Despertar

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—Ambas también creíamos que las sirhad eran una leyenda, algo con lo que asustarnos para portarnos bien, y las dos sabemos, en especial yo, que eso es tan real como la brisa nocturna que refresca nuestros rostros. Yo creo en ello y creo que tú también, pero te lamentas por no sentirlo. Te aseguro que es una placentera sensación. Más que en lo que estás pensando —continuó antes de que la interrumpiera—. Nathair me quiere, lo sé, solo tengo que esperar a que se percate de ello. Pasar tiempo en el castillo me ha enseñado algunas cosas; los hombres a veces no ven más allá de lo que ocurre a su alrededor, y a veces ni siquiera ven lo que tienen delante.

Ante la mirada asombrada de la ninfa, caminó hacia Nathair, le cogió de la mano y alzó la vista. Su mirada se cruzó con la de Nathrach y la mantuvo durante un rato, retándolo, advirtiéndole. Para ella no era más que un recuerdo olvidado y no iba a convertirse por su causa en una sirhad. Nathrach se marchó junto a Dharani y hasta ese momento no se había percatado de que había contenido la respiración.

Ella respiró hondo y miró a Nathair, que le sonreía.

—¡Un paso más! —le dijo—. Ya no me achicaré frente a él cuando me mire.

—Lo has hecho muy bien —la animó él.

Deslizó su brazo por su cintura, sabiendo que estaba a punto de desplomarse, y, manteniendo las distancias con su hermano y la ninfa, se encaminaron hacia Phelan, población en la que no sabían qué encontrarían, pero era el lugar más cercano para resguardarse de la Oculta.

***

Naev se guío por el sonido de las voces y no tardó en dar con el grupo de cuatro personas. Sabía que tarde o temprano los dos hermanos volverían a encontrarse, al igual que las ninfas, aunque lo que más le inquietó fueron las palabras de Dharani. Lo conocía todo sobre Nathair y un sudor frío le sobrevino; sin embargo, lo que más le sobrecogió fue el hombre que se encontraba envuelto en ropajes rojos a unos metros de él, un hechicero de Juraknar.

Este no tardó en reparar en su presencia y se esfumó tras las ramas. Estaba seguro de que iría al castillo, donde le confesaría a su amo todo lo escuchado. No podía permitir tal cosa, si lo hacía todo aquello por lo había luchado y sus planes se vendrían abajo, por lo que comenzó a seguirlo. Sus ropas rojas mostraban su rango, pero también eran bastante llamativas en la claridad de la niebla. Él conocía los terrenos de Serguilia como la palma de su mano y el anciano, por el contrario, parecía algo perdido.

Se subió a un árbol y fue saltando de unas ramas a otras hasta adelantar al hechicero, quien parecía a punto de morir asfixiado. Se dejó caer frente a él, saboreando la expresión de terror en su mirada. La capucha que cubría su rostro había caído, dejando al descubierto su imagen; el anciano se sorprendió por lo que vio y eso hizo que no observara ninguno de sus movimientos. Su mano fue rápida y el hechicero advirtió el cuchillo cuando lo tenía demasiado cerca para evitarlo. De un rápido gesto Naev lo degolló.

Muerto el hechicero, se cubrió el rostro y limpió su puñal para volver a guardarlo bajo sus ropas y regresó al rellano. El encapuchado llegó a tiempo de ver la actitud de la princesa. Ella al fin había osado mirar a la cara a Nathrach, y le gustó su actitud, apoyó el gesto valiente de la princesa. No tardó en ver al grupo en dirección a Phelan, una población hasta para él desconocida.

Era hora de volver a su hogar, tenía cosas que hacer y no podía seguir a la pareja en todo momento. Se perdió entre los árboles buscando más hechiceros, pero no encontró indicios de ninguno. La princesa había matado a uno no hacía mucho y él al segundo. El inmortal contaba con cinco, y estaba seguro de que no habría malgastado a los cinco con ella.

Alguien le estaba observando, podía sentirlo. Oía pasos y una respiración acelerada. La niebla comenzó a disiparse y supuso que al fin Dharani había abandonado el bosque, dejándolo libre de su control. Fue entonces cuando se percató de quién lo observaba: una bestia que le doblaba en altura, peso y fuerza. Un monstruo de piel rojiza. Se movió con rapidez y al instante sus manos estaban cerradas sobre su garganta, ejerciendo tal presión que creía que iba a partirla.

11

La creación de Juraknar (Nathair)

Naev movió sus piernas y golpeó al engendro provocando que cayera al suelo, momento que aprovechó para recuperar la respiración. Giró sobre sí mismo y evitó que la bestia volviera a atraparlo; luego saltó hacia atrás con una voltereta y desenfundó su espada; pero su enemigo era más rápido y se la arrebató, y ante su impotencia, se la clavó en el costado.

Le temblaba todo el cuerpo y la sangre mojaba sus ropas. Le resultaba muy difícil mantener el equilibrio; lo único que podía hacer era huir. Dio varios pasos atrás, pero la bestia ya le estaba esperando y le golpeó en el pecho, lanzándole al suelo. Desde allí observó que el engendro se disponía a lanzarse encima de él para aplastarlo. Pero de repente una luz naranja le obligó a protegerse la vista con las manos.

La imagen de un tigre naranja comenzó a formarse en el suelo y una nube de tierra se levantó ante Naev. Cuando la luz cesó, frente a él se encontraba el hijo del tigre.

Nad se lanzó empuñando sus dagas y las incrustó en la bestia, quien ni se quejó, solo lanzó una gran carcajada y le golpeó en el pecho, lanzándole varios metros hacia atrás. La bestia saltó hacia él, pero rápidamente giró sobre sí mismo evitando ser aplastado. Logró levantarse y se fue hacia atrás, pero la bestia le golpeó en el rostro y lo tiró de nuevo a tierra, donde permaneció inmóvil intentando recuperarse. Mas no le dejó tiempo y se lanzó contra él, aprisionándolo contra el suelo y arrancándole un gran grito.

