Darling

Darling


Capítulo 18

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Turtle despierta con las pestañas perladas de agua. Parpadea para quitársela y se incorpora en su cama de arena fría. La espalda, hinchada, le palpita, siente náuseas. Tiene la camiseta pegada a las manos. Todo está envuelto en niebla. Oye cómo las olas depositan guijarros y se los vuelven a llevar acto seguido, y distingue la oscura línea que deja el agua y nada más. No hay sol, tan solo una luz gris difusa, la arena lisa y negra salvo por las galletas de mar. El rocío se condensa en la cara inclinada del peñasco, que descuella sobre ellos y gotea a un ritmo constante a su alrededor. A Turtle le moja el pelo.

Sube a la cima del islote. El rocío ha escarchado la maleza. Se tumba boca abajo en la húmeda hierba, que le moja la piel. Tiritando y temblando, acerca la boca seca a los tallos de hierba y bebe el líquido que los recubre. El agua es deliciosa. Se da la vuelta, la espalda contra la hierba fría y mojada.

—¡Jacob! —grazna—. ¡Jacob! —Su voz no llega muy lejos, así que se arrastra hasta el borde del islote y lo llama hasta que logra despertarlo. Él mira desconcertado a su alrededor antes de alzar la vista. Turtle le sonríe. La sangre de los labios le cae por la barbilla.

—Guau —exclama él, la voz quebrada—. Así es como suenan las pesadillas. —Coge las cosas y va con ella.

Tumbados, se meten la hierba en la boca, bebiendo el rocío de cada brizna. Abajo, la marea sube a la playa. Turtle encuentra un montoncito de excrementos negros y aceitosos lleno de caparazones de cangrejo rotos.

—Jacob —lo llama.

Él se acerca a ella gateando por la hierba.

—¿Qué es eso?

Libera su mano de la costra sanguinolenta y llena de arena de su camisa y remueve el montoncito con un hueso de pájaro.

—Excrementos de mapache.

—¿Hay mapaches en este islote?

Ella acerca la cara, respira hondo y cierra los ojos para percibir mejor el almizcle.

—¿Frutos azules? —dice Jacob—. ¿Notas de cuero? ¿Olores animales?

—Está húmedo —contesta ella, y la invade una alegría inmensa, placentera, esperanzada.

—¿Taninos equilibrados? —pregunta Jacob.

—Antes de ayer. La luna era cuarto creciente. Casi llena.

—La gente no lo sabe de ti, pero tienes una inteligencia extraña, poética y asociativa. Ahora me estoy imaginando este mapache haciendo caca bajo la luna en cuarto creciente mientras las olas rompen en las rocas.

—Hoy es luna llena. O casi.

—Ojalá supiera de qué estás hablando.

—Ya sé cómo vamos a volver a casa.

Gatean hasta el borde del islote que queda frente a la costa y se tumban en la hierba, contemplando la bruma. En la arenisca hay esbeltas suculentas en flor, sus escamas de un azul empolvado. El oleaje es más suave que el día anterior. El islote es la punta de un largo arrecife de rocas submarinas. Entre los bajíos discurren varios similares. Son muy negros, con surcos repletos de quelpos de un azul verdoso entre ellos.

—¿Recuerdas las mareas de ayer? —pregunta Turtle. Se vuelve en la hierba, se queda mirando las nubes, cuenta las mareas con los dedos—. Llegaste a mi casa un poco antes de las siete de la mañana. Sobre las nueve estábamos aquí. La marea estaba subiendo y alcanzó su punto más alto a las once, y no era muy alta. Nos quedamos en la cima del islote porque teníamos miedo. Luego, en algún momento de la tarde, digamos que a las tres, bajó. Bajó hasta poco más de medio metro, y nosotros fuimos a la playa. Cogimos las cosas para hacer el taladro de arco. Luego tuvimos que volver arriba, porque la marea subió a lo bestia, un metro y medio o dos, y alcanzó el punto máximo cerca de las diez de la noche. Tal vez a medianoche. Van tres mareas. Después de medianoche, la marea empezó a bajar de nuevo. Ahí fue cuando te desperté. Bajamos a la playa y trataste de hacer fuego, y cuando no funcionó, nos quedamos dormidos. Pero lo que no sabíamos era que la marea siguió bajando toda la noche. Fue la más grande de todas, una marea muy, muy baja, y alcanzaría su punto mínimo justo antes del amanecer. Probablemente estuviese treinta centímetros por debajo de cero, sería de medio metro. Eso es un metro y medio por debajo de donde la ves ahora.

Jacob está observando las rocas.

—La mayoría de esas rocas está a apenas treinta centímetros bajo el agua.

—Sí.

—Se podría… se podría llegar a la costa por esas rocas. Joder, se podría ir por los bajíos.

Los pliegues secos, mucosos de los labios de Turtle se agrietan y supuran.

