Dark

Dark


DARK

Página 6 de 8

—No mucho, a decir verdad —respondió.

—Vamos, Ray, he sido madre —dijo ella—. Sé cuando alguien le da vueltas a algo. ¿Qué es?

—Ni siquiera yo lo sé —murmuró—. Supongo que hay algo que no va bien, aunque no sabría decir qué es.

El rostro de la mujer, afable y luminoso aunque apenas hubiese luz en su piso, se volvió sombrío.

—Es la ciudad —masculló, mirando alrededor.

—¿Qué? —respondió Ray, sorprendido. ¿Le había leído el pensamiento?

—Esta ciudad es un cáncer, Ray —murmuró ella, como si quisiese guardar un secreto—. Un maldito cáncer. Chupa la vida a la gente, la sume en la ansiedad, la obliga a vivir... a vivir mal —hizo una pausa, y bebió un poco de té. Mientras, Ray la miró, sin decir nada—. ¿No ves a la gente por la calle? caminan, suben al bus, al metro..., la gente ya no se mira a la cara. Solamente buscan las salidas fáciles. Ya nadie... —y se quedó callada.

—¿Nadie qué? —insistió Ray.

—Ya nadie se comprende —respondió la anciana.

Y ambos se quedaron callados, sumidos en un silencio que nada rompía. Nunca antes la ciudad había estado tan silenciosa. ¿Era el silencio previo a la muerte? ¿Preveían sus almas la llegada del fin? ¿Un sentimiento orgánico y comunitario?

—Debo irme —murmuró Ray.

—¿Qué? —preguntó la señora Green.

—Debo irme de la ciudad —dijo. Ahora que lo había dicho, se había convertido en una realidad física y que escocía en el interior de su cráneo—. Cuanto antes.

—¿Has pensado en lo que te he dicho, eh? — preguntó la señora Green—. A veces no digo más que tonterías, Ray. Solo soy una vieja pocha.

—No diga eso, señora Green —le cortó Ray.

«

Necesito irme de aquí», se dijo.

—Si quieres irte, puedes coger la moto de uno de mis hijos —dijo ella. Ray la miró—. La compró cuando era muy jovencito, y no llegó a usarla porque encontró pronto trabajo y compro un coche. Ni siquiera fue capaz de venderla, el muy imbécil.

—¿Me la prestaría?

—Te la regalaría —dijo—. ¿Estás seguro que quieres irte de noche? Será peligroso.

—¿Más peligroso que la propia vida? —preguntó Ray.

—No —respondió finalmente la anciana—. No hay nada más peligroso que la vida.

Y tan solo una hora más tarde, Ray sintió la potencia de una vieja

Ducati de importación bajo sus huesos, mientras aceleraba entre el tráfico congelado.

«

Gracias, señora Green», dijo, mentalmente, justo antes de preguntarse a dónde iría.

¿Y qué más da? se dijo.

Pero luego se lo pensó mejor. «

¿Qué tal al norte, y al mar?». Ese sería un gran lugar.

Dejó la moto apoyada en una farola, y se pasó las manos por el pelo, sin dejar de mirarla. Había conducido durante toda la noche, sin parar ni un solo instante, pues no había tiempo que perder. Sentía el reloj de arena en el centro de su mente, con las microscópicas piedrecillas escurriéndose entre el vidrio. Respiró hondo. Lo había logrado. La ciudad había quedado atrás, en su montículo de rascacielos y edificios, hacinados, y todas las almas perdidas que vagaban entre las calles repletas de chatarra. Había dejado atrás ese rencor que resquebrajaba su alma. Lo había dejado todo atrás, y ahora era alguien libre. El hecho de que la muerte inevitable no estuviese muy lejos era... banal. Había logrado la libertad, y eso era suficiente.