Naev se incorporó y encontró su espada en el suelo, la recogió y corrió hacia la bestia, que alzó la mirada al verlo. El engendro se protegió con su brazo; un amasijo de carne donde la espada de Naev quedó incrustada, algo que desconcertó al hombre que no evitó ser arrojado contra un árbol.

El Tig’hi, incapaz de controlar el dolor, posó sus manos en la tierra. Solo se le ocurría una manera de librarse de la bestia; podía costarle la vida, pero si no lo hacía acabaría matando a Naev. El suelo comenzó a temblar bajo su cuerpo y pronto los dos se precipitaron al vacío por la enorme grieta que acababa de crear. Consiguió aferrarse a las rocas mientras veía caer a la bestia y cuando ya creía que no iba a aguantar más, el encapuchado lo agarró por la mano y lo arrastró hasta la superficie.

Ambos permanecieron tirados en el suelo, tratando de recuperarse del enfrentamiento.

—¿Qué era eso? —preguntó el Tig’hi—. Nunca hasta ahora había visto nada igual.

—No tengo ni idea, y tampoco sé por qué estás aquí.

—No es el recibimiento que esperaba —dijo ofendido—. Si no hubiera aparecido, esa cosa te habría matado.

—Debes obedecer las órdenes y no viajar por los distintos planetas cuanto te plazca —reprochó Naev. Se puso en pie y, tembloroso, se adentró en el bosque—. Tú te ocupas de los Dra’hi y yo de los Ser’hi, ese es el plan. Cumple con tu parte, no quiero verte más hasta que no te llame.

—Pero Naev, me preocupas. Creo que deberíamos estar en contacto más a menudo.

—¡No! Atente a las órdenes, yo te haré llamar cuando te necesite, y quizá sea pronto.

—¿Qué quieres decir?

—El Ser’hi y la princesa han ido al primer lugar sagrado, pero no han cumplido con todo cuanto debían hacer. No han roto la esfera, y sabes que sin eso no podemos hacer gran cosa, pues encierra una mínima parte de la esencia del inmortal, no tan grande como las de las esferas de las torres, en Draguilia, en Lucilia y en Crysalia. Tu nueva misión será romper las esferas.

—¡Sabes que no puedo hacerlo! La barrera que protege los lugares sagrados me consumirá, yo no puedo pisar suelo sagrado. Sabes que en esos terrenos solo puede entrar el verdadero hijo del dragón y de la serpiente. Tú mejor que nadie lo sabes. ¡Soy diferente a los demás, no tengo un hermano que me proteja!

—¡Deja de decir estupideces! Eres el hijo del tigre y pisarás suelo sagrado.

—¡Puede que me consuma!

—Ese es un riesgo que debemos correr.

—Veo que no te importa que muera; mi vida para ti no vale nada ¡No me culpes a mí de lo que ocurrió antaño! —gritó desesperado—. Sabes que no soy culpable de ello.

—Vete y no vuelvas hasta que te haga llamar, y entonces pisarás suelo sagrado, aun a riesgo de que pierdas la vida en ello.

El Tig’hi no le llevó la contraria al encapuchado y desapareció tras formarse la imagen de un tigre a sus pies, dejándolo solo.

Se encaminó en dirección a Phelan. Debía advertir a Nathair sobre lo ocurrido en el bosque con la bestia a la que se habían enfrentado. Al parecer el inmortal estaba haciendo uso de fieras que él no conocía. Se alejó del lugar sin percatarse de que Sanice no había perecido en la grieta, y estaba subiendo por ella con extrema agilidad.

***

Phelan era una ciudad amurallada y en su estructura se podían apreciar los estragos de la batalla. Una enorme grieta daba idea de la descomunal lucha que se había desarrollado en aquel lugar; se veía junto a una de las torres que custodiaban la puerta de madera de la entrada, la cual, por extraño que les pareciese, no había caído bajo la fuerte mano de Juraknar.

El pueblo estaba desierto y las casas destrozadas; solo una torre quedaba en pie, rodeada por la figura de una larga serpiente dorada que acababa en la parte superior.

El grupo se encaminó hacia el único lugar en el que podían resguardarse, no sin antes echar un vistazo a los pozos que había por la zona. Contaron hasta seis.

Aileen se apartó un momento de Nathair, inquieta por la existencia de tantos pozos, y en uno de estos dejó caer un cubo y esperó. No tardó en oír cómo se estrellaba contra el suelo: en su interior no había ni una sola gota de agua.

Se asomó a él, pero no vio nada. Se empinó un poco más, pero Nathair enseguida tiró de ella y le hizo un gesto señalando el cielo. Las estrellas ya comenzaban a aparecer y pronto la Oculta les brindaría con su luz roja. Obedeció a su gesto y se alejó del pozo, sin percatarse de la presencia de unos ojos amarillos en el fondo.

Una vez en el interior de la torre les sorprendió que estuviera caldeada e iluminada, por lo que supusieron que quizá alguien la habitara. La sala donde entraron, no muy grande y con varias columnas rojas, era toda de mármol negro. Al fondo había unas escaleras que no tardaron en utilizar para subir al piso superior. Varias antorchas iluminaban su recorrido. Arriba había una sala con dos estancias cuyas puertas estaban hechas trizas y el interior destrozado. En aquel piso no estarían a salvo, por lo que subieron al siguiente. Era de mismas proporciones, pero al menos las puertas estaban en perfectas condiciones.

Entraron en una de las estancias y caminaron por su interior. Estaba inmaculada. Al fondo el fuego crepitaba en una chimenea y frente a esta había un diván y una cama doble con doseles blancos, los cuales no permitían ver si estaba ocupada. Los Ser´hi, con sus armas preparadas, corrieron la tela que impedía la visión. Yacía una persona que había sido prácticamente devorada y desprendía un desagradable olor.

