Darling

Darling


Capítulo 15

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15

Hay seis kilómetros al norte por la carretera de la costa desde la casa de Turtle hasta Mendocino, donde ella va a diario en busca de Jacob. Camina siguiendo la carretera, por el terraplén, comiendo diente de león y lengua de vaca. Arranca cardos y, cogiéndolos con los faldones de la camisa de franela, les quita las espinas y mordisquea los tallos de manera reflexiva, retirándoles la tierra de las retorcidas raíces con el pulgar. Los coches se le acercan para preguntarle si está bien, para preguntarle si quiere que la lleven a algún sitio, y ella se queda quieta, pasando una bota por el asfalto y chasqueando los dedos, y responde que ha quedado con sus amigos y que le gusta andar. Un tipo, que se inclina hacia delante para hablar con ella por la ventanilla del copiloto, inquiere:

—¿Te estás… comiendo un cardo? —Turtle lo mira fijamente, y él añade—: ¿Tiene eso sustancia? —Ella sacude la cabeza para decir que no, en realidad no. Él la mira atentamente. Turtle se separa de la puerta de la camioneta y sube al bosque por el terraplén. El tipo le grita algo, pero ella no lo oye.

Al cruzar el puente del Big River para entrar en Mendocino se detiene y recorre la playa con la mirada, buscándolos. Remolinos de agua clara han excavado hoyos arenosos en la pedregosa ribera meridional del río, y, en el fondo de esos pozos, el agua descansa, densa como gelatina y de un azul zafiro, bajo las capas movedizas de la superficie. Hay algunas personas caminando por la playa, pero los chicos no están allí. Sigue la carretera hasta el pueblo y se queda parada en la alta acera de hormigón, delante de la librería Gallery, observando la calle. La calle principal da a los cabos, donde las zarzas se extienden contra la cerca, y al otro lado el heno blanco florece con el púrpura más suave y delicado que se puede imaginar, las flores blancas de angélica suspendidas en el campo. Turtle se pone de puntillas, sube y baja, mirando la calle.

Por la tarde regresa a casa y pone a hervir ortiga mayor en la cazuela de cobre, las hojas apiñándose, y se sienta a lo indio en el porche comiendo quelpo, que ha traído de la playa en cajas, limpiado con la manguera y dejado secar en tendederos de acero inoxidable. Con unos palillos chinos separa una hoja de ortiga de las demás, la enrolla lentamente en el agua, manejando los palillos, y la saca de la cazuela, goteando. Sentada con las piernas cruzadas en la encimera, sopla la humeante hoja, espera y se la mete en la boca.

En el silencio de la casa, las maderas crujiendo, el viento lamentándose en las tablillas, las rosas arañando la ventana, su cerebro está completamente vacío, y cuando no lo está y no es capaz de vaciarlo, se repite breves frases para sus adentros, una y otra vez, para ahogar los pensamientos. «Sonríe y aguanta», piensa, una y otra vez, hasta que las palabras dejan de tener sentido. Abre su Noveske y saca el grupo de funcionamiento, con las manos manchadas de grasa como un mecánico. El percutor está sucio, tiene restos de pólvora, y se lo mete en la boca, succionando el acero hasta limpiarlo, moja un trapo en el disolvente del color del whisky y extrae el perno, negro debido a la pólvora, pensando: «sonríe y aguanta, sonríe y aguanta, sonríeyaguanta, sonriaguanta, sonriguanta». La bomba del pozo se apaga. Luego, una noche, las luces titilan. Mira hacia arriba. Se apagan. Se escucha un chillido crepitante como de soldadura eléctrica. Turtle echa mano de la escopeta y, tras encender la luz del arma, va por el oscuro pasillo a la despensa. Abre el cuadro eléctrico y lo barre con la luz. La mayoría de los fusibles han sido sustituidos por centavos ennegrecidos, corroídos. Son antiguos y tienen una gruesa costra blanca. Uno humea, el cobre fundido chorreando en gotas alargadas. Baja el interruptor principal, cortando toda la corriente. Acto seguido coge el extintor, va hasta la oscura sala de estar y se queda esperando, preguntándose qué hará si el aislamiento se incendia. Pasa largas horas en el cobertizo donde está la bomba, con sus dos cisternas verdes, sacando agua a mano dándole a la palanca de aluminio, subiéndola del pozo, que se hunde en la quebrada, hasta los depósitos que abastecen las tuberías por gravedad de la casa. Se sienta sola, descalza en el suelo de hormigón, accionando repetidamente la palanca. Se sienta en las rocas de la playa Buckhorn, abriendo erizos de mar y sacándoles las vísceras, descalza, contemplando el océano, enjuagando las gónadas anaranjadas en un colador. Lanza puñados de caracoles marinos como si fuesen dados, sosteniendo uno en equilibrio entre el pulgar y el índice, esperando a que se relaje, y cuando lo hace, introduce el percutor por el pie negro, similar a una oblea, atravesando el musculoso cuerpo, y lo saca de la concha, el animal retrayéndose. Lleva los demás a la casa, improvisando una bolsa con los faldones de la camisa, se detiene y desenfunda el cuchillo para desenterrar un bulbo de hinojo grande y blanco. Al hervir, las conchas repiquetean contra el fondo de la cacerola. A veces, cuando se despierta en la hora más fría de la noche y sale del saco de dormir para sentarse ante la ventana, la asalta un miedo cerval, y se dice: «la soledad es buena para ti, amiga, esto ni siquiera es soledad, es otra cosa». Se sienta a lo indio en la ventana y la fría brisa del océano le carcome las partes muertas.

