Despertar

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Libro Segundo » Capítulo 4

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—Sí —gruñó—. También faltan pastores. Tres, y uno de ellos era el mejor que teníamos.

Tharius reflexionó sobre esto y, al alzar la vista, notó que Chiles lo miraba a través de una nube de humo.

—¿Qué es lo que ve, Mendicante? —preguntó.

—Manadas —respondió Medman—. Millones de animales pastando en las estepas de los Noor.

Koma Nepor emitió un bufido.

—¿De diez bestias? No me parece muy probable, Gobernador. Los Parlantes pueden cuidar una manada pequeña, pero no serán capaces de impedir las depredaciones de voladores sobre una grande. ¿Eh, Jorn? ¿Tengo razón?

Ezasper Jorn asintió desde su capullo:

—Seguramente. Los voladores son bestias voraces. Aunque no muy inteligentes, según los Parlantes. Me contaron que, antes de los tiempos de Thoulia, los advirtieron de que debían controlar su reproducción, pero que no hicieron caso hasta que, finalmente, las manadas desaparecieron. ¿Qué bestia inteligente hubiese incrementado su población hasta exceder las reservas alimenticias?

—Y, sin embargo —insistió el Mendicante—, yo veo manadas.

—¿Y los Noor? —preguntó el general, repentinamente interesado—. Si habrá manadas, ¿dónde estarán los Noor?

El Mendicante apartó su pipa y sacudió la cabeza.

—No veo a ningún Noor, general Jondrigar. En mi visión, ninguno de ellos se mueve por las estepas. Pero, claro, ¿quién sabe cuándo se hará realidad mi visión? En mil años tal vez. O en diez veces ese lapso.

Tharius Don se aclaró la garganta.

—General, me parecería prudente que les pidiera a sus soldados de los globos mantener los ojos abiertos por si ven algún

weehar o

thrassil. Si encuentran alguno en las estepas, deben sacrificarlo de inmediato. Y supongo que se habrá apostado algún guardia cerca de las manadas, aquí, detrás de los Dientes.

Shavian se mordisqueó la mejilla y no dijo nada. ¿Ese hombre creía que él era tonto? Por supuesto que había apostado guardias. No sólo con las manadas de la Cancillería, sino con cada una de las que pastaban en las tierras del norte. Estaban acercándolas todas, para poder vigilarlas.

—¿Tenemos algo más? —preguntó con la ferviente esperanza de que ya fuese suficiente con lo discutido.

Nadie sugirió nada.

—En ese caso —agregó, volviendo a golpear su mazo de un modo rutinario—, se levanta la sesión.

—Que alguien me traiga mi té —dijo una voz quejumbrosa al otro lado de las cortinas.

Los Jondaritas cogieron la tetera y, ceremoniosamente, se pusieron al servicio de Lees Obol.

• • • • •

Abandonaron la sala de audiencias y se marcharon en diferentes direcciones. Gendra Mitiar se dirigió a los archivos para acosar al viejo Glamdrul Feynt. El encargado de los archivos no se había mostrado diligente. Cuando llegase el momento, pronto, quería pruebas o algo que pareciesen pruebas para deshacerse de Tharius Don. ¡Ese pedante santurrón! ¡Siempre mirándola con desprecio! Ya le enseñaría quién era ella. A él y a su bonita prima Kesseret, y también a su descendiente, esa Pamra Don…

Shavian Bossit fue hasta sus propias habitaciones y envió un mensajero a Koma Nepor. Ya era hora de hablar seriamente sobre cómo hacer para mantener con vida a los Parlantes, pero en estado pasivo. El elixir estaba hecho con su sangre, y de ese modo podrían prepararlo por litros. Sus espías le habían dicho que Koma estaba experimentando con el plaga. Tal vez… Esbozó una perversa sonrisa de ratón y se sentó a esperar…

Y Tharius Don se fue a la torre de encima de sus habitaciones y se sentó a cavilar. Se sentía atrapado en un pliegue del tiempo, un lugar donde éste era a la vez demasiado largo y demasiado corto. Muy corto para cumplir con todos los planes de su incontenible imaginación; muy largo para esperar. Podían presentarse demasiados obstáculos que impidieran la última gran rebelión…

—Rebelión —se dijo en un susurro—. Desde que no eras más que un niño has soñado con ella, Tharius Don.

