Despertar

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Libro Primero » Capítulo 3

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Pasaron seis días antes de que Thrasne pudiera estar a solas para volver a mirar a la mujer ahogada. Bajo un bosque de enormes árboles de frag, amarrados a la ribera, después de Shabber, pudo volver a subir la red. Permaneció en el techo de la casa del patrón contemplándola a la luz del farol mientras ella se mecía. Ya estaba seca. Su cabello era suave como fibra de pamet y de un cálido color castaño. Aunque a Thrasne le había parecido que tenía los ojos abiertos cuando la subió a bordo, ahora estaban cerrados y parecía dormir con las pestañas suavemente apoyadas sobre las mejillas. La estudió con detenimiento, se recreó en ella, tembló con cada una de sus partes, fascinado y excitado. Tuvo que sujetarse las manos a la espalda para no tocarla. Finalmente, no pudo soportarlo más. Bajó para coger un pez vivo de la jaula que el cocinero tenía colgada a un costado del barco, regresó y puso el inquieto animal encima de ella, cuidando de no rozar la parte del pez que la tocaba. Luego, lo depositó sobre el techo de la casa y lo observó atentamente, y en cuestión de segundos su parte delantera dejó de sacudirse y comenzó a golpear contra el techo, impulsada por la cola, que todavía seguía viva. El plaga continuaba vivo dentro de la mujer. Thrasne fue en busca del rociador y la cubrió con el polvo dorado antes de volver a bajarla por el pozo. El pez continuaba golpeando, y él lo arrojó por la borda con un palo.

—Suspirra —le susurró a la mujer—. Está bien, Suspirra. Con unos días más de secado el buen polvo cumplirá su cometido. Entonces podrás salir de ahí… —Salvo, se dijo, que no pudiera.

¿Dónde la pondría? ¿Cómo se lo explicaría a los demás?

—Blint, señor, ¿le importaría adelantarme una pequeña parte de mi salario?

—¿Cuánto de pequeña, Thrasne? ¿Y por qué de pronto te encuentras tan necesitado? ¿La esposa de Blint no te proporciona los alimentos y la ropa que te hacen falta?

—No se trata de eso, señor. Deseo hacer una talla grande y me gustaría comprar un buen trozo de madera a algún mercader de frag…

El trozo de madera no fue fácil de escoger. Unos eran demasiado torcidos y otros demasiado rectos, unos eran de una fibra gruesa que estropearía las facciones y otros eran muy oscuros. Por fin, Thrasne encontró uno en el fondo de la pila y lo pagó generosamente. Lo colocó en un rincón de su pequeña habitación a bordo del

Obsequio de Potipur, jumo a los cuchillos y formones. Cuando comenzó a tallarla, la madera se abrió para revelar a la Suspirra que había en el interior. Se trataba de una escultura a tamaño natural, y pasó más tiempo del que él hubiese querido antes de que se pareciera a ella, y más tiempo aún hasta que fue por fin ella, rasgo por rasgo. Luego vino un extenso periodo en el que iban de un poblado al otro y no podía estar a solas ni un momento, por lo que, cuando finalmente logró sacar a la mujer ahogada de la red y reemplazarla por la escultura —en caso de que alguna vez tuviese que volver a ocultar a la mujer real— ya habla pasado toda una estación.

La mujer ahogada llegó a su habitación y quedó acomodada en un rincón, como si hubiese sido invitada allí para coquetear. Lo miraba con los ojos entreabiertos y los labios apenas curvados, igual que si se encontrara a punto de sonreír sin llegarlo a hacer aún.

—Bien —dijo Blint cuando la vio por primera vez—, sigo afirmando que deberías pertenecer a la casta de los artistas, Thrasne. A pesar de que no me gustaría perderte. Sin embargo, debo admitir que es una verdadera belleza. Pura madera de frag, ¿verdad? ¿Y el cabello? No parece tallado.

