Despertar

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Libro Primero » Capítulo 5

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—Oh, bueno, niña, algunas personas lo hacen, ya lo sabes. Hay muchas mentiras al respecto. He oído decir que alguien del otro lado de Baris fue hasta Wilforn, se quedó allí para el festival de la Conjunción y regresó sano y salvo.

—¡No me lo digas a mí! —exclamó Pamra sintiendo que su rostro se ponía pálido y tenso—. De veras, Delia. De todas las cosas que he jurado defender, la dirección de la vida es una de las…, es la más importante.

—¿Por qué?

—¿Qué quieres decir? Porque es el mandato de Potipur, por eso. El Río Mundo se mueve hacia el oeste, las lunas se mueven hacia el oeste, el sol se mueve hacia el oeste, todos… todos nosotros nos movemos hacia el oeste. La dirección de la vida. Ir hacia el este es antinatural, va en contra de los Tres. ¡Es nocivo, en sí y por sí mismo! ¡Una blasfemia! Como esos inmundos amantes del mismo sexo que se niegan a multiplicarse de acuerdo con la voluntad de Potipur, como esos asquerosos célibes que los Risueños siempre están buscando. Si quieres visitar a tu hermana, tendrás que viajar al oeste, hacia Shabber, y seguir adelante hasta llegar a tu aldea.

—Pero se trata de Wilforn —susurró Delia con desesperación—. Se encuentra a un día o dos si voy andando. Si viajo hacia el oeste, mi amor, no llegaré con vida. ¿Cuánto tiempo dicen que se tarda para dar toda la vuelta? Doce años caminando, ¿verdad? Seis o siete en un barco. Algo así, ¿no? Ya no me quedan doce años, Pammy. Ni siquiera seis.

Pamra sacudió la cabeza con ira. Eso no era justo, no cuando estaba tan cansada. Ay, Delia, ¿qué podía hacer? Los viajeros solían dar la vuelta al mundo yendo hacia el oeste; algunos en los barcos con la corriente del Río y otros, a pie. Los peregrinos iban a pie, realizando la Ronda de Potipur. Llevaban mensajes y hablaban a las personas de sus familiares y, sí, Delia tenía razón, para dar toda la vuelta caminando se necesitaban unos doce años. No lograría sobrevivir a un viaje semejante. Pamra luchó por conservar la calma.

—Hablemos de esto. Si es tan importante para ti regresar, ¿por qué te fuiste de allí? Nunca me dijiste que tenías una hermana.

—Vine cuando tenía más o menos tu edad, siguiendo mi curiosidad. Oh, Pamra, en realidad vine siguiendo a un hombre. Él quería ver otros lugares, así que, cuando llegamos aquí y quiso seguir adelante, yo me negué. Por entonces ya me había cansado de él, y tu abuela me dio trabajo para cuidar este jardín. Luego fue pasando el tiempo. Además, tu padre no era más que un niño y me necesitaba. Cuando él creció pude haber viajado hacia el oeste hasta llegar a casa otra vez, pero demoré la decisión y, para cuando volví a pensar en ello, ya estabas tú. Tú, con tu madre muerta y esa familia que te odiaba porque te parecías a ella… —Guardó silencio y se acarició en el mentón la pequeña marca azul de nacimiento. Luego, sacudió la cabeza y continuó—: Últimamente he estado pensando en mi hermana. Quiero verla. Quiero decirle: «Hola, Miri, ¿cómo te ha ido?» —Se levantó, dio una palmada e intentó sonreír—. No es importante. No tanto como para que te preocupes por ello, mi niña. Vamos, come otro pastel. Después de todo, los preparé para mi Pammy.

