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Ernesto Diéguez Casal

Edición para lectores de libros electrónicos y dispositivos móviles.

DARK

© Ernesto Diéguez Casal 2010

Publicada en 2010 en la web

Sitio de Ciencia-Ficción:

http ://www. ciencia-ficcion.com

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A modo de prólogo

 

La literatura de catástrofes es un clásico dentro de la ciencia-ficción. Cualquier mero aficionado podría nombrar decenas de títulos en donde una catástrofe de cualquier tipo asola la Tierra, obligando a los seres humanos a enfrentarse a situaciones para las cuales no estaban preparados y ante las cuales deberán adaptarse, normalmente cuanto antes. Ya sea por una invasión alienígena, por el impacto de asteroides y/o cometas, por virus o por guerras nucleares, o por algún fenómeno desconocido, los autores de ciencia-ficción se han afanado durante años por eliminar a gran parte de la especie humana y someter a los supervivientes a penurias varias. Sin embargo, en una gran mayoría de éstas obras, el ser humano acaba triunfando de alguna forma, saliendo del atolladero en donde normalmente se ha metido, y fundando un lugar mejor, o como poco, sobreviviendo. Esas salidas pueden ser más o menos épicas o gloriosas o felices, pero el rayo de esperanza suele estar casi invariablemente presente. Recuerdo la primera vez que leí

LA GUERRA DE LOS MUNDOS, en donde la naturaleza termina por echar una mano al ser humano eliminando a aquellos marcianos de aspecto cefalopoide, cuando ya todo estaba perdido, o

SOY LEYENDA, donde el protagonista cede su propia vida para otorgar a la Humanidad un futuro mejor.

Sin embargo, lo menos habitual es que se presente una catástrofe de la cual el ser humano no puede huir de ningún modo. Una situación en la que no tienen más remedio que cruzarse de brazos y esperar a la parca con actitudes más o menos resignadas. Son esos momentos en donde aflora una filosofía extraña, liberada de ataduras materiales y centrada en la propia naturaleza de la existencia.

DARK es una historia que muchos encuadrarían en la ciencia-ficción

hard, por la sencilla razón de la plausibilidad del argumento central del relato: que un agujero negro se cruce en el destino del Sistema Solar. Una situación de la que nadie, hoy en día, podría huir: no hay lugar seguro, no hay escapatoria posible. Y luego, la forma en que una sociedad se desmorona, las actitudes de las personas ante la muerte inminente.

DARK huye, en parte, del tópico de que siempre hay una salida, y busca también convertir una historia de ciencia-ficción en una historia realista.

Y en la realidad, a veces las cosas no tienen solución.

©

Ernesto Diéguez Casal, 29 de agosto de 2010

 

Mark respiró hondo. En su interior se libraba una batalla, pero de antemano sabía quién era el ganador. En la guerra entre sus motivaciones personales y profesionales, estas últimas siempre salían victoriosas. Miró a su alrededor, buscando ayuda. Pero su despacho no ofrecía nada de lo que necesitaba. Las paredes estaban cubiertas de paneles con notas, de posters de conferencias y artículos, y de estanterías repletas de libros. Su mesa, de plástico gris, era un mar de folios garabateados, y la pantalla plana de su computadora palpitaba frente a él, llamándolo. Finalmente, tomó el teléfono y marcó el número de su casa. Mientras llegaba el tono, miró la hora en la esquina de la pantalla de su ordenador. Eran más de las nueve.

—¿Sí? —dijo una voz al otro lado. Su mujer.

—Hola, cariño —dijo, intentando sonar conciliador.

—¿Qué quieres? —preguntó ella, cortante y marcando las distancias. Últimamente, siempre era así.

—Creo que voy a tener que trabajar hasta tarde.

—Como siempre —dijo ella.

—Cariño... —suplicó Mark.

Ella colgó sin decir nada más.

