Despertar

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–¿Cómo lo sabe?

–Ed es… un buen hombre.

–¿De verdad? ¿Cómo puede estar segura?

Evelyn cierra los ojos un instante. Sacude la cabeza. ¿Qué puede decir?

Siempre me ha querido. Cuidaba de mí. Era mi aliado. Hacía que me sintiera la parte mejor y más valiente de él.

Simplemente lo sé.

Rowan ha levantado la voz, prácticamente está chillando.

–Pues si está tan segura, ¿qué hace aquí?

Evelyn vuelve a sacudir la cabeza, se fuerza a mirarle.

–Lo siento. Supongo… que no lo estoy.

No quiere escuchar más. Sea lo que sea lo que tenga que contarle. Y, no obstante, sabe que debe escucharlo; que lo han desencadenado entre los dos y ahora no podrán moverse hasta que termine.

Rowan enciende otro cigarro, se encorva, escupe las palabras al vacío que los separa.

–En cuanto nos acercamos al frente supe que el presentimiento era verdad, que pintaban bastos. Cruzamos Albert. Todas las casas estaban tapiadas con maderos. Como si hubiera una plaga. Un ángel colgaba de la iglesia con un niño en las manos. Parecía una mujer en la proa de un barco que se hunde.

»Nos tuvieron esperando junto a la iglesia durante horas. A Michael le pasaba algo, no paraba de temblar. Me senté a su lado. “¿Estás bien?” Me miró. Empezó a decirme algo. Creo que intentaba contarme lo que les había pasado antes, a su compañía. Que había pasado por el mismo sitio de camino al frente. Pero no estaba centrado, no se le entendía.

»A nadie le gustaba que hablaras. A nadie le gustaba que te asustaras. De modo que estábamos sentados y la gente le oyó parlotear y empezó a mandarle callar. Comenzaban a ponerse furiosos. Y yo le dije: “Ahora no es el momento. Hay que seguir. Lo sabes. Lo siento, pero ahora no puede ser. Tenemos que seguir adelante”. Se calló. A mí me pareció que estaba bien. Nos trajeron un té de esas cocinas de campaña y algo de manduca, y tabaco. Michael estaba callado. Esperamos hasta tarde, y cuando anocheció avanzamos hacia el frente. No había luna, cosa buena, porque las lunas eran mala cosa.

–¿Por qué? ¿Por qué eran malas?

Él la mira con desdén.

–Porque los del otro bando te veían. Lo peor era la luna llena.

«Y por tanto he pactado con la luna. Que las noches despejadas me llevará contigo.»

Evelyn tiembla. Estúpida. Por supuesto.

–Llevábamos mucho rato en marcha, serían las dos o las tres de la madrugada, olíamos que estábamos acercándonos.

–¿Cómo?

–Pues porque apesta. A mil demonios. Y empezó el barro. Caminábamos por un paso de tablones. Si te caías, te ahogabas. Oías a hombres y caballos atrapados abajo, desgañitándose. Pero tenías que pasar de largo. Tenías que cogerte del hombre que caminaba delante de ti y continuar. No íbamos muy rápido. Pero a medida que nos acercábamos comenzamos a distinguir a los que dejaban el trozo de frente que íbamos a defender.

–¿Cómo?

–Venían hacia nosotros, empujándose a oscuras. Lo más rápido que podían. No lo suficiente, para su gusto. Teníamos que agacharnos para que no nos tirasen al pasar y les preguntábamos por lo bajo, a oscuras, cómo era. Querías saber lo que te esperaba. Y solo decían: «Un chollo, tío, un chollo». –Deja una pausa, suelta una risa breve, seca–. Pero eso lo decían siempre.

»A oscuras no les veías la cara, pero a veces los alemanes lanzaban una de esas bengalas. Como fuegos artificiales rojos. Las lanzaban de vez en cuando para vernos bien. Michael avanzaba justo detrás de mí. De casualidad me giré justo cuando encendieron una bengala y le vi la cara. Miraba al frente y justo delante de él había una mano que asomaba de la pared de la trinchera. Yo la había rozado al pasar, pero sin saber lo que era.

–¿Cómo? –Evelyn se inclina hacia delante–. ¿Cómo había acabado allí?

–Son cosas de las trincheras. Si pasaban una mala racha, muchos días seguidos de combate, y había que volver a abrir trincheras, tenías que cavarlas entre los cadáveres. No te quedaba otra. Pero el brazo le rozó y Michael comenzó a hacer un ruido raro. Muy flojo, pero sin parar. Algo así como «Oh oh oh oh oh oh».

Incluso aquí, incluso sentada en esta habitación, es horrible. Incluso aquí, Evelyn quiere que se calle.

–Todo el mundo le mandó callar. Pero él no paraba. Como si no nos oyera. «Oh oh oh oh oh.» El capitán Montfort vino desde delante abriéndose paso a empujones y lo agarró y le dijo que como no se callara le rajaría la puta garganta y lo callaría para siempre. Y Michael se calló. Se calló. Echamos a andar de nuevo. Pero yo le oía temblar. Como si las palabras se le hubieran metido dentro, y oía la mochila golpeándole la espalda por culpa de los temblores.

»Cuando llegamos a primera línea del frente nos estaban bombardeando. Nos presentamos a nuestro superior. El sargento repartió las tareas. Michael estaba desmoronado, no estaba en su sano juicio. Intenté pensar en qué le podía decir para tranquilizarlo un poco, pero no se me ocurrió nada. El sargento me ordenó llevar un mensaje al refugio del capitán Montfort. Me lo encontré desgañitándose al teléfono. “Qué cojones” esto y “qué cojones” lo otro. Los hijos de puta que habían estado antes que nosotros se habían ido cagando leches y no habían dejado nada de nada. Ni información, ni nada. Se habían largado sin más.

