Despertar

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Libro Segundo » Capítulo 12

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Aquí, rodeado de agua, pienso mucho en cosas, cosas en las que no me atrevía a pensar cuando estábamos más cerca de la orilla. Las noches son más largas, y los días también. El espacio es mayor. Siento como si mi interior, lo que hay dentro de mi cabeza, fuese mayor aquí que en Costa Norte. Tal vez se deba a que hay más silencio. Tal vez el silencio saque a la luz los pensamientos tímidos, las ideas que no aparecen cuando se está rodeado de gente.

Como la verdad de lo que sentí… de lo que siento por Pamra Don. Cuando ella llegó, fue como si en mi vida hubiese habido un vacío con forma de mujer, simplemente esperándola. Lo mismo que una flor espera la llegada del escarabajo. Mientras tanto no hace nada, sólo florece, y todo ese color rodea un vacío El vacío debe estar allí, listo para que algo lo ocupe. Eso ocurrió conmigo; toda mi florescencia rodeaba ese vacío con forma de Pamra. Cuando ella llegó, ese espacio estaba vacante. Supongo que las cosas siempre anidan, construyen o se alojan en espacios desocupados y, por consiguiente, allí fue donde ella se alojó. No se puede esperar que el escarabajo ame la flor o que el pájaro ame la rama. La rama y la flor simplemente se encuentran allí, eso es todo. ¿La flor necesita al insecto? Tal vez sí. Es posible que la rama necesite al pájaro también. Pero el insecto y el pájaro no lo saben, ni les importa.

Tal vez sea eso lo que ocurre con la gente, hombres y mujeres. Uno tiene un cierto espacio que necesita que esté ocupado y llega alguien que parece llenarlo… por un tiempo, al menos.

Del libro de Thrasne.

Cuando Pamra Don llegó al Paso del Río Partido, era el séptimo mes y estaba comenzando el segundo verano. Detrás de los Dientes del Norte, el invierno polar había dado paso al deshielo y a la promesa de la primavera. En las estepas, las lluvias otoñales hacían sitio para los días más benignos que seguirían. Pamra iba coronada de flores, ya que cada día alguno de sus seguidores le confeccionaba una guirnalda, tarea que comenzó uno de ellos por una feliz inspiración y continuó a partir de entonces como costumbre. Cada noche, la corona marchita la recogía su creador y la guardaba aplastada entre dos maderas con el fin de conservarla para siempre. O al menos eso era lo que se pensaba en ese momento.

El capitán Jondarita que comandaba la escolta tenía órdenes de no llevarla más lejos de la planicie con montículos de aluvión del paso. Nadie sabía cuánto tiempo iba a durar el viaje y, por tanto, cabía la posibilidad de haber llegado durante el invierno polar, cuando el camino hacia la Cancillería se encontraba bloqueado. Por ello, al alcanzar la orilla del Río Partido el capitán envió un mensaje y estableció un campamento para aguardar la respuesta. Los seguidores de Pamra, que llevaban muchos días caminando en procesión, comenzaron a reunirse junto al Río Partido y alrededor de los altos montecillos de cimas chatas que salpicaban aquella parte de las estepas. Pronto las tierras desiertas tuvieron el aspecto de una colonia, con tiendas que surgían como hongos, pescadores y lavanderas a la orilla del Río, niños que trepaban a las rocas y cazaban pájaros, y pequeños grupos que iban y venían buscando comida en los valles.

Cuando en la Cancillería se enteraron de la llegada de esta muchedumbre, Tharius Don reflexionó unos momentos y, luego, envió un mensaje al capitán Jondarita para que la multitud recibiese alimentos de los depósitos de la Cancillería al pie del paso. «Para prevenir los desórdenes, no sea que el hambre impulse a toda esa gente a intentar la ascensión del paso.»

