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Capítulo 13

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Capítulo 13

El Seat amarillo callejeó por las calles aledañas a la Estación de Atocha hasta encontrar el portal de la pensión en la que se hospedaba Yisel María, la última víctima del asesino del poema, o como le llamaba la prensa, el asesino de «La Dalia de Vallecas». Algunas prostitutas, toxicómanos y gente de oscuras intenciones y poco claros antecedentes retrocedieron en los zaguanes de la calle ante la presencia de las luces azules que centelleaban en el coche conducido por Perteguer y no volvieron a las aceras hasta que se cercioraron de que aquella vez, los policías no venían en su busca. Aún así salvo un proxeneta pendenciero que se quedó con la mirada fija, chulesca y retadora, en el coche de policía camuflado, los demás habitantes de la calle Magdalena a aquellas horas de la madrugada prefirieron escabullirse del lugar como si olfatearan en el aire la caravana de coches de policía que en apenas treinta minutos iba a colapsar la calle.

Los dos policías bajaron del coche y se dirigieron al portal de la finca, resguardado por un portalón antiguo de madera con una mirilla metálica en medio y un tirador de hierro oxidado a medio arrancar. El telefonillo, vandalizado, no parecía funcionar. Al tercer aldabonazo de Perteguer en la puerta al grito de: «¡Abran, Policía!», se escuchó un «¡Va!» al otro lado, precediendo un ruido de llaves y cerrojos. La puerta se abrió dibujando un rectángulo de luz amarillenta sobre el negro asfalto y recortando en él la silueta de una anciana de unos setenta años que los recibió con una mirada desconfiada que fue de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies sin detenerse en las placas doradas de los policías. No era poco común que a esas horas se presentaran agentes del orden, de paisano o de uniforme, para arreglar asuntos de la ley, o particulares, por lo que la señora no cambió el gesto lo más mínimo y aún se quejó de los golpes con la aldaba, que tenía forma de garra de león. Perteguer la saludó con cortesía profesional y disculpó las protestas de la señora, que pese a que decía estar dormida, hacía el turno de portera nocturna oficiosa y recompensada por las prostitutas que vivían y trabajaban en el edificio.

—Buenas noches señora. Buscamos el hostal La violetera.

—Tercera planta. Está completo.

—Muchas gracias señora.

La anciana cerró la puerta en cuanto los dos policías la hubieron traspasado y se volvió a meter en un cuchitril oscuro donde se podía ver un televisor encendido al fondo de un lúgubre pasillo. El portal olía a orín y vómito. Samir pulsó dos veces el interruptor que había en la pared sin que causara ningún efecto, por lo que los dos investigadores sacaron sus teléfonos móviles para alumbrar con ellos el zaguán. En un recodo del mismo se podía ver una jeringuilla abandonada al lado de una pelota de papel de aluminio y una botella de plástico. Perteguer iluminó el hueco de la escalera, ya que como suponía, el edificio no contaba con ascensor. Peldaño tras peldaño, frente a ellos se alzaba una caracoleante escalera de madera, que crujía a cada paso como si fuera el efecto de sonido de una película de terror y a la que no le hubieran sentado nada mal unos truenos y relámpagos como complemento. Tras unos segundos de subida en silencio, los dos policías llegaron al tercer piso. El mal olor del portal se había atenuado y en ese punto incluso se podía detectar un reciente aroma a lejía mezclado con sudor, tabaco y ambientador: en conjunto, la esencia de todo prostíbulo. En esta ocasión, el timbre de la casa sí funcionaba. Un tipo gordo y con bigote, y acento sudamericano abrió la puerta tras echar una ojeada por la mirilla.

—Buenas noches oficiales. Díganme ¿en qué puedo ayudarles?

—¿Vive aquí Yisel María Solana?

El tipo gordo y bigotudo se rascó la cara y fingió con poca maña que hacía memoria sin dejar de mirar la placa de policía que colgaba del cuello de Samir.

—Pos mire que no me suena. Aquí viene mucho turista.

Perteguer sonrió sin ganas y cerró la puerta del hostal La Violetera tras de sí. Después se dirigió al recepcionista como si le conociera de toda la vida.

—Oye… la han matado.

El gordo cambió su gesto de inmediato, palideció y comenzó a tartamudear. Con lo mal que había mentido al principio de la conversación era evidente que sus dotes de interpretación no le alcanzaban para aquella última representación.

—No mamen… ¡Ay! Disculpen oficiales… ¿Cómo que ha muerto Yisel?… —Buscó una confirmación tácita en las caras de los policías—… llevaba una noche sin regresar… ¿cómo es que pasó?

—Simplemente la han matado. Lo sentimos mucho. —Perteguer palmeó el hombro de aquel gigantón—. Necesitamos hacerle algunas preguntas y a ser posible ver su habitación.

—Sí, sí por supuesto. Ella era… —El hombre estaba visiblemente afectado. De detrás del mostrador sacó una pequeña petaca, la abrió y la ofreció a los policías—… ¿quieren? Es ron…

—No muchas gracias. ¿Cuándo fue la última vez que la vieron?

—Yo anoche no trabajé acá. —Esta vez el hombre sí se esforzaba en hacer memoria—. Sé que no vino a dormir porque me lo dijo Wendy, su compañera de cuarto. Ella está durmiendo ahora mismo, si quieren vamos a hablar con ella oficiales.