»–Hind –me dijo el capitán–. Detrás de la trinchera de apoyo se amontonan los cadáveres. Coge palas y a cinco hombres y enterrad a esos infelices. Y a Hart, llévate a Hart. No quiero tenerle gritando por aquí.

»Y pensé que si al menos nos alejábamos un rato de primera línea podría serenar a Michael. A todos nos entraba el pánico de vez en cuando. Pero nadie quería tener a un compañero así a su lado. El miedo se contagia.

»Cogí a Michael y a otros cuatro hombres y dejamos las mochilas y volvimos a la trinchera de apoyo. El capitán Montfort me había indicado dónde buscar, pero cuando nos acercamos no hizo falta: había moscas por todas partes.

Rowan se enciende un cigarrillo con la colilla del anterior.

–Trepamos fuera de la trinchera, pero agachados, porque aunque no estábamos en primera línea, no quedaba muy lejos. Allí el suelo no estaba tan enfangado. No sé por qué. Si no, se los habría tragado. Pero había que enterrarlos. Seguían bombardeándonos, el estruendo era horrible, de verdad, pero el ruido de las moscas lo tapaba todo. –Mira al vacío–. Los últimos que habían pasado por allí habían dejado que sus compañeros se pudrieran al raso.

»Así que nos tapamos la cara con la bufanda y empezamos a cavar. Cavamos a poca distancia de los cadáveres. Estaba tan oscuro que era peligroso alejarse. Bastaba con enterrarlos donde estaban. Éramos seis y trabajábamos por parejas. Yo cavaba con Michael y no paraba de preguntarle cómo estaba. Me decía que bien, pero no paraba de girarse a vomitar, aunque, claro, estábamos todos vomitando, o sea que no era raro.

»De vez en cuando una bengala iluminaba el cielo y teníamos que tirarnos cuerpo a tierra, así que nos metíamos en las tumbas que estábamos cavando. Y me dio por pensar: Qué práctico, ¿no?, si nos pasa cualquier cosa y estamos enterrados, solo tendrán que echarnos unas paladas de tierra encima. Pero estamos cavando para otros pobres desgraciados, ¿dónde los meterán entonces? Y, la verdad, no me apetecía compartir tumba con ellos.

»También buscábamos las identificaciones para inscribir las cruces. Hay que hacerlo siempre, para que los puedan localizar cuando todo termine, si es que no han llegado volando al más allá. Michael estaba buscando la chapa de uno, pero se le resbalaba todo el rato de las manos. A ver, le dije, déjame a mí. Y me agaché y…

Se calla.

–Cayó un obús. A unos veinte metros de donde estábamos. Cuando volví en mí, no veía nada. Se me había metido medio campo por la nariz y la boca y todo estaba aún más negro que antes, y yo allí plantado, escupiendo, tratando de ver otra vez.

»Encendí la linterna. Los demás también estaban quitándose tierra de los ojos y la boca. Michael no estaba. Le llamé a gritos. Lo busqué por todos lados, pero nada.

»Estábamos todos menos él. Cubrí con un poco de tierra el cadáver que tenía que enterrar y lo dejé y regresé con los otros al tramo de trinchera que nos servía de refugio. Pero Michael tampoco estaba allí. De modo que fui a ver al capitán Montfort y le informé de que el soldado Hart había desaparecido.

»–¿Desaparecido, a qué se refiere?

»–No está. Ha caído un obús y ahora no le encuentro.

»–Sé perfectamente que ha caído un obús. Han muerto dos cocineros.

»Yo estaba sacudiendo la cabeza porque no oía bien y el pitido de los oídos lo tapaba todo.

»–Tiene sangre en la cabeza –me dijo el capitán–. Vaya a que se lo miren.

»Más que escucharle, le leía los labios de lo fuerte que era el pitido.

»De modo que fui a que me vieran y por el camino no paré de buscar a Michael, pero no lo encontré.

–Pero seguramente… –Evelyn se inclina hacia delante.

–¿Qué?

–Bueno, podía estar enterrado, ¿no? Podía haberlo enterrado el obús. ¿A nadie se le ocurrió mirar?

Rowan niega con la cabeza.

–Yo sabía que no estaba enterrado. Fui a la enfermería. Allí había de todo, el obús había hecho mucho daño y lo mío no era urgente, de modo que tardaron un rato en vendarme. Y seguí buscando a Michael, pensando que si estaba herido habría ido a la enfermería. Cuando por fin me atendieron, les conté lo del obús y pregunté si habían atendido a alguien más. Me preguntaron a qué compañía pertenecía y cuando se lo dije me contestaron que hacía un rato había llegado otro de los nuestros, temblando y hablando sin sentido. Lo habían tumbado en una camilla, pero había desaparecido. ¿Se había vuelto a presentar en la compañía? Dije que no lo sabía. Y enseguida me asaltó una sensación horrible.

»Cuando regresé a mi puesto, Michael no estaba.

»Anocheció, y Michael seguía sin aparecer.

»Amaneció y nos tocaba diana y revista y yo sin dormir y Michael que no había aparecido, y todo el mundo me miraba como si yo supiera dónde estaba.

»Me llamó el capitán Montfort. El hombre se puso a gritarme. Tenía pinta de que tampoco había pegado ojo. Estaba bebido. A los oficiales siempre se lo notabas, olían a whisky –explica con amargura–. A nosotros no nos permitían esas cosas. Solo nos daban una ración de ron por la mañana antes de salir de la trinchera.