¿Y qué otra cosa hubiese podido ser en la vida? Ninguna otra, habiendo nacido en el seno de la familia Don, con sus fuertes tendencias hacia la represión y la ambición. Había demasiados ancianos en la casa: los padres de su madre, los Stife; los de su padre, los Don; sus propios padres, y una tía. Siete ancianos, todos de la casta de los artistas. Y, para enfrentarse a los siete, sólo quedaban Tharius y una hermanita dócil y adorada, que se sentía feliz de hacer todo lo que le dijesen que hiciera, en cualquier momento.

Y vaya si decían cosas. Continuamente, de un modo contradictorio e inflexible. Los Stife se llevaban muy mal con los Don, y también reñían entre ellos. Los abuelos Don mantenían una pésima relación con sus propios hijos, y las alianzas entre los siete cambiaban cada día. Sólo una cosa no se modificaba, y era el hecho de que el joven Tharius constituía a la vez el arma utilizada por todos y el campo de batalla en el que peleaban. Todos lo mimaban, lo encomiaban, lo azotaban, lo abofeteaban, lo ignoraban y, luego, volvían a mimarlo. Él tenía ese mismo temperamento, a pesar de no compartir sus convicciones y, a la edad de nueve o diez años, no recordaba el momento exacto ni el incidente que lo provocó, los repudió a todos. Lo que sí recordaba bien era haberse encerrado en la buhardilla, lugar de la casa que le pertenecía, con el rostro contorsionado mientras se miraba en el espejo del otro lado de la habitación, pronunciando las palabras con profunda convicción:

«Os repudio a todos. A todos. A partir de ahora, podéis luchar entre vosotros, pero no me utilizaréis a mí.» O tal vez aquellas palabras habían sido pronunciadas más tarde, cuando tuvo tiempo para pensarlo. De todos modos, el renunciamiento se había producido tal como lo recordaba.

Y, a partir de ese momento, se alejó. Su presencia sólo fue ocasional. Era una persona carente de interés que no escuchaba nada ni repetía nada. No se le podía utilizar como arma porque jamás hacía o decía algo que pudiera emplearse para despertar antagonismos o alianzas. Resultaba inútil como campo de batalla, pues nada parecía importarle; nada en absoluto.

Para entonces, Tharius había descubierto los libros. Siempre hubo libros, por supuesto, en las tiendas. Libros sagrados y libros permitidos. Historias insulsas, en las cuales nunca aparecían violencia ni divergencias de opinión. Libros devotos, en los que nunca había ninguna duda. Incluso cuentos infantiles, donde los niños y las niñas obedecían a sus mayores, estudiaban sus lecciones y se convertían en obedientes y buenos ciudadanos de sus poblados.

La vida no era así. Al mirar a su alrededor, Tharius veía odio y violencia, dolor y muerte. Veía obreros, Despertantes, sombríos voladores malolientes en los fosos de huesos, hombres y mujeres que desaparecían, como tragados por los malos espíritus. Nada de eso figuraba en los libros. Al menos, en los permitidos.

Pero había otros libros.

Unos días antes de que Tharius repudiara a su familia, la pollería del otro lado del callejón fue allanada por la Torre. Con gran alboroto, Despertantes y sacerdotes de Potipur invadieron el lugar, iluminando los rincones con sus espejos. Cuando ocurrió aquello, Tharius Don estaba en el tejado, ocultándose de su abuela Stife. Oyó ruidos, puertas que se cerraban, gritos, algunos alaridos, gente que se movía en las buhardillas frente a él, apenas visibles tras los vidrios sucios. Entonces, los Despertantes irrumpieron por la puerta trasera y comenzaron a arrojar libros en una pila. Gritaban amenazas al pollero y a su esposa, quienes se defendían alegando que compraron la casa un año atrás y nunca habían subido a la buhardilla, que no sabían que los libros se encontraban allí. Lo más probable era que aquello fuese verdad, pues Tharius nunca había visto iluminadas aquellas ventanas.

«Es lo único que te salva la vida por ahora, pollero. Eso y el polvo que cubre los libros. No los toques. Dentro de una hora vendrá una carreta que se los llevará para quemarlos», bramó uno de los Despertantes.

En la entrada del callejón dejaron de guardia a un sacerdote de Potipur con su rostro azulado, que se aburrió con la espera y se quedó dormido. Por algún motivo, casi todos los sacerdotes eran unos gordos holgazanes que se dormían en cualquier parte. Tharius contempló la pila de libros, silencioso como un lagarto zancudo y calculando cuántos podría llevarse y de cuánto tiempo disponía. Su propia buhardilla estaba encima de un tubo de desagüe, y no sería fácil subirlos…

De pronto, Tharius tuvo una idea. Tomó un saco, colocó dentro todos sus libros, se lo colgó del hombro y bajó por el tubo de desagüe, su camino favorito hacia la libertad. El canje fue rápido: sus libros aburridos, por los que estaban apilados en el callejón. Volvió a subir por la tubería, sudando y haciendo uso de todas sus fuerzas. Acababa de encaramarse al parapeto del tejado cuando escuchó el crujido de las ruedas que se acercaban.