Mark suspiró. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? Ella no podía entenderlo, no entendía sus motivaciones. Solamente veía que su marido se quedaba a trabajar hasta tarde, ignorándolas, a ella y a su hija. Pero había algo dentro de sí mismo que lo llamaba, que hacía que se quedase muchas noches hasta tarde, incluso durmiendo en su despacho. El afán de conocer, la curiosidad innata de los primates, palpitaba en el interior de su mente, llamándolo como una voz hipnótica y a la que no podía oponerse. Tablas, datos, resultados, mediciones,... números y letras, ecuaciones, girando en el interior de su cabeza, cruzándose y construyendo hipótesis. ¿Por qué no podía entenderlo ella? «

Por qué tiene una maldita mente práctica e insulsa», se dijo, amargado. Trabajaba en una maldita oficina, diseñando marketing para empresas... ¿Publicidad? ¿A quién le importaba eso? A nadie, se dijo. Pero sabía que se mentía. Eran sus trabajos los que no interesaban a nadie. Y el marketing, y la publicidad, movían el mundo. ¿Física, astronomía? Bobadas.

Se levantó y salió del despacho. El pasillo estaba vacío, como a él le gustaba. Silencioso, siniestro, apacible. Sacó un café de la máquina, maravillándose del torrente turbulento de café hirviendo que salía del diminuto grifo. Lo tomó, y volvió a su despacho, el único lugar en la Tierra en el que se sentía seguro. Y en paz, muchas veces.

Se sentó, y seleccionó unas cuantas tablas de datos que llevaba varias horas repasando. Formarían parte de su nuevo trabajo.

Mientras leía y releía los datos, un paquete de información golpeó en la puerta de su pantalla. Venía de uno de los satélites con los que habitualmente trabajaba. El MSK-332. Aceptó el paquete de datos, y vio como estos se abrían como una flor en el centro de su pantalla. Olvidó lo que estaba haciendo, y se centró en ellos. Y a medida que los datos se iban ordenando en su mente, dibujando formas y estableciéndose... a medida que eso ocurría, Mark comenzó a inquietarse.

—Esto tiene que estar mal —dijo. Su voz sonó extraña en el despachó, demasiado fuerte, elevándose sobre el runrún del ordenador.

El café se consumió en su boca, y su sabor amargo permaneció unos instantes.

Había algo en ese conjunto de datos que no le gustaba ni un pelo. Pidió permiso a Central, y reorientó el satélite ligeramente. Un proceso de rutina. Le indicó a la IA del aparato que activase todos sus sistemas de medida, que previamente no habían sido utilizados, y esperó a que el satélite le enviase nuevos paquetes de datos, más específicos y precisos que el paquete inicial. Durante los siguientes ciento noventa y un minutos, Mark se olvidó de aquella información extraña, y probablemente errónea, y siguió con sus tablas. Necesitaba que aceptasen su nuevo artículo. De lo contrario, perdería la subvención estatal y su carrera profesional sufriría un varapalo del que quizá no fuese capaz de recuperarse. Y a saber qué opinaría de eso Dana. Quizá fuese la gota que colmase el vaso. Quizá fuese el final.

Ya de madrugada, un nuevo paquete de datos, mucho mayor que el anterior, llegó a su ordenador. Lo abrió con un bostezo, y les echó un vistazo. Esta vez había mucha más información. Abrió una docena de programas de cálculo, y los puso a trabajar. Necesitaba eliminar el ruido de aquella marabunta de información, quedarse con lo esencial, y poder extraer unas conclusiones. Además de darle un respiro a su cerebro abotargado.

—Pero, ¿qué cojones...? —exclamó, acercándose a la pantalla del ordenador como si eso fuese a hacer cambiar los resultados.

Un escalofrío recorrió su espalda, y sintió que comenzaba a sudar en frío.

—No puede ser —dijo, negando con la cabeza. Comenzó a calcular el momento angular, la intensidad de emisión de rayos X, posición y velocidad, rotación.

Pero los ordenadores no se equivocaban. Nunca lo hacían. Y menos un ordenador como el suyo. Los programas tenían una fiabilidad total, y si debían sumar dos y dos, el resultado era cuatro invariablemente. Y daba igual que fuesen sumas sencillas o complejas ecuaciones. No fallaba. Pero los resultados... eran...

Tomó lápiz y papel, y se dispuso a comprobarlos por sí mismo. Su cociente de ciento noventa no solía fallar casi nunca. Su mente era... diferente. Siempre lo había sido.

Los garabatos fueron surgiendo, casi con levedad, sobre el papel, a lo largo de los minutos. La mente de Mark, ausente del mundo exterior, no era ahora más que el instrumento de un objetivo, y la mano su instrumento ejecutor. Ni siquiera un gran terremoto lo habría sacado de su ensimismamiento. Cuando al fin terminó, se dio cuenta, con horror, que los resultados que había obtenido eran los mismos que la primera vez.

