Despertar

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Por mucho que quiera a Doreen, por mucho que compartir piso con ella sea la solución de alojamiento más tranquila y menos problemática que pueda imaginar, ahora mismo, solo esta mañana, de verdad que no tiene ganas de hablar. Preferiría sentarse a solas envuelta en los restos del sueño como en una estola para protegerse del aire de la mañana gris.

Doreen aparta una silla y se pone a rebanar pan. Tararea. Va vestida para salir, con un bonito vestido, las mejillas frotadas y maquilladas, el pelo recogido. Aunque cuesta verlo con esa luz, hasta es posible que se haya pintado los labios.

–¿Y tú qué haces levantada? –pregunta Evelyn–. Es domingo. ¿No deberías estar en la cama?

Doreen levanta la vista del pan.

–Hoy también salgo. El hombre aquel. Te hablé de él la semana pasada. Me prometió llevarme a Londres. Dijo que me estaba consumiendo en este humo.

–Ah.

–Ya sé que me arrastrará hasta la cima de una colina cualquiera para enseñarme las vistas. Pero aun así… –Doreen sonríe, contrita, sonrojada.

Evelyn aplasta la colilla en el cenicero.

–Tienes razón. Será mejor que espabile. –Se pone el abrigo–. Estás preciosa. Eres preciosa. Que lo pases bien. Saluda de mi parte. –Se encamina a la puerta, se gira–. Y deséame suerte.

–Buena suerte –dice Doreen, sonriendo, con el cuchillo de la mantequilla en la mano–. Y recuerda, no te dejes hundir por la vieja.

 

 

Evelyn espera bajo el reloj, dando golpecitos en el suelo con el pie, escudriñando entre la multitud Paddington en busca de su hermano. Ni rastro. Consulta los horarios de salida una última vez y luego echa a andar por la estación, cruzando anchas franjas de luz matinal. Irritante. Es irritante que se retrase.

La locomotora escupe ceniza cuando Evelyn llega al andén con el tiempo justo para subir al último vagón antes de que arranque el tren.

Recorre todo el tren bamboleante, busca en todos los compartimentos la figura alta y flaca de su hermano, la bienvenida de su sonrisa. Pero no está, y el tren va lleno, pero en el último vagón de segunda clase encuentra un compartimento para ella sola.

¿Dónde narices está su hermano? Hace semanas que quedaron. Se encoge de preocupación por él, pero solo brevemente. No quiere pensar en su hermano. Su hermano sabe cuidar muy bien de sí mismo. Ella quiere pensar en su sueño. En cómo comienza.

Comienza así: Evelyn está en el salón de la casa donde se crió, leyendo un libro. Suena el timbre; señala la página y se levanta, camina por la alfombra hacia la puerta. Solo tiene que girar el picaporte y salir al vestíbulo y se encontrará con Fraser esperándola al otro lado. Ase el picaporte, lo toca, nota el frío latón resbalándole en la palma de la mano; lo empuja hacia abajo, la puerta se abre y…

Nunca pasa de ahí.

Recuerda algunas cosas: una mañana de verano; Fraser a su lado en la cama; las sombras cambiantes en su cara.

El tren traquetea al cruzar un túnel. Cuando vuelve a salir a la prometedora mañana, Evelyn se ve reflejada en el espejo de encima de los asientos. Debido a la inclinación del espejo, ligeramente hacia abajo, se ve perfectamente la raya del pelo. Hacía tiempo que no se veía el pelo a la luz del día y entre los cabellos negros asoman canas gruesas, demasiadas para contarlas.

He aquí la verdad de las cosas, piensa. Incluso si el sueño fuera real, si Fraser consiguiera recomponerse con sus mil pedazos dispersos, si ella pudiera abrir la puerta y encontrárselo de pie, entero, él se asustaría: Evelyn cumplirá treinta años el mes que viene. Le ha traicionado. Ha envejecido.

Fuera se suceden los barrios periféricos de Londres. Piensa en toda la gente de todas esas casas despertándose en mañanas grises, con el pelo gris, en una vida gris.

Somos camaradas de gris, piensa.

Es lo que queda.

 

 

Cuando Evelyn se despierta hay un niño en la rodilla de una mujerona que va sentada en el asiento de enfrente. Los dos la miran fijamente. El crío tiene el pelo naranja y rizado, la tez pálida. La mujer desvía inmediatamente la mirada, como si la hubiera pillado haciendo algo vergonzoso, pero el niño sigue mirándola, boquiabierto, con un rastro de moco plateado entre la nariz y la mejilla. Hay más pasajeros en el vagón: un hombre, y dos ancianas junto a la puerta. Evelyn mira por la ventanilla. Están saliendo de una estación. Reading: está a medio camino.

–A esa señora le falta un dedo.

–Chsss… –le ordena la mujer al niño–. Chsss…, Charles.

Evelyn levanta una ceja.

–Mira por la ventanilla, Charlie –dice la mujer con una voz aguda, ahogada–. ¿Ves las ovejitas?

–No –insiste Charlie, retorciéndose y escurriéndose del regazo de la mujer–. Mira. –Se dirige al hombre de al lado–. A esa señora le falta un dedo.

Se inclina hacia delante, el hilillo de babas casi roza la falda de su madre.

Evelyn se mira la mano. Es verdad que le falta un dedo. O medio dedo. Su índice izquierdo acaba en un suave muñón redondeado justo después del nudillo.

–Dios santo, Charlie. –Evelyn mira al niño–. ¿Sabes que tienes razón? –Mueve el muñón hacia el crío–. ¿Te lo has comido mientras dormía?

