Despertar

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Libro Primero » Capítulo 12

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La aprendiz de Melancólica Medoor Babji aceptó una gruesa moneda de cobre de su llorosa víctima, le dio al tendero panzón una docena de azotes con su látigo de piel de pescado y, luego, puso una moneda Clasificada de vidrio en la sudorosa mano del hombre.

—Que los Clasificadores acepten el dolor que ya has sufrido en pago por tus pecados —recitó como una fórmula, deslizando la cálida moneda metálica del comerciante en su propia bolsa.

La bolsa de Medoor estaba casi tan abultada como la del tendero, llena de monedas pagadas por azotar hombres de Costa Norte en cien poblados antes de llegar allí, a Chantry.

—Amén —dijo el comerciante, enjugándose los ojos.

Medoor no comprendía el motivo de su llanto. No lo había golpeado tan fuerte como para causarle un verdadero daño interno a través de la grasa, cosa que no dejó de señalarle su jefe, Taj Noteen, quien se acercó a ella para darle un ligero golpe en la cabeza.

—¡El hombre te ha pagado, Babji! ¡Debes poner un poco de músculo en ello! ¡Qué son todas esas palmadas, como si estuvieses jugando con un bebé!

—Es que era un sujeto tan viejo —contestó Medoor, sabiendo que se equivocaba al decir eso.

—¡Con más razón necesita la compasión de los Clasificadores entonces!

El jefe se burlaba de ella, desafiándola a que replicase algo más, cosa que Medoor rechazó con sensatez. Sabía tan bien como Noteen que los Clasificadores, su compasión y las monedas Clasificadas no eran más que un mito, pero los Melancólicos tenían como política aparentar que creían en él, al menos cuando se movían entre los peces costeros; así llamados porque los pobladores rondaban por la orilla del Río aguardando ser atrapados, al igual que los peces cantores en las aguas de la costa.

«Los peces costeros tienen fe, pagan porque tienen fe; ¿quién eres tú para cuestionar su fe?», acostumbraba a decir Noteen.

Lo cual era otra forma de decirle a Medoor que no mordiese la mano que le ofrecía una dura moneda metálica; moneda que compraría comida, vino y telas de pamet tejido; moneda que serviría para enviar a la tribu Noor de las estepas: unas, para los familiares cercanos de los Melancólicos y otras, para las arcas de la Reina. Pensando en la Reina Fibji, Medoor hizo un gesto reverente y vio que la mirada del jefe se tornaba más benigna. Él creía comprender lo que ella sentía; pero no era así, no comprendía en absoluto. Medoor Babji tenía más motivos que la mayoría para preocuparse por la Reina Fibji. Era su necesidad de dinero lo que los impulsaba a todos a servir como Melancólicos durante un período, a pesar de la vida precaria que los Noor llevaban en las estepas y el relativo lujo del que gozaban los Melancólicos. Pero los sentimientos de Medoor por la Reina eran de una calidad e intensidad diferentes. Y eran algo privado, se recordó. Muy privado.

«No sé por qué la Reina necesita todas esas monedas —había dicho Riv Lymeen una vez durante una conversación con Medoor al lado del fuego—. Yo he estado en el campamento de la Reina Fibji y ni siquiera su enorme tienda de audiencias es tan maravillosa. Mi tío Jiraz tiene una que es casi igual de grande.»

El jefe había intervenido en aquella conversación, salvando a Lymeen de recibir una paliza.

«No es asunto tuyo saber por qué lo necesita, Lymeen. Se trata de un gran plan para todos los Noor; para nosotros, los que nos encontramos aquí en Costa Norte consiguiendo monedas de los peces costeros, y para ellos, los de las estepas, que luchan contra los Jondaritas. Ella lo está planeando para todos nosotros, mujer, así que no debemos preguntar para qué lo necesita. Lo necesita, y eso es suficiente.»

Estas reflexiones fueron interrumpidas cuando el jefe levantó sus campanas y las golpeó con un martillo flexible, sumamente rápido, acallando todas las voces del mercado con su sonido estridente.

—Congregación. —Seguido rápidamente por—: Tiendas. Carreteros. —Y, luego—: Regresad al campamento.

