ahora?

—Ahora quiero averiguar todo lo que pueda de esa madame.— Diablo tensó la mandíbula—. Atar ese cabo suelto, si es que resulta ser un cabo suelto. Bromley ya me ha confirmado el lugar y la hora del encuentro. Después… —Torció el gesto—. Tenemos unas pistas muy valiosas, tal vez tengamos que desenmascararlo.

—¿Tenderle una trampa?

Diablo asintió.

—¿Contigo como cebo? —La expresión de Veleta se endureció.

—Conmigo y con Honoria Prudence.

Habían llegado a la escalinata de la casa de St. Ives y Diablo miró hacia la puerta.

Veleta se había quedado asombrado, pero cuando reaccionó, Diablo ya subía los peldaños. Cuando Sligo llegó ante la puerta con su carga, Webster la abrió de par en par y pidió refuerzos. Luego ayudó a Sligo.

Honoria caminaba de un lado a otro de la galería retorciéndose las manos de impaciencia cuando oyó ruido. Entre susurros de seda y plumas, corrió hacia la barandilla, pero lo que vieron sus ojos no la tranquilizó, precisamente.

Webster y Sligo cargaban un cuerpo.

Honoria palideció. Su corazón dejó de latir unos instantes y tenía tal opresión en el pecho que no podía respirar. Entonces advirtió que el cuerpo no era el de Diablo y se sintió invadida por un alivio que la dejó aturdida. Al cabo de un momento, su esposo cruzó el umbral, tan elegante como siempre. Veleta lo seguía, con tres espadas y un bastón en la mano.

Diablo llevaba su bastón con empuñadura de plata. Estaba manchado de sangre y el dorso de su mano izquierda también.

Honoria se olvidó de todo y entre frufrú de seda y plumas que se desprendían de la bata, bajó corriendo la escalera.

Sligo y dos criados atendían al mozo inconsciente y Webster cerraba la puerta. Veleta la vio y agarró a Diablo por el codo.

Este alzó la mirada y consiguió contener una exclamación. La bata de su esposa no era transparente pero dejaba muy poco a la imaginación. La suave seda se pegaba a sus redondeados contornos y a sus largas extremidades. Diablo encajó la mandíbula, se tragó una maldición y lanzó el bastón a Webster antes de que Honoria se echara en sus brazos.

—¿Estás herido? ¿Qué ha ocurrido? —Frenética, pasó las manos por su pecho en busca de heridas. Luego retrocedió un paso y lo examinó.

—Estoy bien. —La tomó en brazos y empezó a subir la escalera utilizando su cuerpo para ocultarla de las miradas del vestíbulo.

—¡Pero si estás sangrando! —Honoria se revolvió e intentó seguir examinado las heridas.

—Sólo es un rasguño. Cuando lleguemos a la habitación podrás curármelo —dijo Diablo, haciendo hincapié en las últimas palabras. Cuando llegó a lo alto de las escaleras, miró a su primo y le dijo—: Nos veremos mañana.

—De acuerdo. —Veleta le devolvió la mirada.

—¿La herida está en el brazo o en la mano? —Honoria se debatía en sus brazos para seguir examinándolo.

—En la mano. —Diablo contuvo una maldición—. Estate quieta. —La abrazó con más fuerza y se dirigieron al dormitorio—. Si vas a esperarme despierta y salir a recibirme frenética, tendrás que ponerte una bata más adecuada.

Aquel sucinto comentario no impresionó a Honoria en absoluto.

Resignado, Diablo la dejó en el suelo y se rindió a lo inevitable. Obediente, se quitó la camisa, se sentó en el borde de la cama y dejó que ella le curase el corte. Respondió a todas sus preguntas con la verdad. Al fin y al cabo, al día siguiente lo sabría de labios de su doncella.

La señora Hull apareció con vendas y un frasco de bálsamo y ayudó a Honoria a curarlo. Entre las dos, le pusieron el doble de vendas de lo que él creía necesario pero no dijo nada y se sometió dócilmente a sus manos. Antes de salir, la señora Hull le dirigió una suspicaz mirada.

—¡Espadas! —prosiguió Honoria con voz irritada y mirada asustada—. ¿Qué clase de rufianes atacan a los caballeros con espadas? Eso tendría que estar prohibido.

Diablo se puso en pie, la tomó de la mano y la llevó al otro lado de la habitación. Se detuvo ante el botellero, sirvió dos vasos de brandy, los cogió a los dos con la misma mano y tiró de Honoria, cuya letanía de exclamaciones se iba agotando gradualmente. Cuando llegaron al sillón que había ante el fuego, se dejó caer en él, sentó a Honoria en su regazo y le tendió un vaso.

Ella lo tomó y se estremeció.

—Bebe. —Diablo le guio el vaso hasta los labios.

Sujetando el vaso en las dos manos, Honoria bebió un sorbo y luego otro. Después se estremeció, cerró los ojos y se apoyó contra él.

—Aún estoy aquí —dijo Diablo, atrayéndola hacia sí con el brazo. La besó en la sien—. Ya te dije que no te abandonaría.