»El capitán me preguntaba a gritos si había visto algo. Si creía que lo había matado el obús o qué.

»Y yo solo podía pensar en lo que me había dicho el médico de la enfermería. Si alguien se enteraba, estaba acabado. De modo que tuve que decirle lo que me había contado el médico. Y el capitán salió directo a la enfermería. Y no apareció en toda la mañana.

Rowan menea la cabeza.

–Nos pasamos toda la mañana en la trinchera sin hacer nada. Es peor que entrar en combate porque no puedes moverte. Tienes que aguantar. Estás atrapado. Y yo todo el rato pensando que era como si hubiera ocurrido lo peor de lo peor y nosotros no hiciéramos nada, solo mirar. Allí metidos en un agujero contemplando lo peor de lo peor. Porque si nadie lo veía, nadie creería jamás que había pasado.

Apaga el cigarrillo.

–Aunque a nadie le interesaba saberlo.

–Yo quiero saberlo –replica Evelyn en voz baja–. Por eso he venido.

Pero Rowan no parece escucharla.

–Pues no era lo peor –dice él, encendiendo otro pitillo–. Al final no fue lo peor.

»El capitán Montfort regresó por la tarde. Lo vi pasar por delante de mi refugio. Era mi hora de echar una cabezada. Pero no podía dormir. Tenía esa sensación dentro. Y cómo no, el capitán me mandó llamar al momento. Habían arrestado al soldado Hart. Lo habían encontrado en una granja a varios kilómetros del frente. Se había encendido una fogata y un oficial de otro regimiento vio el humo y le encontró y lo arrestó.

»El capitán me tuvo allí mucho rato. Quería saberlo todo de Michael. Le dije que era buen chaval.

–¿Te escuchó? ¿Te escuchó?

Evelyn quiere que su hermano le hubiera escuchado, de pronto es lo que más desea en el mundo.

Rowan se encoge de hombros.

–Me preguntó cuatro cosas más y luego me dejó marchar.

Se recuesta en el sofá.

–Veías a hombres atados a las ruedas de las cureñas. «Castigo de campaña número uno», lo llamaban. Parecían crucificados, joder, con los brazos abiertos; y los dejaban así, de rodillas, al lado de la carretera. Para que los viésemos. Los cabrones que dirigían el tinglado querían eso, que los mirásemos, que los avergonzáramos. Pero nunca lo hacíamos. Siempre mirábamos para otro lado cuando pasábamos por delante para darles un poco de paz a aquellos pobres infelices.

Evelyn asiente. Es lo que haría yo. Yo haría lo mismo.

–Esa noche, si cerraba los ojos, veía a Michael atado a una rueda. Pensaba que era lo que le esperaba.

»Por la mañana, volvió a llamarme el capitán Montfort. Que van a formarle un consejo de guerra a Michael por deserción, me dijo. Que había dado permiso para que alguien hablase a su favor. Se llama “amigo del prisionero”. Y que Hart había pedido que fuese yo.

»Le pregunté cuándo se celebraría el juicio y me dijo que el jueves. Después le pregunté a qué día estábamos y me respondió que a martes.

Rowan la mira, y deja un momento de silencio antes de hablar.

–Y entonces, se lo juro, supe lo que pasaría. Todo, de principio a fin. Como si estuviera todo escrito, como la Biblia. Como si pudiera saltar a la última página y leer la última frase.

Evelyn dobla y desdobla los pulgares. Le duele el dedo amputado.

–¿Y qué pasó? ¿Qué ocurrió en el juicio?

Rowan se levanta, se dirige a la ventana, se mete las manos en los bolsillos y mira a lo lejos.

–Apenas pude hacer nada. Ni siquiera le vi. Estábamos solos en una salita, dos oficiales y yo. Estuve unos minutos. No conseguí expresarme demasiado bien. Quería explicarles que se habían equivocado, que Michael estaba mal por culpa de la última experiencia en combate. Pero solo me preguntaban si había gritado durante la marcha. Su hermano ya se lo había contado, de modo que ya lo tenían decidido y no pude hacer ni decir nada.

Se gira, escupe en la chimenea, y luego descansa la cabeza en el brazo bueno, apoyado en la repisa.

Evelyn lo observa a la luz de la vela, que parpadea; ese hombrecillo, con la camisa subida por detrás y los tirantes colgándole a los lados.

–Entonces ¿no vio a Michael? –pregunta en voz baja.

Él levanta la cabeza. Permanece un rato en silencio.

–En ese momento no.

»Lo siguiente que supe, cuando por fin salimos de primera línea, es que nos reunieron para comunicarnos que habían declarado culpable al soldado Hart y que iban a ejecutarle. Yo lo único que oía era la última frase dándome vueltas en la cabeza. “A ejecutarle, a ejecutarle.” Era culpa mía, tendría que haberlo encontrado primero. Debería haberlo llevado de vuelta conmigo. Y venga a pensar si ya se lo habrían dicho, ¿se lo habían comunicado? ¿Se lo habían comunicado a su madre? Porque, a juzgar por la tarta, la mujer iba a querer despedirse de él en persona.

Suelta una risa corta, amarga.

–¿Eso se podía hacer? ¿Los padres podían despedirse de sus hijos?

Rowan resopla, todavía con más desdén en la mirada.

–¿A usted qué le parece? ¿Cree que los transportaban hasta allí para que se despidieran de los suyos antes de que lo arrojaran por el precipicio? ¿Que iban a llevarlos hasta allí para eso?