Salieron enseguida de allí y se dirigieron al siguiente piso, que encontraron a oscuras. Aileen tomó una antorcha y encendió las del pasillo. Observaron que las puertas estaban en pie, aunque con zarpazos en la madera.

Los hermanos, preparados para encontrarse con algo peor que en el piso anterior, entraron y encontraron la habitación también a oscuras.

Nathair fue encendiendo las antorchas y comprobaron que era idéntica a la anterior y estaba inmaculada. Encendió la chimenea, frente a la cual estaba el diván y al fondo la cama con dos mesillas de noche. La tela de los doseles estaba recogida y en la cama no había ninguna sorpresa. Aun así, Nathair siguió examinando la habitación. Algo que no le encajaba. Había un espejo pegado a la pared, a la izquierda de la cama. No había armario ni escritorio, pero sí un espejo, y eso le pareció extraño. Entraron en la habitación de enfrente y la encontraron exactamente igual, también con un espejo, aunque frente a este se encontraba una tinaja.

—¡Estaría bien darnos un baño! —sugirió Nathrach.

—Sí, puede que encontremos agua; pero antes debemos prepararnos para los ocultos. Yo me ocupo de esa parte y tú buscas agua. Vosotras, de momento, os quedáis aquí. ¡Nathrach!

—Sí, agua. Buscaré en los demás pisos. Oye, Nathair, el espejo...

—Lo sé, hay un pasadizo tras él. Habrá que hacerlo caer para protegernos de los ocultos.

Nathrach asintió y se perdió tras las escaleras con una antorcha. Nathair se quedó con las chicas en la habitación.

—Por favor, ¿podréis estar unos minutos a solas sin tiraros de los pelos o arañaros?

—¡No somos animales! —intervino Dharani, y Nathair enarcó una ceja por su comentario—. No nos compares con las tigresas. Ellas son inferiores a nosotras y sí actúan como animales. Si quisiéramos enfrentarnos lo haríamos con la magia de las ninfas. Aun así, no debes preocuparte. Trabajaré con la princesa para hacer de este sitio un lugar seguro en el que podamos descansar hasta que partamos hacia el siguiente lugar sagrado. Temo que lo que acabó con esa mujer irrumpa en nuestras habitaciones, y todos sabemos que no fue un oculto.

—¡Tenía unas fuertes mandíbulas! —dijo Aileen, y Nathair le miró con reproche—. ¿Qué ocurre?

—Hubiera preferido que no hubieras visto nada —Nathair suspiró y miró hacia las escaleras. Su hermano no volvía—. Por favor, esperad aquí.

Cerró la puerta tras él y observó el pasillo. Iba a ser difícil protegerse de los ocultos. De su mochila extrajo varios amuletos y los colgó en las paredes, junto a las antorchas; dejó también varios en el suelo. No tardó en ver a Nathrach cargado con unos cubos de agua.

—¿Qué tal lo de arriba?

—Bien, vacío, pero alguien ha estado en la torre hasta hace muy poco. Hay comida, incluso carne, y aún está en perfectas condiciones. ¿Cuánto queda para la luna?

—Ya ha salido, pero no he visto en los alrededores las luces rojas.

Entraron en la habitación que ocupaban Aileen y Dharani y tras poner el agua a calentar se asomaron a la ventana. En el bosque que rodeaba aquel lugar vieron las luces rojas brillar y moverse, pero por alguna razón que desconocían no se adentraban en la ciudad. Les parecía un comportamiento extraño, pero lo prefirieron; al menos no tenían que preocuparse de que entraran en la torre.

Aileen y Nathair se quedaron a solas en la habitación. Dejó que la ninfa se diera un baño a su espalda mientras él miraba por la ventana, con la mano en la empuñadura de su arma. Algo aterrorizaba tanto a los ocultos que no se atrevían a entrar en el poblado.

Desvió la mirada hacia el espejo. Posó sus manos sobre él y palpó su superficie; luego tomó su arma, la alzó y cuando se disponía a hacerlo pedazos llamaron a la puerta.

Nathrach y Dharani reclamaban su turno para el baño.

Abandonaron la habitación y pasaron a la de enfrente y allí Nathair se dejó caer sobre la cama, mientras que Aileen caminó hacia el espejo. De pronto en el vidrio su imagen comenzó a moverse como si se viera reflejada en agitadas aguas y unas manos tapadas con ropas oscuras la tomaron y la arrastraron al interior, ante la impotencia de Nathair. El espejo enseguida volvió a la normalidad; Nathair corrió hacia él y lo hizo pedazos con su espada, pero no encontró nada, no había pasillo como creía, sino una pared.

La golpeó y salió de la habitación impotente por el rapto de Aileen. Pensó pasar a la que ocupaba su hermano con la ninfa, pero desistió y bajó al piso inferior. Sus pasos resonaban en la silenciosa torre, aunque de fondo escuchaba algo más, un sonido que le estremecía, como el de cadenas arrastrándose.

Cuando llegó abajo entró en la habitación donde habían hallado el cadáver y sin mirar a la cama se dirigió al espejo, que hizo también pedazos y tras él encontró un pasadizo. Volvió al pasillo, recogió una antorcha y se internó en él.

No oía nada y el pasadizo seguía girando y subiendo; rodeaba la torre por la parte externa. Llegó a la parte superior y de una patada derribó la puerta que le impedía acceder a otra habitación e inevitablemente se sorprendió por lo que encontró allí.

***

Naev llegó a Phelan casi arrastrándose. Las heridas que la bestia le había causado eran más graves de lo que al principio le parecieron. Estaba débil y su vista se volvía borrosa, por lo que hubo de apoyarse en la pared para no caer al suelo. Tosió y se llevó la mano a los labios, donde apreció sangre.