Ella se acurrucó más y respiró hondo, apoyando la cabeza en su hombro.

Diablo esperó a que se bebiera el brandy y luego la llevó a la cama. Le quitó la prenda casi transparente de seda y la metió entre las sábanas. Al cabo de un instante, él también se acostó y la tomó entre sus brazos para demostrarle de la manera más convincente posible que estaba entero, vivito y coleando.

A la mañana siguiente Honoria durmió hasta tarde, pero cuando despertó distaba mucho de encontrarse descansada. Después de tomar té y tostadas en una bandeja en su cuarto, se dirigió a la sala matutina. Sentía inquietud y tenía la cabeza pesada. Se sentó en la chaise y cogió su labor de bordado. Al cabo de un cuarto de hora aún no había dado ni una puntada.

Suspiró y dejó la tela a un lado. Se sentía tan frágil como la delicada tracería que tendría que estar bordando. Tenía los nervios absolutamente tensos. Estaba segura de que se estaba fraguando una tormenta que enturbiaría su horizonte, y que tal vez le arrebataría a Diablo.

Su marido significaba mucho para ella. Era el centro de su vida; no podía imaginar lo que sería vivir sin él, por más arrogante y tirano que fuese. Se compenetraban de maravilla, pero alguien estaba dispuesto a estropearlo.

Aquella idea le hizo fruncir el entrecejo. Podía pensar que el asesino era una nube negra, encumbrada en el cielo, y sin embargo el asesino era sólo un hombre.

Aquella mañana había despertado temprano y había encontrado a Diablo sentado en la cama, acariciándole el cabello.

—Descansa —le había dicho—. No es necesario que te levantes. —La miró a la cara y luego la besó—. Recupérate. Si te encuentro pálida y preocupada, no me gustará. —Con una sonrisa, se puso en pie.

—¿Estarás por aquí?

—Volveré para la cena.

Lo cual estaba muy bien, pero para la cena faltaban muchas horas.

Honoria miró hacia la puerta. Estaba a punto de ocurrir algo, lo notaba en su cuerpo. Un estremecimiento le recorrió la espalda. Tembló pero eso no la libró de aquellos inquietantes pensamientos.

No sabía qué podía hacer, qué acción emprender, para evitar la inminente fatalidad. Se sentía impotente, indefensa.

Un golpe en la puerta interrumpió su lúgubre ensoñación. Entró Sligo portando una bandeja.

—La señora Hull ha pensado que tal vez os gustaría tomar su té especial. —Dejó la bandeja en la mesa y sirvió una taza.

La reacción instantánea de Honoria fue rechazarlo. Tenía el estómago tan revuelto como su estado mental, pero el relajante aroma que le llegó con el humo la hizo cambiar de opinión.

—Es manzanilla —dijo Sligo, tendiéndole la taza.

Honoria bebió un sorbo. Entonces se acordó del mozo de cuadras.

—¿Cómo está Cárter?

—Mejor. Tiene un bulto del tamaño de un huevo, pero esta mañana el capitán se lo ha agradecido de manera especial. Carter dice que ya casi no le duele.

—Bien. Y dale también las gracias de mi parte. —Honoria bebió—. ¿Sabe Carter de dónde venían los hombres que atacaron a su alteza?

—No. Dice que parecían marineros. —Sligo jugueteó con el tapete de la bandeja.

—Sligo —Honoria lo traspasó con la mirada—, ¿Carter no oyó nada?

—Los dos a los que siguió habían acordado encontrarse más tarde en El Ancla.

—¿El Ancla?

—Una taberna del muelle.

Un demonio la incitaba a actuar pero se contuvo.

—¿Ha sido su alteza informado de lo que Carter oyó?

—No. Hace sólo una hora que Carter recobró plenamente el sentido.

—Comunica enseguida a su alteza lo que Cárter ha dicho. —Honoria decidió obrar con prudencia.

Sligo se mordió el labio y apoyó el peso de su cuerpo en la otra pierna.

Honoria lo observó con incredulidad.

—Sligo, ¿dónde está su alteza?

—El capitán tiene que haber descubierto nuestros planes de protegerlo. Esta mañana, cuando los chicos se disponían a seguirlo, desapareció. Más hábil imposible.

—¿Hábil? —Honoria se irguió en el asiento—. Eso no tiene nada de hábil.

Allí estaban, con una posible pista importante que seguir y su esposo había desaparecido, se había escabullido de sus vigilantes ojos. Tendió la taza a Sligo, felicitándose para sus adentros por no haber vomitado. No iba a perder los nervios ni a ponerse histérica porque alguien quisiera matar a su marido en el centro de Londres y a plena la luz del día. Sin embargo, lo que sí quería era que se detuviese lo antes posible al presunto asesino.

Miró a Sligo con los ojos entrecerrados y le preguntó:

—¿Sabes dónde almuerza habitualmente su alteza?

—En uno de sus clubes. En el White’s, el Waitier’s o el Boodles.

—Envía hombres a esperarlo en los tres. Cuando llegue su alteza, que le digan inmediatamente que quiero hablar con él lo antes posible.

—Muy bien.

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