—Esto…, no, señor —mintió Thrasne, sin cambiar de expresión—. Es una peluca que compré en Tsillis. El cabello tallado no me parecía…, bueno, no me parecía suave.

El cabello de la mujer estaba muy sucio cuando la sacó de la red, lleno de azufre y de polvo de frag. Se lo lavó varias veces con cubos de agua limpia, lo cepilló después y volvió a lavarlo con jabón. Ahora se esparcía brillante sobre los hombros, de un color parecido al del frag, aunque más sedoso. El resto de ella lucía un lustroso color castaño claro, con un leve rosado en los pezones y en los labios.

—¿Cómo la llamas? —preguntó Blint.

—Su nombre es Suspirra. Así se llamaba una muchacha que conocí en Xoxxy-Do, donde usted me encontró.

—Y donde volverás a estar en un año o dos. ¿Qué pensaría ella si supiera que estás acompañado de una muñeca de tamaño natural? —Blint se mostraba socarrón.

—No le importaría.

Como Thrasne se acababa de inventar a aquella muchacha, no le preocupaba lo que ella pudiese pensar. Lo que sí le había inquietado era lo que hubiese podido pensar Blint, pero evidentemente éste no lo consideraba algo malo. Si uno de sus hombres quería tener la escultura a tamaño natural de una hermosa mujer en su camarote, que lo hiciera; tal como Blint solía decir, tenía que haber toda clase de hombres para hacer todo lo que había que hacer.

Al principio, Thrasne apenas si la miraba a la luz del farol antes de dormirse, o temprano por la mañana a la hora de levantarse. Algunas veces tocaba su rostro, casi con reverencia. No se atrevía a tocarle los senos, aunque una vez apoyó la mejilla en ellos, casi sollozando al percibir su promesa de suavidad. Después de un tiempo, dejó de tocarla y, en lugar de ello, comenzó a hablarle. Si se colocaba muy cerca, podía olvidarse del plaga, de su petrificación, creer que era de carne y hueso. Seguía llamándola Suspirra. Le contó todas las cosas que nunca había podido contarle a nadie, ni siquiera a Blint.

—Blint me salvó la vida —le dijo Thrasne—. Yo vivía en Xoxxy-Do. A mitad de camino de cualquier parte en Costa Norte. Un sitio montañoso, donde las cascadas caen por los despeñaderos hacia el Río Mundo. Los barcos deben amarrar detrás de grandes rocas y los marineros suben empinadas escaleras de piedra para llegar a los poblados. Mi padre era constructor allí, constructor en piedra. Mi madre era una artista; aunque en el sistema de Xoxxy-Do no se da tanta importancia a la casta de los artistas como en otros sitios. Fue ella quien me enseñó a tallar… o me permitió aprender, supongo. Me dio un cuchillo cuando sólo tenía cinco años. Era una escultora maravillosa. Cuando mi padre terminaba una construcción, era ella quien la adornaba. Juntos tenían mucho éxito. Vivían muy felices. Y yo también.

Guardó silencio, esperando a que Suspirra dijese algo, que hiciese algún comentario. La oyó decir:

—Yo no era feliz. Envidio a tu familia feliz, Thrasne. La mía no era así.

—Vi a la madre de tu esposo —respondió él—. La hermana de mi padre era como ella, con los labios fruncidos y llena de odio. No podía soportar que ellos fuesen felices. No podía soportar que estuviesen enamorados. Les había profetizado la ruina, y ésta no llegaba, no la que ella pronosticó.

Volvió a guardar silencio, esta vez invadido por el dolor. El recuerdo aún tenía el poder de trastornarlo, de convertir sus músculos en agua, sus entrañas en un vacío desconsolado.

—Ah —dijo Suspirra—, entonces tenemos mucho en común.

—Murieron. Habían ido juntos a la cantera y cayó una gran tormenta. El camino construido por los obreros era inadecuado, incluso cuando el tiempo era bueno. Con la tormenta se disolvió como azúcar. Los encontraron en el fondo del desfiladero, aplastados bajo las piedras. La hermana de mi padre me acogió en su casa.