—No puede ser, no puede ser —se repitió.

Terco, le pidió al ordenador que repitiese los cálculos, y él mismo lo hizo de nuevo en el papel. Comprobó los resultados, cuando ambos terminaron. Cuatro de cuatro.

—Cuatro de cuatro —repitió, en voz alta. Sintió que el mundo se derrumbaba en torno a sí—. No puede ser, dios mío.

Y hundió la cara entre sus manos.

Asustado, inició la segunda fase de los cálculos. Mientras lo hacía, su corazón latía cada vez con mayor ferocidad, incontrolado, y el sudor perlaba la piel pálida de su rostro. De cuando en cuando, se repetía que no podía ser. Y, no obstante, sabía que el ordenador no fallaba dos veces consecutivas. Una, quizá, cada mil millones de operaciones. Y estaba seguro de sus cálculos. Podía fallar una vez, pero no dos, y mucho menos consecutivas.

Cuando al fin terminó los cálculos, se derrumbó sobre su escritorio.

—Es el fin —murmuró.

Absolutamente deprimido, Mark pulsó el botón de enviar. No faltaba mucho para el amanecer, aunque su despacho no tenía ventanas. Se reclinó en su silla. Había elaborado un informe preliminar acerca de su terrible descubrimiento, y se lo había enviado a media docena de colegas, tan capaces como él de llevar a cabo los cálculos. Sabía, sin embargo, que sus resultados estaban bien. No se había equivocado. No con algo tan grande. Quizá por ello, entre los destinatarios de su informe se encontraba un hombre llamado Charles Finn. Físico de renombre, era la mano derecha del Director General de la NASA. Un científico en el que se podía confiar.

Durante unos minutos, tuvo dudas acerca de qué hacer. Pero pronto las despejó. Siempre había sido un hombre de decisiones rápidas. Quizá no siempre acertadas, pero si rápidas. Como la gran mayoría de los genios, sabían qué querían, sin dudas al respecto. Se aseguró que su informe hubiese llegado a los destinatarios, y luego se levantó y salió del despacho.

Fuera, todavía el pasillo, y en realidad casi el edificio entero, era como un castillo solitario. Atravesó el pasillo y salió al exterior. La noche estrellada perdía oscuridad, a medida que el amanecer se acercaba paulatinamente. No obstante, las estrellas todavía alumbraban con eficacia el cielo nocturno sin Luna. Miró a su alrededor. El aparcamiento del edificio estaba completamente vacío, a excepción de su todoterreno gris, aparcado en una esquina, y de la furgoneta roja y gastada del agente de seguridad. Lo vio dentro de su cabina, en la entrada a las instalaciones. Parecía dormido. Sobre el edificio, de tres plantas, vio la figura cercana del gran telescopio y los edificios que lo rodeaban. Allí sí que habría gente trabajando. Decenas de personas, escrutando la noche en busca de... ¿de qué? se preguntó.

—Inconscientes —dijo, y su aliento expulsado formó nubecillas de vapor en torno a sí. Hacía fresco.

Abrió la puerta de su coche, y se sentó. Arrancó el motor, y dejó que se le calentase durante unos instantes. Mientras, tomó su móvil e hizo una llamada. En su casa, saltó el contestador:

—Residencia de los Wilson, deje un mensaje tras la señal.

Mark esperó pacientemente a que sonase la señal, pensando en lo triste que era todo ahora que sabía que el final estaba cerca. El pitido lo pilló casi desprevenido.

—Oh, hola, Dana, cariño —dijo, sintiéndose torpe. Siempre había sido así, torpe en las relaciones humanas. Así era Mark—. Sé que... que esto no es demasiado... ortodoxo. Pero yo no lo soy, ¿no? Vale, vale, esto es... una especie de despedida. Quizá no entiendas lo que voy a hacer. No busques culpables. No es por ti, no es por Juliette, ni siquiera por nuestra relación, o por el trabajo. Simplemente... mira, el final está cerca. Suena apocalíptico, ¿eh? Lo es, ciertamente. Y nadie puede escapar. Y yo no podré vivir sabiéndolo, ¿entiendes? —hizo una pausa—. No, seguramente no entiendas. Pero lo harás, a su debido tiempo. No mucho, de todas formas. Intenta disfrutar de la vida que te queda, pues pronto ya no habrá nada. Y recuerda que te quiero. Siempre te he querido, desde aquel primer extraño momento. Y adoro a nuestra hija. Pensar en que pronto todos habremos muerto, me hace desesperar. Espero que logres entenderme algún día —hizo una nueva pausa, diciéndose que era una despedida cuasi patética—. Adiós.