Charlie retrocede de un salto. El resto del vagón aguanta la respiración y luego, como en un juego de las estatuas, todos congelan la mirada al frente.

–Tócalo si quieres –dice Evelyn, inclinándose hacia el niñito.

–¿Puedo? –susurra el crío, alargando la mano.

–¡No! –consigue exclamar la madre, sonrojada, tirando de Charlie–. De ninguna manera.

–Bueno. –Evelyn se encoge de hombros–. Si cambias de opinión, dímelo.

Charlie vuelve a saltar a las rodillas maternas. Su mirada va pasando del muñón a la cara de Evelyn y de vuelta al muñón.

–¿Adónde vas, Charlie? –pregunta Evelyn.

–A Oxford –responde Charlie, embobado.

–Perfecto. Yo también. Despiértame cuando lleguemos.

 

 

En Oxford Evelyn se despide de Charlie, cambia de tren y coge la línea que conduce al pueblo. Más o menos todavía espera ver a su hermano asomando medio dormido de algún vagón de más adelante, pero ella es la única persona que se apea en el minúsculo andén. La pequeña ventanilla de ventas está cerrada; en las cestas colgantes sobreviven algunos restos moribundos de geranios y, en los arriates, quebradizos esqueletos de dedaleras. Pasa por un cruce, donde la carnicería y la oficina de correos se miran con vacías expresiones de domingo, y deja atrás la hilera de cinco adosados bajos que conduce al parquecillo.

Allí vivía un chico, Thomas Lightfoot, hijo de uno de los empleados de sus padres; su hermano a veces jugaba con él cuando eran niños. A ella siempre le gustó su nombre. Fue la primera persona conocida que murió. Recuerda que se lo contó su hermano una tarde soleada en Londres, en la primavera de 1915. Tenía mujer y un hijo y vivió y murió y todo lo hizo antes de haber cumplido veinticinco años. Evelyn mira la casa de Thomas al pasar por delante, ve a una joven por la ventana, de espaldas, frotando algo en el fregadero.

Sigue adelante, sus pasos son lo único que se oye, y deja atrás el pueblo, hasta que pasa junto a campos abiertos donde cuervos dispersos picotean los cultivos. Ha salido el sol. Evelyn cierra los ojos para protegerse de él, dejando que la luz naranja baile en sus párpados, y respira hondo el aire puro, contenta, a su pesar, de haber salido de Londres. Por delante aparece el muro bajo de piedra que delimita las tierras de sus padres, detrás de él, grupos de abetos altos, de ramas oscuras que se perfilan contra el cielo luminoso.

Coge el camino que conduce a la parte de atrás de la casa para poder acercarse sin ser vista, abre la puerta del muro y se queda de pie en el prado. Frente a ella está la casa, vista de lado, edificada con piedra Cotswold de un dorado oscuro por efecto del sol. Mientras la contempla, por la puerta lateral sale corriendo una doncella vestida de negro que se escabulle detrás de un tronco y desaparece de la vista. Enseguida se eleva en el aire una nubecilla de humo. Evelyn sonríe. Bien por ella.

Evelyn echa a andar en dirección a la parte trasera de la casa. La hierba está muy alta para ser noviembre, y cuando llega a las escaleras se le han empapado los zapatos. Abre la puerta con la cadera y maldice entre dientes mientras se los desabrocha. Son de ante, de tiras finas, el único par vagamente femenino que tiene y una rara concesión a los gustos de su madre, pero ahora están demasiado mojados. Se descalza y los lleva al armario que hay junto a la puerta trasera, donde la recibe un olor familiar: humedad y telas de araña y el aroma invernal de las botas de goma almacenadas. Tira los zapatos entre el paragüero y un tensarraquetas viejo, medita un momento la opción de calzarse unas botas para el almuerzo, se lo piensa mejor y echa a andar con las medias empapadas por las frías losas del pasillo. Pasa de largo la cocina. Un rápido vistazo por la ventana interior le dice que bulle de actividad, con una escuadra de sirvientes trajinando de aquí para allá.

Cuando alcanza el final del pasillo se detiene, apoya la mano en la pared.

Porque en cuanto dé la vuelta a la esquina estará en el vestíbulo principal, al fondo del cual se encuentra la puerta acristalada de la entrada y detrás de la puerta es donde aparece Fraser en su sueño. Sabe que es una tontería, pero aun así…

Cierra los ojos, se deja inundar por la sensación de su cercanía, deja que le llene el pecho, los brazos, el aire que le toca la cara, hasta que…

–Evelyn.

Abre los ojos de golpe.

–¿Qué haces? –Su madre, ataviada de crema y oro, se yergue ante ella–. ¿Y los zapatos?

–Eh… –Evelyn se mira las medias, que se le pegan a los dedos–. He venido por detrás. Están en el armario de debajo de las escaleras.

Su madre emite un ruido, ese chasquido especial de la lengua contra el paladar.

–Bueno, pues no puede ser. Y esa blusa tampoco. Pareces una tendera. ¿Ahora vas de tendera?

–Eh…

–Ha venido tu prima. –Su madre se inclina hacia delante, cuchichea–. Tus vestidos siguen arriba. Sube inmediatamente a cambiarte. –Da un paso atrás, entorna los ojos–. ¿Y tu hermano?

–Eh… No lo sé. Se suponía que vendríamos juntos, pero luego…

–Pero ¿qué?

–Pero no se ha presentado.

–¿No se ha presentado? Entonces ¿dónde está?

Evelyn se encoge de hombros, derrotada.

–Lo siento, madre. La verdad es que no lo sé.

