Desazón

Desazón

La Trinchera


Por: Norma Normand Cabrera

Aquella mujer, todavía de muy buen ver, profesional y culta, casada por segunda vez y con hijos ya adultos del primer matrimonio, aguardaba en la antesala de la consulta de Dermatología.

Mientras esperaba ser atendida recordó con cierta tristeza que se acercaba su aniversario de bodas. "¡Quince años!", pensó. Hacía más de diez que no hacían el amor. Un día el marido no consiguió la erección y ambos lo achacaron al estrés, el culpable más socorrido en la historia de la humanidad desde que nuestros antepasados cavernícolas enfrentaran por primera vez a una fiera con solo sus manos como únicas armas defensivas. Pero el estrés fue tan recurrente que acabó por rendirlo. Por más que la esposa insistió para buscar ayuda profesional, él se negó rotundamente a hacerlo: era cosa de ellos, no de terceros, ya lo resolvería "por cuenta propia".

Al principio, la mujer no se conformaba, ¿cuánto hacía que estaban juntos?: apenas cinco años. Y él era el hombre del cual vivía completamente enamorada; saberlo cerca, oír su voz, acostarse a su lado, sentir el contacto de su piel y que él la abrazara y la besara sin poder pasar a más era algo que la inquietaba y la privaba del sueño.

Sin embargo, poco a poco se impuso la fuerza de la costumbre y ella también perdió el interés en el sexo. Se convirtieron en dos buenos amigos que vivían juntos y compartían trabajo, mesa y cama, ésta solo para dormir.

Por eso el diagnóstico recibido la sorprendió tanto: padecía una infección de transmisión sexual. Las palabras del especialista hirieron sus oídos, ¡no era posible, no en su condición! Le explicó al médico que no tenía relaciones maritales desde más una década atrás.

- Con todo respeto, señora, pero si no ha tenido alguna relación extramatrimonial fue su esposo quien la infectó. El virus del herpes simple genital puede estar latente durante años. Usted estaba contagiada, pero no lo sabía. Le pondré el tratamiento y...

Pero ella había dejado de escuchar, todo pareció nublarse ante sus ojos, de repente se sintió envejecer veinte, treinta años. Alcanzó a pensar en cuán paradójico resultaba que en el breve lapso del deleite de su intimidad al marido le hubiera sobrado tiempo para transmitirle una enfermedad incurable.

No era la misma mujer quien salió del policlínico esa tarde. Caminó sin rumbo hasta llegar a un parque, donde se sentó, o más bien se dejó caer en uno de sus bancos.

Miraba sin ver a su alrededor, aturdida, agobiada por aquella realidad que acababa de revelársele. Ahora, precisamente ahora, cuando ya con sus hijos crecidos creía alejadas las mayores preocupaciones de su vida y hacía planes para el disfrute de la jubilación, que estaba tan cerca. "Es injusto, Dios mío, como si el privarme del goce sexual no hubiera sido suficiente"..

De regreso a su casa, sin saber aun cómo iba a poder encarar al marido, le pasó por la mente un viejo proverbio chino: "Nadie sabe el pasado que le espera".

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