—Conozco esa clase de «acogida» —se compadeció Suspirra.

—Lo primero que me dijo fue que mis padres se encontraban en los fosos de obreros de Ghasttown, al este, reclutados por los Despertantes. Yo no podía dejar de llorar, pero ella continuaba diciéndolo. Me quitó mi cuchillo con la excusa de que podía lastimarme; era el cuchillo que me había dado mi madre. Viví con ella durante casi una estación, pero entonces permanecí despierto toda una noche planeando cómo matarla.

—Tenías que irte.

—Tenía que irme. Blint me encontró junto a la orilla, muerto de hambre y hablando con una pequeña talla de mi madre que yo mismo había hecho.

Ese fue su primer intento de tallar a Suspirra, pero ya no lo recordaba.

—Un buen hombre este Blint.

—Es la bondad personificada.

Pasmado, Thrasne se detuvo. Ella no podía hablar y, sin embargo, la había oído hacerlo. Salió del pequeño cuarto a cubierta y caminó de un lado a otro durante horas.

—¿Qué te preocupa, muchacho?

—¿Alguna vez se ha sorprendido hablando solo, Blint?

—Todos los navegantes solemos hacerlo, Thrasne. Nunca he conocido a uno que no hablara solo. Me casé solamente para tener a alguien con quien hablar, y descubrí que no funcionaba. Uno debe hablar solo. De otro modo, ¿cómo sabrías lo que piensas de las cosas?

—¿Alguna vez…, alguna vez ha simulado que era otra persona quien le respondía?

—Siempre. De ese modo se vuelve más interesante.

Así que Thrasne terminó por aceptarlo. Las personas se embarcaban porque en la incesante corriente del Río podían hablar solas sobre Costa Norte, sin que ese mundo ejerciese presión alguna en sus opiniones. En el Río uno podía repudiar a los Despertantes, odiar a los obreros —tanto por su horrible existencia como por el trabajo que realizaban—, meditar sobre Potipur, Abricor y Viranel, y hasta cuestionar su misma existencia tal vez, sin ser por ello acusado de herejía.

—¿Tú crees que Potipur es benigno? —susurró Suspirra.

—Yo no creo que Potipur sea nada —respondió él—. Excepto una luna que impulsa las mareas. Y un dios con rostro de luna en los templos, donde los sacerdotes practican reverencias, agitan inciensos y hacen brillar sus báculos ante la congregación cada diez días, y dos veces a fin de mes.

Diez días forman una semana y, cuando han pasado cinco semanas, tienes un mes y, luego, un día de fiesta. Al menos, eso era lo que siempre decía la madre de Thrasne.

—Entonces, ¿por qué? —murmuró Suspirra—. ¿Por qué, por qué, por qué…?

Ya hacía unos cuarenta días que habían pasado por Shabber cuando Blint se quejó de que el pamet almacenado en la bodega de proa olía a moho.

—Debe de haber algo tapando el conducto de ventilación —comentó con un suspiro—. Lo revisaremos cuando echemos amarras.

Thrasne estaba irritado consigo mismo. Sin duda lo que obstruía el conducto era la escultura que imitaba a Suspirra, y él debía haberlo previsto tiempo atrás.

—Deje que yo me ocupe, Blint. Allá arriba tengo una casilla donde me siento a observar las cosas. Es probable que se me haya caído algo dentro del conducto.

—¿De veras? Bueno, entonces ocúpate tú. Lo dejaré en tus buenas manos.

Lo hizo aquella misma noche, cuando la tripulación bajó a tierra. Desde el muelle, la luz vacilante de las antorchas iluminó la red que salía del pozo de ventilación. Cuando la hubo dejado sobre el techo, Thrasne retiró la red para observar atentamente la escultura antes de entregarla a la marea.