Su madre se yergue en toda su estatura –y es impresionante de verdad, Evelyn no puede negarlo– y alza al viento su enorme pechera eduardiana.

Evelyn aprieta los dientes. De vez en cuando, solo muy de vez en cuando, consigue reunir fuerzas para escoger sus batallas.

–¿Madre?

Su madre se vuelve hacia ella.

–Feliz cumpleaños.

Su madre asiente una vez, rápidamente, como si reconociera algo doloroso pero necesario, como la extracción de una muela, luego abre la puerta de la cocina. Al volver a cerrarse se apaga el alboroto de la cocina. Su madre ruge una orden, algo relacionado con el pescado.

Evelyn vuelve atrás, cierra los ojos. Pero no sirve de nada. La sensación ha pasado. Da la vuelta a la esquina. La puerta delantera está ahí, tres metros de impasible madera, pero tras sus paneles: nada. Nadie la espera al otro lado. No hay nada salvo la claridad del día y los dibujos danzarines que crea el sol contra el vidrio soplado, hinchado.

 

* * *

 

Jack aparta el plato del desayuno y se levanta, luego, sacando una calabaza del fondo de la mochila, dice: «Ayer se me olvidó. Tiene buena pinta». La deja en el centro de la mesa y se carga la mochila vacía.

–Bueno, pues. Hasta la noche.

Se demora un momento, como si quisiera añadir algo más.

Veinticinco años.

Ada permanece sentada. Las anchas espaldas de él llenan toda su vista. Jack lleva su ropa vieja de los domingos, ropa regalada, desgastada. Ella todavía ve en su silueta al hombre joven que fue. Por poco.

–Sí –dice ella–. Nos vemos esta noche.

Él asiente, se va, la puerta trasera se cierra tras él y sus pasos se pierden por el sendero.

Mañana hace veinticinco años. Veinticinco años desde que entraron en la capilla de planta circular y juraron sus votos, el día tan cálido como la primavera mientras Ada recorría el sendero de piedras irregulares hacia la puerta. Luego, la oscuridad fría del interior, y ahogó un grito, como si se hubiera zambullido en el agua: apenas podía respirar de lo apretada que iba. Por un momento tuvo la impresión de estar sola, hasta que vio la silueta de él, de pie junto al pastor al fondo del pasillo. Lentamente fue distinguiendo a los invitados, repartidos en filas a ambos lados. Puso rumbo a Jack e intentó caminar recto.

«Está bien. –Él le cogió la mano y guiñó un ojo–. No pasa nada.»

La cocina por la mañana está en penumbra, pero la calabaza que le ha dejado es de un amarillo anaranjado brillante, su piel parece latir con el recuerdo del sol. Será de lo último que cosechen antes de que las heladas invernales ataquen el huerto. Realmente rebosa vida.

Ada recoge los platos del desayuno, los deja en el fregadero y sale, llena la tetera en la bomba del patio, luego vuelve adentro y la pone a hervir en el fogón.

Desde la ventana trasera ve las cercas y los jardines de siete casas. Se sabe los nombres de todas las madres de esta calle y de la siguiente, de todos los niños, de todos los hombres, vivos y muertos. Hace veinticinco años que vive en esta casa. Jack la entró en brazos, los vecinos se reunieron, entre risas, contentos con el espectáculo inesperado.

Cuando la tetera silba, vierte la mitad del agua en la palangana de fregar y el resto en la tetera de loza, luego frota los restos solidificados del desayuno de los platos. Cocinará la calabaza mañana. Preparará una cena de celebración. Estofado con dumplings. Comprará algo de carne buena. Le gusta su plan.

Una vez secados y guardados los platos, Ada se dispone a retirar la calabaza de la mesa, a meterla en la alacena hasta mañana, cuando llega un ruido de la parte delantera, casi un correteo, como si un animal se hubiera acercado a la puerta. Al principio supone que será Jack, que vuelve porque se ha olvidado algo. Pero él nunca entraría por delante. ¿Un vecino, entonces? ¿Ivy? Pero ella tampoco entraría por delante, en domingo no, ni ningún otro día.

Llaman a la puerta y Ada da un brinco, se mueve a toda prisa, se quita el delantal, se alisa la falda y va a abrir.

–¿Sí?

Hay un joven de pie en el escalón. Pelo fino y pajizo, ojos pálidos, un conato de bigote tratando de asomarle del labio superior. Tiene la cara irritada allí donde la piel recién afeitada ha recibido el sol matinal. Parece sorprendido, como si fuera ella quien hubiera perturbado su tranquilidad y no al revés. Se quita el sombrero, lo sostiene pegado al pecho.

–Buenos días, señora.

–Buenos días.

La mirada del joven recorre su cara y su hombro hasta el vestíbulo de detrás. Carraspea.

–¿Vive usted aquí, señora?

–Sí.

–Entonces ¿po-podría importunarla un minuto?

Parece aliviado de haber pronunciado esas palabras. ¿Qué querrá? En ese momento Ada ve la enorme bolsa a sus pies. Están por todas partes, chicos con bolsas como esa; en todas las esquinas, vendiendo de todo, desde cerillas a cordones para las botas. O mendigando. Llaman a las puertas y piden chaquetas y zapatos viejos.

–No necesitamos nada.

El chico la mira fijamente.

–¿Perdón, señora?

–No necesitamos nada –dice Ada, haciendo ademán de cerrar la puerta.

Él se adelanta, presa del pánico.

–¿Puedo pasar? Será solo un minuto. Por favor.