Delia no volvió a hablar de ello mientras Pamra permaneció sentada bajo el resplandor del atardecer, aspirando los aromas de las plantas, escuchando los gritos de los pescadores que regresaban a casa, guardando silencio cuando el sol descendía hasta tocar el horizonte con llamaradas rojas y anaranjadas, con vetas del color de las bayas, brillantes y oscuras a la vez. Debió haber sido un momento de satisfacción, de paz; pero en su interior estaban despiertos demasiados recuerdos. Mantuvo una sonrisa serena en el rostro y trató de que su voz sonase tranquila para no perturbar a la vieja Delia, pero era sólo una superficie pacífica bajo un torbellino de recuerdos.

Mamá. Hermosa como un sueño e igual de frágil. Bonita como una pompa de jabón, e igual de inútil. ¿Qué recordaba de ella? Suavidad y canciones, tristeza y lágrimas y al final… al final aquello imperdonable.

Y papá, que ganó aquella segunda mención cuando era joven, muy joven, lo suficiente para que la abuela comenzase a hablar de su gran futuro como si hubiese sido una realidad. Pero no hubo ningún futuro. Ningún otro premio. Ninguna otra mención para Fulder Don. Ni segunda ni quinta. Y hasta de eso se culpaba a mamá… para trasladar luego esa culpa a ella misma por parecérsele tanto.

Y Santa Delia siempre había estado allí, como madre sustituta, llena de amor, la única que no le había vuelto la espalda cuando decidió ir a la Torre de los Despertantes. Al recordarlo, Pamra apretó la mano de la anciana. De no haber sido por ella… Bueno, debía de existir alguna forma de pagarle ahora, de resolver este problema.

—Delia, no te prometo nada, pero haré averiguaciones. De veras, lo haré. Tendré que interrogar a algunas personas, descubrir a quién preguntar, pero tal vez encuentre la forma de enviar un mensaje o algo. —Sorprendió una expresión de anhelo en el rostro de la mujer…, no, era más apasionado que el simple anhelo, era un deseo fanático, una súplica enardecida en la que había mucho temor—. Delia, ¿por qué te importa tanto?

La anciana suspiró.

—La traicioné, Pamra. A mi propia hermana. La traicioné con él, con el sujeto al que seguí. Era suyo, era el hombre de mi hermana, y la dejó a ella para buscarme a mí. Dijo que, si no me tenía, tampoco la tendría a ella y que, de todos modos, viajaría hacia el oeste. Y…, oh, cometí la tontería de seguirlo; luego, no me importo lo suficiente como para continuar el viaje con él. Debo pedirle a mi hermana que me perdone.

Debe hacerse, Pamra. Debe hacerse. Si no…, si muero sin recibir su perdón, es posible que Potipur no quiera recibirme. Soy muy vieja, mi niña, y no me queda tiempo para hacer otra cosa que no sea ir a ella y pedirle…

La anciana permaneció allí sentada, con la cabeza inclinada, sufriendo por una traición cometida cuarenta o cincuenta años atrás. Pamra sacudió la cabeza. Aunque para los mortales corrientes resultaba peligroso morir sin ser perdonados, era una tontería que Delia se sintiese tan perturbada.

—Si cometiste un pequeño error cuando eras joven, ya lo has reparado cien veces desde entonces. Si existe una persona que será Clasificada en la travesía de doce días para recibir el beso de Potipur, ésa eres tú, Delia, así que deja de atormentarte. Ya se me ocurrirá algo para ti.

Se sintió mejor por haberlo dicho. Era la pura verdad. Delia pertenecía a Potipur. Si comunicarse con su hermana era importante para ella, Pamra haría lo que pudiese. Se lo dijo a la anciana una vez más, y volvió a hacerlo después de respirar por última vez el aire puro del jardín.

En la fuente ritual de limpieza, el agua estaba fría a causa de la noche. Sólo conservaba un poco de la calidez del día cuando Pamra sumergió las manos, se salpicó el rostro y se lavó los pies. Entonces, se apartó de un salto al ver un par de alas negras que pasaban junto a ella. El gran volador se posó en la escalinata y la miró con ojos calculadores, castañeteando con suavidad su enorme pico dentado. Pamra se apoyó en la pared para permitir que su corazón dejase de golpear. No era más que uno de los Servidores de Abricor y rara vez se posaban en la escalinata, aunque solían sobrevolar su nido en la cima de la Torre y en los fosos de huesos, siempre en silencio, sin emitir un sonido jamás. Pamra se secó las manos en la toalla que colgaba junto a la puerta y, de pronto, tomó conciencia de que ésta se encontraba abierta.