Pues claro que no. Nota sabor de bilis en la garganta. Se enciende un cigarro para hacerlo bajar.

Rowan niega con la cabeza.

–Pero mientras yo le daba vueltas a la cabeza el capitán Montfort había estado hablando, leyendo una lista de nombres. Pero yo no lo había oído. Después comenzaron a decirme que qué mala suerte y pregunté de qué hablaban. Del pelotón de fusilamiento. Qué mala suerte cargarse a un amigo. Y entonces lo entendí. No me había enterado. Pero su hermano había leído mi nombre.

La mira fijamente.

–El hijo de puta de su hermano había leído mi nombre.

Rowan tiembla.

Evelyn reza para que no le dé un ataque. Ahora no.

–Me dijeron que podía visitarle. Que le gustaría. Como si me hicieran un favor. Como si le hicieran un favor a él por dejarme despedirme. «Bueno, amigo mío. Siento lo del fusilamiento. Qué mala pata que me haya tocado a mí. ¿Últimas voluntades? ¿Quieres que le diga algo a tu madre?»

»Me dijeron que podía ir a las siete. Pero no fui. Me perdí por el bosque. Y me senté entre los árboles a pensar. ¿Qué estará pensando Michael, tan solo? Sabía que debía estar con él, ir a verle, pero no podía.

Se detiene delante de Evelyn, con una expresión de pura angustia en la mirada.

–Comprende por qué no podía ir, ¿verdad? ¿Usted me entiende?

–Sí. Lo entiendo.

Hunde la cabeza entre las manos. Su espalda sube y baja un par de veces, suspirando. Cuando vuelve a hablar escupe las palabras rápido, como si también él necesitara llegar al final.

–Por la mañana nos llevaron a un sitio en mitad de ninguna parte. Había un tocón. –Se calla–. Un tocón, allí tirado sin más. Y nos hicieron formar delante. Y luego trajeron a Michael. Le habían puesto un saco en la cabeza y no se aguantaba de pie, parecía borracho. Puede que estuviera borracho. Me dijeron que les dan de beber para que no se enteren de lo que pasa. Le acompañaba un hombre a cada lado, pero no se tenía en pie. Tuvieron que arrastrarlo por el suelo.

»Y entonces apareció su hermano a pasarnos revista. Y yo con el fusil en las manos pensando que debería pegarle un tiro. –Mira a Evelyn–. Se lo habría pegado con gusto, pero después me habrían fusilado. Y ya había nacido Dora y quería volver a casa. –Se le rompe la voz–. Lo único que quería era volver a casa.

»Lo ataron al poste y vi que se había meado encima. Y lo otro. Estaba tan cerca que se olía. Y nos habían ordenado permanecer en silencio. No movernos para que no supiera dónde estábamos. Joder, qué silencio. Y yo venga a pensar si Michael sabía que yo también estaba. Si lo notaba.

»Quería decirle algo, que supiera que no estaba solo. Pero no pude. Y habría sido mentira. Porque la verdad es que Michael estaba solo.

Se tapa la cara con las manos de modo que la red de dedos cubre también parte de la cabeza.

–Y entonces empezó a hablar. A llamar a su madre. «Mamá, mamá, mamá.»

Evelyn se tapa la boca con la mano.

–Y yo me puse a rezar. Antes, en el colegio, solo movía los labios como si rezara. En la vida había rezado como es debido. Pero no paraba de darme vueltas por la cabeza la misma frase. Perdona nuestras ofensas. Perdona nuestras ofensas… Y mientras rezaba pensaba: «¿Para qué rezas, Rowan? Nadie te escucha». Así que paré. Y luego va su hermano y le cuelga un pañuelo blanco en el pecho.

»Yo tenía un plan. Iba a disparar desviado. Para no ser yo. Pero entonces el tipo que tenía al lado, el soldado Jones, que era un cabrón frío como un témpano, no me extraña que lo eligieran, me susurró que apuntase bien. Le harás un favor, me dijo. Apunta al pañuelo. Recto. –Menea la cabeza.

»Y dieron la orden y levanté el arma y disparé.

»Michael cayó al suelo. Su hermano se acercó. Casi no podía andar. Pero tenía que rematarlo si no había muerto. Así que fue a quitarle el saco.

Se queda un instante mirando al vacío. Luego se estremece.

–No pude mirar. Pero no oí ningún disparo más. Así que debía de estar muerto.

»Después nos fuimos. Y entonces fue cuando comenzaron los temblores. Me ponía a temblar y no podía parar. Y no me notaba el brazo. El brazo con el que había disparado. Dejó de moverse, y ya nunca más he vuelto a moverlo.

Se quita el cabestrillo y el brazo cuelga, arrugado e inútil. Lo golpea. Con fuerza. Lo aporrea una y otra vez.

 

* * *

 

Ada da forma a la masa con las palmas de las manos mientras tararea: un trozo de una melodía que le gustaba cantar. Levanta la tapa de la cazuela. El estofado lleva horas al fuego y está espeso y brillante. Lleva un buen corte de ternera, las últimas zanahorias del huerto y la calabaza que le dio Jack el domingo. Ha sido un placer cortarla, ver cómo la piel naranja se abría y revelaba una pulpa todavía más brillante. Mete las bolas de masa en el estofado una a una con un cucharón y cuando flotan en la salsa vuelve a tapar la cazuela y se limpia la harina de las manos. Le resulta fácil moverse. Se siente más ligera, a la vez más y menos ella misma.