—Lo que estás diciendo es que mientras estábamos dormidos apareció un puente entre nosotros y tierra firme y nos lo perdimos, ¿no? Estábamos tirados en la playa, muertos de frío, sufriendo, muriéndonos, pero podríamos habernos levantado e ir caminando a casa.

—No podríamos haberlo visto desde aquí, porque esta playa da al océano, y probablemente a aguas profundas. Tendríamos que haber estado mirando hacia la costa, en el otro lado del islote. Pero sí…, no estábamos mirando, no lo sabíamos, no pensamos y nos lo perdimos.

—Has sobrevivido a esta noche por los pelos, Turtle.

Ella asiente. Fue un simple error y casi los mata.

—Y esta marea tan, tan baja, ¿volverá a darse de nuevo esta noche?

—Sí.

Esperan juntos en la hierba húmeda hasta que se levanta la niebla. A Turtle le empieza a arder la cara, y ve que tiene la piel de los brazos glaseada de blanco y agrietada. Se tapa la cara con la camisa de franela y mira por un resquicio. El sol está alto y un poco hacia el suroeste. La luz riela en el océano y le arranca destellos. Turtle observa.

—Oye —dice Turtle—. Dijiste que encontraste una lata de refresco, ¿no?

—Sí…

—¿Me la puedes traer?

—Claro —responde Jacob.

Turtle coge la lata de Sprite y se pone a limpiar la brillante, cóncava base con el borde de la camisa. Luego se embadurna el mojado dedo índice con un poco de tierra y pule el metal hasta darle el brillo de un espejo. Sujeta la lata boca abajo entre la corva, con la base apuntando hacia el sol. Después echa mano del nido de yesca que tienen y sitúa los trocitos sobre el espejo cóncavo. Aparece una chispa de luz, que vibra en las manos temblorosas de Turtle y despide aros de luz entrecruzados, y Turtle concentra más la yesca en el espejo cóncavo, hasta que la chispa se reduce a un alfiler de luz candente. Quince minutos después, la yesca está humeando. Aparecen vivas brasas rojas entre las hebras. Turtle la levanta y sopla para avivar el fuego. A continuación deja el montoncito en llamas en la hierba y empieza a apilar las astillas que sacaron de la madera.

—Ostras —halaga Jacob.

Ella le dedica una sonrisa enorme. Jacob sube madera de la playa antes de que el agua la cubra y la convierte en leña con el cuchillo de caza. Ella le enseña a batir la hoja con un trozo de madera, básicamente para utilizar el cuchillo de cuña. Trabajando sin parar, Jacob parte troncos enteros y los hace leña, y cuando el fuego es lo bastante grande, ella le pide que llene de agua la lata de Sprite. Turtle la une a una botella de refresco con una tira larga y hueca de quelpo, al que corta el bulbo para formar una boquilla que encaje en la lata. Después pone la lata al fuego. El vapor sube por la flexible manguera y se condensa en la botella de plástico. El primer líquido que sale es salado, pero luego sabe bien. Se tumban, cuidando del fuego, absortos en el meditativo proceso de destilar el agua.

—Espera y verás —empieza Jacob—. Cuando seas una náufraga, sola y asustada, en la isla yerma, azotada por el viento que será tu clase de inglés de primer año, destrozada contra las rocas que son La letra escarlata, yo te cogeré de la mano y te diré: «No tengas miedo. La luna está en cuarto creciente. Los excrementos están húmedos y huelen a bayas de manzanita». Y te quedarás pasmada.

Turtle pone buen cuidado en sonreír lo mínimo.

—Me noto muy quemado. ¿Cómo me ves?

Turtle esboza una sonrisa.

—Mal, ¿eh?

—Mal, sí.

—Más vale que funcione este plan de fuga. Mis padres cuentan con que vuelva de casa de Brett el lunes.

—¿No se enfadarán?

—Probablemente sí. Cuando me vean la cara. Mi madre se pondrá en plan: «¡¿Es que quieres morir de cáncer de piel?!».

—Pero no te harán nada, ¿no?

Él se ríe, pero un instante después deja de hacerlo.

—¿Qué pasa? —pregunta ella.

—Nada.

—Di.

Él se limita a sacudir la cabeza. Duermen la mayor parte del día. Cuidan del fuego y beben sorbos de agua. El océano engulle la playa y se retira. En el horizonte surgen muros humeantes de nubes, y el sol se pone tras ellas, un puño lejano, de un rojo encendido.

—¿Crees que tu padre tiene razón al retirarse del contrato social? —pregunta Jacob.

—No lo sé.

—Pero ¿tú qué opinas?

—Si es así, si de verdad es así, la casa no se podrá defender.