Tras pasarse una semana buscándolos, va hasta la playa Portuguese, en el extremo occidental de la calle principal, en Mendocino, y los ve. Jacob camina por el agua mientras Brett observa desde la arena, echándose en la boca chorros de nata montada del bote. Turtle baja a la playa por la escalera, dejando atrás letreros del Servicio de Parques que alertan del fuerte oleaje. Los prominentes acantilados de arenisca están repletos de coles silvestres y engalanados con guirnaldas de capuchinas que se entremezclan con agua de manantial. Turtle sube por la playa siguiendo una sinuosa línea de medusas muertas y se sienta junto a Brett.

—Hola —saluda.

—¡Hostia puta! —exclama Brett, encantado.

Jacob se vuelve a mirar y exclama asimismo:

—¡Hostia puta!

—¡Es Castor!

—¡Es Turtle! —corrige Jacob.

—¡Turtle! —Brett se le echa encima, y Turtle se ríe cuando la placa, diciendo—: ¡Eh! ¡Eh! —La tira a la arena—. ¡Eh! —repite.

—¿Dónde te has metido? —pregunta Jacob.

—¿Te llamaron los Vengadores?

—¡Estás guapísima!

—Pero flaca.

—¿Cómo va el verano?

—Te hemos echado de menos.

—De verdad, tía, en serio.

—En casa —responde ella—, he estado en casa.

Los dos llevan bañador de surfista y van descalzos, con el torso desnudo. Brett tiene la nariz, las mejillas y las orejas quemadas; en las espinillas, los dos, pegotes de arena, el pelo revuelto. Turtle ve que han dejado en un tronco un poco más arriba los zapatos, los libros, las camisetas.

—Venga ya —comenta Jacob mientras sale pesadamente del agua—. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

Turtle no lo sabe.

—¡Tío! Desde, no sé, mediados o finales de abril hasta el día que sea hoy —calcula Brett.

—Siete de julio.

—¿Podríamos no hablar de eso? —pregunta ella.

—Claro. Como cuando vimos a la madre de Brett sentada en un pedestal, desnuda.

—Y nunca hablamos de eso.

—Que tal vez haya sido lo mejor.

—Porque ¿qué hay que decir?

Jacob se enciende un porro, le da una calada y se lo pasa a Brett. Se sientan contra un tronco de secuoya rebozado de arena, astillado, de cara al océano, que resplandece, y el agua deslumbra de tal forma que los tres entornan los ojos. El cielo está despejado, y es como si pudieran ver todo el Pacífico.

—Y, bueno, ¿cómo estás? —Brett aguanta el humo en los pulmones, asintiendo, y se lo pasa. Ella lo mira.

—Bien. Estoy bien —asegura.

—¿Quieres hablar del tema? —pregunta Jacob.

—¡Tío! Te lo acaba de decir.

—Pero bien… ¿bien?, ¿te puedo preguntar eso?

—Claro —replica ella.

Jacob coge el porro y la mira amusgando los ojos.

—¿Estás comiendo y tal?

—Oye —se queja ella.

—Oye —conviene Brett.

—Yo solo pregunto.

—Escápate con nosotros, Turtle —propone Brett.

—¿Qué?

—Turtle. Esto del instituto es algo… un poco… solo un poquito coñazo.

—No… —suelta Jacob escandalizado.

—Sí —corrobora Brett—. Un auténtico coñazo.

Turtle no dice nada.

—El instituto es una pasada —opina Jacob.

—Mmm… —observa Brett—. Mmm… ¿En serio?

—Brett quiere que nos escapemos y nos hagamos piratas.

—¡Tío! No lo sabes decir bien.

—¿Cómo que no?

—Suena tonto cuando lo dices así.