Se toca el pelo y se retuerce algunos mechones. Antes ha puesto agua a calentar y se ha lavado la cabeza y luego se ha puesto las pinzas con el pelo todavía húmedo. Esta noche, cuando se las quite, tendrá el pelo ondulado. A Jack le gustaba así. Le gustaba que llevara el pelo suelto y ondulado. Enciende una vela y se la lleva a la mesa. Ha comprado un par de botellines de cerveza. Abre uno y se sirve un vaso mientras espera.

 

* * *

 

Hay una familia de pie junto a una ventana abierta: un padre, una madre, una hija y dos hijos pequeños. La madre contempla la luz que baña el jardín de abajo, iluminando el olmo al final del césped, el columpio que adoran sus hijos. Más allá están las vías del tren. La mujer creció en este pueblo, en una casa a la vuelta de la esquina donde todavía viven sus padres.

Durante la guerra, cuando salía al jardín y su hija era todavía un bebé, veía el techo de los trenes que pasaban de camino a la costa. Al principio siempre la emocionaba dejar lo que estaba haciendo –tender la colada o jugar con su niñita– para salir a saludar al tren desde el jardín floreado. A los chicos les gustaba; le devolvían el saludo con ganas, gritando, lanzándole besos, con cara satisfecha y esperanzada. Si el tren se paraba, aupaba a la niña, les regalaba margaritas y dientes de león por las ventanillas, que los soldados aceptaban y se guardaban tras la oreja.

También pasaban trenes en sentido contrario: trenes hospital cargados de heridos rumbo a las salas de operaciones de Londres. Si tenía con ella a la niña y pasaba un tren hospital, la metía en casa a toda prisa. Se sentía fatal, pero no le gustaba pensar en ellos, en los heridos y los moribundos, en los miles que morían tan cerca del hogar.

Veintisiete hombres del pueblo perdieron la vida. Han erigido un monumento delante de la iglesia en su recuerdo. Veintisiete nombres grabados en piedra.

Pero su marido consiguió volver sano y salvo. Antes jamás se había considerado una mujer particularmente afortunada. Ahora sabe que lo es. No hay forma de no verlo. Los domingos en misa nota cómo la miran. ¿Por qué ella? ¿Por qué él? ¿Qué tenían de especiales?

–Ya viene –susurra.

Su hija la coge de la mano. Sus dos hijos se le aferran a la falda. Su marido se mueve a sus espaldas.

Se les echa encima sin tiempo ni para pensar, un caos de vapor y ruido. Dos vagones normales y luego, en medio, uno diferente, con el tejado pintado de blanco. Tienen el tiempo justo para ver el ataúd del interior, el revestimiento morado del vagón, las enormes coronas apoyadas en cada extremo, y al momento ya ha pasado.

La mujer suspira, vuelve a apoyarse en su familia, en la fuerza de su marido, en su suerte.

 

* * *

 

Pasa más de hora y media antes de que Ada oiga la verja de atrás y los pasos de Jack acercándose por el sendero. Luego se abre la puerta y aparece su marido, que huele a pub y a humo y al frío de fuera y cuya silueta ocupa todo el hueco de la puerta. Es como si lo viera por primera vez. La deja sin respiración.

Jack cierra la puerta, se quita el sombrero y se lo embute en el bolsillo de la chaqueta.

–¿Qué pasa? –pregunta, mirando a su alrededor.

–Estaba esperándote. –Suena tonto, infantil–. Bueno, para cenar –dice, dirigiéndose a la cocina para disimular la vergüenza–. He preparado estofado.

–¿Estofado?

Jack se sienta, mira a su alrededor con desconfianza, como si olisqueara el aire tratando de detectar algún peligro.

–Con dumplings. –Intenta sonar despreocupada, alegre. Se le ha subido la cerveza, no está acostumbrada a beber–. ¿Tienes hambre?

–Sí.

Ada sirve la comida, le lleva el plato a la mesa y se sienta.

–¿A qué viene todo esto?

–¿El qué?

Le sirve un vaso de cerveza.

–Esto. –Señala con la mano–. ¿A qué viene? Y tú. Te has hecho algo.

–¿Sí?

Jack entorna los ojos.

–Estás distinta. El pelo.

–Ah, bueno… Nada… Me lo he recogido.

Nota cómo el calor le sube a las mejillas.

Jack coge una cucharada de estofado sin quitarle ojo a su mujer.

–¿Y eso?

–Bueno… por cambiar un poco.

Jack asiente. Al principio come despacio, pero luego, una vez que ha probado el estofado, lo devora a grandes cucharadas y no vuelve a hablar hasta que ha terminado.

–Está rico –dice, limpiándose la boca–. ¿Hay más?

Ada se levanta y le sirve otro plato. Él la observa volver a la mesa. Ada apenas ha probado bocado.

–Aquí pasa algo. Lo noto.

–Es… Quería preparar algo especial. Por nuestro aniversario, celebrarlo.

–Fue el lunes.

–Lo sé. Pero… justo hoy he pasado por la carnicería. Y se me ha ocurrido comprar un poco de carne y preparar algo.

–Pensaba que te habías olvidado. –Parece contento.

–No. –Ada niega con la cabeza, se sienta.

«Mire a su marido.»

«Quiere que lo miren.»

Ada lo mira mientras come, mira sus manos anchas asiendo la cuchara, el vello negro que le salpica los dedos.

De pronto se le ocurre que le gustaría besarle. Besarle los nudillos de los dedos. Piensa en hacerlo, en agarrarle la mano cuando levante la cuchara. Sería fácil. No está lejos. La idea le arranca una sonrisa y se ruboriza. Él levanta la vista y la pilla mirándole.