Algo no estaba bien.

Él la había tallado para que se pareciese a la mujer atacada por el plaga. La hizo igual que ella, rasgo por rasgo, ojo por ojo, labio por labio. Y ésta era diferente. Los ojos estaban entrecerrados y los labios no mostraban la misma curva, como a punto de sonreír. La Suspirra de su camarote tenía los ojos abiertos de par en par y los labios apretados. Dejó la escultura sobre el techo y bajó para cerciorarse. Al entrar en su camarote se encontró con los ojos de Suspirra, con sus labios tensos como si estuviese a punto de decir algo.

—Me estoy volviendo loco —susurró para sí mismo, sabiendo que en realidad no era así—. Suspirra, ¿me estoy volviendo loco?

—El mundo es el que está loco —dijo ella—. Tú ves lo que ves.

Thrasne arrojó la escultura al agua, la contempló hasta que desapareció entre las pequeñas olas y echó luego un vistazo a las lunas. La marea lenta no se produciría hasta la madrugada. Para entonces, la talla se encontraría bien lejos. Nunca volvería a encontrarla. Tal vez alguien la pescase junto a un muelle y se sorprendiese con ella.

Una vez en su camarote, comenzó a tallar una pequeña figura igual a la que acababa de arrojar, rasgo por rasgo. Cuando estuvo lista, hizo otra de Suspirra tal como era en ese momento. Si la mujer ahogada estaba cambiando, él llevaría un registro de esos cambios.

• • • • •

A lo largo de los siguientes cinco años talló cuarenta pequeñas Suspirras. Las guardaba bajo su litera, numeradas en la base, y de vez en cuando las sacaba, las colocaba por orden en una larga fila y las miraba, de la primera a la última. La posición de cada una era ligeramente distinta, con los ojos y los labios apenas abiertos o cerrados. En esta muchedumbre silenciosa había algo que lo oprimía y lo perturbaba de inmediato, como si en aquello hubiese un significado que no alcanzaba a comprender. Thrasne seguía hablando con la mujer ahogada y ella aún le respondía, pero este grupo de pequeñas Suspirras parecía gritarle en silencio: «Presta atención.» El miraba y miraba sin comprender.

—¿Estás viva? —le preguntó.

—¿Qué es la vida? Quizá detuviste al plaga antes de que acabara conmigo.

—¿Quieres que vuelva a arrojarte al Río?

—El Río es un sitio frío y solitario. Tal vez me permitas permanecer aquí por un tiempo.

Así que durante cinco años Thrasne le permitió quedarse, y talló cada una de sus nuevas expresiones tal y como las veía, registrando aquella extraña vida lenta —si realmente se trataba de vida— en cada minúscula manifestación. Los días se sucedían uno tras otro, Río, muelle, poblado, tripulantes que partían y otros nuevos que subían a bordo. Blint se tornó más canoso y la esposa de Blint más locuaz. Ya casi habían completado una ronda desde que la mujer ahogada subiera a bordo. Al pasar por Xoxxy-Do se enteraron de que la tía de Thrasne había muerto hacía mucho, y pronto estarían de vuelta en Baris.

—Quisiera que tallaras un bebé para esa mujer —le dijo la esposa de Blint, en un tono desacostumbrado. En él había preocupación y tristeza, y una clase de dolor que Thrasne nunca antes le había escuchado, lo que le hizo sentirse sorprendido.

—¿Qué mujer? —preguntó—. ¿A qué se refiere?

—Esa mujer, esas mujeres, las pequeñas. Todas en fila, diciendo: «Mi bebé.»

Thrasne bajó a mirar y ella fue tras él, espiando por encima de su hombro.

—Bajé a cambiarte las sábanas. Nunca las había visto así, todas en fila. ¿Lo ves? Mira de la primera a la última. Eso es lo que están diciendo.

Thrasne se sintió confundido. Su ojo de artista no había alcanzado a verlo. La esposa de Blint se fue y, después de un rato, regresó con una caja de juguetes de la bodega.