—Pamra. —Ilze estaba en la entrada. Ella comprendió que la había estado observando—. ¿Pamra? Ven, te perderás la cena. ¿Dónde has estado?

—Lo siento, Maestro. He estado en el pueblo, visitando a mi vieja Delia. Me ha llenado de pasteles de especias. En realidad no tengo hambre.

—Los pasteles de especias no fabrican sangre. —Ilze parecía irritado—. Ven. He hecho unos arreglos para ti.

En el salón había un gran bullicio con el sonido de las pisadas y el de la vajilla. En el refectorio de hombres se escucharon unas voces profundas y una risa estridente, reprimida de inmediato. Las mesas de mujeres se encontraban casi vacías. Sólo unas pocas comensales tardías movían sus cucharas y partían su pan. Ilze aguardó hasta que Pamra tuvo la comida servida y, luego, la condujo a una mesa desocupada.

—He conseguido que mañana salgas de reclutamiento.

—¡Maestro! ¡Os lo agradezco tanto! Creía que faltaban siglos para que mi nombre volviese a estar en la lista.

—Y así era. Pero le dije a la Superiora que no hay nadie como tú para la tarea de reclutamiento, que posees una franqueza que resulta muy efectiva. —Hubo un momento de vacilación en su voz, pero continuó—: Y le dije que te habían sangrado hasta secarte.

—¡Se lo habéis dicho a la Superiora! —Pamra estaba estupefacta. Aunque algunos decían que la señora Kesseret no era más que un ser humano muy bondadoso, para ella constituía una presencia bajo la corona brillante y los velos etéreos, misteriosa y magnífica. A pesar de que le calculaban más de cien años de edad, su rostro sin arrugas y sus ojos despejados indicaban que ya había recibido la Retribución—. Maestro, una vez oí decir que es una Sagrada Clasificadora. Todavía me aterroriza acercarme a ella.

Ilze le dirigió aquella mirada divertida de costumbre, con la cabeza inclinada hacia un costado, y dijo:

—No es necesario llegar tan lejos. Es suficiente con que ella sea la Superiora de esta Torre. También le dije que, si no se hacía algo al respecto, Betchery terminaría matando a alguien. La Superiora coincide en que debes realizar tareas ligeras, así que te ocuparás del reclutamiento durante un par de días y, seguramente, para entonces te sentirás mejor.

En realidad fue la Superiora quien lo sugirió, pero Ilze no lo dijo. Prefirió dejar a Pamra pensando que él era responsable del favor.

Ella masticó con expresión meditabunda. El tono informal hizo que ganara confianza.

—De alguna manera me agrada el reclutamiento. Por supuesto que es difícil enfrentarse con todas las historias absurdas que cuentan sobre nosotros, pero creo que yo escuchaba las mismas cuando tenía esa edad.

—Mejor tú que yo, jovencita. Detesto mezclarme con las demás castas. Por la forma en que actúan, podría pensarse que cinco minutos antes han sido tocados por Potipur.

Su rostro se mostraba hostil. Pamra se encogió de hombros.

—Nadie podría ser peor que la familia de mi padre. Simplemente los ignoro.

—Bueno, no puedes ignorarlos cuando te encuentras cumpliendo tareas de reclutamiento. Se supone que debes ser razonablemente diplomática, y eso es lo que más me enfurece. —Ilze se sonrojó al tomar conciencia de su comportamiento—. ¿Por qué has llegado tan tarde?

Volvía a ser el maestro que exige una explicación.

—No debí llegar a esta hora, pero Delia me acosaba… Maestro Ilze, ¿me juzgaríais con mucha dureza si os formulara una pregunta que podría… no estar de acuerdo con la doctrina?