Colgó, y maniobró el coche para salir del aparcamiento. Esperó ante la barrera bajada, con la esperanza de que el ruido de su motor despertase al agente de seguridad, que, ahora sí estaba claro, dormía apaciblemente en su sillón. Al fin, se vio obligado a hacer sonar la bocina. El sonido agudo se perdió en el bosque de pinos que rodeaba el edificio. El agente de seguridad se despertó, y le miró. Saludó con un movimiento de cabeza, y levantó la barrera. Mark arrancó haciendo derrapar las ruedas traseras en la gravilla, y desapareció, dejando aquel edificio a sus espaldas.

La carretera era sinuosa, girando ciento ochenta grados cada pocos centenares de metros, con el objetivo de asumir la marcada pendiente descendente. Los pinos se elevaban por todas partes, meciéndose con la brisa matutina, que llegaba procedente del lejano océano. Las vistas, cuando el bosque lo permitía, eran magníficas: una gran pendiente atiborrada de pinos, y luego una llanura oscura cubierta de las luces de la ciudad. Miles de farolas cubriendo la tierra. Más allá, sobre el horizonte, una fina línea dorada anunciaba el amanecer.

Mark maniobraba con temeridad en las curvas, sintiendo como las ruedas derrapaban y resbalaban sobre el asfalto nuevo y cubierto del rocío de la noche. Frenaba sólo muy ligeramente al fin de la recta, y cuando aún el automóvil no había perdido del todo su aceleración, pisaba a fondo el acelerador, metiendo marcha y sintiendo como la inercia del coche se transmitía por todo su cuerpo. Sentía, por encima de todo, el regusto amargo y placentero de la adrenalina, que rezumaba por los poros de su piel como la espuma de un cappuccino.

Conocía el lugar preciso en donde lo haría, y sabía que se acercaba a cada curva que tomaba. Podrías quedarte, se dijo, girando en una curva y a punto de perder el control del coche. Claro que podría. Podría quedarse y esperar su destino, común al del resto de seres vivos de la Tierra. Y, ya puestos, común al del resto del Sistema Solar. Miró el cielo estrellado mientras aceleraba en la recta. Las estrellas, tan inalcanzables, tan brillantes, tan... ellas serían las únicas que quedarían cuando ellos se hubiesen ido. «

Nuestras únicas testigos», se dijo.

Aceleró aún más, quitándose de la cabeza las dudas. La vida era un drama. Siempre lo había sido. Desde el primer momento del alumbramiento de la inteligencia y del arte en el alma de los primitivos antepasados del hombre, el drama se había erigido en paladín de las vidas. No la muerte. La muerte no era más que... la mano ejecutora. Era el drama, la desgracia, el terror,... lo que dominaba la vida. Y, una vez más, se comprobaba. Un final sin salida. Sonrió un instante. No habría ni ricos ni pobres, ni sanos ni enfermos... no habría primeros ni últimos, no habría afortunados y derrotados..., el fin, ese Fin, los uniría a todos para siempre. Los igualaría.

Vio el lugar, y aceleró hasta que creyó que la carrocería se iba a desprender del chasis. La aguja marcaba una velocidad imposible, y Mark sintió como los latidos acelerados de su corazón se acompasaban con los pistones del motor, palpitantes y gemelos. Llegó la curva, pero las manos de Mark se mantuvieron rectas sobre el volante. Sintió el coche pisando la gravilla del arcén, y como luego el parachoques destrozaba la maleza y alcanzaba el quitamiedos y lo partía. El coche saltó sobre el borde del precipicio, y cayó hacia el vacío profundo y oscuro.

Cientos de metros más tarde, una bola de fuego estalló en el fondo. «

Adiós, mundo», murmuró Mark segundos antes.