Entró en el pueblo y se arrastró hasta la torre. Parecía el único lugar habitable y estaba seguro de que Nathair y los demás estarían allí. Entró en ella y muy lentamente comenzó a subir, buscando una habitación segura.

***

—¡¿Lucian?! —preguntó Nathair sorprendido.

Pensó que nunca más iba a volver a ver al anciano con el que estaba hablando Aileen. Había sido consejero de Juraknar desde que él tenía conocimiento y varios meses atrás había desaparecido. Pensó que había muerto y que Juraknar se lo había ocultado, pues su puesto lo ocupaba otro consejero.

El anciano estaba demacrado y varias heridas quedaban a la vista entre sus ropas gastadas. Lo recordaba con un aspecto inmaculado, muy lejano al que ahora ofrecía. Su cabello blanco estaba sucio y alborotado, lo mismo que su barba, y grandes bolsas asomaban bajo sus ojos.

—¡Joven Ser’hi, por favor, póngase cómodo!

Desconcertado, tomó asiento junto a Aileen en una incómoda silla. La princesa le cogió de la mano.

—¡Pensé que habías muerto! —exclamó sorprendido—. ¿Qué haces aquí y por qué te has llevado a Aileen así de mi lado? Me has asustado.

—Princesa, para mí ha sido un placer, pero necesito hablar a solas con Nathair. Por favor, le pediría que volviera a su habitación.

Aileen hizo un gesto de asentimiento y se puso en pie para salir, pero Nathair se lo impidió.

—No importa, Nathair. Es mejor que habléis a solas. Pero prométeme que volverás a la habitación.

—¿Qué?

—¡Promételo! —exigió.

—Está bien, te lo prometo. En cuanto termine de hablar con Lucian, volveré tu lado.

Aileen se perdió entonces por los pasadizos que ocultaban los espejos de la torre.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué te marchaste?

—He servido al inmortal desde que solo unos pañales lo cubrían. Unos cuantos más y yo mismo lo criamos. Es un monstruo. Me marché de su lado porque no me agradaba su cambio de actitud; se ha vuelto demasiado confiado y soy incapaz de estar con alguien que no escucha mis consejos. Nathair, quizá te interese saber que estoy enterado de todo.

—¿Qué es lo que sabes?

—Todo. Puede que ya no viva en el castillo, pero estoy al tanto de cuanto ocurre. Sé de tu traición, de tus planes, de Aileen, princesa de las ninfas... Conozco lo referente con la Lanza de la Serenidad y lo que haces aquí; es más, incluso sé que has visitado el primero de los pilares.

—¿Cómo...?

—¿Que cómo lo sé? Soy consejero. Fui la mano derecha del inmortal durante mucho tiempo; mi misión era la de conocer todo cuanto ocurría a su alrededor. Y, joven Nathair, sé lo de tu amigo. Alguien a quien tú llamas Naev y del que lo ignoro todo.

—¿Vas a traicionarme?

—No. Quiero hablarte de algo que desconoces de ti. Es sobre tu madre.

—Ella nos abandonó. Le dio miedo, huyó cuando me dio a luz.

—Eso no es verdad. El inmortal no quería que los hijos de la serpiente fueran chicos débiles o con sentimientos. Quería que fuerais como él, fríos como el hielo, sedientos de sangre y para ello os privó de vuestra madre. Ella solo haría que os ablandaseis. Y se deshizo de ella. La asesinó. Yo estaba delante, tu madre te estaba dando el pecho. Os quería mucho, a ti y a tu hermano; erais lo únicos que le quedaba después de vuestro padre.

—¿Qué le ocurrió a mi padre?

—También fue asesinado. Ya sabes que trabajaba para el inmortal, pero opuso resistencia cuando quisimos llevar a tu madre al castillo. Lo confieso, fui yo mismo quien mató a tu padre. Actué como un cobarde, lo acuchillé por la espalda y lo dejé morir lentamente. A tu madre le hicimos creer que lo mató una de las bestias y que por ello era llevada al castillo. Un trato especial para las mujeres de los hombres que habían servido al inmortal.

—Pude haber llevado una vida mejor... —dijo serio—. Pude haber sido un chico normal.

—La marca hubiera nacido en ti, eso es lo de menos; si el monje no hubiera traicionado a los Dra’hi nosotros nunca hubiéramos sabido de vuestra existencia —gritó—. Estabais destinados a ser compañeros de batalla de los Dra’hi, unidos los cuatro contra el inmortal, pero Shen cambió el destino. Os puso de su lado.

—¡Maldito sea el monje!

—¡Niño, no blasfemes!

—Hablaré como quiera, no eres el más indicado para darme consejos. ¡Dejaste morir a mi padre lentamente! —le acusó—. No hiciste nada para evitar que mi madre sufriera. ¡Podrías haberla llevado a algún lugar seguro! Con los Dra’hi.

—Sabes que por entonces trabajaba para el inmortal.

—¡Y ahora te arrepientes! —acusó—. Después de todo el daño que has causado. Estoy aquí encerrado, velando mis pasos, cuidando cada movimiento que hago para que el inmortal no me lance a las negras aguas para ser alimento de las sirhad, o para no quedarme una noche de Oculta a la intemperie atado y amarrado para alimento de esas fieras.

—Si fueras compañero de los Dra’hi nunca hubieras conocido a Aileen.

Estas palabras tranquilizaron un poco a Nathair.

—¿Para qué me cuentas todo esto?

—Hay algo que desconoces. Nathair, tienes que tener siempre en cuenta que tú eres el verdadero hijo de la serpiente, el nacido el año de la serpiente, no tu hermano. Él es el mayor, pero tú eres el verdadero Ser’hi, el más fuerte de los dos. Hay cosas que tú podrás hacer y tu hermano no, ¿comprendes?

—Hmm... Más o menos.