—Vale, entonces ¿cómo se debería decir?

—¡Así no! Suena infantil. Turtle pensará que soy un crío.

—A ver, ¿cómo lo dices tú?

—Quiero que nos escapemos y nos hagamos piratas.

—Tienes razón. Así suena mucho menos infantil.

—¿Tú qué opinas, Turtle?

—Que no —contesta ella.

—Qué fuerte, chicos. Qué fuerte.

—Me gusta esto —afirma Turtle.

—Jacob, cuéntaselo.

—Cuéntaselo tú.

—¿Contarme qué? —se interesa Turtle.

—Cuéntaselo, por favor, Jacob…

—¿Qué? —insiste ella.

—En el océano Pacífico —empieza Jacob— hay una isla flotante de basura inmensa, del tamaño de Texas. Un vórtice de botellas de plástico, neveras de poliestireno, virutas de embalaje, bolsas de plástico amontonadas en el casco de barcos medio hundidos. Brett quiere que vayamos allí y nos hagamos piratas.

—No lo sabes decir bien.

—Brett quiere que vayamos allí y nos hagamos piratas.

—Dime que no suena flipante.

—No suena flipante —objeta Turtle. No sabe por qué alguien querría irse de Mendocino. Tampoco ha entendido nunca a los turistas. No le ve el sentido.

—Aunque… —empieza Jacob.

—Verás… —dice Brett.

Construir una nación —apunta Jacob— tiene cierto atractivo, ¿no?

—No —niega Turtle—, no lo tiene.

—Fundar una república gloriosa —se crece Jacob.

—Mmm. —Turtle alberga sus dudas—. Probablemente sea difícil.

—Reclamar los restos de una civilización desaparecida y levantar una utopía a partir de las cenizas.

—Mis padres eran utópicos —asegura Brett—. Ahora están divorciados y mi madre está cansada todo el tiempo. Dice que está agotada, tal cual: «Brett, cariño, estoy agotada». Le duelen las manos. Es masajista terapéutica. Pero tiene artritis. Lo que yo te diga, esa no es la manera. Piratas. Esa es la manera.

—Podríamos criar gusanos de la harina —sugiere Jacob, y comienza a entusiasmarse con la idea— en nuestros desiertos de poliestireno. Esos gusanos pueden subsistir comiendo únicamente plástico. Me veo, nos veo: criando nuestros gusanos de la harina de día y de noche leyéndonos Platón en voz alta bajo las constelaciones de un cielo extranjero, acompañados del vasto masticar de un continente entero de botellas de plástico agitándose en el agua y de los susurros etéreos de las bolsas de supermercado al deslizarse por las dunas de plástico amontonado.

—Creo que estáis viendo la isla de basura más interesante de lo que es —objeta Turtle.

—Si de verdad tuvieras ciento sesenta kilómetros de gusanos de la harina, apuesto a que los oirías de noche. Masticando. Y masticando —se ríe Brett.

—Podríamos criar peces en redes enormes hechas de bolsas de plástico tricotadas.

—Nos estoy viendo: una tribu salvaje y bárbara de ecopiratas espadachines, tan toscamente guapos como visionarios, cruzando los eriales de gusanos de la harina a lomos de nuestras iguanas de guerra gigantes.

—¿Iguanas de guerra?

—Iguanas de guerra, obvio.

—Si lo piensas, probablemente ya haya iguanas allí, residiendo en esas Galápagos yermas y posmodernas, cada generación con más colores de bolsas de supermercado que la anterior.

—Tío.

—Y si utilizáramos la rizofiltración, podríamos capturar residuos nucleares del océano y aislarlos en tetraedros gigantes de vidrio laminado que calentarían lentamente el agua alrededor de nuestra isla para que pudiésemos criar más peces.

—Imaginaos las fecundas lagunas calentadas con uranio, abundantes en langostas y quelpos de criadero, patrulladas por bancos de salmón e iluminadas desde el fondo por misteriosas pirámides que emiten una luz verde, suspendidas de enormes cadenas de ancla chirriantes, mientras en las costas de plástico de arriba toman el sol nuestros nobles aunque tempestuosos corceles reptiles.

El viento le saca a Trutle mechones de pelo rebelde de la coleta que le azotan la cara. Se le pegan a los agrietados labios. Ella se los aparta, se los mete detrás de la oreja. Si de verdad hay una isla de basura del tamaño de Texas, será un lugar de mierda y no habrá manera de salvarlo. Pero no hace falta que les diga eso a los chicos.