–¿Qué?

Ada niega con la cabeza. Pero se diría que Jack intuye parte de lo que piensa porque la atmósfera que reina entre ellos cambia. Chisporrotea. Ada ve que las mejillas de su marido se ruborizan. La expresión de su cara cambia. Jack termina, deja la cuchara al lado del plato. Se hace el silencio.

–Estás guapa –dice Jack con voz grave.

–Gracias.

Él le sostiene la mirada, la observa como a un animal. Ada se siente rara, con un renovado poder interior. Permanecen un rato sentados así.

–Ven aquí –dice Jack.

Ada se levanta, se acerca a su marido.

Él le busca la mano, se la coge, le frota la muñeca con el pulgar.

–¿Qué has hecho hoy? –pregunta despacio–. Aparte del estofado.

–Pues…

–¿Sí?

Ada no responde.

–Dime.

Jack sigue acariciándole la muñeca con el pulgar. El contacto de su piel la estremece. Ada se apoya en la mesa.

–Pues… he estado charlando con Ivy.

–¿Ah, sí?

–Quiere que la acompañe a la abadía, mañana.

–¿Al entierro? –Aprieta ligeramente, como tomándole el pulso, y Ada se nota latir contra su dedo–. ¿Y qué le has dicho?

–Yo… –Y de repente le parece mal no contárselo, no compartirlo con él, de modo que busca su mano, la agarra–. Esta mañana he ido a ver a una mujer, Jack.

–¿A qué mujer?

–Una a la que Ivy fue a ver durante la guerra.

–¿Y?

–Pues… –Suelta una risita–. Se supone que habla con los muertos.

La atmósfera vuelve a cambiar; se calma, pero no es una calma agradable. Es tensa, como un puño. Ada nota que Jack afloja la mano, que la carne se distancia, se aleja. Le suelta la mano.

–Vive en Walthamstow. En una casa de lo más corriente. Jamás dirías…

–¿Qué?

–Bueno, que… ahí viva alguien así.

Jack se calla, junta las manos sobre el regazo.

–¿Te encuentras bien? –le pregunta Ada en voz baja.

–Continúa. Has ido a ver a esa mujer. ¿Qué ha pasado?

Ada no se encuentra bien. ¿Qué ha pasado? No lo recuerda. Le sudan las manos.

–Eh… He llevado una fotografía.

–¿Una fotografía? ¿De qué?

–De… Michael. He llevado una fotografía de Michael. Para enseñársela.

–¿Le has llevado una fotografía de Michael?

–Sí.

–¿Y qué te ha dicho?

–Que no volviera a mirarla.

–¿Por qué te ha dicho eso?

–Dice que no me hace bien.

Ante el desdén de su marido, la sensación que la ha acompañado toda la tarde se marchita, se retuerce y muere como una planta en una helada.

–Ha desaparecido algo. Y me he sentido más ligera.

Su voz se va apagando. Ahora oye lo ridícula, lo estúpida que parece.

Vuelve a hacerse el silencio. La estera de la silla cruje cuando Jack se apoya en el respaldo.

–¿Cuánto le has pagado?

–Eh…

–Venga, ¿cuánto?

Ada traga saliva.

–Diez chelines.

Jack niega con la cabeza, se levanta.

–Estás loca. –Se acerca a su mujer y, por un momento, Ada cree que va a pegarle, pero no le pega, sino que le pone un dedo en la frente y presiona–. Llevas años loca. Viviendo con un muerto. La muerta pareces tú. ¿Crees que eres una esposa? ¿Te consideras una esposa de verdad?

Ada abre la boca, vuelve a cerrarla.

–CONTESTA.

–Iba a… Justo iba a…

Él aparta el dedo, pero Ada sigue notándolo, le quema la piel. Jack coge el sombrero y se lo pone.

–No eres una esposa de verdad. Eres un fantasma. Un puto fantasma, nada más.

 

* * *

 

Estación Victoria. Una madre está de pie junto a la barrera, con su hijo pequeño al lado. Lleva ahí desde las ocho de la mañana, decidida a conseguir un buen sitio. Lo tiene. Ve el andén vacío por el que entrará el tren: andén ocho junto a Buckingham Palace Road.

Desde que se enteró por la prensa ha tenido intención de asistir, de llevar a su hijo a que vea a su padre. Su hijo ya tiene casi cuatro años y es clavado a su padre. Los mismos ojos azules, las mismas cejas espesas.

Se conocieron cuando ella tenía quince años. Se casaron dos años después. Él se marchó a los dos meses. Su hijo nació cuando él estaba en Francia. Ella fue a sacarse una fotografía con el bebé en brazos. Sabe que él la llevaba encima al morir porque se la devolvieron con el resto de sus pertenencias. Llegaron por correo, un paquete con el uniforme ensangrentado y, dentro de la guerrera, un fajo de cartas suyas y la fotografía con el niño. Horrorizada, incrédula, sacó al niño al jardín y cerró la puerta. Lavó el uniforme, limpió la sangre. Pero no mucho. Quería que oliera a él. Luego se lo puso a un maniquí.

Lo tiene junto a la cama.

Le ha costado mantener al niño entretenido tantas horas de espera. Han jugado a toda clase de juegos. Se lo ha contado todo de su padre, todo lo que recuerda. Cuando el niño ha tenido pipí, lo ha aupado por encima de las vallas para que orinara en el andén. La han mirado mal, pero no estaba dispuesta a perder el sitio y conforme ha ido pasando el día todos han empezado a imitarla, la mayoría de los hombres han meado igual. Una mujer se ha agachado, recogiéndose las faldas como una extraña criatura marina.