Al llegar la carreta, un lacayo bajó y cargó los libros sin siquiera mirarlos. Desde el tejado, Tharius lo vio llevárselos por el muelle de piedra y quemarlos a la orilla del Río. Todos pretendieron no notarlo, incluso un anciano que se asfixió con el humo y tuvo que actuar como si se hubiese debido a otra cosa. Ya estaba. Había libros y libros. Los volúmenes prohibidos los colocó en el anaquel del rincón, justo donde estuvieron los otros. La única que subía allí era la abuela Stife, y lo hacía una o dos veces al mes para asomar la cabeza y gritarle que barriese un poco aquello.

Tharius se sintió atraído por la rebeldía. Aquellos libros eran de verdad. Historias de personas tales como eran. Una historia de Costa Norte. Uno pequeño sobre la llegada, con el título de

Cuando llegamos. Le habían enseñado muchas cosas como ciertas, pero siempre le habían parecido absurdas. De pronto, comenzaban a conectarse.

El tiempo pasó. Tharius se convirtió en un coleccionista de libros. Oculta en la buhardilla de los Don tenía una colección que hubiese condenado a muerte a toda la familia de haber sido descubierta por algún Despertante. Tharius los encontraba en otras buhardillas, en las que entraba por los tejados a la luz de un farol. Eran sitios viejos, cerrados y polvorientos, a los que ya nadie subía, pero donde algunas veces había libros. En los rincones. Bajo las tablas del piso. Los encontró en casas cuyos habitantes habían muerto, antes de que llegaran los Despertantes o los familiares para realizar el inventario. Los encontró en el patio del trapero, ocultos entre las pilas de ropa vieja. Por lo general, eran fragmentos más que volúmenes enteros, ya que de éstos no solía reunir más que tres o cuatro al año. Para cuando cumplió los dieciocho y se vio sujeto a las leyes de procreación, contaba con casi treinta volúmenes.

Lo cual ya era suficientemente grave en sí mismo. Y lo peor era que, en aquellos treinta libros, se hacía referencia a cientos más. ¡En alguna parte de Costa Norte había, o hubo en otro tiempo, muchos más!

Algunas noches, cuando las lunas iluminaban el callejón, Tharius Don soñaba despierto con todos aquellos libros. Montones y montones. Y allí debían de encontrarse las respuestas a todas las preguntas formuladas jamás.

Estaba convencido de que los libros se encontraban en las Torres. ¿Por qué otro motivo, si no, iban a hacer los Despertantes tanto alboroto, de no ser porque existía alguna clase de información secreta que sólo ellos debían poseer? Información sobre cómo eran las cosas en realidad, sobre cómo solían ser, sobre cómo fueron en algún otro sitio, antes de que los humanos llegaran allí.

Una noche, influenciado por un cierto exceso de vino, Tharius introdujo el tema mientras cenaban, y sus palabras cayeron en un horrorizado silencio.

—¿Antes de qué? —exclamó su padre—. ¿Antes de qué?

—Antes de que los humanos llegaran a Costa Norte —balbuceó Tharius.

—¿De dónde has sacado una idea tan repulsiva como ésa?

—Sólo… sólo pensé que debemos de proceder de alguna otra parte, ya sabes. Como hay tantas cosas que no podemos comer… —A pesar de que estaba medio ebrio y sorprendido por las palabras que habían salido de su propia boca, fue lo bastante prudente para no mencionar los libros—. Me pareció obvio que…

Como castigo lo echaron de la mesa. La doctrina era clara en ese punto: los humanos habitaron siempre en Costa Norte y siempre estuvieron gobernados por los dioses. Su alcohólica observación dio ocasión a una estrepitosa batalla entre los Don y los Stife. Dos días después, cuando regresó a casa tras una de sus incursiones, encontró sentada a la mesa a una joven llamada Shreeley. Ya la había visto con anterioridad, aunque no con frecuencia. Era hija de un amigo de su padre, un mercader de pamet del otro extremo de Baris.

—Tu futura esposa —le comunicó su padre en un tono riguroso e inflexible—. Ya has dispuesto de suficiente tiempo libre para andar sentado por ahí pensando obscenidades.