Suben por la calle principal analizando si se podría montar en una iguana si fuese lo bastante grande, si sería apropiado llevar un tridente y si los tetraedros gigantes de vidrio laminado llenos de residuos nucleares podrían alterar las corrientes de todo el océano y ocasionar una extinción masiva. Entran en Lipinski’s Juice Joint, y cuando ve los precios escritos con tiza en la pizarra, Turtle empieza a chasquear los dedos. Jacob se saca la cartera y, mientras desdobla los billetes, dice:

—Pago yo, Turtle.

—La película que harán sobre nosotros se podría titular Un puñado de gusanos de la harina —apunta Brett.

—Oye, Dean, estamos fundando nuestra propia república, ¿te interesa? —pregunta Jacob.

Y el camarero, con barba y dilataciones, contesta:

—¿Habrá turistas?

—No —asegura Brett.

—¿Habrá hierba? —quiere saber el barista.

—Al ser piratas, es evidente que nuestro principal estupefaciente será el ron, pero sí —responde Brett.

—Criaremos bostezadores psicotrópicos en lagunas poco profundas calentadas por residuos nucleares, y podrás lamerlos para colocarte —asevera Jacob.

—¿Cómo? —exclama Dean.

Como Turtle no pide nada, Jacob decide por ella:

—Tomará un falafel. Por lo menos eso creo. El capitalismo la dejó muda.

—Son los puñeteros turistas —aduce Dean—. La cosa siempre ha estado mal, claro, pero volvemos a salir en el New York Times. He leído que, en Mendocino, con cien dólares solo puedes comprar cosas por valor de unos ochenta y dos dólares.

—Eso no tiene sentido. Ninguno —rebate Brett—. Por definición, con cien dólares se pueden comprar cosas por valor de cien dólares.

—Son los puñeteros turistas —insiste Dean.

—Vale, Dean, no te gustan los turistas, lo pillo, pero no les puedes echar la culpa de cosas que son, por definición, imposibles —razona Brett.

Se sientan a una mesa de madera en la terraza, a la sombra de una torre de agua. La cerca está cuajada de campánulas. Dean saca tres frappes de café, con las dos manos, los vasos sudando trocitos de hielo, el café batido tan espeso como el helado. Se comen los panes de pita con pepino y falafel, poniéndolo todo perdido y debatiendo si de verdad se podría criar salmón en tanques gigantes de botellas de plástico soldadas, y si se los podría alimentar a base de gusanos de la harina criados exclusivamente con plástico. Lo difícil, no para de decir Jacob, es que lo de los gusanos de la harina es buena idea, pero cuando crecen se convierten en escarabajos venenosos. Turtle no ha tomado café nunca, y le tiemblan las manos. La pita se le deshace y tiene que chuparse los dedos constantemente, mirar a los chicos para seguir la conversación.

Jacob mira a Turtle.

—¿Quieres venir a dormir a mi casa?

—Sí —acepta ella.

—¿Hace falta que llames a tu padre?

—La verdad es que no —contesta.

—¿No? —se extraña Jacob.

—No —confirma Turtle.

A las cinco quedan con la hermana de Jacob, Imogen, que trabaja en un café en el pueblo, y los lleva a casa de Jacob. Siguen teniendo los pies y las espinillas cubiertos de finas capas de arena. Los dos chicos se suben atrás, y Turtle va delante con Imogen, que la mira con curiosidad. Jacob se inclina hacia delante entre los asientos para presentarlas.

—Turtle, Imogen. Imogen, esta es la que fue y será reina de la América postapocalíptica, budista zen, pistolera y aserradora.

—Encantada —responde Imogen mientras sale del aparcamiento.

—Su reino será duro, pero justo.

—En nuestro papel de consejeros, abogaremos por la justicia.

—Pero nadie puede templar por completo la dureza estoica que constituye su naturaleza esencial.

—¿Y cómo conociste al idiota de mi hermano?

Turtle no dice nada.

—Venga, va, ¿cómo os conocisteis?

Turtle mira a Jacob. Los chicos están leyendo; Brett, apoyado en la puerta del lado del copiloto, Tropas del espacio; Jacob, sentado recto, La Ilíada.

Pasan un rato en silencio.

—Entonces, Jacob…, ¿esta es la chica que salvó vuestra patética vida cuando os perdisteis en el bosque?

—No nos perdimos.

—Pues yo diría que estabais perdidos. Superperdidos, vamos.

—No es verdad. Sabíamos dónde estábamos. Lo que no sabíamos era dónde estaba la carretera.

—Vamos, que… perdidos.

—No estábamos perdidos.

—Y, eh… Turtle, ¿te gusta el colegio? —pregunta Imogen.

—Está bien.

—¿Dónde vives?

—En Little River.

—Anda, así que al sur de aquí. ¿En el interior o junto al mar?

