Despertar

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Libro Segundo » Capítulo 8

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En la Torre de Thou-ne, Haranjus Pandel reflexionaba sobre la transitoriedad. El Sol se hallaba muy bajo en el sur. El primer verano se había ido, haciendo crujir las persianas cuando las corrientes de aire frío soplaban por los corredores de piedra. Había masas de cúmulos sobre el Río, desplazándose hacia el norte en inmensos continentes de nubes. Un mal presagio, pensó. Eran como voladores, oscuros y siniestros. Los voladores llevaban semanas congregándose en las Talon Negras, al este del poblado, y todo el tiempo iban y venían. Él nunca había visto tantos, ni siquiera durante la Conjunción, cuando, según creía, venían a aparearse. No era lo único extraño ocurrido recientemente.

Unas semanas atrás, llegó un Risueño desde las tierras del norte. Según dijo, no había podido continuar su marcha hacia el este por la barrera de las Talon.

—Solicito su asistencia, Superior.

Era amargo, como todos ellos, con unos ojos que ardían como brasas en la caldera de su rostro.

—¿Cómo puedo ayudar al servidor de la Cancillería? —le había preguntado Haranjus, refugiándose en la formalidad. No le convenía mostrarse indiscreto con un Risueño. Lo mejor sería atenerse a las convenciones y los rituales—. Los deseos de un Risueño son órdenes para mí.

—Necesito enviar un mensaje a los Parlantes, allá arriba —señaló las Talon, que se elevaban sobre la frontera este de Thou-ne.

—Puedo… puedo hacer venir a un volador —balbuceó Haranjus. Se esperaba cualquier cosa menos esto, absolutamente cualquier cosa—. ¿Qué desea que le diga?

—Se lo diré yo mismo. Limítese a llevarme al tejado y haga que venga alguno de ellos, de la forma que usted quiera.

Había una, por supuesto. Dos veces por mes, Haranjus debía entregar un cuerpo vivo para alimentar a los Parlantes. Por lo general, procuraba que esos cuerpos fuesen de viajeros que pasaban por Thou-ne. El poblado era demasiado pequeño para que faltase alguien sin que surgieran comentarios. Ahora que el Templo atraía a tantos viajeros, no resultaba difícil raptar a uno aquí, a otro allá, mientras iban de camino hacia el oeste. Sus pocos graduados de confianza se habían vuelto expertos en ello.

Y, cuando los cuerpos vivos estaban listos, los subía al tejado de la Torre y llamaba a los voladores. Al atardecer. Con la caída del sol, para que pudiesen llevárselos a las Talon en plena oscuridad.

—Sí. Hay una campana. Pero no tengo… Quiero decir, no hay motivo para llamarlos. Es posible que se enfaden mucho —apuntó Haranjus.

—Yo me ocuparé de su enfado —repuso Ilze—. Se enfadarán aún más cuando escuchen lo que tengo que decirles.

Fue con Haranjus al tejado, que se parecía bastante al de la Torre de Baris. Estaba rodeado de un antepecho bajo, lleno de excrementos y plumas e invadido por el olor de los Thraish. Aguardaron sin hablar, Ilze porque no era nada propenso a las conversaciones y Haranjus porque tenía miedo de hacerlo. Cuando el ocaso llegó a su punto culminante, el Superior tocó la campana.

El tono vibrante se elevó como un pájaro desde la Torre y surcó el aire hasta las cimas de las Talon. La reverberación, ora suave, ora fuerte, se autoalimentaba e intensificaba su propio sonido con los ecos. En cuanto se extinguió la llamarada del sol, unas alas oscuras se alzaron de los picos distantes y volaron hacia la Torre. Cuando aquellas alas se plegaron sobre el tejado, era casi oscuro.

—Aún no es tiempo de recibir carne —gruñó un volador.

—Este hombre me pidió verlos —explicó Haranjus—. Yo he obedecido su orden, como lo tengo jurado.

Se dio la vuelta y se marchó de allí. Fuera lo que fuese, no quería verse involucrado en ello. No obstante, por nada del mundo se hubiese privado de escuchar lo que decían. Se apoyó en la puerta, pegó la oreja y contuvo la respiración.

—Tengo un mensaje para Sliffisunda de las Talon —comunicó Ilze—. Se propaga una herejía por Costa Norte y Sliffisunda de las Talon debe ser informado.

Los voladores gruñeron y graznaron, mostrándose indecisos.

—Sliffisunda les autorizará si le informan de que me encuentro aquí —interrumpió Ilze, finalmente—. Él me conoce. Vayan a preguntárselo.

Aparentemente, era posible. Sliffisunda se encontraba en las Talon Negras desde hacía poco tiempo. De mala gana, los voladores aceptaron regresar a preguntarle. Era evidente que Sliffisunda no estaba de muy buen humor.

—¡Díganle que envíe una cesta para mí! —gritó Ilze a las grandes alas que se elevaban de la Torre.

Se dirigió a la puerta y bajó la escalera, donde encontró a Haranjus casi sin aliento en el estudio.

—Déme comida —le ordenó Ilze—. Y algo para beber. Regresarán en menos de una hora.

—¿Irá a las Talon?

Haranjus no pudo contenerse. A pesar de que se había prometido no formular preguntas, su lengua traidora lo hizo por él.

—De una forma o de otra —respondió despectivamente—. Fue aquí donde se inició la cruzada, ¿verdad? No me extrañaría que usted tuviese alguna relación con ella.

—Oh, no. Vino un hombre de la Cancillería. Me dijo que hacía bien en pasar por alto…

—¡Necios! ¿Qué piensan que ocurre aquí? Están socavando las raíces de nuestra sociedad ¿y ellos quieren ignorarlo?

—Parecía algo muy… inocente.

Ilze emitió un ladrido. Podía haber sido una risa. Como el lagarto zancudo, ja ja, ja ja.

—Cuando todos los voladores estén muertos y el elixir haya desaparecido, ya me dirá lo inocente que es.

Al igual que muchos de los miembros de baja jerarquía de la Cancillería, Ilze era lo bastante ingenuo para suponer que todos los Superiores de Torres recibían el elixir. Haranjus Pandel no lo desengañó. Aunque tarde, cerró la boca con firmeza.

Una hora más tarde, los voladores llegaron con una gran cesta sujeta entre las garras. En cuestión de momentos, el Risueño se había marchado y, poco después, Haranjus envió un informe completo de la visita, por medio de las torres de señales, a Gendra Mitiar, sabiendo que llegaría también a otras personas.

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