Dark

Dark


Capítulo 10

Página 11 de 25

10

El escritor no sabe si la cronología de lo que intenta narrar respeta la de los hechos recordados. Sabe, sí, que la memoria borra más de lo que recuerda. Pero confía en la imaginación. La imaginación, astuta, rescata todo aquello que la memoria ha borrado y lo atrapa en la red de la ficción.

Algunas noches los padres de Víctor se inquietaban. Eran los años cincuenta del siglo xx en Buenos Aires y Víctor gozaba de una independencia mayor que la de otros chicos de clase media. Las salidas nocturnas del hijo, al principio ocasionales, se habían ido haciendo cada vez más frecuentes. Y algo en su actitud, en sus pocas palabras en la mesa del desayuno, delataba un cambio. El de la adolescencia, dictaminó muy pronto el padre: algo hormonal que se contagia a todos los aspectos de la conducta. La madre no estaba convencida. Sabía parco al hijo, pero en los últimos tiempos sus silencios le parecieron otros, los de alguien que esconde un secreto. Ambos, cada cual con sus razones, eligieron guardarse las preguntas, el padre contento con su hipótesis, la madre temiendo enterarse de algo que no le gustaría saber.

Llegó el día en que Víctor le pidió a su prima que lo «cubriera» por un fin de semana. Cada vez menos tímido, más diestro en el manejo del poder recientemente descubierto sobre el amigo mayor, Víctor había obtenido de Andrés una invitación a pasar un fin de semana en Tigre. Una pregunta sobre San Fernando, deslizada una noche en que lo acompañó a la estación Retiro, cómo es donde vivís, estás cerca del río, había hecho surgir en la conversación el nombre de Tigre y la inmediata confesión por parte de Víctor: no conocía el delta ni las islas de las que tanto había leído, sus padres solo dejaban Buenos Aires en verano para ir a las sierras de Córdoba y no eran amigos de explorar destinos cercanos. Andrés respondió como esperaba, con la promesa de guiar a su joven amigo por el laberinto de canales y riachos que forman el delta del Paraná, de explorar en su compañía lo que él aún no conociera. Víctor aceptó con entusiasmo la invitación que había provocado.

Cecilia aceptó ser su cómplice: llamó a los padres para anunciar que llevaba a Víctor de acompañante a la fiesta de cumpleaños de una amiga, reunión que iba a prolongarse todo el fin de semana en una quinta suburbana. Para obtener la autorización debió responder preguntas sobre el carácter de la fiesta y la familia de la amiga, inspiradas menos por la invitación en sí que por la desconfianza hacia una joven psicoanalizada. Ceci y Víctor rieron cuando ella le resumió ese interrogatorio a su primo. Más tarde iba a dirigirle una mirada intencionada: «Sigo sin saber en qué andás, el lunes algo me vas a tener que contar».

La mujer que les dio la bienvenida en la hostería Tyrol llamó Fredi a Andrés.

El error, si es que de un error se trataba, fue rápidamente incorporado por Víctor al halo de misterio con que veía envuelto a su amigo, un nuevo signo de interrogación. No lo comentó, pero Andrés sintió necesidad de explicarlo apenas quedaron solos.

—A Franca le recuerdo a su marido o a un amante muerto en la guerra que se llamaba Federico. No sé cuántas veces le repetí que no es mi nombre, pero no hay caso, ella sigue llamándome Fredi.

La mujer que Andrés llamó Franca hablaba con un acento que Víctor no había oído antes. Le preguntó a su amigo de dónde era. La respuesta no fue precisa.

—Creo que es croata, pero con la gente de esos lados nunca se sabe. Cambiaron fronteras, los invadieron, para escapar tuvieron que conseguir documentos falsos... Ponete contento, pibe. Somos argentinos, tenemos suerte.

Andrés no podía entender que ese resabio de aventuras, países lejanos que Víctor no sabría ubicar en el mapa, idiomas incomprensibles, historias dramáticas, era todo lo que podía atraer a su joven amigo. Era un desprendimiento de sus lecturas, de tantos programas triples en cines de barrio. Y ahora estaba en medio de esa novela.

Habían llegado en tren a Tigre y de allí fueron a la estación fluvial. Una hora y media después, la lancha amarró frente a la hostería. Franca se asomó al muelle y sonrió al reconocer a Andrés. Víctor fue presentado como hijo de unos amigos. La mujer les deseó la bienvenida mientras examinaba de pies a cabeza a Víctor con una sonrisa que no descartaba cierto celo policial. Ya era de noche y él, mecido por la brisa cálida que venía al encuentro de la lancha, había dormido gran parte del trayecto sin ver el paisaje que tanto había querido descubrir, solo absorto, en los momentos en que abría los ojos, por el negro puro de un cielo de estrellas límpidas, libre del vapor luminoso con que la electricidad ensucia el cielo nocturno de la ciudad.

En la hostería comió un sándwich y cayó dormido apenas la cabeza tocó la almohada. Dormía profundamente cuando Andrés, que se había quedado conversando con Franca, entró en el cuarto compartido.

Una claridad tímida se filtraba por las hendijas de la persiana cuando Víctor abrió los ojos. Andrés dormía en la otra cama y él se cuidó de no hacer ruido al salir en puntas de pie, descalzo y sin vestirse, para asomarse a la galería y descubrir el paisaje en la primera luz del día.

El agua fluía serena con un murmullo regular, apacible, y la espesura de la otra orilla parecía recobrar lentamente sus colores a medida que asomaba el sol. Una brisa fresca aliviaba el calor que horas más tarde iba a imponerse. Algo que de lejos no pudo ver con claridad venía flotando en la corriente. Cuando estuvo más cerca, reconoció un entrevero de raíces, cascotes, hojas, ramas, plantas muertas, otras aún vivas, alguna rata de agua debatiéndose entre ellas, una víbora serpenteando a través de esa maraña, toda una isla flotante hecha de la aglomeración de desechos y materias en varios estados de supervivencia o putrefacción.

—Es un camalote —respondió Andrés a la pregunta no formulada de Víctor. También él se había despertado con el amanecer y había salido a la galería, también él descalzo y en shorts.

Víctor no podía quitar los ojos de ese islote que palpitaba en medio de la corriente. Pasaba ante sus ojos como un intruso en la paz del paisaje matinal. Le inspiraba repulsión.

—Poco más adelante —continuó Andrés— el camalote va a ser deshecho. Lo mismo que el agua marrón del riacho que lo arrastra, también esa agua espesa la va a deshacer la corriente. La corriente no la ves, está siempre escondida, pero es más fuerte que todo, nada se le resiste. En este riacho está muriéndose el Paraná y todo el delta va a morir en el río de la Plata.

Víctor vio alejarse el camalote. Ahora que sabía de su mortalidad cercana, ya no lo veía como algo temible, monstruoso. La voz de Andrés, de pie a su lado, parecía llegarle de otro espacio, tal vez de otro tiempo. Sus palabras lo tranquilizaban y al mismo tiempo lo inquietaban.

—El camalote necesita toda esa agua sucia, la de arroyos y canales, para formarse. Y la corriente que va mordiendo las orillas. En la corriente se mezclan tierra, vegetación y algunas serpientes.

Hizo una pausa. Se quedaron mirando cómo el camalote desaparecía en la distancia, borrado por una curva del río. El paisaje, imperturbable, había recuperado su belleza plácida ante los ojos de Víctor, ninguna inquietud había dejado a su paso la visión del camalote.

—Es una forma de vida, pibe... —comentó Andrés—. Como el hormigueo de gusanos en un cadáver en descomposición.

Ir a la siguiente página

Report Page