—Esto se me hace muy difícil... Sé que lo que voy a decirte te va a doler, pero debes saberlo. Durante años el inmortal ha intentado controlar la hechicería. Él es fuerte, pero hay cosas que escapan a su control, como la Oculta. Siempre ha intentado ser el más fuerte. Tu madre le causó un gran impacto; era preciosa, la mujer más bella que había conocido y el inmortal quedó prendado de sus encantos. Eso le inquietó. No quería ser débil. A pesar de que la mató, nunca fue capaz de deshacerse de su cuerpo. En el castillo hay innumerables pasadizos, algunos que ni siquiera el servicio los conoce. Uno de ellos está camuflado entre columnas y lleva a una de las torres superiores.

Nathair recordaba muy bien aquel pasadizo. Cuando vio a Juraknar hablar con el traidor de los Dra’hi, se perdió en un túnel que desconocía. Las paredes se movieron y luego desaparecieron, sin dejar evidencia alguna de su existencia.

—Utilizó el cuerpo de tu madre. En ella experimentó hechizos. Nathair, es duro, lo sé, pero tu madre no está muerta, es un monstruo.

—¡No te creo! —gritó poniéndose en pie—. Nadie puede hacer eso. Nadie puede volver a la vida a los muertos, es... es imposible.

—Solo pensé que debías saberlo y de alguna manera, recompensar la información que le he facilitado, además de proteger su traición.

—No estoy recibiendo esta información sin algo a cambio, ¿qué es lo que quieres?

—Mírame, soy un anciano débil y demacrado, casi no puedo moverme. No sería capaz de evitar una sola estocada de tu espada aunque fueras el guerrero más lento de toda Meira. ¡¿Por qué no me matas?! —gritó lleno de rabia.

—Si lo hiciera me convertiría en alguien que no quiero ser. Me enfrento a ello cada día —le miró fijamente y el anciano pudo apreciar ira en sus ojos—. No soy Nathrach, y mucho menos Juraknar. Si te mato estaré más cerca de ser como ellos. Deberás buscar tu liberación por otro medio, no seré yo quien te mate.

El anciano rió y Nathair intentó ignorar aquella risa histérica que comenzaba a inquietarle.

—¡Nunca saldréis de este pueblo maldito! —gritó Lucian entre carcajadas y como temía volvía a estar solo. A pesar de haber confesado al Ser’hi que él había sido el asesino de su padre, no lo había matado, sino que lo había dejado en aquel lugar sabiendo que sufriría más. Pero no podía seguir así. Quería ser libre y odiaba el día que se refugió en Phelan.

Únicamente veía una solución para escapar de aquel lugar. «¡Juraknar!», murmuró. Nombró al innombrable, que se había convertido en su enemigo tras abandonar el castillo en plena noche y al ver el vórtice crearse en la nada supo que sería su fin, y su grito de dolor al ser devorado por el dragón se escuchó en toda la torre.

***

Aileen llegó a la habitación algo decaída por la noticia transmitida por el anciano. Este la había utilizado solo para hablar con Nathair, aunque le había confesado lo de su madre. Le parecía cruel y se preguntaba cómo encontraría a Nathair cuando llegara a la habitación.

Suspiró y se detuvo ante una pared. Recordaba que cuando el anciano la había arrastrado tras el espejo había hecho vencer aquel muro con una palanca oxidada y vieja. Entonces se dio cuenta de que quizá quería ganar tiempo con Nathair para antes hablar con ella.

Volvió a suspirar y no tardó en encontrar la palanca, tiró de ella y se sorprendió al encontrar a Naev en la cama. Parecía herido y agotado. Corrió hacia él y se sentó a su lado en la cama.

—¡Naev! ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

—Tranquila, ya me encuentro mejor. No tengo fuerzas para viajar. Prefiero quedarme aquí.

—Por favor, Naev, quítate la capa. Curaré tus heridas. Deja que te vea.

—Princesa, prefiero que no veas mi cuerpo.

—Nathair me dijo que tenías el rostro desfigurado. No me importa, debes dejar que te cure.

—Tranquila. Ya he sanado mis heridas y las he vendado. Deja que descanse... Quizá sí puedas hacer algo para ayudarme.

—¿Qué?

—Sé qué eres buena con las plantas. Prepárame algo que para que me alivie el dolor.

La princesa corrió hacia el zurrón de Nathair y de allí extrajo varias bolsas de hierbas con cuya mezcla elaboró un bebedizo. Se lo ofreció y le ayudó a tomarlo.

—¡Naev!

El encapuchado miró a la princesa extrañado por su expresión de tristeza.

—¿Qué te ocurre?

—Es por Nathair. No sé qué hacer.

Con pocas palabras le resumió lo contado por el consejero. El maestro desconocía tales hechos, a pesar de haberse movido por los pasadizos del castillo durante años. De pronto vieron la puerta levantarse y un taciturno Nathair apareció tras ella. No preguntó por qué Naev estaba allí, sino que se dirigió directamente al fuego, tomó asiento frente a él y se abrazó a sus rodillas, haciendo oídos sordos a las palabras de Aileen.

Naev posó su mano sobre el hombro de Aileen e hizo un gesto negativo. Era mejor dejarlo solo, por lo que ambos se tumbaron sobre la cama a descansar.

Una vez que Nathair se aseguró de que dormían, extrajo de su cintura la bola azul que le había entregado Juraknar. La sostuvo en sus manos hasta que un círculo comenzó a expandirse y la imagen de Kirsten ocupó el campo de visión. Dormía y parecía estar a salvo. Suspiró y la observó durante un momento, ante la mirada de Aileen, que lo observaba todo. Tras un largo rato, hizo desaparecer la imagen y se dirigió a la princesa, que había cerrado los ojos para fingir que seguía dormida. Se arrodilló frente a ella y deslizó los dedos por su rostro. Le parecía preciosa, pero la veía muy lejana… Estaba hecho un lío.

Deprimido, cerró los ojos y permaneció junto a ella, con la mano cerca de su rostro, tocando su piel, hasta la de Aileen la acarició.