Medoor había estado en las tiendas durante una Viranel y aún le quedaban unos días de trabajo. Enroscó su látigo dentro de la funda y se la colgó del hombro mientras miraba a su alrededor en busca de los demás. Riv Lymeen, con dientes muy blancos en un rostro casi negro y una voz parecida al restallar del látigo; Fez Dooraz, gorda y fofa, con tristes ojos castaños; y el viejo Zyneem Porabji con sus cabellos blancos, el que con su cabeza realizaba las sumas más rápido que los mercaderes con sus cuentas. Los tres estaban reunidos en la entrada de la Calle del Mercado, esperándola.

—Vamos, Babji —la llamó Lymeen. Sacudía la cabeza con disgusto y mostraba los colmillos—. Apresúrate, Medoor. Todo el campamento tendrá hambre por esperarte.

Lo cual era injusto, ya que Lymeen solía hacer restallar su látigo hasta bien entrada la tarde.

—¡Comparemos monedas! —le gruñó Medoor, complacida al ver que la otra se volvía sin aceptar el desafío.

Liv podía decir que ella era distraída y aturdida, pero jamás podría tildarla de holgazana; cosa que con frecuencia escuchaba decir de sí misma. La cantidad de monedas recogidas por cada Melancólico constituía la exacta medida del esfuerzo aplicado a la tarea. «Comparemos monedas» era una forma de acabar con la discusión sobre el tema.

—El jefe dice que veamos si podemos conseguir algunos peces cantores —observó el viejo Porabji—. Filetes o enteros. Unos para comer esta noche y otros para secar y ahumar para el viaje. Yo me ocuparé de eso. Tú, Babji, vete donde están los mercaderes de vino. Lymeen, tú al Callejón de los Cereales, y Dooraz irá a por las verduras. Si hay frutos de puncon fresco, llamadme. Querrán el precio de un brazalete de cobre por ellos, pero tal vez yo pueda conseguir una rebaja. Recordad que debemos comprar para esta noche y para dos días más. Mañana nos marcharemos hacia el oeste. Tres o cuatro poblados más, dice Taj Noteen, y regresaremos a las estepas.

Tres o cuatro poblados más. Luego, la larga caminata hacia el norte, atravesando los blancos campos secos de pamet en las áridas alturas y los sembradíos de grano a lo largo de los pequeños arroyos. Muchos días sin ningún mercado, sin que a nadie le estuviese permitido venderles comida y con los voladores sobre ellos, como puntos negros sobre el cielo pálido, asegurándose de que no comiesen nada de los campos. Muchos días durante los cuales vivirían de lo que llevasen en sus carretas. Después, la hilera de atalayas, marcando la frontera de Costa Norte, y, más allá, las estepas. Habría raíz de jarbo asada. Medoor jamás comprendería por qué algunos pelaban las raíces secas del jarbo y las ahumaban, tal como hacían los Mendicantes —por más visiones que tuviesen—, cuando asadas a la brasa con su piel eran dulces y satisfactorias como cualquier otro comestible. Y habría guisados de cereales de los campos del viajero, pequeños sembradíos que eran cosechados, desherbados, fertilizados y vueltos a sembrar por cualquier Noor que pasase por allí. Todos los Noor llevaban semillas de cereal en un morral, y todos aprendían a controlar sus vejigas también, para no desperdiciar fertilizantes sobre la arena.

Medoor extrañaba las estepas, ese gran mar de césped salpicado con las rosetas grises verdosas de las plantas de jarbo, interrumpido cada tanto por algún endrino con su agria fruta carmesí. Los ríos de las estepas estaban llenos de

cheevles plateados, diminutos peces muy sabrosos y perfectamente comestibles. También había cantidades de

shiggles, unos pájaros gordos que sólo podían comerse cocidos con cereales, pero que sabían cómo el paraíso. Medoor hubiese cambiado todos los vinos y confituras de Costa Norte por la comida de las estepas.

Se dirigió rápidamente hacia los puestos de los mercaderes de vino, como si por apresurar esta parte de los preparativos pudiese adelantar la partida. Estaba absolutamente harta de Costa Norte; cansada de los parloteos y gritos de su gente, del sabor repugnante de la comida y del olor de los obreros. Se alegraba, más que nunca antes en su vida, de tener una piel oscura, lo cual impedía que las Lágrimas de Viranel invadiesen su cuerpo, viva o muerta. Las Lágrimas no funcionaban sobre la gente negra. Tenía que ver con la luz que no lograba pasar, pero a ella no le importaba por qué no funcionaban, sólo se sentía agradecida por ello.

—Agradezco al Jabr dur Noor —murmuró en la plegaria ritual de los Noor—. Agradezco el hecho de ser negra.