Dana se despertó, y lo primero que vio fue la cama vacía. Mark no había regresado a casa esa noche. No era una novedad. Últimamente, Mark andaba metido en algo, siguiendo la estela de una idea, y cuando eso ocurría, todo el Universo dejaba de existir. Ella, la primera otrora, pasaba a un plano más que secundario. Suspiró, enrollándose en las sábanas, esperando a que sonase el despertador. Ya había amanecido, pero todavía tenía unos minutos de descanso.

Despierta, pero aún adormecida, se quedó mirando a la ventana. Las cortinas, ondeando levemente, atenuaban los dorados rayos solares, que se desperdigaban por encima del mar de valles y montañas que era la cama. Pensó en el Sol, en los amaneceres, y en detalles ínfimos de su niñez. Luego, aburrida, y temiendo un mal día, se levantó y fue a la cocina. Por el camino, vio que la pequeña luz roja del teléfono parpadeaba silenciosamente. Dedujo que seguramente se tratase de otro mensaje de Mark, y aburrida, lo ignoró. Entró en la cocina, y comenzó a preparar el desayuno. Tendría que despertar a María en menos de diez minutos.

Entonces, sonó el teléfono. Corrió hacia él, y se dijo que mataría a Mark por llamar a esas horas de la mañana. Y por no haber dormido en casa. Y por no ser el que era. Y por no dedicarle apenas más de un par de minutos al día. Y por convertir su vida en.

—¿Diga? —dijo, notando como su voz somnolienta atravesaba el cable telefónico, hasta el otro lado.

—¿Señora Wilson? —dijo una voz extraña, y grave.

—Soy yo. ¿Quién es?

—Soy del Departamento de Policía.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Dana, presintiendo la desgracia en el aire de la mañana. Un aire que se volvió tenso y eléctrico.

—Su marido ha tenido un accidente —dijo el hombre, y haciendo una pausa, añadió—: ha fallecido.

Dana soltó el teléfono, mientras escuchaba, de lejos, como el hombre seguía hablando. Su voz formaba un murmullo siniestro. ¿Qué ha muerto? ¿Cómo puede ser? se dijo. Eso es imposible.

Muerto. Muerto.

Muerto.

Finalmente, sus rodillas se doblaron, y cayó al suelo sobre ellas. Extendió su mano y tomó de nuevo el teléfono. Colgó al hombre, que todavía continuaba parloteando al otro lado, y pulsó

Escuchar mensajes.

Apenas un minuto más tarde, dejó el teléfono a un lado, y se derrumbó.

Sus lágrimas cubrieron el suelo del pasillo.

—¡Maldito cobarde! —gritó.

Charles Finn entró en su despacho, malhumorado. Solía estarlo por las mañanas, a primera hora, hasta que no se metía entre pecho y espalda un par de cafés solos y sin azúcar. Dejó su maletín sobre una de las sillas de su despacho, y se sentó. Algo palpitaba en su cabeza. Los cimientos de un gran dolor de cabeza. Lo sabía, siempre ocurría igual. Se pasó las manos por la cabeza, desde la frente amplia, pasando por la región donde en otra época peinaba pelo y ahora ya no, y siguió hasta la coronilla, acariciando el pelo escaso y blanco.

Decidido a convertir el día que tan mal había empezado en algo más favorable, conectó su ordenador personal. Mientras éste se iniciaba, salió a buscar sus cafés. Esperó ante la máquina durante unos minutos. Tras él, pasaban a cada momento empleados del edificio de Dirección. Todos le saludaban educadamente, y Charles respondía con la misma educación, a pesar de que no conociese prácticamente a ninguno de ellos. Sus caras no le eran más familiares que cualquier otra. La máquina terminó al fin, y recogió sus dos vasos de café, regresando rápidamente al despacho. Cerró la puerta tras de sí, y dejó los vasos sobre la mesa. Se sentó. El fluorescente del techo le molestaba en los ojos, y los apretó con fuerza.

Suspiró y echó un vistazo a la pantalla del ordenador. Había terminado de encenderse, y sobre la pantalla parpadeaba el aviso de su correo electrónico.

—Empieza el baile —se dijo.

Conectó un poco de música, con un volumen ínfimo, y con la esperanza evidente de calmar los nervios. Abrió el correo electrónico, y descubrió treinta y dos mensajes nuevos. Lo mismo cada día, se dijo. Leyó el asunto de los mensajes. Al menos la mitad no le interesaba. Basura informática. Los borró sin parpadear, y echó un vistazo al resto. El primero de ellos, enviado hacía unas horas, todavía de madrugada, era especialmente turbador. Su asunto era

TREMENDAMENTE URGENTE, y lo había enviado un tal Mark Wilson.