—Sí, por favor, don… ¿su nombre?

—Pedro. Pedro Vargas Montalbán.

—Sí, señor Vargas, si tiene la amabilidad de guiarnos nos sería de gran utilidad.

Pedro Vargas tocó en la puerta y a los pocos segundos apareció tras ella una atractiva joven de piel canela y cabellos negros, con rostro soñoliento y vistiendo un ligero camisón casi transparente que dejaba poco a la imaginación. Por su acento debía ser venezolana. Era la compañera de habitación de Yisel.

—Hola Wendy perdona que te moleste, pero estos señores quieren hablar contigo…

La joven se sobresaltó visiblemente al ver las placas de policías y buscó de inmediato un jersey que echarse sobre el camisón.

—Sí buenas noches oficiales, permítanme que me vista antes de hablar con ustedes…

—Wendy… —Perteguer prefirió no andarse con rodeos y soltar la fatal noticia—… Yisel ha… ha tenido un accidente… y ha muerto. Lo sentimos mucho.

—¿Cómo? —Wendy dejó caer al suelo el jersey y su cara se desencajó—. ¿Cómo dicen? ¿Muerta?

—Si, Wendy… han encontrado su cadáver esta noche. Probablemente necesiten que tú reconozcas el cadáver si no tiene más familia en España…

Wendy se sentó en la cama y negó con la cabeza sin dejar de mirar alternativamente a los dos policías y a Pedro Vargas.

—Pero… ¿Qué me dicen? ¿Cómo ocurrió? —Finalmente la joven se derrumbó y comenzó a sollozar—. La pobre Yiselita… ¡No! ¡Pobre niña! ¿Qué le ocurrió? ¿Díganme por favor qué le ocurrió?

Wendy sollozó durante unos minutos. En el pasillo se escucharon algunas puertas abrirse y cerrarse otra vez cuando Pedro Vargas comunicaba por señas y con poco disimulo a los demás habitantes de la casa que la policía estaba en la pensión. Cuando al fin la joven compañera de habitación de Yisel se tranquilizó un poco, permitió que Samir investigara superficialmente las posesiones de la víctima mientras hacía memoria para responder a las preguntas que Perteguer, libreta en mano, la iba formulando.

—¿La última vez que la vi a Yisel, oficial? Ay no sé… estoy como confundida… pero quizás ante anoche… estuvimos cenando en el restaurante chino de Santa María de la Cabeza y un… un amigo le telefoneó al celular…

—¿Un amigo? ¿O un cliente?

Wendy agachó la cabeza avergonzada y guardó silencio unos segundos. Era demasiado joven. No más de diecinueve años. Llevaba poco en el mundillo y se notaba a la legua. No le gustaba hablar de su oficio que era el mismo que el de Yisel. Otras con más carretera a sus espaldas no lo escondían a los policías, porque incluso como algunas afirmaban, el trabajo de puta y el de policía eran los trabajos más parecidos del mundo. Pero Wendy todavía se avergonzaba del camino al que la vida le había empujado sin mucha más alternativa para poder subsistir. Y ahora que aquel policía insinuaba que la muerte de su compañera podría haber sido consecuencia de su oficio le aterraba hasta el punto de hacerla temblar en aquella habitación. Finalmente asintió con la cabeza entre sollozos.

—Un cliente, oficial…

—Necesitamos que nos des el número de teléfono de Yisel. ¿Sabes si se anunciaba en algún sitio?

—En una web de contactos… en esta…

Wendy señaló con mano temblorosa la pantalla de su teléfono móvil. En ella se podía ver un anuncio en una web de compraventa de objetos de segunda mano que, ironías macabras de la vida, tenía una sección dedicada a los contactos, los masajes, y todos los nombres que el hombre sucio pone a la prostitución para limpiar su boca al decirlos. El «relax». Las «señoritas de compañía». Las «scorts». Todo por que los «clientes» no tuvieran que teclear «puta» en el buscador y no sentirse miserables y traficantes de carne humana.

Perteguer anotó el número y la referencia del anuncio y echó una mirada a Samir. Este se había encogido de hombros como queriendo decir al inspector que en aquella habitación había poco más que sacar antes de que las huestes de Callahan se presentaran allí a removerlo todo como un elefante en una cacharrería. Por ello los dos detectives de la comisaría de Cervantes se despidieron de Vargas y Wendy, dejando Perteguer a esta última una tarjeta con su número del despacho y su móvil personal, por si tenía alguna pista más o necesitaba ayuda de algún tipo en aquel momento. El sentimiento del inspector era casi paternal con aquella joven desconsolada y aterrada. Presentía que las horas siguientes de la chica, con los interrogatorios y demás trámites no iban a ser nada agradables para ella. Pero al menos tenían nueva información con respecto al asesino de Yisel, Marilyn, Simona y Ángeles. Las cuatro víctimas por el momento, del asesino de Rosalía. Del asesino de la Dalia. Desandaron su camino por las crepitantes escaleras de madera hasta el portal oscuro y lóbrego y salieron a la calle con ganas los dos de respirar aire, si no puro por ser imposible en la gran ciudad, fresco. Finalmente subieron al Seat León y dejaron atrás la calle de la Magdalena.

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