—Junto al mar.

—¿Te gusta?

Turtle no contesta.

Cruzan el río Noyo y atraviesan la ciudad de Fort Bragg, unos quince kilómetros al norte de Mendocino. Pasan el Parque Estatal MacKerricher, cruzan el río Ten Mile y dejan la carretera. Están a una larga jornada de marcha del monte Buckhorn. La casa de Jacob es una moderna construcción de secuoya que se alza al final de un largo y sinuoso camino negro. Da a la ribera norte del río y está rodeada de pradera costera.

—¿Vives en una mansión? —pregunta Turtle.

—No es una mansión —corrige Imogen.

—¡Eh! —advierte Brett—. Eh, Turtle. Yo vivo en una casa móvil de ancho doble. Así que revisa tus privilegios, señorito.

—¿Mis qué?

—Hay, qué, cinco dormitorios, tíos.

—¿Qué me has llamado?

—Cierra el pico, Jacob. Es una mansión.

—¿Me acabas de llamar «señorito»?

—Te investigamos, señorita —aclara Brett—. Hace varios años, una propiedad contigua a la tuya de unos mil quinientos metros cuadrados se vendió por 1,8 millones de dólares. Tú tienes casi 250.000 metros cuadrados con vistas al mar en uno de los mercados inmobiliarios más caros de Estados Unidos.

—Técnicamente no es uno de los más caros… —aduce Jacob.

—Pero es el mejor —exclama Brett—. ¡El mejor!

—Pero… —empieza Turtle.

—¡Cállate!

—Sí —dice Jacob—. Sí. Y no es una mansión.

—Cállate, Jacob.

Entran en un garaje para cuatro automóviles grande, limpio, vacío.

—Vale —dice Imogen al salir—. Divertíos con… lo que quiera que sea esto.

Jacob le enseña la casa a Turtle. Para él no es nada; todo le resulta familiar. Para Turtle es increíble. En cada habitación, ventanales de suelo a techo dan a acantilados barridos por el viento y al estuario del Ten Mile. En la cocina hay encimeras de granito negro y una isla también de granito negro, estantes suspendidos del techo acogen utensilios de cocina de acero inoxidable, tablas de cortar de madera de arce. Todo está muy limpio. Turtle lo quiere todo.

—¿Dónde están tus herramientas y esas cosas?

No ha visto ninguna en el garaje.

—¿Herramientas?

—Sí…, las herramientas —insiste ella.

—Ah, hay un montón de herramientas en el taller de mi madre. Sopletes de acetileno y cosas por el estilo.

—Y, entonces, ¿qué hacéis cuando se rompe algo? —quiere saber ella.

Jacob la mira sonriendo, como si esperara a oír el resto de la frase. Después dice:

—¿Te refieres a…, me estás preguntando a qué fontanero llamamos? Podría preguntarle a mi padre.

Turtle se lo queda mirando.

Van por un pasillo en el que se ve una vitrina de suelo a techo con cestas de los indios pomo.

Turtle se queda mirando las apretadas cestitas con los distintos dibujos hasta que Brett y Jacob llegan al final del pasillo y se vuelven para esperarla. En la sala de estar, una enorme escalera de caracol con peldaños de roble anclados directamente a un tronco de pino barnizado lleva a las habitaciones de Jacob e Imogen. Una librería ocupa una pared entera de su cuarto, con una escalerilla para alcanzar los estantes superiores. Apilados contra las paredes y amontonados en las mesitas hay más libros, algunos abiertos, con la esquina de algunas hojas doblada y repletos de anotaciones. La alfombra, beige, tiene partes claras y oscuras en el pelo, lo que delata que le han pasado la aspiradora esa mañana.

Turtle se sienta en la cama y mira a su alrededor.

—Lo sé, ¿verdad? —dice Brett.

—Sí —responde Turtle.

—¿Qué? —pregunta Jacob.

—Sí —repite Turtle, de manera elocuente.

—Su padre patentó un proceso para detectar errores en microchips de silicio.

—¿Qué son microchips de silicio?

—Ya sabes…, en el móvil. —Jacob sostiene en alto el suyo.

—Ah.

—Su madre hace tías desnudas.

—¿Qué?

—Esculpe desnudos —aclara Jacob—. Recuerdan a Rodin en su pronunciada corporeidad y en lo exagerado de su idiosincrasia humana. En algunos ha sustituido el sistema vascular por clemátides.

—Están fuera todo el tiempo. Brandon en Utah, donde hacen las obleas de silicio (no sé por qué, porque a nadie le importa una mierda Utah, supongo), e Isobel en distintos lugares del mundo, donde hay rollo artístico.