Pero ahora nota que a su alrededor el gentío está inquieto; el tren está al llegar, es la hora. Coge a su hijo y él se le agarra del cuello.

–Ya viene –le susurra al cuello, al oído–. Ya viene papá.

El niño mira alrededor.

–¿Dónde está? ¿Dónde está?

–Chsss. –Le acaricia la cabeza–. Viene en el tren.

El tren se aproxima y un gemido recorre la multitud, que comienza a empujar y presionar desde atrás. La aprietan con fuerza contra la barrera. Alguien grita: «¡Basta! ¡Hay niños! ¡Basta!».

La mujer abraza con fuerza a su hijo. Los empujones se intensifican. Al otro lado de las vallas, los funcionarios se mueven con prisas, decididos. Entonces, cuando el tren entra en la estación, la barrera se derrumba y la muchedumbre se abalanza en tropel. Al principio la mujer no ve nada, solo humo y el vapor que se hincha hacia el techo de la estación, hasta que la humareda se despeja y distingue el vagón. Lleva luz eléctrica dentro. Algunos jóvenes tratan de subirse al techo del vagón y se desata el caos, a su alrededor las mujeres lloran y chillan sin control.

–Tu padre –dice la mujer, señalando–. Está ahí.

–¡Papi! –llama el niño–. ¿Papi?

El niño se zafa de los brazos de su madre y echa a correr.

Los jóvenes siguen ocupando el andén. La policía corre de aquí para allá ordenándoles retroceder. La mujer tiene una visión aterradora en la que su hijo es pisoteado. Sale corriendo tras él, pero la detiene un policía muy corpulento.

Ella llama a gritos a su hijo. Le ve, a unos seis metros, mirando desesperadamente adelante y atrás. Entonces un policía se detiene, se agacha, coge a su hijo de la mano y se lo devuelve. La madre se inclina a abrazarlo. Llora en su cuello, lo aprieta, muy fuerte.

 

* * *

 

Por lo visto aquí no hay farolas, solo las sombras bajas y jorobadas de los edificios y algunas luces amarillas a los pies de la colina. Evelyn no recuerda por dónde vino. Camina unos pasos y entonces se acuerda: a los pies de la colina están los muelles.

Sus pies son bloques insensibles al final de las piernas. En todo el rato que ha pasado en casa de Rowan, todo el rato que Rowan ha estado hablando, nadie ha encendido la chimenea. No tiene la menor idea de cuánto rato ha sido; podrían ser dos horas, podrían ser seis.

Pasa junto al café de los obreros, ve la mesa del rincón donde se sentó a comerse un sándwich, su silla está recogida. A los pies de la colina llega a la hilera de tiendas, ahora desiertas, echado el candado en todos los puestos y vacíos los bancos de sus huraños ocupantes. Camina hasta la parada del autobús. No se ve ningún autobús y solo a lo lejos parpadea una luz de gas; por lo demás, la calle está a oscuras.

Se le ocurre entonces que podría quedarse atrapada en Poplar toda la noche. Seguramente moriría congelada, ¿verdad? ¿Regresaría a casa de Rowan y le rogaría que la acogiera? Niega con la cabeza. Parece que todo le va lento: la cabeza, la circulación. Pues claro que no se congelaría. Si se diera el caso podría volver a casa andando, o al menos ir a algún sitio donde coger un autobús o un taxi. No puede estar tan lejos de Primrose Hill. ¿Ocho, nueve, a lo sumo diez kilómetros?

Se acerca una silueta. Es un hombre que se abraza para protegerse del frío. Evelyn se esconde junto al lateral de un edificio, no sabe si debe dejarse ver. El hombre no tarda en pasar por su lado. Le vienen a la mente las palabras de Rowan y prácticamente oye a los soldados susurrándose en la noche hostil: Un chollo, tío, un chollo.

El hombre pasa de largo sin decir palabra.

Evelyn intenta encenderse un cigarrillo, pero tiembla demasiado. ¿Cuánto tiempo lleva tiritando? ¿Acaba de empezar? ¿O lleva así desde que salió de casa de Rowan? ¿O desde antes? ¿Mientras Rowan hablaba? No lo sabe. Altos almacenes con numerosas ventanas bordean la calle a su izquierda. Reina el silencio, pero no es un silencio fácil; es el silencio de las cosas pesadas, de las grúas y los barcos, parados y esperando a que los muevan.

Le ha preguntado dónde está la tumba del chico justo antes de marcharse.

«Lo enterraron allí.»

–Volví a la primera ocasión. Busqué la manera de ir. Un domingo por la mañana. Encontré su tumba. Lo habían enterrado en el rincón. Lo supe por la tierra. Estaba más fresca que el resto.

–¿No pusieron una cruz?

–No. Pero estaba rodeado de campos. Todavía eran campos como es debido, no como los del frente. Entré en uno y eran campos con su hierba y sus flores. Recogí un ramo de flores. Azules. No sabía cómo se llamaban. Se las llevé.

»Pero ¿sabe lo más curioso? Cuando regresé a casa, resulta que también crecían en mi jardín. Las había plantado mi mujer. Borraja, me dijo que se llaman. Para el coraje. Las había plantado para mí, para darme fuerzas. Para volver a casa. ¿Qué le parece?

Coraje.

No sabía lo que le parecía.