—Mira esto.

Le entregó uno de los pequeños libros que habían canjeado a lo largo del viaje. En cada página estaba dibujado un payaso, cada dibujo ligeramente distinto al anterior. Cuando uno pasaba las páginas rápidamente con el pulgar, la figura del payaso parecía dar saltos y cabriolas. Al ver la perplejidad de Thrasne, la esposa de Blint lo dejó a solas.

Esa noche, Thrasne dibujó los rostros y los brazos de Suspirra en pequeños cuadrados de papel y los unió en un libro similar. Cuando pasó las páginas, las manos y los ojos se movieron, mientras la boca decía: «Mi bebé.»

Por supuesto que la esposa de Blint habló con Blint al respecto.

—Murga…, quiero decir, la esposa de Blint, perdió al único bebé que tuvimos —le explicó Blint—. Solía sentarse frente al espejo, llorando, y lo repetía una y otra vez: mi bebé, mi bebé. No me extraña que haya pensado que tus tallas decían lo mismo.

Las tallas no lo decían, pero la mujer ahogada sí. «Mi bebé.» La niñita al final del espigón, la que con tanta desolación repetía una y otra vez: papá, papá.

—Quisiera desembarcar un rato en Baris, señor —dijo Thrasne—. Tengo unos asuntos privados que atender.

• • • • •

No tenía ninguna idea concreta sobre cómo encontrarla. Salió de Xoxxy-Do a los doce años de edad, sin ser lo suficientemente mayor para percibir o comprender las complicaciones de la vida ciudadana. Desde entonces no había tenido ningún contacto real con los poblados o las aldeas. Sin embargo, la intuición le indicaba que debía de haber alguien que se ocupase de conocer las cosas, toda clase de cosas. No le llevó mucho tiempo encontrarlo.

—¿Fulder Don? —preguntó el barbero, agitando vagamente su tijera en dirección al centro del pueblo—. Oh, seguro que conozco a Fulder Don. A él y a esa anciana regañona. Le hace la vida insoportable esa mujer. La hija mayor se casó sólo para poder salir de esa casa, y Prender, que es la mediana, está impaciente por tener la misma oportunidad.

—Hay un bebé, ¿verdad?

—¿Bebé? Ya hace seis o siete años que no tiene esposa. No. Había un bebé cuando la mujer se mató, una niña que tendría unos cuatro años. Pero ahora ya está bastante crecida. Vive con la vieja Santa Delia, la jardinera del Callejón Suburbano.

—¿Santa Delia?

El barbero se rió, divertido consigo mismo.

—Bueno, así es como la llaman. Quien necesite algo, ya sea que esté hambriento o enfermo, puede acudir donde la vieja Delia. Yo la considero mucho más santa que la misma Thoulia, se lo aseguro.

Volvió a reír con cierta incomodidad, haciendo un gesto cauteloso con los ojos para mantener alejados a los Risueños.

Thrasne fue hasta el Callejón Suburbano en busca de la casa de Delia. Era la que tenía la mayor profusión de flores, la más perfumada por el aroma dulce de las hierbas. Thrasne se dejó invadir por la fragancia y el color mientras espiaba por encima de la pared baja. La niña se encontraba allí, agazapada sobre un libro como si hubiese querido protegerlo de los ladrones, enroscándose un largo mechón de cabello entre los dedos. A juzgar por su aspecto, el libro era de los permitidos; en la tapa llevaba el sello de la Torre.

—Pamra —la llamó una voz desde el interior—, ven a cenar.