—¿Mark Wilson? —dijo Charles en voz alta.

«

¿De qué me suena?» pensó. Su mente divagó. En otros tiempos, cuando solamente era un doctor en física cósmica, su lista de contactos era muy reducida. Unos cuantos colegas en conferencias esporádicas, y los rostros sin importancia de sus alumnos. Ahora, mano derecha del Director General de la NASA, debía conocer a tanta gente que, de hecho, no conocía a nadie. Pensó durante un instante, hasta que cayó en la cuenta. Mark Wilson era un prometedor físico, especializado en fenómenos cósmicos turbulentos, como supernovas o agujeros negros.

Abrió el mensaje, extrañado por la urgencia del remite.

—No puede ser —dijo, tras leerlo.

—Cariño, tengo que contarte algo.

Dana vio el rostro dormido de su hija, que se erguía con dificultad, envuelta todavía en las sábanas con dibujos de los personajes del Rey León.

—¿Qué? —dijo, con una vocecita aguda.

—Papá ha tenido un accidente.

El rostro infantil de María se transformó en una mueca de preocupación y, sobre todo, incomprensión.

—¿Está bien?

Dana meneó la cabeza negativamente, sintiendo que las lágrimas afloraban en sus ojos. Y María, con esa manera de ser tan extraña que a veces mostraba, se lanzó hacia su madre y la abrazó.

—Ha muerto, ¿verdad? —preguntó.

En un primer momento, Charles Finn se había mostrado incrédulo. ¿Un agujero negro errante? ¿Y en dirección al Sistema Solar? ¿Menos de dos meses? No podía ser. ¿Qué tonterías son esas? se preguntó. No había oído jamás una historia semejante. Su primer impulso fue borrar el mensaje, y a otra cosa. Pero se trataba de Mark Wilson. Era un físico que se iba ganando un nombre en el mundo científico, y estaba seguro de que nunca enviaría un correo como aquel sin justificación. Algo así podía echar a perder el prestigio de un científico para toda su vida. Nadie con dos dedos de frente gastaría una broma semejante. Leyó el informe que Mark Wilson había escrito, y la cantidad de datos y cálculos le sobrepasaron. Era demasiado preciso para tratarse de una broma. Además, el informe incluía las referencias del satélite con el que Wilson había trabajado, y el físico le retaba a comprobar sus resultados.

—Pues eso es lo que haré —dijo.

Tomó las tablas de datos, y se dispuso a repetir los mismos cálculos que Wilson había realizado horas antes. Al terminar, y obtener los mismos resultados, el dolor de cabeza de Charles Finn había desaparecido. Ahora sentía como si mil cables de alta tensión rodeasen su cuerpo, y como si alguien estuviese a punto de presionar el interruptor y freírlo.

Intentando mantenerse lo más tranquilo posible, entró en la red interna de satélites, y comprobó que los datos hubiesen sido tomados tal y como Wilson afirmaba en su informe. Número a número, decimal a decimal, tabla a tabla, descubrió que no había ni un solo error en los datos de Wilson. Agarrándose a un clavo ardiendo, llamó a uno de los técnicos encargados del control del satélite MSK-322. Le ordenó que realizase un chequeo completo de las funciones del satélite, incluyendo el control de todos y cada uno de los aparatos de medición. Tras eso, le dejó indicaciones sobre qué datos quería y cómo los quería.

Colgó el teléfono y se recostó contra el respaldo de su silla, mirando el techo de color claro. La espera duraría todo el día, y se sentía sin fuerzas ya en ese momento. ¿Quizá asumía la realidad que Wilson le había revelado? Sintiéndose estúpido por no haberlo pensado antes, llamó a su secretaria y le pidió que encontrase el número de teléfono de Mark Wilson. Ella se lo dio menos de un minuto más tarde. Sin pararse a pensar sobre cómo había logrado encontrar el número en tan poco tiempo, lo marcó en su teléfono. Comunicaba. Lo intentó un par de veces más, y al fin desistió. Sin darse por vencido, consiguió el número de teléfono del pequeño centro en el que trabajaba el físico.

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