—No están fuera todo el tiempo.

—Creen que Imogen lo cuida.

—Y sí que me cuida.

—No es cierto. Le deja coger el coche para ir al colegio, y eso que no tiene carné. Se tiene que hacer la comida. Gachas de avena aguadas. Básicamente es Oliver Twist.

—A veces me lleva mi hermana.

—Van al mismo instituto y ni siquiera lo lleva.

—Porque los martes y jueves tiene clase más tarde que yo.

—Es maltrato infantil.

—Mentiras. Son todo mentiras.

—Imogen lo obliga a sentarse en los cruces con un letrero de cartón que pone: «Niño abandonado. Cualquier ayuda es buena». Luego, por la noche, le quita todo el dinero y se compra brillo de labios y música.

Jacob pone los ojos en blanco.

Más tarde, cenan con los padres de Jacob en una mesa de caoba con las patas con forma de garra. Las ventanas dan a la playa, donde un círculo de gaviotas se eleva y desciende y los quelpos se enredan en el agua. Brett está sentado con una pierna doblada y metida debajo de la otra, medio fuera del asiento, como si estuviese listo para levantarse y salir en busca de algo. Turtle no deja de mirar a Brandon e Isobel Learner y después su comida. Brandon, delgado y silencioso, lleva una camisa blanca y pantalones de vestir. Al comienzo de la cena, se remanga con cuidado. Turtle se recoge el pelo, se saca el percutor de la boca y atraviesa con él la coleta. Isobel Learner, que mira con ojo crítico su copa de vino tinto, lleva puesta una túnica con un cinturón sobre los vaqueros y la camiseta. Tiene el pelo negro con mechas grises y luce unos pequeños pendientes de plata con piedras azules.

—Y dime, Turtle, ¿qué tal tu verano? —pregunta Isobel.

Están comiendo atún sobre un lecho de arroz salvaje y bimi a la plancha.

—Bien —contesta ella.

Isobel, que ha terminado de trabajar y pensar por ese día, bebe vino, se retrepa en su silla y siente una curiosidad amable. Tiene las manos manchadas de negro, como si fueran restos de pólvora, pero es otra cosa.

—¿A qué se dedica tu padre?

—¿Cómo? —Turtle se echa hacia delante para oír.

—Tu padre… ¿trabaja en algo?

—¿Perdón?

—Mamá —tercia Jacob—, estás farfullando y la copa te tapa la boca.

—Ah. —Deja la copa en la mesa—. ¿A qué se dedica tu padre, Turtle?

—Pues… —empieza—. Trabaja de carpintero. Pero lee mucho.

Isobel inclina hacia delante la copa, comparando el vino tinto con el blanco de la servilleta.

—Mira esto —observa—. Turtle, cariño. Ven aquí. ¿Ves esto? ¿El menisco? El menisco es… ¿Has estudiado física? Bueno, ¿ves ese anillo tan delgado donde el vino se pega a la copa?

El vino es de un rojo oscuro intenso. A lo largo del borde, un óvalo fino como una cuchilla se dibuja en la copa, como el borde finísimo, arenoso de una charca, y donde se atenúa, el anillo es de color del té. Turtle mira con atención a Isobel para ver lo que dice.

—¿Ves que es amarronado, igual que la pulpa blanca de una manzana se vuelve marrón cuando la dejas fuera?

—Sí —afirma Turtle.

—Eso es la oxidación. Es producto de la edad del vino.

—¿Es óxido?

—Como óxido, sí.

Isobel deja el vino en la mesa, se pone en pie bruscamente y vuelve de la cocina con más copas, que lleva entre los dedos, por los pies. Las reparte y sirve vino en ellas.

—Cariño —apunta Brandon—, ¿crees que esto es buena idea?

—Sí. —Isobel le pasa una copa a Brett y después a Turtle, Jacob e Imogen. Turtle levanta la suya, la compara con el mantel blanco. Mira a Isobel, que le enseña cómo agitar la copa y oler el vino—. ¿Qué opinas? —pregunta.

—¿De qué? —inquiere Turtle, oliendo el vino.

—¿Qué fruta hueles? —Isobel sonríe a Turtle, se echa hacia delante. Tiene un diente montado, y cuando sonríe, se le ve.

—Ah —dice Jacob, mientras mueve su propia copa—. Moras grandes, que han madurado durante el verano y crecen contra una cerca blanca en Napa, el viticultor acaba de salir al porche con una taza de café tostado…

Niet! —lo interrumpe Isobel—. Sé lo que estás haciendo, caballerete. Y ella puede cuidarse sola. —Centra su impresionante mirada en Turtle, que tiene la copa delante, y después en Brett—. ¿Tú qué opinas, Turtle? Me encanta el nombre. ¿Turtle? ¡Turtle! Genial. ¿Te vino durante una búsqueda espiritual o te lo pusieron al nacer?