Después de haber cumplido con El Que Todo Lo Ve, cogió el monedero de un mercader que se abría paso entre la multitud y lo deslizó en el bolsillo de su pantalón. En la tienda de vinos logró hacer un buen negocio. Entre lo que sacó del monedero del mercader y lo que introdujo en sus grandes bolsillos sin pagar, el precio resultó aceptable, incluso para Porabji. Había puncon fresco a la venta, pero Medoor no se molestó en correr a buscar al viejo para avisarle. Cuando regresaron al campamento, simplemente vació sus espaciosos bolsillos, depositando sonriente una fruta tras otra sobre la carreta de los alimentos. Finalmente, Porabji, que había comenzado a regañarla no tuvo más remedio que sonreír.

—Uno de estos días te atraparán, niña —le dijo, mientras sacudía la cabeza—. Te atraparán y te llevarán a la Torre acusada de robo.

—¿Y qué harán? ¿Dejar que me coman los voladores?

Su sonrisa se hizo más amplia. A los criminales les suministraban Lágrimas y se los entregaban a los voladores como alimento; al menos, a los blancos, según decía el rumor.

Porabji sacudió la cabeza.

—Te quemarán, niña. Eso es lo que hacen con los Noor. Si los voladores no pueden comerse a alguien, lo queman y esparcen sus cenizas en el Río.

La expresión de Medoor se tornó un poco más seria, si bien por unos momentos. Una vez vio quemar a alguien en la hoguera. No era un final que le resultase atractivo. Por centésima vez se prometió a sí misma ser más cuidadosa. Sin embargo, robar era lo único que hacía verdaderamente bien, y resultaba difícil renunciar al talento de uno. Fue hasta el fuego del campamento sintiendo una mezcla de orgullo y cautela. Una noche más entre los malolientes paganos de ese poblado, tres poblados más y, luego, a casa, a las tiendas de… Bueno, su casa. Eso era suficiente.

Cuando los Noor hubieron comido, Medoor quedó en libertad para hacer lo que quisiese hasta la hora de pasar lista. Nunca le preguntaban adónde iba ni qué hacía con su tiempo libre. Tenía una sola pasión desde que vio el Río por primera vez. Los barcos le hablaban. Sus tablones exudaban travesías misteriosas y destinos lejanos. Sus tripulaciones habían dado toda la vuelta. Lo habían visto todo, habían estado en todas partes. Algunas veces los patrones la dejaban subir a bordo. Más de una vez subió invitada por algún licencioso y tuvo que mostrar la daga y el látigo para volver a bajar. Pero ningún patrón estaba dispuesto a provocar la maldición de los Melancólicos sobre su persona podrían hacer alguna insinuación o efectuar una propuesta directa, pero no intentarían violarla. Al menos, pensó Medoor con cierta satisfacción, nadie lo había hecho aún. Era el peligro más temido por su madre y, antes de obtener su permiso para unirse a los Melancólicos, Medoor tuvo que prometerle que se mostraría prudente.

Desde hacía algunos días, había un barco que le interesaba particularmente, amarrado en los muelles de Chantry. Medoor estaba segura de que el hombre preocupado que era dueño del

Obsequio de Potipur no la molestaría. Aunque parecía gustarle hablar con ella, nunca la miraba con esa expresión especial que se veía a veces en los rostros de los hombres. Era casi como si ni siquiera fuese consciente de que ella era una mujer, y esto formaba parte de la fascinación. La mayoría de los marineros eran sujetos muy locuaces, llenos de historias y exageraciones, pero la tripulación del

Obsequio de Potipur parecía diferente: callada, casi reservada, no temerosa, pero con una especie de distanciamiento, como si supiesen algo que el resto del mundo desconocía. El mismo Thrasne acostumbraba a permanecer en cubierta, mirando a través del Río hacia un punto en particular al sur, como tratando de ver algo allí.

—Patrón Thrasne —llamó mientras subía por la pasarela.

—Medoor Babi —contestó él.

Se encontraba abajo, donde Medoor solía encontrarlo con frecuencia, supervisando la reparación del barco dañando por un enorme tronco que flotaba en el Río. Casi toda la tripulación estaba allí, calafateando los nuevos tablones con savia de frag. El olor intenso del calafateo le cortó la respiración, y Medoor se preguntó cómo soportarían trabajar en el calor de la cala. Luego, regresó a la cubierta y se detuvo unos momentos para admirar la gran figura alada, posada sobre la proa de la nave. Cuando se cansó de esto, se apoyó en la baranda y contempló el agua. Después de un rato, Thrasne se reunió con ella.