Jacob guarda silencio al oír eso. Después de un rato largo, se tumba junto al fuego y se queda dormido. Turtle, sentada en el islote, tiene la sensación de estar al mismo nivel que el sol poniente. La luna sale por el este, situándose sobre tierra firme, de un rojo más profundo, más ahumado. Olas de agua oscura como el vino se alzan a su alrededor y pasan de largo, uniéndose conforme la plataforma costera se inclina bajo ellas, sus grandes lomos encorvados despidiendo un brillo rojo y púrpura. Rompen en los acantilados, se elevan y se desploman en torres espumeantes tan altas como la luna. Turtle monta guardia cuando cae la noche y la luna sube al cielo.

En algún punto de la noche, en la oscuridad, el susurro y el deslizar de los guijarros que acaban de quedar al descubierto indican a Turtle el inicio de la marea baja. Jacob, exhausto, sigue durmiendo. Ella está sentada con las piernas cruzadas, esperando a la luna, que describirá un arco en el cielo y empezará a ponerse por el oeste antes de que se puedan ir. El agotamiento va y viene en su cabeza como una marea más, y Turtle piensa: «quédate quieta, observa y espera». Piensa: «espera. Espera, perra, observa y que no se te pase el momento». Piensa: «por lo menos tienes esto: te tienes a ti misma, y con eso puedes hacer lo que quieras, Turtle». La luna roja ahumada avanza por la noche, y cuando ilumina el islote al sesgo por el suroeste, proyectando un largo sendero plateado en el agua, Turtle se levanta y va a la parte que mira a tierra. Espolones de piedra emergen del fondo oceánico en largos tajos diagonales, mojados y brillantes bajo la luz de la luna. El islote es como un castillo al final de su calzada; la cara que mira hacia tierra, demasiado empinada para escalarla; la cara occidental, descendiendo hasta la caleta, que da a aguas profundas. Despierta a Jacob con suavidad, tocándole la cara y pronunciando su nombre.

Van a la playa. El islote se asienta en una vasta poza de marea negra, la arena bajando hacia esa agua fría, inmóvil. Jacob tiene miedo. En el fondo se distinguen destellos tenues; en la superficie, los reflejos moteados del estrellado cielo. Se meten en el agua cogidos de la mano, tiritando de frío, y luego se sueltan, se zambullen y empiezan a nadar, torpemente, los dos heridos. Jacob se encarama, jadeando, al siguiente grupo de rocas. Turtle comienza a subir tras él, se detiene, se queda quieta. Un lomo de carne negra rompe la superficie, y ella alarga el brazo y pone la mano buena en un flanco escamoso. La criatura se vuelve, se sumerge bajo el agua, y Turtle no es capaz de adivinar su tamaño. Espera, y el flanco asoma de nuevo, y ella le pone las manos encima y siente una fuerza enorme, un cuerpo firme y musculoso bajo las escamas. Detrás de ella, Jacob está de pie en la roca, observando, y Turtle da un paso atrás en el agua. La oscuridad y la luz de la luna trazan dibujos escurridizos en la superficie.

—Turtle —advierte Jacob.

Ella mira la oscura agua. Da un segundo paso hacia abajo en la roca y algo le roza la pierna, algo da vueltas, y ella nota el recorrido del flanco: tendrá unos dos metros, tal vez más.

—¿Qué estás haciendo? —quiere saber él.

Ella lo mira como si se liberara de un hechizo y sube de nuevo. Las rocas resbalan, y cuesta subirse a ellas, así que Turtle y Jacob se mantienen en los pasillos arenosos que discurren entre los afloramientos, el agua les llega por la cadera. Los cangrejos se mueven por las rocas a ambos lados, su silueta recortándose contra un cielo de un negro azulado, girando con cautela de lado, alzando las pinzas en el aire, las patas repiqueteando contra la piedra. El agua se vuelve más profunda y rocosa. Cogidos de la mano, Turtle y Jacob se mueven titubeantes, a tientas, procurando evitar los erizos de mar.

Así y todo, tardan unos veinte minutos en llegar a una playita privada que se encuentra bajo la casa de los vecinos de Turtle. Hay una escalera de secuoya que sube hasta una amplia extensión de césped donde crecen cipreses de Monterrey y se alza una gran fuente con una sirena iluminada por luces subacuáticas. No muy lejos, la mansión de secuoya de los vecinos, con sus ventanales de pared a pared, una habitación desierta, sofás desiertos, una mesa, la luz que llega de la cocina.

Siguen un camino de grava que sale a la carretera, y un coche reduce la velocidad al pasar a su lado, los faros atravesando la briza y la avena silvestre, iluminándolos vivamente para después desaparecer. Caminan junto a la carretera, escuchando el océano en calma. Suben el camino que lleva a casa de Turtle cojeando, pegados a la herbosa mediana, y entran por la puerta, Jacob dejando huellas sanguinolentas en la madera. Duermen en la habitación de Turtle, en el suelo, sobre mantas de lana y bajo su saco de dormir, abrazados, exhaustos, despertándose cada vez que el otro se levanta para beber más agua, que engullen para aliviar la sequedad de la garganta, suspirando, quedándose quietos, escuchando los crujidos de la vieja casa.

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