Por supuesto, en ese caso los Jondaritas serían muy capaces de matar a varios miles de ellos, pero la eliminación de los cuerpos constituiría un problema, y no tendría sentido permitir que las bestias carroñeras arruinasen los parques circundantes. Esto fue lo que Tharius Don explicó, con cierto detalle, a todo aquel que estuvo dispuesto a escucharle.

Sólo entonces envió una litera para Pamra Don, con la orden de que el capitán Jondarita la condujese hasta él, al palacio, lo antes posible. La orden fue refrendada por el general Jondrigar, ya que, de otro modo, el capitán la hubiese ignorado.

• • • • •

—¿Qué hará con ella? —quiso saber el general—. Ha causado muchos problemas, y se presenta aquí con una multitud. Sería mejor si me dejara reprimirlos. —Dijo esto con un brillo en sus curiosos ojos de reptil—. Nos ahorraríamos problemas.

Tharius sacudió la cabeza.

—¡No! Necesitamos saber muchas cosas de esta cruzada, general. No las averiguaremos utilizando la violencia. Ponga a esa mujer sana y salva en mis manos, por favor. Como Propagador de la Fe, es asunto de mi competencia, y Lees Obol me ha dado instrucciones para que me ocupara de estas cosas.

Lo cual era cierto, aunque aquella orden se hubiera impartido cincuenta años atrás, pues ninguna orden de Lees Obol era rescindida jamás y cualquier frase del Protector se consideraba un mandato eterno. Ahora Tharius invocó su nombre para asegurarse la obediencia de Jondrigar sabiendo que, a menos que Lees Obol en persona manifestase lo contrario, Pamra Don le sería entregada personalmente.

Y Tharius tuvo más éxito del que había imaginado. El general se impresionó tanto al escuchar el nombre del Protector, tan pocas veces mencionado en los últimos años, que decidió cruzar el paso y traer él mismo a la mujer.

Partió por la mañana, montado sobre un buey

weehar. Las plumas de su tocado se movían con los lentos pasos de la bestia, a un ritmo tan invariable como el movimiento del sol en su laborioso semicírculo sobre las montañas, de ocaso a ocaso. Pronto pasaría aquella media luz y las tierras de la Cancillería brillarían bajo un sol que no se ocultaba; pero al general le agradaba la estación primaveral con su penumbra. Y en esa penumbra los hombres que lo acompañaban se movían como sombras confusas, sin ninguna individualidad, convertidos en una bestia de muchas patas que marchaba por el largo camino sinuoso hacia el Paso del Río Partido. En momentos como aquél, el general comprendía la inmortalidad del presente. No había pasado ni futuro, y él se sentía satisfecho dejando que el tiempo se escurriese hacia la nada. Sólo existían el sonido de las pisadas y su propio pulso amplificado hasta algo poderoso y eterno. Ejércitos, pensó dando vueltas a la palabra en su mente como si hubiese sido el nombre de Dios. Ejércitos. Poderosos, inexorables, implacables. Era como si su propio cuerpo estuviese multiplicado mil veces; en su interior, la fuerza multiplicada irrumpía por sus venas al ritmo de las pisadas. Esta marcha lenta era mejor aún que la batalla misma y, en la penumbra, bajo el yelmo emplumado, se hubiese podido ver sonreír al general.

A sus espaldas, en el palacio, Tharius Don supervisaba a los sirvientes que preparaban las habitaciones de Pamra Don, vacías desde la partida de Kessie. Estabas frías por el invierno y polvorientas por la falta de uso. Desde la ventana, Tharius observó la lenta marcha de los Jondaritas que avanzaban hacia el Paso. Un día para llegar a la cima y otro para bajar. Un día allí, para cambiar la guardia y ocuparse de las provisiones. Luego, dos días para regresar.

—El tapizado de este sillón está roto —le dijo al ama de llaves—. Haced que lo tapicen de nuevo y que lo traigan aquí dentro de tres días. Ah, Matron, a esa ventana le falta una mano de pintura.