Su voz es zalamera. Se mueve un poco para dejar ver el brazo izquierdo por debajo de la chaqueta. Ada ve el borde amarillento de un cabestrillo. Se queda quieta, con la puerta entreabierta, y el chico cambia el peso de pierna. Luego se le enternece algo dentro y da un paso atrás, abre un poco más la puerta y permite entrar al chico.

Los dos están muy cerca. Ada lo huele, acre por debajo del olor a limpio, la crudeza del aire libre. Copos blancos salpican los hombros de la chaqueta. Permanecen como están un par de segundos incómodos. No quiere acompañarlo a la sala, pero uno de los dos tiene que moverse.

–Por aquí.

Él la sigue a la cocina. A la altura del fregadero, Ada se gira hacia el joven y se cruza de brazos. El chico titubea en la puerta, como si esperase permiso para entrar, y entonces Ada ladea ligeramente la cabeza y él, con una serie de movimientos extraños, como dando bandazos, entra en la cocina. Cuando llega a la mesa, se apoya en el respaldo de una silla.

–Bonita casa. –Parece sin aliento, como si un esfuerzo tan pequeño lo hubiera agotado–. Bonita y tranquila.

Mira fijamente a Ada, como esperando a que dé el paso que hay que dar, el que sea.

–Será mejor que me enseñes lo que llevas –dice ella al final.

–¿Perdón?

–En la bolsa.

–Ah, sí.

Y se inclina, coge unos paquetitos de papel marrón y los coloca sobre la mesa, cada gesto cargado con la misma intensidad cuidadosa, como si no pudiera confiar en que su cuerpo cumpla las pequeñas órdenes que le da. A Ada le recuerda a su hijo cuando era pequeño: los movimientos impredecibles de sus extremidades.

Neurosis de guerra.

Uno de tantos.

Ada mira los paquetes sobados en las manos sucias del chico, sabe que solo contienen baratijas.

–Lo siento. No necesitamos nada.

Él la mira, con el rostro pálido y tenso, y asiente brevemente, como reconociendo la futilidad de su intercambio.

Ella espera a que recoja, pero el chico no lo hace. En cambio, subiendo el tono un par de notas desesperadas, continúa:

–¿Bayetas? –Abre uno de los paquetes de papel para enseñarle un montón de trapos finos de color arenoso–. Todos necesitamos.

–Estoy servida, gracias.

–¿Y un paño de algodón? –Se agacha hacia la bolsa.

La bolsa es grande. Podrían pasarse así toda la mañana.

–¿Cuánto cuestan las bayetas?

Él se endereza de golpe.

–¿Bayetas? –Parece sorprendido–. Dos peniques. Cinco por dos peniques.

–Pues me las quedo. Cinco. Voy a por el monedero.

Va a buscarlo, pero entonces cae en la cuenta de que está atrapada, no puede coger el dinero sin enseñarle dónde guarda el monedero.

–¿Le importa que fume? –pregunta el chico, otra vez con la voz zalamera–. Solo uno. Estoy un poco harto del frío. –Se mueve con rapidez y antes de que ella le diga que no ha sacado la cajetilla con el brazo sano, se coloca un cigarrillo entre los labios temblorosos y busca fuego en el bolsillo–. ¿Quiere uno? –Le ofrece la cajetilla.

–No, gracias.

Él asiente, deja el tabaco en la mesa.

–¿Puedo sentarme?

Algo extraño se cierne en el ambiente, más allá del descaro del chico. Ada siente un vago temor. Pero asiente despacio y saca una silla.

–Gracias.

Se oye el roce del fósforo contra la caja, el breve chisporroteo de la llama.

Ada se acerca a la cocina y aviva el fuego, luego pasa rápidamente por detrás del chico hacia los cajones donde guarda el monedero. Se gira para comprobar si está mirando, pero está de espaldas, fumando a caladas cortas y rápidas. Ada abre el cajón procurando no hacer ruido, saca el monedero, y está buscando dentro cuando de pronto oye algo, una especie de grito ahogado. Se gira y ve al chico con la mirada perdida, echado hacia delante, tratando de alcanzar con todo el cuerpo algo que Ada no ve.

–¿Michael? –dice el chico.

Luego sacude la cabeza una, dos veces, como si le estuviera dando la corriente, y se queda quieto.

Ada devuelve el monedero al cajón.

–¿Qué has dicho? –Se acerca al chico.

–Nada. –Él se estremece y menea la cabeza–. No he dicho nada. En ningún momento.

–Sí lo has dicho. –Ada habla despacio a pesar de que se le ha acelerado el corazón–. Te he oído.

–No.

Se levanta. Apaga el cigarrillo. Se aleja un par de pasos de ella como un cangrejo.

–Has dicho «Michael».

Entonces el chico comienza a temblar, y el temblor se extiende hasta que prácticamente se convierte en un ataque de espasmos horribles, es espantoso y Ada debería ayudarle, pero le da miedo y no puede, así que se queda de pie, petrificada, hasta que el ataque remite y el chico se tranquiliza.

Ada tarda un poco en poder hablar.

–¿Por qué has dicho «Michael»?

Intenta hablar en un tono leve, despreocupado. Quiere retener al chico.

–No he dicho nada. –Recoge los paquetes–. Nada. Solo he llamado a la puerta. Soy vendedor, ¿no?

Y le ofrece sus tristes paquetitos antes de volver a embutirlos en la bolsa.

–Has dicho «Michael». Le conocías.

–No, para nada. –Sacude la cabeza con violencia–. No conozco a ningún Michael. No.

–Basta. Para ya. Le conocías. Conocías a mi hijo.