—Aileen... —dijo con tristeza.

Ella posó los dedos en sus labios impidiéndole hablar y le rodeó con los brazos. Pronto sintió las manos de Nathair rodeando su cintura con mucho cuidado, sin sentirlas apenas.

—No soy de cristal, no voy a romperme porque me abraces más fuerte.

Nathair rió, agradeciendo sus palabras, y la estrechó entre sus brazos.

—¿Estás mejor? —preguntó Aileen, acariciando su rostro.

Él afirmó, incapaz de hablar, y ambos se acercaron a la ventana, donde observaron las luces de los ocultos moviéndose por los alrededores, sin atreverse a entrar en el pueblo. Fue entonces cuando repararon en los seres con ojos amarillos que vagaban como almas en pena por todo el poblado.

—¡Creo que vamos a estar mucho tiempo aquí! —exclamó Nathair, y Aileen, con pesar, hizo un gesto afirmativo dándole la razón.

12

Los sentimientos de Nad (Nad)

Nad estaba de nuevo en su poblado. Sabía que debía seguir las órdenes del encapuchado, pero antes prefería hacer una parada en el poblado de las tigresas, lugar donde lo veneraban por la marca que lucía su pecho; además, tenía que hablar con alguien.

La noche había caído en Crysalia y el lugar estaba más que silencioso. El poblado de las tigresas se encontraba en el interior de Montes Tigre; unos terrenos secos que durante el día alcanzaba altas temperaturas y por las noches se volvían muy frías. El pueblo se hallaba en el interior de un valle donde nadie entraba o salía sin su consentimiento. Había varias cabañas de madera repartidas por la zona, todas rodeando la hoguera del centro. Se dirigió allí y tomó asiento en uno de los bancos de madera. No muy lejos se encontraba un mástil de madera con la bandera de la tribu, que ondeaba con la brisa nocturna. De fondo blanco, llevaba la imagen de un tigre igual que el de su marca.

—¡Bonches nithes! —saludó alguien tras él en el idioma de la tribu.

—¡Bonches nithes! —saludó sin girarse. Sabía que a su espalda se encontraba su maestra, Syderlia, una tigresa mestiza; por sus venas corría sangre de humano y por ello quizá fuera más civilizada que cualquiera de las tigresas, aunque no sería él quien levantara la furia de su maestra. Era una mujer alta, delgada, aunque no débil. Tenía los característicos ojos felinos de la raza tigresa; exceptuando eso, su imagen era bastante normal, aunque Nad no podía llamarlo así. Vestía ropas oscuras y apretadas: pantalones a los que faltaban varios trozos, dejando al descubierto su curtida piel; camisa negra de tirantes, que le caía unos centímetros por debajo de los pechos y dejaba al descubierto un firme estómago. Su boca era sensual y poseía rasgos finos y perfectos, aunque eso no le daba apariencia débil, porque Nad sabía mejor que nadie lo dura que era su maestra. Tenía el pelo largo, negro y rizado, recogido en una coleta alta.

Syderlia tomó asiento junto a Nad y le pasó el brazo por los hombros.

—¿Habéis vuelto a discutir?

—Es imposible no hacerlo.

—Ya sabes cómo es. Dale tiempo.

—Me culpa de lo ocurrido. ¡Por el amor de los Dioses! Solo tenía tres años cuando sucedió —se lamentó el hijo del tigre—. Siento mucho lo que ocurrió entonces, pero me lo reprocha. Y no le importa nada mi vida.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Quiere que visite los lugares sagrados. No quiere pedírselo a Nathair porque hará preguntas que no puede responder. En realidad, me sorprende que no empiece a sospechar.

—No creo que Nathair sospeche de Naev. Ha sido su única compañía desde que era un niño; antes de desconfiar de él se amputaría un brazo.

—Supongo que sí —afirmó Nad.

—No tengas en cuenta las palabras de Naev, seguramente solo estaría enfadado; ya sabes lo temperamental que es.

—Es paciente con todos excepto conmigo. Syderlia... sabes que no puedo pisar suelo sagrado. Me desintegraré o quemaré. Solo pueden entrar Nathair, Xin y la princesa de las ninfas, por eso de sus recuerdos, nadie más. No creo que ninguno de los tres destruya las esferas sin hacer preguntas, y sabes que no podemos contestarlas, de momento; nuestras vidas correrían peligro. Y además es demasiado pronto para romper las esferas.

—No te preocupes, yo hablaré con Naev. Estaría furioso. No va a dejar que arriesgues tu vida innecesariamente.

—¿Por qué no? —preguntó furioso—. Me odia, y a pesar de que lo niegues, lo sabes.

—Has de admitir que lo pasó muy mal, pero por ello no debe culparte. Nad —dijo con un suspiro—, debes endurecerte. Eres el hijo del tigre, tienes una gran misión. Debes ser más fuerte.

—No pedí ser el hijo del tigre, ¡no lo pedí! —gritó.

—En el fondo aún eres un niño. Atente al plan, Nad, estás perdiendo tiempo. Descansa esta noche y sigue con la misión. Naev se ocupa de los Ser’hi y tú de los Dra’hi. Ese es el trato. Sé que están en las montañas Lobo Azul y tendrán dificultades, debes ayudarlos.

—Solo sirvo para ayudar. A nadie le importara que desaparezca.

—¡No digas estupideces! —exclamó molesta por la actitud de su alumno—. Levántate, entra en tu cabaña y descansa. Quiero verte en pie mañana con las luces del alba para partir hacia Lobo Azul.

—¡No me gusta ese poblado!

—No te lo estoy sugiriendo, te lo estoy ordenando. Mañana te marchas.

—¡Es noche de Oculta! —recordó Nad aún enfurruñado.

—Pues correrás el riesgo. No soporto verte aquí lloriqueando. Mañana partirás. Tienes que guiar a los chicos por los terrenos de Lucilia. Guiaste a Kirsten hasta Viento y Agua, ahora tienes que hacerlo hacia Cerezo. ¿Me estás escuchando?