El marco estaba oscurecido por el fuego y lo mismo ocurría con el reborde de abajo, donde había ardido el nido del pájaro de fuego. Mientras lo miraba, uno de ellos pasó volando y fue como una visión, nublada por las lágrimas. «Estúpido», se dijo, mientras se enjugaba los ojos. «Estúpido.» Estaba pensando en Kessie.

En la Cancillería había alguien más que pensaba en la señora Kesseret. En su alta solana, que a pesar del frío ofrecía una vista cautivante, Gendra Mitiar observaba a los Jondaritas que marchaban. Cambiando de una nalga huesuda a otra en un banco cercano, Glamdrul Feynt fingía no estar interesado. Un montón de papeles alrededor del banco daban testimonio de que llevaba allí un tiempo que consideraba tan innecesario como excesivo.

—Debo volver a los archivos, Mitiar —gimió—. El trabajo se me amontona.

—Oh, calla —gruñó ella con impaciencia——. Estoy pensando.

—Bueno, yo puedo trabajar en los archivos mientras usted piensa.

—¡Te quiero aquí! —Gendra se deslizó los dedos por las arrugas del rostro, una, dos veces, y se rascó luego la coronilla casi calva, enérgicamente, como para estimular el pensamiento—. Vuelve a contármelo Feynt. Has encontrado evidencia de herejía en Baris…

—Cierta evidencia que podría significar un foco de herejía en Baris, sí. Eso es lo que he dicho. Si retrocedemos unas cuantas generaciones, se encuentran toda clase de cosas heterodoxas allí. Desde los tiempos de Tharius Don, cuando era Superior de la Torre. Eso fue antes de que os convirtierais en Dama Mariscal.

Y así había sido, aunque no mucho antes; y Tharius continuó en ese puesto algún tiempo después de que Gendra alcanzara su posición actual. Glamdrul Feynt no se extendió en eso. Arrojar sospechas sobre Tharius Don no era más que una añadidura, algo efectista.

—Ajá —murmuró ella por décima vez—. Ajá. ¿Y tienes evidencia documental?

—La suficiente. La suficiente.

Era verdad. O, al menos, la tendría si decidía que era necesario, aunque lo más probable sería que no llegase a necesitarla nunca. Gendra era perezosa y no le pediría verla, se contentaba con dejar que sus subordinados hiciesen el trabajo, expuestos a perder la cabeza si no la complacían.

—Muy bien —gruñó ella—. Puedes irte.

Glamdrul cerró la puerta con energía y se agachó para mirar por el ojo de la cerradura. Dentro de la solana, Gendra Mitiar movía su viejo cuerpo de un lado al otro, sacudiéndose con furia como si algo se le hubiese metido dentro de la ropa. Feynt necesitó unos momentos para comprender lo que hacía.

Gendra Mitiar estaba bailando.

El encargado de los archivos se alejó cojeando en forma ostentosa hasta que dio la vuelta a un recodo del corredor. El criado que había dejado allí se hallaba sentado muy abatido en un banco, mirando a la nada, y dio un respingo cuando el viejo lo golpeó.

—Despierta, estúpido. Qué crees que es esto, ¿tu alcoba? —Hurgó en sus ropas y extrajo papeles como confeti hasta que, finalmente, encontró el paquete plegado y sellado en el fondo de un espacioso bolsillo—. Llévale esto a Tharius Don. Ahora mismo. No dentro de cinco minutos, sino ahora. ¿Lo entiendes? Después, vuelve a decirme que lo has hecho o a traerme una respuesta.

Observó cómo el hombre se escabullía rápidamente y, luego, comenzó a bajar.

—Muy bien, Ezasper Jorn —refunfuñó, contento—. Muy bien, Gendra Mitiar. Muy bien por ambos, viejos de mierda, viejos malolientes. —Aquello se convirtió en una especie de canción que fue tarareando suavemente mientras bajaba la interminable escalera—. Viejos de mierda, viejos malolientes, muy bien. —De vez en cuando interrumpía su canción y murmuraba—: ¿Y eso tiene importancia? —Y hacía una mueca, burlándose de la forma en que hablaba Ezasper Jorn—. ¿Tiene importancia, viejo de mierda? ¿La tiene?