Ahora, de pie en el frío de la calle, Evelyn comprende algo. Que este encuentro es lo que ha estado esperando: que alguien compartiera su verdad con ella. Después de cuatro años de guerra y otros dos años de excombatientes día sí y día también, es lo que quería, es lo que buscaba. La verdad de alguien. No su alegría, no su valor, no su rabia, no sus mentiras. Y en cuatro años de guerra y dos años de posguerra, nadie –ni Fraser, ni su hermano–, nadie ha compartido con ella su verdad.

Y, no obstante, ahora la ha escuchado, ahora sabe que en alguna parte, río arriba en esta misma ciudad, está su hermano, el hombre que ordenó a Rowan fusilar a su amigo. Ahora que lleva dentro esa verdad, que es una parte de ella, no es dura y brillante como el diamante, como debería ser la verdad, sino sombría, bordeada de miedo y sudor y oscuridad y mugre. No contiene trascendencia alguna, ni respuestas, ni esperanzas.

 

 

DÍA CINCO

Jueves, 11 de noviembre de 1920

 

 

 

Cuando Ada se despierta Jack no está; lo sabe sin abrir los ojos, y cuando se sienta en la cama, incluso en la habitación a oscuras, ve que su lado de la manta está liso. Anoche Ada aguantó despierta cuanto pudo, imaginándole en el pub, bebiendo hasta reventar, liándose cigarrillos, hablando de ella con otros hombres.

Mi mujer.

La loca de mi mujer.

O peor.

Pero el vacío de su lado la llena de temor. Jack nunca, jamás, en todos los años que llevan casados, ha pasado la noche fuera de casa.

¿Dónde ha ido cuando cerró el pub? Habrá encontrado cama en alguna parte. Entonces se le ocurre, la idea la hace saltar como si le hubiera pasado la corriente por la espalda. ¿Y si está con alguien? ¿Con otra? Una mujer que le haya dado lo que ella no le ha dado o no le daba o ha olvidado darle. Recuerda cómo la miró anoche, el desprecio de su rostro contorsionado. «No eres una esposa de verdad. Eres un puto fantasma.»

Sabe que se encuentran mujeres. Fácilmente. Un hombre solo tiene que buscarlas. ¿Cuánto le costaría? ¿Menos que sus diez chelines? ¿Diez chelines por hablar con los muertos?

Pero anoche estaba dispuesta.

Demasiado tarde; había llegado demasiado tarde.

Se destapa y se levanta, se dirige a las cortinas y las separa un poco para asomarse a la calle oscura. La mayoría de las ventanas tienen las cortinas echadas y aunque a la izquierda el cielo comienza a clarear un poco, parece que el amanecer todavía queda lejos. Las casas están todas cerradas, salvo la ventana de Ivy al otro lado de la calle, donde se ve una lucecita. Ivy tiene las cortinas abiertas y Ada ve a su vecina en el dormitorio, de aquí para allá. Un brazo pesado se levanta a su espalda y le aprieta las ballenas del corsé. Una vez ajustadas, Ivy recoge algo de la mesilla de noche y se lo mete en la boca. Los dientes. Ada se acerca a la ventana justo cuando Ivy desaparece y, aunque esté mal espiarla así, sin que ella lo sepa, desprotegida, se queda donde está, confiando en que vuelva.

Cuando regresa, se mueve con rigidez y lleva un vestido negro de cuello alto pasado de moda, de otra época.

Ada lo conoce, sabe cuánto pesa, cómo huele. Tiene uno parecido guardado en el arcón a los pies de la cama; se lo puso por última vez por su madre, hace veinte años.

Ivy se suelta el pelo y comienza a cepillarse la larga melena blanca, luego la retuerce formando una soga y se la recoge. Se la ve pálida, mayor y gorda, pero de pie junto a la ventana Ada todavía recuerda a la joven que fue: Ivy riendo, embarazada, con su bebé en brazos y sus niñitas correteando alrededor de su falda.

Ivy termina de peinarse y se acerca a la ventana, mira al cielo, como para comprobar qué deparará el tiempo. La estampa –con el vestido negro y el pelo blanco, el porte erguido, de luto por el hijo– es tan serena, tan deslumbrante, que a Ada se le eriza el vello de la nuca.

Y da media vuelta, apurada, y enciende la lámpara de parafina que está junto a la cama. La acerca a la ventana y hace señales a la oscuridad. Ivy la ve, mira al otro lado de la calle. Las dos mujeres se observan. Ada se acerca la lámpara a la cara. «Espera –articula en silencio–. Espérame.»

 

* * *

 

Tenues jirones de niebla cubren todavía las calles cuando Evelyn sale de casa, pero las nubes ya se separan para dejar ver el cielo azul de detrás y nota la sorprendente presencia del sol. Evelyn pone rumbo al sur, a casa de su hermano. Todavía no habrá salido, está convencida; ha madrugado tanto para pillarle en casa.

Pero por temprano que sea, las calles comienzan a llenarse de gente vestida de negro que se dirige a la ciudad. Evelyn supone que para conseguir un buen sitio para la ceremonia. Pues buena suerte. Mejor ellos que yo. No obstante, en la ciudad se palpa un ambiente nuevo. Cierta esperanza. Los senderos de Regent’s Park parecen limpiados por una riada. Cuando llega al grupo de casas donde vive su hermano, se ven preciosas a la luz de la mañana, que rebota en el estuco crema y lo tiñe de un dorado suave. Evelyn sube al viejo ascensor traqueteante y baja en la quinta planta, donde Jackson, el criado de su hermano, sale a recibirla a la puerta.

–Buenos días, señorita Evelyn. –Parece sorprendido de verla–. ¿Viene a ver al capitán Montfort?

–Sí.

–Está vistiéndose.

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