—Sí, te escucho. A veces eres insoportable. Está bien, me marcharé mañana, pero escucha con atención lo que te digo: ayudaré a los Dra’hi, seguiré con el plan, pero no pienso poner un pie en Lobo Azul. Esperaré hasta que se marchen, pero no visitaré ese poblado.

—Me parece bien. Yo te esperaré en los terrenos del norte, donde te dirigirás cuando los lleves hasta Cerezo. Debemos ayudar en todo lo posible para que el plan siga su curso, y no quiero más lloriqueos.

—¡No quiero más lloriqueos! —se burló él por lo bajo.

—¡Te he oído! Ahora vete a tu cabaña y mañana, cuando irrumpa en tu cabaña, no quiero verte en ella. Sabré si te estás escondiendo en el poblado como si fueras un chiquillo asustadizo y miedoso.

Nad gruñó, se puso en pie, dejando en la hoguera a su maestra y se perdió en el interior de una de las cabañas ante la mirada de Syderlia.

A la mujer no le gustó la idea de que visitara a Naev. Nadie debía saber que el hijo del tigre y el encapuchado se conocían, pero su alumno insistió en visitarlo y en consecuencia había vuelto de un pésimo humor. En el fondo, y a pesar de sus dieciocho años, seguía siendo un niño, y las palabras de Naev le habían dolido incluso a ella.

Se había criado desde siempre con Nad. Le había cuidado sabiendo que no era como los demás y no le gustaba que lo hirieran; sin embargo, debía madurar. Ella misma había sufrido a lo largo de su vida y le gustaría ahorrarle sufrimiento a su alumno, pero eso solo lo convertiría en una persona débil. Aun así, se prometió hablar con el encapuchado. Ambos debían olvidar el pasado, pues ninguno de los dos era culpable de lo que ocurrió. Y bajo la luna Oculta, protegida por los amuletos de los inmundos seres, se prometió que nadie más dañaría al hijo del tigre.

13

Caminos separados (Kun)

Al igual que hicieron la noche anterior, Kun y Xin prefirieron compartir cabaña. Las chicas durmieran en la única cama de la estancia, mientras que ellos descansaron frente al fuego.

Bien entrada la madrugada, Kirsten despertó. Tras lo ocurrido entre Lizard y Kun, el Dra´hi había actuado con normalidad, pero ella sabía que estaba dolido. Había intentado hablar con él, pero había evitado el tema en todo el momento.

Tras salir de la cama sin despertar a Niara, se dirigió frente a la chimenea, donde en el suelo dormía Kun. Sigilosa se tumbó junto a él y acabó acurrucada a su lado, bajo sus mantas.

—¡Creí que no querías volver a dormir conmigo! O eso dijiste —murmuró Kun, atrayéndola más hacia él, saboreando la cercanía de su cuerpo al de él—. Comentaste que a partir de ahora si quería que mis noches no fueran frías, debía dormir con mi hermano.

—Bueno, para qué lo voy a negar. Contigo no paso nada de frío y este condenado pueblo es muy helado.

La conversación se interrumpió cuando Kun besó de manera ansiosa a Kirsten. La pareja se ocultó más bajo las capas, deleitándose bajo ellas en caricias.

A poca distancia, Xin los observaba y una sonrisa se dibujó en sus labios. Su hermano tenía su manera de ser; era distante, a veces no confesaba como se sentía, pero de alguna manera intuía que ya estaba mejor y en especial, referente a Kirsten.

***

Con la llegada de las primeras luces del alba, también vino la ventisca. Las heladas eran bastante agresivas y apenas había habitante que salieran de sus cabañas. Aun así, Lizard era una excepción. Esa mañana volvió a disculparse con Kun y expresó su preocupación por no encontrar a Axel, pues conocía cuan ruin podía ser el hombre y temía que pasase tanto tiempo sin actuar. Por ese motivo iba a volver a buscarlo y los hermanos se le unieron a la búsqueda.

No fue hasta el mediodía cuando las nieves dieron un respiro, momento que aprovecharon muchos para salir. Y eso hicieron Kirsten y Niara. Las chicas paseaban por el poblado en dirección a la cabaña de Daksha; Lizard había disculpado su ausencia debido a su malestar y aunque ambas insistieron en conocer qué le ocurría, el hombre no dijo nada al respecto.

Un gran alboroto alarmó a las chicas. Las voces provenían tras ellas y cuando se giraron observaron a un hombre descompuesto por el miedo. Por su indumentaria deducían que venía de una expedición, pues iba cubierto con más pieles que cualquiera de los hombres que habían visto. Además su cabello estaba cubierto por la nieve, al igual que las cejas, y cargaba con un zurrón.

Sin vacilar, el desconocido tomó su arco y cargó varias flechas.

—La bastarda de nuestro enemigo está aquí —gritó—. Nos quemará las entrañas o nos entregará a su padre. Ahora conoce todos los pasadizos para llegar hasta nosotros —tras sus palabras lanzó las flechas. Estar cortaron el aire con una gran rapidez, pero antes de llegar a Kirsten, ardieron en llamas sin tan siquiera dañarla—. ¡Miradla! Utiliza el fuego. Es otra creadora de fuego. ¿Quién ha traído a esa ramera? ¿A la destructora de nuestro porvenir? —preguntó nervioso, haciendo oídos sordo a todo cuanto decían sus compañeros. De nuevo preparó tres flechas y las lanzó.

Al igual que sucediera con las anteriores, a poca distancia de la chica, se convirtieron en llamas. Pero las palabras del hombre habían herido a Kirsten y su poder se manifestó con fuerza. Una ola de calor surgió de su cuerpo, lanzando a los hombres por los aires. Aquel aire caliente había chamuscado algunas de sus prendas, derretido la nieve del poblado y parte de las cabañas también se veían afectadas, pues sus techos estaban ardiendo.