Glamdrul Feynt iba a mantener una importante y secreta reunión con el Comisionado Ejecutivo, Bormas Tyle, y con Shavian Bossit, Señor Mantenedor de la Casa.

• • • • •

Cuando llegó el criado de Feynt, Tharius todavía estaba ante la ventana. Por algún motivo no había sido capaz de abandonarla.

Tampoco lo hizo cuando abrió el paquetito sellado; se lo puso ante los ojos, pero ni siquiera lo vio durante un buen rato.

«Hoy Gendra Mitiar enviará una orden a los Jondaritas de Baris para que efectúen el arresto de Kesseret, Superiora de la Torre.» Lo miró sin verlo y, de pronto, las palabras llegaron a su conciencia.

Arresto Kessie. Sin firma. Tharius se giró: el hombre se había marchado. Corrió hasta la puerta para mirar el pasillo. No estaba. No lograba recordar su rostro. No era uno de sus propios criados. Entonces, ¿de quién? El paquetito era anónimo.

Debía de tratarse de alguien de la Oficina de las Torres, alguien que se hubiese enemistado con Gendra, tal vez. ¿Qué importancia tenía quién era?

Tharius abandonó la habitación rápidamente, sin pensar en otra cosa que no fuese el mensaje que debía enviar: «Máxima prioridad, atención inmediata, para Kesseret, Superiora de la Torre de Baris, Jondaritas tienen orden para tu detención. Ve de inmediato a Thou-ne.» El mensaje lo enviaría por una de sus vías secretas, por supuesto.

Y entonces otro: «Máxima prioridad, atención inmediata, para Haranjus Pandel, Superior de la Torre de Thou-ne. Proporcione amparo secreto a Kesseret, de Baris. Paciencia. Pronto. Tharius Don.»

Hasta que hubo despachado los mensajes no se sentó a tratar de desentrañar lo que estaba ocurriendo. El único aviso que Gendra había recibido en los últimos tiempos era de Thou-ne, con la información de que Ilze, el Risueño, había ido a las Talon. Por lo general, todos los mensajes de Haranjus Pandel, así como los de cualquier otro miembro de la causa, se conseguían de un modo secreto y, también en secreto, se transcribían para él. ¿Qué otro mensaje? ¿Qué otro mensajero? ¿En invierno? No sabía de ninguno.

Al igual que todos los demás, Tharius Don consideraba tan tonto a Ezasper Jorn que, ni por un momento, consideró la posibilidad de que fuese él.

• • • • •

En la cima del paso, el general Jondrigar desmontó de su bestia y dejó que uno de sus hombres se la llevase. Como ya estaba claro que los voladores conocían que había

weehar y

thrassil detrás de los Dientes del Norte, el general había decidido montar un buey siempre que lo desease. Desde las depredaciones en las manadas el año anterior, tenía soldados armados con ballestas apostados junto a los pastores, listos para abatir a cualquier volador que volviese a intentar un hurto semejante. Llevarse una cría de

weehar no era algo que pudiera hacerse en silencio. A menos que se tratase de un recién nacido, no podía transportarla un solo volador; y ahora los recién nacidos estaban siendo custodiados con gran esmero. Para llevarse una bestia joven eran necesarios dos o tres voladores con alguna clase de cesta, y eso significaba bastante ruido. Los soldados estaban alerta. El general se sentía bastante confiado en que los voladores no se llevarían ningún otro animal.