Pero el balanceo de la cabeza se acelera cada vez más hasta que da dos pasos hacia Ada, le agarra una mano y se la coloca contra su propia cabeza.

–Lo siento –dice el chico, apretando con fuerza la mano de Ada contra su cráneo–. Lo siento, señora.

Luego sale dando tumbos de la cocina.

La mujer permanece inmóvil un momento, todavía nota el tacto ardiente del chico como un zumbido. Luego corre al recibidor, sale de la casa y le pide a gritos que pare.

Pero ya no hay nadie en la placidez dominical de la calle. El chico ha desaparecido.

Como si nunca hubiera estado allí.

 

* * *

 

En las afueras de la pequeña población de Saint-Pol-sur-Ternoise, cerca de Azincourt, en la carretera que lleva a la costa, una joven enfermera contempla desde su cuarto en los barracones del ejército británico la llegada de una ambulancia de campaña.

Es rarísimo; es la cuarta que ve hoy.

La enfermera se suena. Está resfriada y se encuentra mal. Estaba leyendo una carta de casa, tratando de arrimarse a la minúscula estufa. La carta es de su prometido. Una carta encantadora, plagada de cosas encantadoras. De un hombre encantador.

Pero…

La semana pasada recibió la documentación de desmovilización. Es de las últimas que quedan. No tenía prisa por marcharse. Pronto tendrá que enfrentarse a él. A ese hombre menudo, aburrido, al que hirieron en 1918 y al que cuidó y del que se apiadó y con el que aceptó casarse cuando todo terminara.

Desde entonces la enfermera se ha enamorado. De un capitán francés. Lo conoció en una reunión social. La llama chérie, como a las cerezas.

Sabía que el capitán francés estaba casado. Él nunca la engañó. Pero le prometió que dejaría a su mujer. Y luego, la semana pasada, cuando la enfermera pasaba su día libre de compras por Saint-Pol, una ciudad pequeña, sucia y maltrecha, los vio: la familia al completo. Dos críos morenos, el francés y su joven y bella esposa. Todos riendo, cogidos de la mano, parloteando en un idioma incomprensible para ella. Se escondió en un portal, mortificada, hasta que se fueron.

La enfermera deja la carta y se acerca a la ventana, ajustándose el cárdigan para protegerse del frío. Cuatro hombres están descargando un ataúd de la ambulancia. Las otras ambulancias también traían ataúdes. Observa cómo los hombres levantan la sencilla caja y la transportan hasta la pequeña capilla que construyeron la semana pasada. Aquello también fue raro, porque nadie explicó por qué levantaban un pequeño barracón prefabricado y clavaban una cruz encima de la puerta. Hasta entonces se las habían apañado sin capilla.

Se pregunta quién habrá dentro de la caja.

Hoy día no suelen verse ataúdes. No tantos como antes, cuando los cargaban y descargaban como panes. La enfermera decide que preguntará por ahí, descubrirá qué puede haber pasado para que traigan cuatro cadáveres en un solo día.

Cuando la ambulancia se marcha vuelve junto a la estufa y coge de nuevo la carta. Después la deja otra vez. Le escribirá luego. De momento no se le ocurre qué decir.

 

* * *

 

En su antiguo dormitorio en lo más alto de la casa, Evelyn se sienta al borde de la cama y fuma. Se queda mirando de mala gana la hilera de vestidos del armario abierto que tiene delante, dejando caer la ceniza en la palma de la mano. Luego abre la ventana de guillotina y tira la colilla.

A lo lejos se ven las aguas gris azuladas del lago. En realidad no es un lago; creció llamándolo así, pero en realidad, desde allí, es una laguna grande. Alcanza justo a distinguir el tejado rojo de la casa de verano de dos estancias que hay en el islote lleno de juncos del centro. Una de las habitaciones contiene una chimenea. Podría colarse en la cocina y afanar algo de leña, ir en el bote de remos, encenderse un buen fuego y pasarse el día escondida leyendo. No sería la primera vez que se escabullera así de una reunión familiar.

Mejor eso que la pantomima del almuerzo de cumpleaños de su madre; mejor eso que su prima Lottie y sus mordisquitos a la comida, sus bocaditos de conversación con su boquita de piñón.

Además, sin su hermano, será diez veces peor.

Llaman a la puerta. Se aparta de la ventana justo cuando entra una joven de uniforme. Evelyn no la reconoce. Será nueva. Su madre siempre ha ido cambiando de criadas como quien cambia de pañuelo.

–¿Sí?

–Me mandan a que le pregunte si necesita ayuda.

–¿Ayuda?

La chica se sonroja.

–Para cambiarse, señorita.

–Ah, ya. No. Gracias. –Rechaza la ayuda con la mano–. Dile a mi madre que soy perfectamente capaz de elegir un vestido sola, por favor.

La chica desaparece con aire aliviado y desde el fondo de la casa resuena un gong, insistente y grave. Evelyn se acerca al ropero y pasa la palma de la mano por la fila de vestidos, que cabecean y tintinean en las perchas, maleables y preciosos como marionetas. Saca el vestido más discreto que encuentra, un vestido de día de seda verde olvidado desde hace años, y se lo pone por la cabeza. Huele a humedad y naftalina. El color le sienta mal, le mata el poco color de la cara.

La animada conversación de la sala matinal resuena en el vestíbulo mientras Evelyn desciende por la amplia escalera principal de la casa. Escucha, pero no oye la voz de su hermano, así que decide cruzar el vestíbulo hacia el comedor. Pronto llegarán todos.