Miró a su alrededor. A pesar de la distancia, el rumor de las olas era perfectamente audible, arrastrado por el viento. El cielo, limpio y claro, brillaba como nunca lo había hecho antes. Dejó atrás la moto, y caminó por una solitaria explanada cubierta de hierba. A cada paso, sentía el roce de la vegetación con su pantalón, y por alguna extraña razón era una sensación tremendamente agradable. A lo lejos se erguía una casa solitaria, de fachada blanquecina, pero parecía abandonada, y no había más edificaciones junto a la playa. Alcanzó una delgada línea de árboles, paralela a la orilla, y por fin se dejó resbalar por una pequeña pendiente de arena, hasta encontrarse en la playa. Miró a ambos lados. La lengua de arena, de unos cincuenta metros de altura, se extendía a izquierda y derecha hasta que la vista se perdía. El mar, el gran océano, gris, y oscuro, rompía feroz contra la orilla continuamente erosionada. El viento potente llegaba desde mar adentro, intentando arrastrarlo, pero solamente lograba aplastar las ropas contra su cuerpo. Caminó hacia la orilla, mientras alzaba la vista para ver una bandada de gaviotas ruidosas, que surcaban penosamente la costa.

Al fin, estuvo a unos metros de la orilla. Se sentó en el suelo, agarrándose las rodillas con las manos, y respiró hondo, bien hondo, sintiendo como el salitre entraba en sus pulmones. Cerró los ojos. La luz del Sol, el rumor de las olas, las salpicaduras del mar, el tacto cálido de la arena, el olor de las aguas..., sintió que su alma se adormecía y al mismo tiempo se expandía, más allá de su cuerpo, dejándolo todo atrás y conquistando el Cosmos.

«

He tomado la decisión correcta», pensó.

Salió por la parte trasera de la casa, la que se enfrentaba al mar, y bajó las escaleras por las que se podía acceder a la playa. Pronto, sus pies descalzos se dejaban acariciar por la arena. Chalmers miró a lo lejos, a su derecha. Desde la ventana, le había parecido ver una persona en la playa. Una figura solitaria que se acercaba a la orilla y que se sentaba, observando el océano. Y dado que hacía semanas que no hablaba con nadie, sentía una mezcla de curiosidad y necesidad de conversación.

Sin duda, había alguien en la orilla, así que Chalmers caminó hacia allí lentamente, disfrutando de cada paso. «

Este es un lugar maravilloso», se dijo, mirando su propia sombra. Admiraba la forma en la que, a pesar de la luminosidad del día, la oscuridad encontraba el modo de expresarse y gritar su opinión. La sombra... la eterna contraposición. ¿Cuántas veces, a lo largo de una vida, podía un hombre caer en la duda y elegir la sombra, la parte de atrás de la mente? Quizá tantas como segundos tenía una vida, o quizá tantas como latidos.

—¡Saludos! —gritó Chalmers, a unos veinte metros del hombre, que seguía sentado en la orilla.

Debido a su grito, alzó la cabeza.

Ray se levantó, turbado por aquel hombre que se acercaba a él levantando un brazo.

—Hola —dijo Ray.

Se sentía algo amodorrado. Pero se recuperó al instante al ver el rostro del hombre que se acercaba a él.

—Usted... —comenzó— es...

—Lo era —cortó Chalmers—. Ahora no soy más que Bob.

Chalmers llegó a la altura del hombre, y extendió su mano. Ray se la apretó durante unos segundos.

—Presidente Chalmers —murmuró Ray, impresionado.

—Solamente Bob, de veras —insistió Chalmers—. ¿Qué le trae por aquí, amigo...?

—Ray —respondió—. Ray Billups —una pausa—. Huí de la ciudad.

El rostro del ex-presidente Chalmers se ensombreció durante unos segundos.

—¿Está todo muy mal? —preguntó.

—Creí que usted lo sabría —dijo Ray.

—Llevo aquí semanas —dijo Chalmers—. Y sólo soy una persona, nada más.