En cuanto a los ya hurtados, Koma Nepor había proporcionado unos frascos llenos de un líquido pegajoso. Cuando alguien encontrara alguna de esas bestias robadas, debía arrojar la sustancia sobre ellas. «Contiene un filtrado especial de… digamos que es material biológico. No importa lo que sea exactamente, cumplirá su cometido con las bestias. Y, por añadidura, contagiará a cualquier volador que entre en contacto con ellas.»

Lo cual, considerando que se trataba de un derivado del plaga, era cierto. Nepor no había tenido éxito al tratar de determinar el ciclo vital del plaga; algo se le escapaba, a él y a sus vetustos microscopios. Sin embargo, utilizando el pez plaga había podido preparar un destilado que resultaba muy efectivo. Ese destilado, modificado de diversas maneras, producía efectos notables en la gente, y Koma Nepor no tenía motivos para creer que no funcionaría del mismo modo en los

weehar y los

thrassil.

Al ver el gentío en la llanura, el general consideró la posibilidad de utilizar los frascos con las manadas humanas reunidas allí.

—Basura —murmuró, tranquilizándose al dirigir una mirada a los Jondaritas inexpresivos que lo rodeaban—. Basura. —En efecto, las manchas multicolores al pie del paso bien pudieran haber sido cáscaras de frutas, trozos de papel, conchas, huesos y astillas. También se movían como un foso de desperdicios, con gusanos humanos que se arrastraban a lo largo del Río y entre los montículos—. ¿Dónde está la mujer? —le preguntó al mensajero que lo aguardaba—. Pamra Don.

El mensajero se la señaló y le ofreció su catalejo. Sobre una pequeña colina junto al Río había una carreta con una tienda alta a su lado. Alrededor de la colina, los estandartes brillaban como flores: rojo, verde, azul; y todos rodeados por las tiendas de los Jondaritas.

—Allí —indicó el mensajero.

A través de la lente, el general Jondrigar miró el rostro de Pamra Don. A esa distancia no veía más que un óvalo pálido. Una mujer con una criatura. ¿Por qué parecía estar mirándolo directamente a los ojos?, se preguntó con irritación.

Jondrigar no se dio prisa en descender del paso. Al pie estaban los almacenes que debía inspeccionar. Le informaron de que los gusanos habían penetrado en uno que contenía pescado seco, y también raíces y granos confiscados a los Noor. Dio instrucciones en el sentido de que los alimentos de ese depósito se utilizasen para alimentar a la multitud. Le dijeron que, según informaciones de los espías de los globos, se acercaba un gran número de Noor, también de la cruzada, desde Costa Norte hacia allí.

—Y un grupo de jóvenes guerreros Noor, general. Se encuentran justo sobre Darkeldon. Podríamos tener una tropa allí en dos días.

El general sacudió la cabeza.

—Ahora no, capitán. No con todo este disparate que tenemos aquí. Quiero un batallón rodeando a esta chusma. Quiero hombres con ballestas apostados en las laderas de los Dientes y en algunos de los montículos. Habrá que escalar algunos y lanzar escalas de cuerda. Sin violencia. Tharius Don no quiere que este hato de inútiles reciba daño alguno. De todos modos, no correremos ningún riesgo.

Esbozó su sonrisa depredadora, dura como el acero, y su piel grisácea y picada se estremeció como si estuviera cubierta de insectos.

Sólo cuando todo aquello estuvo en marcha se dirigió a la tienda que sus asistentes habían levantado al pie de un montículo, protegida del viento. Estaba cayendo la noche, y las hogueras se encontraban encendidas. Florecían a su alrededor como estrellas, cerca de él la mayoría, lejanas algunas y sólo unas pocas en el horizonte, delatando a los rezagados.

Una hoguera grande señalaba la colina donde se encontraba la tienda de Pamra Don. Jondrigar la miró un buen rato con gesto despectivo y, luego, envió un mensaje al comandante de la tropa que la custodiaba. Quería que le trajeran a la mujer esa misma noche, en cuanto hubiese comido.