Los muchachos, casi niños, están dando los últimos retoques a los cubiertos. También deben de ser nuevos, porque ella tampoco los reconoce. Inclinan la cabeza, dan media vuelta, hacen una pequeña reverencia y salen de la estancia.

Se acerca a la ventana y contempla el lugar donde la pendiente de hierba desciende hacia el lago. Apenas distingue el bote, amarrado al muelle, y evoca la madera húmeda y su olor a barniz, la fricción de los remos contra el pulpejo de las manos.

–Aquí está.

Se vuelve y ve a la tía Mary, la madre de Lottie, regordeta y enjoyada, encabezando la marcha. Se somete a sus besos y su escrutinio a un brazo de distancia.

–Se te ve cansada. ¿Todavía trabajas?

–Hum… –Evelyn asiente.

La cara de su tía se arruga.

–¿Y todavía sigues en aquel pisito espantoso?

A su pesar, Evelyn sonríe.

–Sí, tía Mary –admite, soltándose delicadamente–. Me temo que sí.

Entonces llega el resto, todos ellos: el tío Alec, la prima Lottie y Anthony –lord Anthony–, su marido. Todos sonrosados y petulantes y sonrientes. Ni rastro de su hermano. Por un fugaz instante se pregunta si le habrá pasado algo, pero luego se le echan encima y se arma de valor, compone la expresión para saludarlos, para emitir los ruidos correctos mientras avanza por la fila, el improvisado y renuente comité de bienvenida al almuerzo de cumpleaños de su madre. Su padre asiente, con la mandíbula cuadrada y la vista fija, como siempre, en algún punto a la izquierda de la cabeza de Evelyn. Pero junto a él, la mirada de su madre la bombardea, de la cabeza a los pies. Y contiene la inevitable decepción ilimitada. «Mejor –dice su expresión–, pero no lo suficiente.»

La familia ocupa sus sitios a la mesa y los dos muchachos vuelven a aparecer con el carrito de la sopa deslizándose silenciosamente por la sala. Anthony se sienta enfrente de Evelyn. El asiento a la derecha del hombre está vacío.

–Y bien –dice Lottie, a la izquierda de Evelyn.

–Y bien –repite Evelyn, girándose hacia su prima, resplandeciente de encaje amarillo.

–¿Qué tal Londres?

Lottie ladea la cabeza, como si Londres fuera un viejo conocido díscolo con el que antes salía pero con quien ha perdido el contacto. Cuando se casó, hace dos años, Lottie se mudó de un piso en Chelsea en el que apenas vivió a la fea mole almenada de estilo victoriano de Anthony. Ahora es lady. Lady Charlotte. Lady Lottie. Evelyn se puede imaginar la furia que aquello debió de despertar en las entrañas de su madre.

–Londres está bien –dice Evelyn, bebiendo un sorbo de vino–. Va tirando. ¿Le doy recuerdos de tu parte?

Lottie responde con una sonrisilla indulgente.

–¿Y todavía vives con Doreen?

Todas estudiaron en la misma escuela, Lottie, Evelyn y Doreen; Evelyn y Doreen iban tres cursos por delante y fraguaron su amistad a partir del desprecio común hacia todo lo que representaba la institución. Cuando Evelyn heredó una pequeña suma de su abuela al cumplir veintiún años, compró un piso en Primrose Hill e invitó a Doreen a mudarse con ella, y el escándalo familiar no habría sido mayor si hubiera anunciado que entre las dos pensaban regentar un burdel.

–Todavía vivo con Doreen –dice Evelyn.

–¿Y sigue… –Lottie deja una pausa delicada– sin compromiso?

Evelyn mira a los ojos acuosos de su prima.

–Sí –miente–. Sin compromiso.

Se oye trajín en el pasillo. La voz de su hermano. Por fin. Eveleyn alza la vista y lo ve entregándole el abrigo a uno de los muchachos.

–¡Edward!

–Perdona, mamá. Me han entretenido. Y he perdido el tren. Estás divina.

Mientras Ed abraza a su madre, la piel de esta se sonroja de placer. Ed no tiene su mejor día –lleva la chaqueta arrugada y el pelo como si se lo hubiera remojado por el camino de cualquier modo–, no obstante, consigue dar el pego. Mientras la onda de su llegada se expande por la sala sonriente, Evelyn se sorprende, no por primera vez, de la gracia natural de su hermano, su habilidad aparentemente ilimitada para repartir encanto. Si ella hubiera llegado así de tarde a una reunión familiar la habrían borrado del testamento.

Es la última. Cuando Ed se inclina a besarla, huele a alcohol, y no reciente, sino saturado, como si llevara mucho tiempo bebiendo.

–Creía que vendríamos juntos –le susurra al oído.

–Perdona, Eves.

–¿Dónde has estado? Tienes una pinta horrible.

–Por ahí. –Se encoge de hombros.

Evelyn pone los ojos en blanco y su hermano se sienta enfrente, en diagonal. Su madre sabe que no debe sentar juntos a sus dos hijos. Los muchachos continúan paseando el carrito de la sopa y comienzan a servir.

–¿Y tú qué tal? –Evelyn se vuelve hacia Lottie–. ¿La vida del campo te sienta bien?

Lottie coge la cuchara.

–Pues estoy bastante bien. O sea, por así decir. He estado delicada.

–Perdona un momento. –Evelyn intenta llamar la atención de su hermano con la mirada, pero Ed está conversando con Anthony, de modo que se inclina a robarle un cigarrillo del paquete que ha dejado sobre la mesa. Se vuelve de mala gana hacia Lottie–. ¿Decías?

–Voy a tener un bebé.