Él le dirigió una exagerada mirada de sorpresa, alzando una ceja.

—¿Una pregunta, Pamra? ¿De ti? ¿Se acerca el fin del mundo?

Ella se ruborizó.

—Sé que no lo hago con frecuencia. Si no fuera por la vieja Delia, no lo haría esta vez tampoco. Ella vino de Wilforn, el poblado contiguo hacia el este, hace muchos años. Tiene una hermana allí, o cree tenerla. Es una mujer muy anciana…

—¿Y Delia quiere viajar al este para ver a su hermana?

Pamra asintió con la cabeza, aliviada de no tener que decirlo.

—Asegura que algunas personas lo hacen.

Ilze asintió con la cabeza.

—Es cierto. Si de vez en cuando hicieses alguna pregunta, lo habrías sabido. Es un hecho conocido por todos.

—¿Dónde? ¿Cómo? ¡Están los guardias! ¡Hay una cerca!

—Por la noche, atravesando el foso de los obreros. Entran por allí y salen por el otro lado del foso, donde no hay ninguna cerca.

La expresión de Pamra era de gran concentración. Al otro lado del foso, marcado por un farol, se encontraba el lugar de la Clasificación. Seguramente…

—¡Pero podrían encontrarse con los Clasificadores! ¡Eso sería un sacrilegio!

—He respondido a tu pregunta, Pamra.

—¿Es la única forma? —Se sentía decepcionada—. ¿No existe alguna manera de enviar un mensaje?

—Eso es mucho más sencillo. Vas al portal del este y le pagas a uno de los guardias que se encuentran del lado de Wilforn para que lleve el mensaje a su poblado, y le dices que le pagarás la misma cantidad si te trae una respuesta. En realidad eso no es lícito, pero tampoco es una herejía. Es bastante común. Aunque te denunciaran, sólo se te sancionaría por el día de trabajo perdido. Los guardias del portal podrían abusar de una anciana, pero no molestarán a una Despertante. Mañana, después del reclutamiento, puedes ir a decírselo a tu vieja niñera.

Pero Pamra no pudo aguardar hasta entonces. Muy temprano por la mañana, movida por una premura que no trató de identificar, fue hasta la casa de Delia y le explicó cómo podía enviarse un mensaje.

A lo cual, la anciana asintió con la cabeza y frunció un poco el ceño, como si eso no hubiese tenido nada que ver con lo que esperaba, como si esta nueva sugerencia se hubiera interpuesto entre ella y un viejo proyecto con el cual se consolaba en los momentos de dolor.

—Escribe el mensaje, Delia. Escribe exactamente lo que le dirías a tu hermana… Miri, ¿verdad?, y yo lo llevaré a la frontera esta noche o mañana. Esta noche, si puedo. Será mucho mejor que atravesar el foso de obreros en la oscuridad de la noche. Es algo que no quiero que hagas. Regresaré en cuanto pueda, y tú ten listo el mensaje.

Ya era tarde y Pamra se fue. Al volverse, pudo ver esa misma expresión de desconcierto obstinado. Sintió un nudo en la garganta y se preguntó si no podría haber sido más convincente y prometedora.

Pero la jornada de trabajo disipó todo aquello de su mente. Ese día no se pareció en nada al anterior. Al dirigirse hacia la plaza pasó por el salón de los mercaderes, por el mercado de los jardineros y por el ayuntamiento de los artistas. De cada lugar salían los respectivos representantes con las vestimentas distintivas de sus profesiones y gremios, todos caminando en la misma dirección. Nadie la miró directamente, pero todos debían apartarse para permitirle el paso, y Pamra sabía que aquello los corroía por dentro como el ácido.

—Podéis burlaros todo lo que queráis —susurró para sí misma—, pero tenéis que apartaros cuando yo paso, señores de otras castas.