—No hay luz, no hay agua, no hay mucha comida, no hay... no hay nada. La gente se muere de hambre, o de alguna enfermedad, y los que no mueren, o se vuelven locos o.

—Vale, vale —le cortó Chalmers—, es suficiente —y añadió—: y usted, ¿está loco?

—Probablemente no lo suficiente —murmuró Ray, mirando las olas. Era algo... grandioso, la forma en la que una pared de agua se elevaba, desafiando la gravedad, efervescente en lo alto, y como luego la gravedad volvía a tomar el control y hacía caer las aguas contra la orilla... simplemente grandioso.

Ambos se quedaron callados.

—¿Sabe cuánto nos queda? —preguntó Ray, segundos más tarde. Bob Chalmers le miró durante un instante.

—Según mis cuentas... —dudó un instante—. Horas, y no muchas.

—Vaya —atinó a responder Ray. Sintió que la fuerza de sus piernas se le escapaba. La oscuridad se adivinó en la esquina de su mirada. Logró controlarse.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Chalmers.

—Si —balbuceó Ray, mareado—. Simplemente... se me va un poco la cabeza.

—Vayamos a la sombra de los árboles, quizá haya tomado mucho Sol.

—No moriré de cáncer de piel, en todo caso — bromeó Ray, caminando con Chalmers.

Un minuto más tarde, estaban los dos al pie de un gran pino, que hundía sus raíces en el límite de la tierra con la playa, asomando parte de ellas fuera de la tierra.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó Chalmers.

—Si —asintió Ray, notando el fresco del aire en su rostro—. ¿Sabe? Ha sido duro —añadió. Chalmers le miró.

—¿El qué?

—Existir.

—¿Existir?

—La vida es difícil —dijo, sintiéndose... ligero—. Es una jodida pelea entre lo que quieres hacer y lo que puedes hacer, con esos putos momentos en los que no estás seguro de que nada merezca la pena... — Chalmers callaba—. Una vez escuché una canción que decía: todo el mundo quiere una buena casa, en un buen barrio... sentarse en su sofá, rodeado de su familia, y dejar pasar los días. No sé si es cierto, pero... todas esas imágenes falsas que nos lanzaban... lo que está bien y lo que está mal, lo que.

—No se maltrate, hijo —dijo Chalmers—. Todos vivimos la desgracia.

—Y hace dos meses, todo se volvió más fácil.

—¿De veras cree que... ha sido fácil?

—Si —se reafirmó Ray—. Si te duele mucho la barriga, pínchate un dedo con un alfiler. Durante unos segundos, la barriga no te dolerá —hizo una pausa, reordenado sus pensamientos—. Cuando hizo su anuncio, hace casi dos meses..., todas las preocupaciones, los objetivos, los sueños, los problemas... desaparecieron. Se esfumaron. La gente solamente tuvo que elegir entre la desesperación y la aceptación. Los desesperados se volvieron locos, y los que aceptaron disfrutaron de cada día del que dispusieron.

—Es una forma de verlo, supongo —dijo Chalmers, cauteloso—. ¿Es usted de los que aceptaron?

Ray se lo pensó unos segundos. Al final, asintió. Y justo en el momento en que iba a hablar, la sensación de ligereza volvió. Era como si hubiesen llenado su cuerpo con un gas más ligero que el aire, como si quisiese abandonar la tierra y alcanzar el cielo.

—¿Usted también siente eso? —preguntó.

Chalmers le miró, y asintió, con seriedad.

—Me temo que... —comenzó a decir.

—¡Mire! —gritó Ray, señalando la orilla.

Los dos se quedaron... impresionados.

En la orilla, se alzaba una gran ola, de metros y metros de altura. La pared de agua, inmóvil sobre la orilla, ocultaba parte del cielo, y su espuma se escapaba hacia arriba, flotando. Por momentos, un poco de pared se derrumbaba, dejando ver a su través.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Ray.