No había terminado aun cuando se la llevaron a la tienda, con la criatura en los brazos. Movió el mentón para señalar una silla, bien lejos del fuego. Los soldados la escoltaron hasta allí y permanecieron junto a ella, tranquilos y alerta. El general Jondrigar contempló su copa de vino, esperando a que ella dijese algo. Los prisioneros siempre decían algo, empezaban a suplicar a veces, o se presentaban a sí mismos. Pamra Don no dijo nada. La criatura lo miraba, pero ella tenía la vista fija en otro rincón de la tienda. El general giró la cabeza hacia allí. Nada. Un arco colgado de la barra de la tienda, su yelmo suplementario, la armadura adicional de piel de pescado, con las planchas de madera. Ella no miraba eso, sin duda. Asentía con la cabeza en aquella dirección. Parecía murmurar algo sin emitir sonido. Jondrigar continuó masticando y, de pronto, se sintió incómodo.

—Marchaos —les murmuró a los soldados—. Esperad fuera. —Por alguna razón no quería que fuesen testigos de… de… de lo que fuese. No la violaría. Incluso sin la orden de Tharius Don, nunca lo hubiese hecho en un lugar donde alguien podía verlo u oírlo. No era bueno para la disciplina. Cuando los hombres salieron, ella siguió sin dar muestras de verlo—. ¿Sabes quién soy? —le preguntó al fin.

Pamra volvió hacia él unos ojos opacos, casi ciegos. Lentamente se fueron aclarando hasta enfocarlo.

—Dijeron… dijeron que sois el general Jondrigar.

—¿Sabes qué soy?

—No… no lo sé.

Jondrigar se levantó y caminó hasta su silla. Una vez allí se inclinó un poco y acercó su rostro al de ella.

—Soy el brazo derecho de Lees Obol, su protección, el jefe de sus ejércitos…

El rostro de Pamra pareció iluminarse por un fuego. Se inclinó por encima de la criatura y lo sujetó por los hombros, y por sorpresa. No recordaba que ninguna mujer lo hubiese tocado jamás por su propia voluntad. La tía Firrabel, por supuesto, pero sólo ella. Y ahora ésta. Bajo esas manos, Jondrigar sintió algo cálido, y no pudo apartar sus ojos de los de ella.

—General Jondrigar —dijo Pamra—. El Protector del Hombre os necesita. Lees Obol os necesita a vos.

De todo lo que hubiese podido decir, sólo esto era capaz de atraer por completo su atención, enfocada como por un vidrio ardiente sobre un punto luminoso. El sólo vivía para satisfacer las necesidades del Protector. ¿Quién mejor que sus propios ojos y oídos para decirle cuáles eran aquellas necesidades? Sin embargo, la mirada de aquella mujer mostraba un brillo sobrenatural. Tal vez era el vehículo de algún mensajero. Tal vez el alma de Lees Obol hablaba con ella.

—¿Qué es lo que necesita? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Qué es lo que necesita el Protector?

—Al Protector lo han engañado hombres malvados —afirmó ella, satisfaciendo de inmediato todos los temores y las esperanzas del general. ¿No sospechaba él conspiraciones en contra del Protector? ¿No tenía jurado adelantarse a todas ellas?—. Le han dicho que los voladores son más importantes que los hombres, le han dicho que algunos hombres son más importantes que los demás. Han convertido su gran título en algo trivial.

—No —rechazó él con voz ronca—. No se atreverían.

—Ya lo han hecho —le aseguró ella, con el rostro radiante de sinceridad—. ¡Os aseguro que sí! ¿Qué es el Protector del Hombre si existe un solo hombre que no vale nada? ¿Habéis pensado en eso, General? Si un solo hombre no vale nada, ¿cuánto vale el Protector del Hombre?

—¿Un hombre? —preguntó él, sin comprender del todo a qué se refería.