La niña se levantó con un suspiro y cerró el libro de mala gana. Al girarse, alcanzó a ver a Thrasne y por unos momentos pareció confundida, casi como si hubiera recordado haberlo visto antes; luego, sacudió la cabeza y entró en la casa, dejándolo a él tan conmovido como cuando vio por primera vez a la mujer ahogada. Porque era ella otra vez, rasgo por rasgo, en un cuerpo más pequeño y con un rostro más joven. Había la misma pasión, el mismo obstinado escepticismo, la misma fuerza interior. Después de haber visto su rostro, él sabía que moraba dentro de sí misma, viendo sus propias imágenes, creando su propio mundo, sin ver ni la mitad de lo que ocurría a su alrededor.

Verdaderamente conmovido, Thrasne regresó al

Obsequio de Potipur. ¿Qué mensaje podía transmitirle a la mujer ahogada? ¿Cómo atravesar la incomunicación de su plaga para decirle que la niña se encontraba bien? La niña que era igual que ella, rasgo por rasgo.

Al final, escribió un gran mensaje y lo colocó sobre la pared frente a los ojos de la mujer ahogada: PAMRA ESTÁ BIEN. DELIA LA ESTÁ CUIDANDO. No se le ocurrió nada más breve ni más tranquilizador. En realidad, no sabía si ella lo vería o no. Tal vez su tiempo transcurriese más lento. Tal vez necesitase un año para verlo. Thrasne tuvo cuidado de no moverla para que siempre tuviese el letrero frente a sus ojos.

Todavía conversaban.

—Blint está envejeciendo —le confió—. Todo el tiempo me habla de que ya no es tan joven como antes y que necesita a alguien que ocupe el lugar de un hijo.

—Si dice eso, es porque espera que tú te conviertas en ese hijo.

—Eso fue lo que pensé. Es como si necesitase tranquilizarse respecto a algo. Cuando habla de ello, la esposa de Blint hace una mueca, como si hubiese probado algo amargo.

—Es amargo para una mujer no tener el fruto de su cuerpo cuando le han sido negados los frutos del mundo. Es amargo ver que su hombre debe buscar a un hijo al llegar a la vejez. Los hombres, como cosechan los frutos del mundo, se preocupan menos por los suyos.

—Es cierto que ella ha recibido poco de los frutos del mundo. El Río pertenece a los hombres.

Thrasne no dejó de pensar en ello durante los años siguientes, mientras convivía con los tripulantes del barco. Comprobó su veracidad una y otra vez: aquellos a quienes les habían sido negados los frutos del mundo necesitaban más a los suyos. Con frecuencia, Thrasne pensaba en la anciana, la madre de Fulder Don. Después de todo, ¿qué tenía ella, con excepción del mismo Fulder Don? Él era todo lo que poseía y no estaba dispuesta a compartirlo. ¿También habría empujado a la muerte a la primera esposa? ¿Tal como hizo con Suspirra? Suponiendo que ella estuviese muerta, cosa de la que Thrasne no estaba para nada seguro.

Un día, Blint fue a verlo con un voluminoso documento envuelto con una cinta y sellado con cera.

—Muchacho, quiero que conserves esto. Quiero que me prometas que, cuando me llegue el día, te ocuparás de que me arrojen al Río y no a un foso de obreros en cualquier poblado.

Dirigió una mirada profunda al rostro de Thrasne. Sus ojos estaban rodeados de arrugas grises y las mejillas flojas delataban pérdida de peso. Le temblaban las manos y Thrasne se sintió tan movido por la compasión que pasó un buen rato antes de que pudiera hablar.

—Usted sabe que lo haría sin ninguna promesa, Blint. Me ha tratado como un padre. Puede confiar en mí.

—Ata un lastre a mis huesos, muchacho. No permitas que los Despertantes me arrojen a esos malditos fosos. Haz que me hunda tan hondo como nadan los entes.

—Lo haré, patrón. Y también buscaré un sitio donde no haya plaga.

Entonces, el hombre lo miró de forma extraña y, por un momento, Thrasne pensó que acababa de delatarse en algo, pero no hablaron nada más. El tiempo pasó. Blint pareció recuperar un poco de su jovialidad y ganó algo de peso. Thrasne suspiró con alivio. Si algo ocurría, tendría que abrir el documento y sabía que la esposa de Blint se pondría furiosa al enterarse de que no se lo había dado a ella. Con todo, Thrasne le debía mucho a Blint.