En la plaza, cada representante se dirigió a su propio puesto. Allí pasarían el día conversando con los jóvenes que aún no se habían afirmado en ningún estilo de vida. A ella se le acercarían los habituales buscadores de curiosidades y aquellos que respondían a un reto. Y entre ellos quizás habría uno o dos a los que lograría reclutar, aunque, por lo general, no hubiera sido ésa su intención al acercarse a ella. Era cierto que Pamra tenía más éxito con el reclutamiento que cualquiera de los graduados. Tal vez porque no era mucho mayor que aquellos con quienes hablaba. Tal vez porque se preocupaba más de conseguirlo. Aunque Ilze era riguroso con la obediencia, algunas veces casi parecía burlarse de la Torre y de la ley. Casi como si no hubiese habido diferencia entre éstas y la reparación de cuerpos, la recolección de basura o cualquier tipo de actividades menores a las que nadie se dedicaría si pudiese realizar otras mejores. Pamra solía preguntarse si algún Despertante de alto grado se tomaba aquello con seriedad, aunque ¡por supuesto que debían hacerlo! La gloria religiosa, el éxtasis, todo aquello sólo llegaría si uno era serio. ¿Cómo hubiesen podido continuar trabajando de otro modo?

Y era del éxtasis de lo que hablaba con los reclutas. A media mañana, tenía reunido un pequeño grupo: dos jovencitos que reían con nerviosismo y un muchacho fanfarrón con una perpetua mueca de desprecio. Había también un joven de torso delgado y ojos fogosos que la miraba como si ella hubiese custodiado el portal del tesoro que buscaba. Pamra casi podía sentir la daga de su mirada atravesándola, ¡como si hubiera temido que ella pudiera oponerse en vez de ayudarlo!

—¿Os acordáis de cuando erais niños? —comenzó—, ¿en la época de la Conjunción, los días de festival, cuando por las noches el Árbol de los Dulces crecía en vuestras alcobas? —Les sonrió y ellos le devolvieron la sonrisa—. Cuando despertabais por la mañana, os encontrabais con los frutos del árbol, dulces y maravillosos, esparcidos sobre vuestras colchas. Por supuesto que más adelante os enterasteis de que eran vuestros familiares quienes dejaban allí los dulces, y pensasteis que la leyenda debía de ser falsa, un mito inventado para los niños pequeños. No comprendisteis que existía una verdad mayor: el Árbol de los Dulces sí crecía en la noche del festival y no sólo en vuestras alcobas, sino sobre todo el poblado de Baris, para dejar caer su espíritu festivo en los corazones de todos. De haber observado los rostros de vuestros padres, hubierais visto ese espíritu festivo que florecía.

La voz de Pamra comenzó a cantar y su cuerpo empezó a mecerse. El regocijo de lo que decía los fue atrapando. Pamra sintió que la sangre subía a su rostro y supo que era hermosa para ellos.

—Sí que existe un Árbol de los Dulces, aunque se trata de un concepto demasiado complicado para que lo comprendan los niños. Y, al igual que la dulzura esparcida sobre vuestras colchas, la existencia de los Despertantes es la evidencia de un misterio mayor en Costa Norte, el amor de Potipur. Es cierto que los Despertantes levantamos a aquellos que vienen a nosotros desde el este para proporcionar un servicio que no pudieron brindar en vida. Es igualmente cierto que trasladamos a los muertos de Baris hasta el solar de la Clasificación, al oeste de aquí. Allí, los buenos y justos, con el rostro resplandeciente por una vida bien vivida, son Clasificados por los Sagrados Clasificadores y vestidos de seda para ponerlos en los brazos de Potipur. Nosotros sabemos esto. Podemos dar testimonio de ello. Somos su misma evidencia, la evidencia del amor de Potipur, de Abricor y de Viranel. Como conocemos estas cosas maravillosas por nuestra propia experiencia, nos consideramos más apropiados para vivir de acuerdo con la voluntad de Potipur, más apropiados para ser Clasificados al final.