El hombre que hacía un instante había atacado a la chica, le miraba con pavor. Más miedo que nunca y con ayuda de algunos hombres se puso en pie. Y a pesar de haber comprobado en su propia piel el poder de la hija del inmortal, nada contenía su lengua.

—¡Apresadla! ¡Noqueadla! La quemaremos antes de que recupere el sentido.

Y aunque muchos eran los que deseaban hacer lo ordenado por su compañero, nadie movió un dedo. La mirada de la chica les infundía más miedo que los ojos violetas de Juraknar, pues las ramificaciones rojas que tan especiales hacían la mirada de Kirsten, se habían intensificado mucho más.

La chica se sobresaltó al sentir dos manos sobre sus hombros, aunque al instante reconoció esa sensación de calma que le embargaba cada vez que Kun la tocaba trasmitiéndole su magia y al instante estaba más tranquila. No opuso ninguna resistencia cuando el Dra´hi le puso la capa y le cubrió la cabeza con la capucha. Entonces la giró.

—Ve hacia esa cueva —dijo señalando la salida del poblado—. Nos marchamos. No vamos a pasar una noche más aquí. Voy a por nuestras cosas, tú espérame allí.

Kirsten asintió y sin pronunciar palabra fue al lugar, seguido por una conmocionada Niara. Mientras, Kun fue derecho a la cabaña seguido de un silencioso Xin, mientras que Lizard no dejaba de dar voces.

—¡No puedes irte! No encontrarás el camino en las cuevas y es noche de Oculta. ¡Estás poniendo vuestras vidas en peligro!

—¿Y qué quieres qué haga? —gritó furioso—. Tú has visto lo que las palabras de uno de tus hombres le han provocado. Perderá los nervios y será muy difícil controlarla. Y no me preocupa eso, porque soy de las pocas personas que puedo calmarla, me asusta su estabilidad mental. ¿No ves el dolor que le han causado sus palabras? Ya sabes lo que pasó en Serguilia y prometí protegerla. No nos podemos quedar aquí. Toda persona tiene un límite y ella debe de esta a punto de desbordarlo.

—¡Vámonos! —dijo Xin, con sus pertenencias ya preparadas.

—No, Xin, tú te quedas. Escucha, a Niara le aterroriza la Oculta y si ella pierde los nervios en el interior de la cueva, nos podrá enterrar a todos. Vosotros quedaos aquí, hasta que la luna pase. Solo serán unos días.

—No podemos separarnos, no debemos. Yo… debe de haber alguna solución —murmuró el Dra´hi, nervioso.

—Basta, Xin, solo van a ser dos días. Solo estaremos separados dos días. Kirsten y yo os esperaremos al otro lado, tras las montañas. ¿De acuerdo? Es por el bien de todos, lo entiendes, ¿verdad?

Muy a su pesar, Xin asintió y ayudó a su hermano a recoger sus pertenencias. Lo acompañó hasta donde estaban las chicas y una vez allí abrazó a Kirsten.

—Cuida bien de Kun —le susurró al oído—. Y no hagas caso de lo que has escuchado. Nos veremos en dos días.

Kirsten asintió a la vez que estrechaba con más fuerza a Xin y tras despedirse de Niara, la pareja se internó en la cueva con su única compañía y un mapa que les había facilitado Lizard sobre el lugar.

El hombre los observaba en silencio y solo actuó cuando el causante de todo aquel alboroto corría hacia la gruta, dispuesto a cumplir su amenaza. Pero sus palabras fueron acalladas por el fuerte puñetazo que le propinó Lizard. Tras el golpe, el lizman tomó al hombre del brazo y lo llevó a la cabaña de Daksha.

Tanto Xin como Niara observaron como otros miembros de la tribu acudían a la cabaña, incluido Lobo. La pareja ignoraba qué sucedería en su interior y preferían ignorarlo; el Dra´hi había decidido que aprovecharía los dos días que estaría a solas con Niara para mostrarle todo lo que Xinyu le enseñó sobre sus poderes y la manera de controlarlos.

***

Helian, que así se llamaba el viajante y llevaba jornadas de viaje, era recriminado por Daksha debido a su actitud.

—¿Por qué defiendes a la bastarda del inmortal? —bramó golpeando la mesa—. No hay duda de que las fiebres y tu enfermedad están acabando con tu juicio. Me da igual lo que hagáis los demás —gruñó mirando a los restantes—. Pero no voy a dejarla escapar. Ahora mismo me interno en la cueva y no pararé hasta que su sangre manche mis manos.

Se giró en dirección a la puerta, encontrando a Lizard, que con brazos cruzados le esperaba.

—Apártate sucio lizman, puede que seas la mano derecha de Daksha, pero para mí no eres más que escoria.

—¡Basta ya! —gritó Daksha—. No irás tras ella, porque Kirsten es la solución a mi enfermedad. Ella es la única capaz de obtener mi cura y no solo piensa en mí. Lo que a mí me ha pasado puede ocurrirle a cualquiera; bien sabes que hemos perdido a muchos por la misma causa que yo parezco y ahora tenemos a nuestra alcance la manera de obtener el antídoto —bramó rabioso—. Todo este tiempo tanto Lizard como yo hemos hecho lo que ha estado en nuestras manos para ganarnos a la chica, para que confíe en nosotros y tú has estado a punto de tirar todo nuestro trabajo por la borda.

»¿Cómo has podido actuar con tan poco juicio? ¿Acaso no pensaste que le dábamos refugio por algún motivo? Ahora aléjate de mí vista antes de que vomite y más vale que de alguna manera recompenses tus errores. Irás a ver al menor de los Dra´hi y no solo te disculparás por lo que has hecho, sino que habrás de demostrarle cuan arrepentido estás de tus actos. ¡Ve! —ordenó al ver que no se movía.

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