Ray se levantó, y caminó unos metros hacia la orilla. El agua de la ola ascendía hacia el cielo, y por todas partes ocurría algo parecido, hasta donde su vista alcanzaba.

—¡El agua flota! —gritó Ray, sintiéndose ligero como un pájaro.

Comenzó a pegar saltos. Mientras, Chalmers lo observaba todo apoyado en el pino. Y, de repente, las aguas crepitaron sonoramente, y cayeron de nuevo contra la orilla con un estruendo ensordecedor.

—Es increíble —susurró Ray—. ¡No se quede ahí! —le gritó a Chalmers.

—Creo que debería usted quedarse... —comenzó este.

Un nuevo estruendo se llevó las palabras. El viento, enfurecido y caótico, giró en torno a la orilla, levantando toneladas de arena. Los minúsculos granos flotaron en el aire durante un instante, y luego cayeron de nuevo contra el suelo.

—Increíble —dijo Ray, sonriendo y mirándolo todo.

El oleaje había desaparecido por completo, y el océano era una gran balsa de agua, plana y repleta de espuma.

Y entonces, comenzó el show. Ray tropezó y cayó al suelo, rodando por la arena. Su mirada enfocó al horizonte del océano. Un poco por encima, el Sol brillaba cubierto por un extraño velo de niebla.

De súbito, el Sol desapareció, y el cielo se volvió oscuro. Las estrellas aparecieron bruscamente, y tanto Ray como Chalmers parpadearon unas cuantas veces, acostumbrándose a la ausencia de luz. A sus espaldas, un cuarto de luna creciente se distinguía, extrañamente débil. La luz volvió a surgir, las estrellas se fueron, aunque puntearon durante unos instantes en sus ojos. El Sol brillaba de nuevo por encima del mar.

—¿Qué es esto? —gritó Ray.

Sintió que su ligereza se volvía contra él, y el estómago giró como la centrifugadora de una lavadora. Notó el ascenso de la arcada, y vomitó sobre la arena de la playa. Luego no se sintió mucho mejor. El Sol desapareció de nuevo, dando paso a la oscuridad, y esta de nuevo a la luz, y luego otra vez la oscuridad, y así sin cesar durante un tiempo que parecía alargarse y extenderse hacia el infinito. El efecto era el mismo que el de estar en una discoteca, en donde los focos se encendían y apagaban a cada segundo, dibujando una sensación caleidoscópica. Aturdido, Ray intentó levantarse, pero cayó de nuevo al suelo, mareado. Respiró hondo, y sintió que le faltaba el aire. Daba bocanadas como un pez fuera del agua.

—¿Qué está ocurriendo? —gritó.

—Es el fin —murmuró Chalmers, que se había agarrado a una de las raíces del pino.

Vio como las aguas se alzaban de nuevo, con los ciclos de luz y oscuridad alternándose en el lapso de segundos, como si de una película se tratase. Durante una milésima de segundo, recordó todo aquello que le habían dicho los expertos, antes de que se retirase a la casa de la playa. La pérdida de la órbita, la rotación caótica, la desaparición momentánea del campo gravitatorio... un físico de cara pálida le había dicho que imaginaba las aguas alzándose hacia el espacio exterior, y con ellas a todas las personas que no estuviesen bien sujetas. Y luego, la atmósfera desprendiéndose de la Tierra. Así, la asfixia sería el final para la gran mayoría de los habitantes del planeta.

«

Y está llegando», se dijo.

Ray logró levantarse al fin. Y lo hizo con una facilidad fuera de lo común. En el cielo, oscuro y claro casi al mismo tiempo, el Sol parecía jugar a saltar sobre el mar y luego hundirse de nuevo en el horizonte.