La frágil vocecilla de Lottie sube al final de la frase, como si no tuviera clara la situación.

Evelyn se anima.

–Voy a tener un bebé –repite Lottie un poco más alto.

–Te he oído. –Evelyn expulsa una bocanada de humo azul–. Dios mío.

Nota a su derecha, en la cabecera de la mesa, la mirada de su madre puesta en ella. Evelyn gira como es debido hacia Lottie, dándole la espalda a su madre, y dice, demasiado alto:

–Qué maravilla. Enhorabuena. ¿Qué crees que será?

–¿Cómo? –Lottie parece confusa.

–¿Qué crees que será? ¿Carne de cañón? ¿O de la otra clase? ¿Cómo llamarla? ¿Carne de salón? ¿Carne de tedio?

Lottie deja la cuchara.

–No estoy segura de estar entendiéndote.

–¿Niño o niña? –explica Evelyn despacio.

Del otro lado de la mesa, como alertados por un instinto caballeresco, Anthony y Ed levantan la mirada. Anthony carraspea y se inclina hacia delante.

–¿Y a ti cómo te va, Evelyn?

Está aún más gordo, piensa Evelyn mirándolo a los ojos, mientras que Lottie nunca había estado tan flaca. Tal vez se hayan confundido y sea Anthony quien esté comiendo por dos. Durante un instante breve, atroz, la asalta una imagen mental espantosa: Lottie y Anthony en pleno acto. Él sonríe animosamente.

–¿Vendrás con nosotros el jueves?

–¿El jueves?

–Al funeral. En la abadía de Westminster. Tengo un amigo con un buen sitio en Whitehall. Con muy buena vista del cenotafio. Tomaremos unas copas. Estás más que invitada.

«El funeral.» «Unas copas.» Hace que suene como una excursión al West End.

–No estoy segura. No me van mucho los funerales.

Anthony la mira, aparentemente sopesando la verdad del comentario.

–¿Sigues al pie del cañón? –dice por fin–. ¿Qué era? ¿La oficina de empleo?

–Las pensiones –corrige Evelyn.

Sabe que él lo sabe. Ya han tenido esa conversación.

–Las pensiones.

Anthony sacude la cabeza. Ya le cuelga un pellejo por debajo del mentón. Pronto será uno de esos hombres con cuellos como aves de corral.

–No sé cómo lo soportas –interviene Lottie, entre risitas, más valiente ahora que han llegado refuerzos–. Estoy segura de que yo no aguantaría.

–Yo sé por qué lo hace. –Anthony se inclina hacia delante.

El resto de las conversaciones de la mesa parecen haber cesado.

–¿Y por qué? –pregunta Evelyn.

–Los hombres. –Anthony se ríe socarronamente y vuelve a recostarse en la silla. Se da una palmada en la pierna y extiende los brazos–. Está lleno de hombres. Justo lo que necesita una chica como tú. La mayoría tullidos que no pueden escapar. Basta con elegirlos. –Levanta ambas manos y simula que dispara–. Es pan comido, ¿eh?

Lottie se ríe.

A Evelyn le arde la piel.

–Difícilmente –replica.

Y por fin consigue cruzar la mirada con su hermano. Ed sonríe, pero su mirada es una triste versión de la que ha visto tantas veces: una mezcla de humor y asombro que la reta a seguir. Se le ve cansado, como si no tuviera fuerzas para lo que sea que va a suceder. Y entonces Evelyn enfurece, está más furiosa con su hermano que con el resto de ellos juntos.

–Difícilmente –repite, esta vez un poco más alto.

–¿Y eso? –Anthony la anima con una sonrisa.

–Creo que todos conocemos mi postura al respecto.

–¿Y cuál es tu postura, Evelyn? –pregunta su madre desde la cabecera de la mesa–. ¿Dónde te posicionas exactamente?

Evelyn se gira hacia su madre.

–Pues en la estantería, por supuesto.

–¿La estantería? –dice Lottie.

–Sí. La estantería. Ya sabes. Una vieja y polvorienta. –Mira alrededor de la mesa, ninguno de los presentes la mira, ninguno de los presentes aparta la mirada–. ¿No lo sabéis? Pues os garantizo que aquí arriba se está la mar de cómodo. Las vistas no están mal. Aunque, claro, vosotros no lo entenderíais. –Levanta el cuchillo del pescado–. Estáis todos del otro lado. ¿Cuál es lo opuesto de la estantería? ¿La pomada? ¿Estáis en la pomada? Mirad a Lottie. –Blande el cuchillo en dirección a su prima, que ahoga un grito–. Adorable, ¿verdad? Un pastelillo, ¿no os parece?

–Evelyn –dice su madre despacio.

Evelyn vuelve la cabeza.

–¿Sí, madre?

–¿Un cenicero?

Evelyn mira el cigarrillo que sostiene en la mano, cuyo precario cilindro de cenizas está a punto de caerle en la sopa. Uno de los muchachos le pasa un cenicero por debajo del brazo derecho.

–¿Evelyn? –repite su madre.

–¿Sí?

–¿Cuándo aprenderás?

–¿El qué? –Aplasta el cigarrillo.

–Que la amargura sencillamente no resulta atractiva.

Evelyn abre la boca. Vuelve a cerrarla.

Cuando estaba creciendo solía imaginarse a su madre como una salvaje con cerbatana que iba lanzando dardos envenenados. Jamás erraba el tiro. Tenías que aprender a esquivarlos.

Deja el cuchillo, alineándolo a un lado del plato.

¿Amargura?

No está amargada.

Está de todo menos amargada.