Más que otra cosa, a Tharius Don le pareció divertido. La muchacha no era fea; tenía un cuerpo dulce y redondeado, y él poseía cierta experiencia con los cuerpos dulces y redondeados. No le molestaría en absoluto contar con uno propio para jugar.

Lo que no había previsto era que de pronto perdería su intimidad. Se acabó la habitación de la buhardilla. Apenas si tuvo tiempo de ocultar los libros antes de que todas sus pertenencias fueran reinstaladas en un cuarto dos pisos más abajo, un cuarto que debería compartir. Y, a partir de entonces, le resultó difícil estar a solas unos momentos.

Shreeley se aseguró de ello. Dormía con él. Se levantaba con él por la mañana y lo acompañaba caminando hasta el empleo que le habían conseguido los abuelos Stife.

—No muestras nada del talento familiar para el arte, Tharius Don —le dijo el abuelo Stife—, así que te hemos puesto de aprendiz con el padre de Shreeley, el mercader de pamet.

—Creía que lo acostumbrado era que los jóvenes escogieran su propia profesión —se quejó Tharius.

—Si lo hubieras hecho a los quince o dieciséis años, como también se acostumbra, hubiéramos accedido a tu elección, Tharius Don. Al no hacerlo, perdiste la oportunidad.

Shreeley iba a buscarlo a la vuelta del trabajo. Comía con él. Se sentaba a su lado o caminaba con él después de cenar. Se iba a la cama con él. Una vez, Tharius intentó leer uno de sus libros, pero Shreeley lo descubrió.

—Léeme —le rogó con dulzura—. Lee para mí, Tharius Don.

Se inventó algo referente a Thoulia, y ella se quedó dormida mientras lo escuchaba. Tharius ocultó el libro con la frente cubierta de sudor.

Sin embargo, durante algún tiempo, no fue insoportable. El sexo era algo más que mera diversión. Tharius era muy imaginativo respecto al sexo y Shreeley se mostraba dócil. Hasta que quedó embarazada, momento en el que todo se detuvo.

—No —se negó—. Podría lastimar al bebé.

—No le hará daño al bebé, y a ti te gusta.

—No me gusta. Sólo lo hacía para quedarme embarazada y cumplir con las leyes, Tharius Don. No habrás pensado que yo disfrutaba con todos esos jadeos.

Poco después, su padre lo reprendió:

—El padre de Shreeley dice que has estado descuidando tu trabajo. Con un bebé en camino, será mejor que comiences a atender tus asuntos.

Fue esa noche cuando Tharius Don se dirigió a la Torre de Baris y pidió que lo admitiesen como novicio. Cuando la familia se enteró de ello, nadie volvió a mencionar su nombre. Al nacer su hijo lo llamaron Birald. Cuando Tharius lo supo, elevó una plegaria pidiendo por la cordura del niño, aunque no albergaba muchas esperanzas, ya que él mismo parecía estar perdiendo la suya.

Lo había sacrificado todo por los libros y en la Torre no había ninguno, con excepción de los falsos e ilimitadamente aburridos. Ningún libro, ni posibilidades de abandonar la Torre. Durante algún tiempo Tharius consideró la opción de suicidarse, pero no se le ocurrió ninguna forma infalible de hacerlo. Con el correr de los días, hubo un factor de la vida de la Torre que lo salvó: la rígida e invariable disciplina que dejaba mucho tiempo para pensar. Tharius estaba habituado a meditar y, según transcurrían los meses, comenzó a encontrar lazos entre el comportamiento y las creencias de los Despertantes con cosas que conocía por los libros.

Y muy pronto se dio cuenta de algo que la mayoría de ellos no notaba jamás. Vio que los graduados no creían en las mismas cosas que los novicios.

Una vez que la primera pieza estuvo en su lugar, el resto resultó evidente: había conocimientos que no se compartían con los novicios. Antes bien, se los privaba de ellos; y a algunos se los comunicaban más adelante.

Con una inflexible persistencia que hubiese sorprendido a todas las facciones en pugna entre los Stife y los Don, Tharius perseveró. Los años fueron pasando y, por fin, llegó a graduarse, aprendió varias cosas ¡y supo que había muchas más que aprender en la Cancillería!

Tenía treinta y ocho años, y era un cínico integrante del círculo que dirigía la Torre de Baris. Además era amigo personal del Superior, cuando, sin pretenderlo, fue el responsable de que Kesseret ingresara en la Torre.