—Hombres de Costa Norte —susurró ella—. Jondaritas. Gente de la Cancillería. Noor. Sí, incluso los Noor. Porque si se menosprecia a los Noor, se menosprecia también al Protector. Atacarlos a ellos es atacar a Lees Obol… Y los obreros también, General. ¿No fueron hombres alguna vez? Al utilizarlos y al dejar que los devoren, ¿no se menosprecia a Lees Obol al mismo tiempo?

—¿Quién hace esas cosas? —preguntó, todavía un poco vacilante. Su cerebro lento y pesado trataba de comprender lo que ella le decía. Una parte sí le había quedado clara: si un tesoro no tenía valor, entonces quien lo custodiaba tampoco lo tenía. Eso fue capaz de entenderlo de inmediato. No necesitaba explicaciones—. ¿Quién?

—Sabéis quién. De las personas de la Cancillería, ¿quién trata con los voladores, General? ¿Quién mantiene las Torres? ¿Quién causa estragos entre los Noor?

—¿Nosotros? —preguntó con incertidumbre, cada vez más horrorizado—. ¿Yo?

—Vos lo habéis dicho. —Asintió con la cabeza—. Usted lo ha dicho, General. Todos ustedes, aquí en la Cancillería. ¡Han traicionado a Lees Obol!

Entonces, él emitió un rugido, le retiró las manos con violencia y la miró con los ojos enrojecidos. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía? Y, sin embargo… Sin embargo… El rugido murió en su garganta. Ella siguió allí, resplandeciente, sin mostrar ningún temor, mirándolo con compasión.

—No es culpa vuestra —murmuró—. No lo sabíais. No hasta que yo os lo he dicho.

—Ahora lo sé —gruñó. Era una pregunta, pero le salió como una afirmación—. Ahora lo sé.

—Sí.

Pamra esperó unos momentos, con la niña sobre el hombro, inmóvil; luego, se dio la vuelta y se marchó sin decir palabra, abandonó la tienda, a cuya puerta aguardaban los soldados. Uno de los hombres se asomó y preguntó con indecisión:

—¿La llevamos de vuelta a su tienda, General?

Él murmuró algo afirmativo, incapaz de dar forma a las palabras, y se quedó de pie junto al fuego, mientras construía lentamente el edificio que su naturaleza exigía, la estructura que debía albergar en forma apropiada al Protector del Hombre. No podía tener puerta o ventana que admitiese error alguno. Monolítica, habría de permanecer erguida para siempre. Lees Obol debía estar mejor servido, y eso sólo sería así si se servía mejor al hombre.

¿Qué le había dicho ella? Sólo esas pocas palabras. Jondrigar se las repitió una y otra vez, buscando algunas más. Debía de haber algo más. Y, sin embargo, ¿no era eso todo?

Pasada la medianoche seguía sentado allí; se levantaba de vez en cuando a colocar otro leño en el fuego y, luego, volvía a sentarse. Muy tarde, ya por la noche, hizo sonar la campana con la que llamaba a sus asistentes. Cuando éstos entraron, los sorprendió con los mensajes que les entregó, cada uno de ellos firmado con su propio sello.

Cuando sólo quedó uno de los hombres, Jondrigar le dijo:

—Esa mujer, la profetisa, es una guerrera de Lees Obol.

El hombre, que no sabía qué decir y ni siquiera sabía si debía decir algo, se limitó a asentir en silencio y trató de mostrarse alerta.

—Necesita una armadura. Una guerrera necesita una armadura. Llama a mi armero. Que le fabrique un yelmo a medida, y una armadura de piel de pescado, como las que llevamos nosotros. Y botas. Que el yelmo tenga plumas de pájaro de fuego, como el mío, y que le hagan una lanza.

—¿Sabrá manejar una lanza, General? —se atrevió a comentar el hombre.

—No tiene importancia. Alguien la llevará a su lado. Que tenga un estandarte. Decídselo al armero, él comprenderá. Y traed uno de los bueyes

weehar a través del paso para que ella lo monte, uno de los jóvenes.

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