 

* * *

 

Ada está al otro lado del parquecito cuando ve a Jack camino de casa, con la espalda algo encorvada y la cabeza doblada contra el frío. Se ha quedado fuera más de lo que pretendía, intentando serenarse, respirando el aire gélido de la tarde, andando en círculos por el césped irregular, de punta a punta, evitando los montones de hojarasca. Echa a andar hacia él; si aprieta el paso lo alcanzará.

Jack levanta la cabeza mientras ella se acerca.

–Ada. –Parece sorprendido–. ¿Qué haces aquí fuera?

–Eh… –Trata de sonreír, pero tiene las mejillas adormecidas–. Me apetecía tomar el aire.

–Podrías haber ido a buscarme. –Se coloca bien la bolsa–. Hoy había mucho que hacer en el huerto.

¿El tono de Jack es rencoroso? Ada no sabría decirlo. Pero de todos modos acompasan el ritmo y cruzan juntos el parque camino de casa. Por delante de ellos el sol está bajo, en un cielo color hojalata. Entre ellos se cuela esa leve distancia constante, la distancia que no nombran ni mencionan. Ada coge aire.

–¿ Jack?

Él aminora el paso y se vuelve hacia ella.

–¿Qué?

Ella se para, con las manos cerradas dentro de los bolsillos.

–¿Qué pasa, Ada? –Los ojos de Jack buscan los de Ada–. ¿Qué ocurre?

–Antes, justo después de que te fueras, ha venido un chico. Ha llamado a la puerta.

Jack arruga el ceño.

–¿Quién?

–No lo sé. Uno de esos chicos, un vendedor. De baratijas. Pero… le he dejado entrar.

–¿Le has dejado entrar?

–Estaba herido.

Él asiente, lo acepta.

–¿Qué ha pasado? ¿Te ha hecho algo?

–No, nada de eso. No.

–Bueno, ¿pues entonces?

Ada respira el aroma de las hojas amontonadas a su alrededor, el dulce comienzo de la descomposición.

–Había algo en él. Algo no andaba bien. Le he dicho que le compraría unas bayetas solo para que se fuera. Pero cuando he ido a por el monedero, cuando estaba de pie en el rincón… lo ha dicho.

–¿Qué ha dicho?

El viejo aguijón del peligro.

Su matrimonio está plagado de trampas.

Todavía puedes parar.

–«Michael» –dice Ada.

Prende la mecha. Ada la nota, silbando en el aire entre ellos.

De pronto Jack se queda muy quieto.

–¿Ha dicho «Michael»?

–Sí.

–¿Michael Hart?

–Solo Michael.

Jack se aleja un paso.

–Bueno, ¿y quién era? ¿Te ha dicho cómo se llamaba?

–No le he preguntado.

–Entonces ¿qué aspecto tenía?

Una pareja joven pasa por el lado con las cabezas juntas. Ada espera a que se hayan ido y luego habla con voz baja, urgente.

–Era menudo. Estaba herido. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. Yo estaba de pie con la mano en el monedero y ha dicho «Michael», y cuando me he dado la vuelta estaba mirando al frente. Como si viera algo.

El viento incordia a los sicomoros. Una lluvia de hojas cae al suelo alrededor de sus pies.

–Estaba sentado en tu silla.

–¿Y después qué ha pasado?

–Nada.

–¿Nada?

–Le he preguntado por qué lo había dicho. Me ha contestado que me lo había imaginado. Que estaba equivocada. Pero no estaba equivocada. –Nota que se le acelera el pulso–. Lo he oído –insiste–. Claro como el agua. Michael. Es lo que ha dicho.

Jack le sostiene la mirada un poco más, buscando, con la cara enrojecida y arrugada a la luz de la tarde. Luego mira para otro lado.

–¿Qué? –dice Ada–. Di algo. ¿Qué?

–Hace frío. –Su voz es monocorde, controlada–. Me voy para dentro. ¿Vienes?

Ella guarda silencio, furiosa.

–Muy bien. –Jack se aleja un par de pasos.

–¡ Jack! Ha dicho su nombre, Jack.

Él no responde, solo niega con la cabeza antes de echar a andar por el parque.

Ada coge aire, una, dos veces. Alza la vista hacia el sol, que sangra uno de esos magníficos ocasos otoñales que tiñen el cielo. Luego agacha la cabeza y sigue a su marido.

 

* * *

 

Por alguna razón la luz del compartimento no funciona. Evelyn toquetea el interruptor, cada vez más enfadada, y luego sale al pasillo. Las luces del pasillo también están apagadas. No se ve al revisor por ninguna parte, pero el siguiente vagón tiene luz. El hombre de mediana edad que lo ocupa levanta la vista del crucigrama, la mira a los ojos y le sonríe. Ella frunce el ceño y regresa a su compartimento a sentarse a oscuras.

Ni siquiera puede mantener una conversación agradable porque enfrente de ella Ed duerme, como lleva haciendo desde que el tren salió de Oxford, boquiabierto y con la cara relajada. Por el aspecto y el olor que tenía en el almuerzo se diría que la noche anterior no había pegado ojo. Evelyn se mete las manos en los bolsillos. Está helada; la calefacción debe de ser eléctrica. Los campos tras las ventanillas azulean a la luz cada vez más tenue. Solía gustarle esta época del año. Invierno. La que precede a las navidades. Ahora la inquieta. Hasta primavera lo único que hay es oscuridad.

El tren da una sacudida y Ed se despierta. Se frota la cara, le dedica una sonrisa vaga y soñolienta antes de mirar por la ventanilla.

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