—Mmm —replica Turtle.

—No pasa nada. Agita la copa, cariño.

Turtle mueve la copa.

—¿Qué hueles?

—No sé.

—¿Fruta de huerto: manzanas, peras, drupas? ¿Frutos negros: moras? ¿Frutos rojos: frambuesas, fresas? ¿Cerezas? ¿Cuero? ¿El suelo del bosque? ¿Olores animales?

—No le gusta ser el centro de atención —intercede Jacob.

—No es el centro de atención. ¿Frutos azules: arándanos? ¿Agrios? ¿Fruta fresca de frutería? ¿Lleva un par de días en el mostrador? ¿O tipo mermelada, cocida en una tarta?

Isobel espera su respuesta. En ella no hay nada amenazador.

—Uvas —prueba Brett—, uvas fermentadas.

—Frutos negros —aventura Turtle—, pero frescos. Moras frescas. Picotas. Un poco de eso… Como… una flor de capuchina —añade.

—¡Pimienta! ¡Sí! Frutos negros y especias —apunta Isobel, acomodándose en la silla—, un poco de madera de cerezo, ¿la notas? Como si mordieses una astilla de cerezo verde. —Hunde la cara en el vino e inhala. Las expresiones se persiguen sutilmente por los ojos y cejas, una expresión mordaz de humorista, sabe exactamente lo divertida que está siendo, y lo disfruta.

—Muy bien —dice Brandon, que intenta coger la copa de Turtle—, ya podemos quitarle el vino.

Jacob retira el suyo antes de que Brandon logre echarle mano.

—Vamos, deja que la niña lo pruebe, Brandon —pide Isobel.

Brandon deja caer las manos, mira a Isobel. Turtle siempre ha sabido que otras personas han crecido de manera distinta a ella. «Pero no tenía idea —piensa—, de que fuese tan distinta». Levanta la copa, prueba el vino. Sabe más fuerte de lo que huele. Como si le llenara la boca. Isobel la mira atentamente. Turtle arruga la nariz. Percibe la mora ahí, en el centro, luego le saca una textura, como mencionó Isobel, como si hubiera mordido el borde de una estantería de madera de cerezo.

—¿En el paladar? —pregunta Isobel.

—Puaj —contesta Turtle—, puf.

—Bueno —concede Isobel, retrepándose, sonriendo—, todavía tiene tiempo.

Esa noche, Brandon la acompaña a su habitación, en la que hay una cama de caoba enorme con un edredón de lino. Le enseña el cuarto de baño, dentro del dormitorio, y se inclina sobre la bañera para explicarle cómo va la ducha y dónde están el champú y la pasta de dientes. Al fondo del pasillo se oye a los chicos, que se están dando almohadazos y riendo.

—Jacob dice que has avisado a tu padre de que estás aquí, ¿verdad? —pregunta Brandon.

—Sí —replica Turtle—. Claro.

—Bien. Bien.

Esperan en silencio.

Brandon añade:

—No eres muy habladora, ¿no?

Turtle no lo sabe.

—Eso está bien —sonríe.

Turtle sonríe también.

—Jacob nos ha contado que tu situación en casa era un poco, eh, liberal —comenta mientras salen del cuarto del baño. Turtle no sabe a qué se refiere—. Lo que nos ha dicho es, en fin, nos ha dicho que no te demos la brasa con ello, porque eres un Ismael en los vastos mares azules de tus años de adolescencia. Y yo solo quería decirte que esta habitación siempre estará aquí, ¿sabes?, por si te hiciera falta un ataúd de Queequeg para mantenerte a flote, ¿sabes?

Quizá no entienda las palabras de Brandon, pero es capaz de analizar todas y cada una de sus intenciones con tan solo recrear su expresión en su cabeza.

—No es eso —asegura ella.

—Ya, claro que no —responde Brandon. Se siente violento. Da unos golpecitos en la cama—. Es viscoelástica. Lo mejor, supuestamente. Y, bueno, siempre serás bienvenida aquí, de todos modos. Todos lo hacemos lo mejor que podemos, supongo.

Esa noche Turtle está tendida en la cama, escuchando la casa. Abajo se oye el programa de algún electrodoméstico, el descalcificador o la nevera. Mira el techo de escayola. Supone que los chicos siguen despiertos, charlando, pero no los oye. Quita el edredón de la cama y lo tiende en el suelo. No soporta estar en una cama tan cómoda. Se tumba en la alfombra, con la cabeza apoyada en el pliegue del brazo.