Pamra pasó por este punto rápidamente. Ella estaba segura, y no les mentiría a los reclutas. No sería justo. Pero, en realidad, no sabía si todos los Despertantes poseían el resplandor en el rostro. Los muertos de Baris eran transportados a la Torre para trasladarlos al solar de la Clasificación y, aunque ella había trabajado varias veces en la sala de los muertos, nunca había visto el cuerpo de un Despertante allí.

Inspiró profundamente y continuó.

—Es verdad que otras castas nos denigran, nos ponen motes y cuentan chistes sobre nosotros. Cuando yo era pequeña pensaba que esto se debía a algo sucio o abominable que tenían los Despertantes. He llegado a saber que solamente es por miedo. Las otras castas saben que llegarán a nuestras manos, y esto los atemoriza. Eso es todo. —Miró a los ojos de los jovencitos de risa fácil y a los del fanfarrón, y allí encontró el miedo que buscaba—. Es como el temor que sentís vosotros en este momento. Tal vez os preocupe la idea de que los Despertantes puedan decidir si uno resulta Clasificado o no. Os diré que nosotros no podemos controlarlo; pero, sin nuestra intervención, esto no ocurriría. Sin embargo, vuestro temor es una llave que podría abrir la puerta de nuestra Torre. Si nos teméis, uníos a nosotros y superad vuestro temor. Conoced la verdad de lo que decimos.

El éxtasis ya bullía en su interior, al igual que en la escalinata de la Torre durante la consagración de la mañana o, algunas veces, durante las plegarias o cuando pasaba mucho tiempo sin comer. Lo mismo le ocurría en aquellas sesiones de prédica para los jóvenes de Baris.

Esbozó una sonrisa y sintió su propio resplandor, supo que su rostro se veía radiante. Esto era lo que había heredado de su hermosa madre, la sonrisa, y era también un regalo de Potipur. Los jovencitos sonrientes no se movían ya y el fanfarrón había perdido su mueca. Tal vez no los consiguiese como aspirantes, pero al menos no se burlarían por un tiempo. El otro, el joven de rostro pálido aferrado a sus palabras como un bebé al pecho…, ése era suyo.

—¿Me llevarás? —le suplicó—. ¿Me llevarás a la Torre?

Pamra tomó su mano y dejó ir a los demás con una expresión de dulce pesar. Recordarían sus palabras.

—No os olvidéis de vuestros obsequios para la Torre —les susurró mientras comenzaba a alejarse.

Harían obsequios en el futuro; al menos, cuando llegasen a la vejez. El esfuerzo no habría sido en vano. Pamra suspiró y sintió que el éxtasis se desvanecía. Hasta la próxima vez.

Llevó al muchacho hasta la Torre, tal como hiciera en ocasiones similares. Eran tan valiosos…, jóvenes, llenos de idealismo y de curiosidad. No podía resistirse a ellos, y lo mismo les ocurría a los muchachos con ella. Desde una gran distancia el centinela la vio llegar y, cuando se abrió la puerta, allí estaba la Superiora con todas sus vestiduras, rodeada por su séquito.

—Ven —le dijo Pamra al muchacho volviendo a darle la mano—. Entra en la Torre.

Y lo recibieron con vino, alabanzas y lisonjas, y se quedaron hasta muy tarde, al igual que cuando ella fue por primera vez.

Pamra no comprendió entonces el verdadero significado de todo aquello, no más que el chico en ese momento: el sangrado, las interminables horas de servicio religioso en las que no se podía dormir, la repetición constante de la letanía. Durante aquellos primeros años, ella sólo veía las túnicas y los báculos brillantes, las figuras solemnes a la vanguardia de cualquier procesión, y no oía nada más que los rumores concernientes a la Retribución de la Vida. El resto… el resto no había sido mencionado. Ella no tenía más que doce años cuando dijo: «Puedo ser una Despertante…» Lo hizo por alardear en medio del dolor y de la ignorancia, pero el éxtasis se había convertido finalmente en su razón de vivir.