—¿Por qué no se lo ha dado a ella? —le preguntó a Suspirra.

—Porque sabe que puede confiar en que tú cumplirás con sus deseos. No le ocurre lo mismo con ella. Con frecuencia hace lo opuesto a lo que él dice, sólo para recordarse a sí misma de que continúa siendo una persona. De lo contrario, se le olvida.

Thrasne lo sabía. Hizo una talla sobre ello: un hombre que escalaba, llevando a una mujer sobre la espalda; él no la miraba, pero ella sí a él y trataba de hacerlo tropezar en el camino. Los rostros no pertenecían a nadie en particular. Sin embargo, Blint parpadeó al verlo y se volvió hacia Thrasne con los ojos abiertos de par en par.

Suspirra siguió cambiando. Ahora que Thrasne le había cogido el truco, se limitaba a realizar un dibujo suyo cada veinte días y unía las páginas tal como hizo la primera vez. Pensó que ella estaba empezando a decirle lo mismo. Sin embargo, su cuerpo iba cambiando de forma. Suspirra, que había sido delgada como un retoño de frag, flexible como una caña, se volvía más gruesa, como si hubiese engordado con el aire del pequeño camarote y con la conversación entre ambos.

En el segundo verano llegaron al Estrecho de Shfor. Todos los tripulantes se encontraban en cubierta con las pértigas de protección. Habían atado grandes rollos de soga y sacos de pamet a un costado del barco para protegerlo de las puntiagudas rocas de Shfor. Con la marea lenta resultaba imposible utilizar los remos, ya que el paso era demasiado angosto. Para atravesar el estrecho se necesitaba una marea baja y tranquila con un viento ligero, o un largo viaje por el Río Mundo para rodearlo. A medida que avanzaban por el cañón, Thrasne observó los centenares de grandes pájaros posados sobre los peñascos.

—Patrón Blint —dijo, señalándolos.

—¿Eh? Ah, éstas son las Talon, muchacho. Aquí hay tantos voladores como huesos en un ente. Son muchos, ¿verdad? Servidores de Abricor. Se requiere un día despejado para verlos. La última vez que estuvimos aquí la niebla nos envolvía como un manto, ¿lo recuerdas? Aquellos picos de allá arriba están llenos de agujeros y cavernas, o al menos eso he oído. Y, según dicen, nunca se ven pájaros jóvenes en las Talon, sólo los mayores se reúnen allá arriba. Y he oído también otras cosas.

—¿Qué otras cosas?

Thrasne se acercó más a él, atraído por algo misterioso en su voz.

—Hay Parlantes y Escribientes allá arriba.

—¡Vamos, patrón! ¿Está bromeando conmigo?

—Bueno… —El anciano entrecerró los ojos, para protegerse del sol, y fue en ayuda de un marinero que luchaba contra una roca puntiaguda. Al fin regresó jadeante, con la mano en el pecho, y exhaló un suspiro—. Estoy tratando de recordar qué fue lo que oí contar sobre eso. Mi viejo patrón me lo dijo. Él se dedicaba a observar a los voladores y decía que había dos clases de ellos.

—Seguro —sonrió Thrasne—. Los grandes y los pequeños.

—No, no. Dos clases entre los grandes. Decía que los que anidan allá arriba en las Talon pueden hablar. Y escribir.

Thrasne no pudo contener una risita.

—¿Como en las historias de cuando los hombres llegaron a Costa Norte, patrón Blint? ¿Voladores parlantes?

Blint sacudió la cabeza a modo de reproche.

—Yo no he dicho que lo creyera, Thrasne. Sólo repito lo que él me contó. Según mi viejo patrón, también hay gente allá arriba. Viven allí, para hablar con los voladores.

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