—Uno o dos días más —comentó, secándose las manos en un trapo—. Nos falta poco para terminar.

—¿Cómo podéis respirar ahí abajo?

—Oh, después de un par de horas uno se embriaga. Cuando todos comienzan a reír y a tropezar, es hora de detenerse. Muy pronto subirán. —La miró con una expresión afable—. Medoor Babji —murmuró—. ¿Qué significa tu nombre? Debe de significar algo.

—Claro que sí. El tuyo también.

—¿Thrasne? —Lo pensó durante unos momentos—. Era el nombre de mi abuelo. Así se llamaba el lugar donde nació, tierra adentro, donde tenían una granja. ¿Y qué significa tu nombre?

—Los Noor tienen un lenguaje secreto para los nombres. Por lo general, no lo compartimos con la gente de Costa Norte.

—Ah.

Él simplemente aceptó la negativa, y Medoor trató de disculparse de inmediato.

—Sólo me refería a que no se acostumbra. Todos nuestros nombres constan de dos palabras, y ambas puestas juntas tienen otro significado. En nuestra tribu, hay un hombre llamado Jikool Pesit. Jikool significa «piedras», y Pesit quiere decir «noche», «oscuridad». Las piedras en la oscuridad son algo con lo cual uno tropieza, por lo que ese nombre significa «el que tropieza» en el idioma de Costa Norte.

Thrasne la miró con interés, por lo cual ella continuó:

—Tengo una buena amiga cuyo nombre es Temin Suteed. Temin significa «llave» y Suteed es «dorado». Si juntas el oro con una llave obtienes «tesoro», así que ése es su nombre: Tesoro. Mi abuelo se llamaba M’noor Jeroomly. M’noor proviene de la misma palabra que da nombre a nuestra tribu, Noor. Noor quiere decir «gente que habla», y M’noor significa «pronunciado». Jeroomly es «promesa», por lo que las dos palabras juntas significan «juramento», y así se llamaba él.

—¿Qué hay de Taj Noteen? —preguntó Thrasne, que conocía al jefe del grupo.

Ella rió.

—En Costa Norte lo llamarían «el que se pavonea».

Thrasne sacudió la cabeza sin comprender.

—Proviene de las palabras gallo y plumas, y las aves con plumas siempre se pavonean, ya sabes.

—¿Y no vas a decirme lo que significa tu nombre?

Ella se ruborizó.

—Tal vez lo haga algún día.

En realidad, Medoor Babji aún conservaba su nombre infantil, y éste significaba algo así como «preciosa pequeña». No quería que Thrasne lo supiese. Aún.

Él abandonó el tema y se volvió hacia el Río, con aquella expresión preocupada y anhelante que tanto interesaba a Medoor.

—¿Qué hay allí? —se aventuró a preguntar—. Siempre estás mirando en esa dirección.

—¡Allí! —Sobresaltado, Thrasne balbuceó una respuesta—. Oh, alguien… alguien de la tripulación. Alguien a quien tuvimos que dejar en una isla cuando vinimos a efectuar las reparaciones. Acordamos pasar a… recogerla cuando hubiésemos terminado, y ha transcurrido más tiempo del que habíamos planeado. Pensábamos que sería antes del festival.

—Ah. —No hizo ningún comentario más. Con algunos hombres quizás hubiese bromeado, pero no con Thrasne. Lo que lo preocupaba no era nada intrascendente, y la persona que había dejado atrás no era un miembro cualquiera de la tripulación—. Bueno, es posible que os veamos Río abajo, entonces. Nuestro jefe dice que visitaremos tres poblados más antes de dirigirnos hacia el norte.

—Posiblemente.

Medoor comprendió que él no estaba interesado, y esto le resultó lo suficientemente irritante como para continuar.

—Thrasne.

—¿Mmmm?

—¿Quién es ella en realidad?

Su silencio le hizo pensar que se había excedido, pero después de unos momentos Thrasne se volvió hacia ella sin mirarla y se sentó a medias sobre la baranda.

—¿Alguna vez has soñado con alguien, Medoor Babji?

Ella también se había subido a la baranda y ahora se balanceaba allí, tratando de comprender su pregunta.

