Diablo

Diablo


Capítulo 8

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Los dedos de Diablo la acariciaban y sus sentidos se exacerbaban. Mientras la calidez de sus caricias se extendía por su interior y le agudizaba la sensación de que sus entrañas se estaban derritiendo, Honoria aprendió a respirar en su boca y, de repente, se sintió menos mareada.

De repente pudo pensar lo suficiente para saber lo que sentía, para disfrutar de la temblorosa excitación que la recorría, de la emoción que invadía toda su sensibilidad y cada centímetro de su piel. Lo suficiente para reconocer el intenso deseo que anegaba sus venas, la compulsión a participar activamente y devolverle el beso y atraer su duro cuerpo hacia ella, a invitarlo, a incitarlo para que hiciera lo que fuese para calmar y llenar el vacío de lo que se había derretido en su interior.

Esa conciencia la conmocionó y le dio fuerzas para retirarse.

Diablo notó su retirada. Bajo su mano, el pecho de Honoria ardía y estaba hinchado, y el pezón se había convertido en un duro botón contra la palma. Sin embargo, su retirada estaba clara: la había notado en el beso, en la repentina recuperación de sus sentidos. Conocía muy bien a las mujeres y no le pasaba por alto la dura batalla que Honoria estaba librando para bloquear su excitación, para suprimir el deseo que la embargaba como respuesta al de él.

Maldijo para sus adentros. Honoria le estaba causando un terrible dolor. Sintió el impulso de abrirle el corpiño y deslizar la mano en su interior para que supiera lo que eso le haría sentir, lo mucho que todavía quedaba por descubrir, pero su inocencia era una cruz que él se había obligado a llevar. Saber que él sería quien le enseñaría las artes amorosas y que sería el único hombre con el que tendría relaciones íntimas era un poderoso aliciente.

Honoria no era una puritana. Se sentía atraída por él a un nivel tan profundo que, sólo de pensarlo, Diablo se excitaba. Estaba dispuesta a que la sedujeran, a que él la sedujera y la hiciera suya, su esposa. No permitiría que se le escapase. Vio que los párpados de Honoria temblaban y luego se alzaban para mostrar unos ojos grises todavía plateados por la pasión.

—Tengo que confiarte que me he hecho cuatro promesas —le dijo, mirándola a los ojos.

Su voz, aterciopelada por la pasión, destilaba frustración. Honoria parpadeó, aturdida, y Diablo reprimió una sonrisa salvaje.

—Voy a deleitarme mirándote la cara la primera vez que te dé placer. —Agachó la cabeza y le rozó los labios con los suyos—. Y la segunda y la tercera vez, también.

—¿Placer? —preguntó Honoria, con los ojos muy abiertos.

—Sí, cuando haga estallar ese calor fundido de tus entrañas.

—¿Estallar?

—Sí, en un estallido de estrellas. —Diablo le apretó un pecho y luego deslizó su mano en una lánguida caricia, describiendo círculos con el pulgar sobre el erecto pezón. Honoria fue presa de un escalofrío. La miró a los ojos intensamente y añadió—: Confía en mí, lo sé todo al respecto.

Honoria estudió sus ojos, con los suyos del todo abiertos y, de repente, respiró hondo.

—Y —añadió Diablo, inclinándose para saborear sus labios de nuevo y para acallar cualquier cosa que ella fuera a decir—, mi cuarta promesa será el acto culminante.

Se apartó de ella para observar qué decidía hacer en aquel momento. Al cabo de un instante, Honoria se aclaró la garganta y le pregunto:

—¿Cuál es la cuarta promesa?

—Que miraré tu rostro cuando te entregues a mí, cuando me hunda en tu interior y te llene.

Honoria quedó paralizada. Necesitó todas sus fuerzas para reprimir su reacción, un febril impulso a la pasión y la posesión, un deseo tan visceral, tan apremiante que la dejó literalmente sin aliento. Aquel pensamiento inesperado —cómo sería, qué ocurriría—, la dejo conmocionada, pero lo que más la sorprendió fue que no le dio miedo. Sabía cuál era su futuro y no sería a su lado. Con los ojos clavado en los de él, sacudió la cabeza y dijo:

—No, eso no sucederá porque no voy a casarme contigo.

Lo apartó de ella con las manos y Diablo titubeó. Luego se retiro y le permitió sentarse. Cuando lo hizo, la tomó por la barbilla y volvió su rostro hacia él.

—¿Por qué no?

—Tengo mis razones. —Alzó altivamente la barbilla y se soltó.

—¿Cuáles?

—Para empezar, porque eres quien eres —respondió ella, con mirada de resignación.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Diablo con ceño.

Honoria se incorporó y él le tendió las manos para ayudarla. Luego la imitó.

—Que eres un tirano —dijo ella, que se había agachado para recoger la alfombra— un autócrata imposible acostumbrado a hacer las cosas sólo a su manera. Pero eso es lo de menos. —Lo miró—. Casarme no es mi ambición, ni contigo ni con nadie.

—¿Por qué no? —preguntó de nuevo Diablo, que seguía con el entrecejo fruncido.

Ella le sostuvo la mirada. La pregunta, en esta ocasión, era menos agresiva.

—Mi razón es mía y de nadie más. —Abrió la sombrilla y, con la alfombra bajo el otro brazo, anduvo hacia el birlocho—. No tengo por qué explicártela. —Diablo era un duque y los duques precisan herederos. Al llegar al coche, volvió la cabeza y vio que él la seguía, con el cesto en la mano. Cuando llegó junto a ella, lo miró a los ojos y dijo—: Comprende, por favor, que no voy a cambiar de idea.

Diablo le sostuvo la mirada unos instantes y luego cogió la alfombra y la metió, junto con el cesto, en el portaequipajes. Bajó la tapa y luego volvió junto a ella. Honoria esperó. Cuando notó sus manos en la cintura, contuvo el aliento.

Se posaron allí pero no la levantó en vilo. Jadeante, miró aquellos ojos verdes transparentes que pertenecían a un conquistador. Sin soltarla, Diablo le sostuvo la mirada un minuto entero y luego dijo:

—Me parece, Honoria Prudence, que hemos hecho tablas.

—¿Sí? —repuso ella, intentando mirarlo con altivez.

—Sí, porque yo tampoco tengo intención de cambiar de idea —dijo, y apretó los labios en una fina línea.

Honoria lo miró un instante y luego arqueó las cejas y apartó los ojos.

Con la mandíbula encajada. Diablo la subió al asiento y luego montó él. Al cabo de un minuto volvían a estar en la carretera. Dejó que los caballos corrieran y el viento le calmó su sobrecalentado cerebro. Nunca había deseado tanto a una mujer, el deseo nunca le había clavado las garras con tanta fuerza. El destino se la había dado para que la tuviera y la retuviera. La tendría y la haría su esposa. No había alternativa.

Ella había dicho que tenía una razón que no pensaba contarle. Tendría que averiguarla y erradicarla. Si no, se volvería loco.

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