Por la mañana, Imogen los lleva a Mendocino y pasan el día en la playa. Van a Lipinski’s y comen en la terraza, pasándose un porro y bebiendo frappes de café. Así pasan los días, Turtle vuelve a casa andando o la lleva Imogen, queda con ellos en la playa Big River o en la playa Portuguese por la mañana. A veces Caroline los lleva de Mendocino a la casa móvil de ancho doble de Brett, en Flynn Creek Road, donde los lavabos de plástico, la ducha y los inodoros tienen costras de mugre mineral y el agua apesta a azufre y calcio. En la sala de estar hay una pajarera con tres loros juntos que observan a los humanos cuando cenan en una mesa de formica atestada de facturas y publicidad, una máquina de coser vieja y un único tarro de conservas lleno de botones.

Caroline no para de mirar a Turtle mientras comen.

—Mamá, deja de mirarla —espeta Brett.

—No la estoy mirando —contesta Caroline.

Están comiendo un guiso.

—Es solo que me alegro de que esté aquí —aduce Caroline. Luego se inclina hacia delante—: Y dime, ¿cómo está Martin?

—Bien —contesta Turtle.

—¿Tiene algún proyecto?

—Esto… —vacila Turtle—, no, la verdad es que no.

—Daba la impresión de que siempre tenía un proyecto. Antes. Construir algo. Investigar algo. ¿Qué ha estado haciendo?

Turtle se muerde el labio, mira a su alrededor.

—Leyendo, más que nada.

—Bueno, siempre le gustó mucho leer. Me alegro de que estés aquí, ¿sabes? Empezaba a pensar que no te volveríamos a ver. Tu padre no me llamó. Aquella noche, cuando te llevamos a casa, dijo que me llamaría, pero no he sabido nada de él —cuenta Caroline— y el número que yo tenía no da señal.

—¿En serio? —se sorprende Turtle. Sabe que es así.

—Pues sí —confirma Caroline—. ¿Habéis cambiado de número?

—Los cables del teléfono —explica Turtle— pasan por el huerto, a veces una rama los daña, o a veces les entra agua.

—Ah —dice Caroline—. ¿Se lo ha comentado a la compañía telefónica?

—Es esporádico —alega Turtle.

—¿Qué te está dando de comer últimamente?

—Mamá —tercia Brett.

—Mucha infusión de ortiga —responde Turtle— y dientes de león.

—La infusión de ortiga —dice Caroline— está llena de vitaminas y minerales y también es un abortivo suave, claro, pero supongo que eso no te preocupa demasiado. Pero dime, ¿sigue cultivando?

—¿Cultivando? —se extraña Turtle—. No.

—Espera —pide Jacob—, ¿un qué suave?

—¿Cultivando? —repite ella.

—¿Te cuida? —se interesa Caroline—. ¿Va todo bien?

—Espera…, ¿cultivaba? —pregunta Turtle.

—No, claro que no… Yo… no —contesta Caroline—. Lo que quería decir es que… ¿Dónde ha estado? Si vas a venir aquí, me gustaría hablar con él, por lo menos. Alguna manera habrá de ponerse en contacto con él. ¿Ya habéis hablado de qué asignaturas escogerás el año que viene?

Turtle sacude la cabeza.

Le gusta que Imogen y Jacob la lleven a casa por la noche. Siempre es el final de un día largo, y está cansada. La mayoría de las noches va a casa. Isobel no se entera. Está demasiado absorta en otras cosas. Le importa mucho la opinión de Turtle, hablar con Turtle, pero no se ha percatado, o no parece haberse percatado, de que pase nada raro en casa de Turtle, y le da lo mismo que Turtle regrese a ella o no. Brandon, sin embargo, presta atención sin decir nada. Y Caroline también. Y, además, los chicos la agotan. Le gusta esperar a que hierva la infusión y estar a solas con los pensamientos que afloran. Le caen bien, pero su compañía la extenúa. Nunca ha pasado tanto tiempo con otras personas. Ellos se alimentan del entusiasmo del otro, pero a Turtle la agotan. No está muy segura de cómo se siente, cuando sube los escalones sola, de vuelta en su casa oscura, de vuelta al consuelo, en cierto modo, y a la comodidad… pero también al remordimiento. La casa se le antoja extraña cuando vuelve a ella. Es la misma casa, y lo sabe, pero nunca se le ha antojado tan distinta. Se sienta con las piernas cruzadas en las piedras del hogar, alimentando el fuego, comiendo tiras de quelpo seco y escuchando el silencio mientras la luz de la lumbre se yergue ante ella y se escurre por el suelo de la sala de estar vacía.

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