Una de sus tareas era hacer cumplir las leyes de procreación. Las mujeres mayores de dieciocho que aún no se preparaban para el matrimonio o que todavía no eran madres, casadas o no, entraban en su jurisdicción. Un hombre adinerado, cuyo dinero no impedía que fuese viejo, decrépito y repulsivo, presentó una petición junto con un generoso obsequio para la Torre. Tharius la firmó de forma rutinaria. Ordenaba que una mujer de diecinueve años, llamada Kesseret, se casase de inmediato con el mercader o se presentase en la Torre como novicia. Era pura rutina. Raras veces alguien ingresaba en la Torre como resultado. En ocasiones, la persona en cuestión enviaba un obsequio generoso y la petición era revocada durante algún tiempo. Otras veces, no. Era pura rutina.

Excepto en ese caso. Kessie no podía comprar su libertad, pero tampoco estaba dispuesta a someterse; y fue a la Torre.

A la Torre y a Tharius Don, que solicitó y recibió su tutela. Ella era mayor que la mayoría de los novicios, tal como le ocurrió a él. Le resultaba más difícil que a los demás, igual que había ocurrido con él. Rechazaba gran parte de lo que le enseñaban, así como lo hiciera él.

Por consiguiente Tharius le contó la verdad. Desde el principio. Le brindó consuelo y la alentó, reuniéndose con ella en lugares apartados de la Torre y evitándole en lo posible sus tareas con los obreros. Y un día ella le dijo:

—Puedes protegerme todo lo que quieras, Tharius, pero eso no convierte en bueno lo que hacemos.

Él estuvo de acuerdo. Y de ahí fue de donde nació la causa. No ocurrió de inmediato. Todavía no sabían lo suficiente.

—Me han dicho que las respuestas están en la Cancillería —le confió Tharius—. Tendré que llegar allí.

—¿Cuándo?

Se encogió de hombros y comentó:

—En veinte años, como mínimo. Se supone que seré el Superior cuando Filch muera o lo asciendan. Si no le suministran el elixir pronto, no tendrá posibilidades de ascender. Digamos que le quedan unos cinco o seis años, en cualquier caso. Después tendré que ganarme una reputación. En algo.

—Algo seguro —susurró ella—. Apologética, Tharius. La apologética que nos dan a los novicios es atroz. Es tediosa. No convencería ni a un insecto. Consigue tu reputación en defensa de la fe, Tharius. Con erudición. Sólo se necesita inteligencia y facilidad de palabra. No es más que una burla y un engaño, pero podremos lograrlo. Yo te ayudaré.

Kessie lo ayudó, y él a ella. Fueron amantes durante veinte años, en algunos momentos con pasión y nunca sin cariño. Kessie tenía cuarenta cuando ocupó el lugar de Tharius como Superiora de la Torre de Baris y él se marchó a la Cancillería. No sabían entonces que sería la última vez que hicieran el amor. Cuando estuvo en la Cancillería, Tharius progresó rápidamente. Le suministraron el elixir y, después, no hubo ya más pasión, sólo el recuerdo de aquella unión, de aquel éxtasis, aunque ese recuerdo estaba lleno de nostalgia y anhelo.

Los libros que tanto había buscado se hallaban en la Cancillería. H1 palacio estaba lleno de ellos, todos muy antiguos. Al único al que le importaban era a Tharius y, de todos los que habitaban en la Cancillería, sólo él sabía la verdad sobre las guerras entre los humanos y los Thraish, con sus más sangrientos e inmorales detalles. Él se rebelaba contra la inmoralidad. Sólo Tharius conocía la existencia de los Treeci, y soñaba con aquella raza de seres dulces —pues eso era lo que interpretaba de sus lecturas— no sólo como respuesta para los Thraish, sino también para los humanos. De aquellos libros surgió la causa y en esa antigua, muy antigua remembranza fue donde creció.

Pero ya… ya la había demorado lo suficiente. Pronto tenía que ocurrir algo. Tharius apoyó el rostro entre las manos y evocó el recuerdo de Kessie, tal como la vio la última vez, transportada hacia el Paso del Río Partido, sonriéndole con valentía. Ella había entregado su vida a aquella causa secreta. Y él también.

Para ellos dos no habría ningún futuro, pero tal vez pudiese salvar a Pamra Don para un destino mejor. Tal vez Pamra pudiese vivir la vida que él y Kessie no llegaron a vivir. Tal vez pudiese encontrar a alguien a quien amar, y criar a los niños que a él y a Kessie nunca les permitieron tener.

Tharius se consoló con aquellas esperanzas tan simples, creyendo firmemente en ellas. Era capaz de entregarlo todo, hasta el propio mundo, por esta causa. Pero, mientras tanto, trataría de salvar a Pamra Don.

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