Pamra se despertó tarde. Un graduado oficioso la descubrió rezagada en su ceremonia de la escalinata y la envió con otros dos o tres a las tierras al norte de la Torre para recoger las Lágrimas de Viranel. Perdió así el segundo día de reclutamiento, por negligencia.

—Mi propio pecado —les dijo a los Tres en un susurro—. Mi propio pecado. Perdón.

Las Lágrimas eran tan pequeñas que resultaban casi invisibles entre las piedras, transparentes, con forma de gota, unidas a la tierra por medio de una raíz vítrea y delgada como un cabello. Crecían abundantemente, pero en tramos muy separados; cada uno de ellos, señalado por un poste alto, coronado con una calavera. Eran imposibles de trasplantar y sólo daban sus frutos durante el segundo verano. Las Lágrimas crecían por todo el territorio de Costa Norte, y los postes con calaveras alejaban a los intrusos. Últimamente, los tramos de hongos eran más escasos, más difíciles de encontrar, casi parecía que alguien los hubiese estado arrancando. Se trataba de un pensamiento impío y Pamra efectuó un gesto religioso, avergonzada de sí misma.

La recolección era una tarea dura que hacía doler los huesos y los músculos. Había que recoger las Lágrimas con una pala y colocarlas dentro de los cestos sin tocarlas. El sol era abrasador y el polvo se pegaba a la piel, provocando una fastidiosa picazón que distraía la atención. Y la tarea requería una gran concentración. Se contaban muchas historias respecto a quienes habían tocado las Lágrimas por accidente. El hongo diminuto atravesaba la piel en un instante y no existía ninguna cura para aquel error fatal. Quienes tocaban las Lágrimas resultaban poseídos de inmediato por Viranel, convirtiéndose en obreros vivientes. A diferencia de los muertos, eran capaces de hablar durante algún tiempo. Al igual que quienes acababan de fallecer, sabían lo que eran y experimentaban la agonía de la posesión.

Sólo cuando regresaba a la Torre con el cesto lleno, recordó lo prometido a Delia. El sol se asomaba por el horizonte como una inmensa gota cuando Pamra llegó al jardín y a la pequeña casa para descubrir que ésta se encontraba vacía.

La nota estaba sobre la mesa, a medio escribir, garabateada y borrada una y otra vez. Las palabras se amontonaban como voladores mutilados sobre la hoja de papel: «Miri, perdona…», «Yo no sabía…», «Sólo ahora, en la vejez, Miri…»

En la habitación silenciosa, Pamra escuchó sus propias palabras como si alguien hubiese hablado: «Mucho mejor que atravesar el foso de obreros en la oscuridad de la noche», había dicho. «Atravesar el foso de obreros…» Se maldijo por no haber cumplido su palabra, por no haber mantenido al menos la boca cerrada.

Y bien, Delia se había ido. Ni siquiera tuvo la ocasión de despedirse. La casa no parecía abandonada. Incluso ahora, estando vacía, era acogedora. En la cocina, las marmitas brillaban con los suaves rayos de sol. Pamra acarició su superficie lisa y fresca, como solía hacer cuando las secaba para la anciana. Había un tarro cubierto, lleno con pasteles de especias. Las frutas secas descansaban sobre un anaquel. De las altas alfardas del techo pendían manojos de hierbas como si el otoño hubiese sido traído a la casa, con el aroma de los campos. En una alacena, su propio delantal se encontraba plegado donde ella misma lo dejó el día en que se trasladó a la Torre. Lo tocó, sacudiendo las hojitas perfumadas ocultas entre sus pliegues.

—Delia, oh, Delia, ¿por qué no esperaste? —susurró en el silencio, aunque sabía que en realidad no era sino culpa suya, sólo suya. Y, al final, cuando el sol se ocultó en un último estallido de ámbar y morado y la cocina se llenó de una quietud que ella recordaba de su niñez, todo lo que pudo decir fue lo que Delia le repetía entonces, una y otra vez:

Regocíjate. Que los Clasificadores te protejan y te lleven a los brazos de Potipur.

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