—¿Con alguien? Supongo que sí. Por lo general, con gente que conozco.

—¿Alguna vez has soñado con alguien a quien no conoces, una y otra vez?

Medoor sacudió la cabeza. Esta conversación no llevaba el rumbo que ella había imaginado. De todos modos, era interesante.

—No, patrón Thrasne. Nunca.

—Yo sí. Cuando era pequeño. Soñaba con una mujer, siempre con la misma. La llamé Suspirra. Una mujer soñada. La más hermosa mujer del mundo. Hice una pequeña talla de ella. Todavía la conservo. —Entonces, volvió a guardar silencio y Medoor pensó que ya no continuaría hablando. Justo cuando estaba a punto de bajar de la baranda y despedirse, él volvió a comenzar—: Cuando era un adolescente, encontré el cuerpo de una mujer en el Río. Había sido atacado por el plaga. ¿Sabes lo que es eso?

Ella asintió con la cabeza. Nunca lo había visto, pero tenía una idea general.

—Era la mujer con la que había soñado. Rasgo por rasgo. Cada una de sus facciones. El rostro. Los ojos. Los pies. Todo. La saqué del Río y la conservé, Medoor Babji. La conservé durante muchos años. Y un día conocí a la hija de aquella mujer. La encontré, podría decirse. Era la hija que había tenido mucho tiempo atrás, antes de ahogarse. Esa hija estaba viva y era igual a ella, rasgo por rasgo. Y subió a bordo del

Obsequio de Potipur. La encontré antes de la Conjunción de invierno, y ya hace más de un año de ello.

—¿Fue ésa la mujer que tuviste que dejar en la isla?

—Sí.

—¿Por qué? ¿Alguien la persigue?

Él la miró a los ojos por primera vez.

—¿Puedo confiar en que no hablarás de esto, Babji? Podría costarme la vida. Y a ella.

—¿Risueños?

Medoor contuvo el aliento. De eso se componían las pesadillas y los romances, de Risueños y de mujeres soñadas. Al ver lo afligido que parecía Thrasne, cambió de tema.

—Qué bien que hayas encontrado a la mujer de tus sueños. Cosas así no ocurren con frecuencia.

—No sé qué sucede —dijo él con una especie de serena tristeza—. Su cuerpo vive en el

Obsequio de Potipur; pero su espíritu… su espíritu aún no se encuentra aquí, Babji. Así que tengo que ser paciente.

Thrasne continuó hablando un rato más. Le contó todo lo que sabía de Pamra Don, todo lo que siempre había pensado e incluso algunas de sus esperanzas. A lo lejos en la orilla se oyó el sonido de «recuento de Noor» que resonaba sobre el agua.

—Debo irme, patrón Thrasne —susurró Medoor interrumpiéndolo—. El jefe me azotará con mi propio látigo si no estoy en mi puesto muy pronto.

Aunque no lo haría si supiese quién era ella, pensó. De todos modos, era importante que no lo supiera.

—Ah —dijo Thrasne, mientras su mirada se posaba sobre ella y, gradualmente, se iba aclarando hasta enfocar a la muchacha que tenía delante, con su piel suave y oscura que brillaba como la superficie del Río.

La cabellera le caía de una forma densa hasta las rodillas, con mechones rizados de unos cincuenta cabellos que nunca se enredaban, como cordeles negros bajo una cinta de cuentas, todo dorado y azul a la luz de la noche. En su chaleco de piel de pescado, las escamas también brillaban. Debajo llevaba una camisa de manga larga por dentro de un pantalón de pamet azul. Su mano oscura se apoyaba sobre la baranda, a escasos centímetros de las de él, y Thrasne la tomó y examinó su palma rosada, con las cicatrices y los callos formados por el látigo. Sus ojos eran oscuros, y su boca rosa se abrió para protestar.

—Vamos, patrón, debo irme.

—Vete Babji. No quise demorarte. Es sólo que… no te había visto realmente hasta ahora.

Ella corrió por la pasarela y llegó a la orilla intrigada por la expresión de ese rostro. Una agudeza amable y sorprendida, como un niño al descubrir algo interesante e inesperado. Bueno, ¿qué conclusión podía sacar de eso? Ninguna. Ninguna en absoluto.

De todos modos, no lamentó escucharlo a sus espaldas.

—Vuelve a venir, Babji. Hablar me ha hecho bien. ¿Tu gente no querrá que los lleve al oeste?

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