Intentó respirar hondo, pero sus bocanadas desesperadas no encontraban aire alrededor. «

Oh, dios, está llegando», pensó. Sintió una punzada de miedo en su interior, y tuvo el impulso infantil de cerrar los ojos con fuerza. Pero se obligó a abrirlos, a ver su propia muerte, a disfrutar de sus últimos segundos de vida. ¿Te hubiera gustado estar tirado en el sofá, mientras el aire se escapaba de tus pulmones?

Sintió como sus pies se despegaban de la arena, y como su cuerpo levitaba sobre el suelo. Miró a Chalmers. El ex-presidente del país se había amarrado a las raíces de un árbol, y aunque sus piernas se alzaban hacia el cielo, resistía, todavía agarrado. Le saludó con una mano. Chalmers le respondió con la mirada.

Y luego, Ray levantó la cabeza, hacia el cielo, que tornaba a cada momento, transformándose en un mar de estrellas o en un cielo azulado, celeste. Extendió los brazos, y sintió como una extraña fuerza levantaba su cuerpo, alejándolo de la superficie. Notaba que el aire se escurría a su alrededor, arrastrado como su cuerpo, que se iba, e intentó respirar hondo una vez más, paladear el dulce sabor del aire de nuevo en su organismo. El corazón le latía veloz, y se sentía inflado, lleno de... energía. Dejó que el aire penetrase en sus pulmones, y luego cerró la boca, impidiendo que saliese.

Miró abajo, y distinguió la curvatura del planeta. Miles de formas grisáceas despegaban de la superficie, por todas partes.

Sintió que era el momento. El Sol brillaba frente a él, y a pesar de ello, el cielo era un océano de estrellas, que brillaban y le enviaban su luz.

Exhaló el aire que había aspirado, y sintió una gran presión en el interior de su cuerpo.

«

Oh, Dios, estoy satisfecho», murmuró.

Estalló.

Chalmers vio como Ray se alejaba, flotando en la atmósfera errática. Pronto estuvo tan alto que no podía verlo. «

Eso es volar», pensó, nostálgico por un instante. El cielo ya era completamente oscuro, y su azul celeste, que tantas veces había visto y olvidado, era ya un recuerdo. Paladeó, abriendo la boca, tratando de encontrar una brizna de aire a su alrededor, pero ya no había. Sintió como sus pulmones ardían. Frente a él, las aguas del océano se erguían hacia el cielo, dibujando columnas grisáceas. Las salpicaduras caían hacia él, y flotaban frente a sus ojos. Sintió que una fuerza trataba de arrastrarlo hacia el cielo, con más fuerza que hasta ese momento, y se amarró todavía más a las raíces del pino.

«

Este es el lugar en el que moriré», pensó.

No hubo una ristra de fotogramas con las imágenes de su vida, ni un cúmulo de emociones que se peleasen por salir de su pecho. Ni siquiera hubo una lágrima. Solamente un sentimiento de vacío.

«

Yo quería vivir», pensó. «

Yo quería vivir más, más aún».

Boqueó una vez más, sintiendo que su pecho se inflamaba. Trató de gritar, pero no escuchó más que un gemido débil.

El cielo no estaba. El agua se iba. La atmósfera se escurría. A su alrededor, la playa solitaria. Más allá del horizonte, en todas direcciones, la vida moría. Era el fin.

«Goodnight and farewell». Fin de la Historia.

Frederik Brithson flotó hacia su arriba, y surgió desde un túbulo lateral por una esclusa abierta. Se detuvo junto a una mesa baja, gracias a los enganches de velcro, y miró a su compañero, Colin Rowling. El inglés, de melena rubiazca y claros rasgos anglosajones, le miró con pesar en su mirada.

—¿Has comprobado los sistemas? —preguntó, con voz apagada.

—Si —respondió Brithson.

Miró a su alrededor. La ISS, su hogar. Y su tumba. Las líneas rectas, blanquecinas y grisáceas, los paneles repletos de luces, los cables colgando, los discos duros de las computadoras emitiendo molestos bip-bip, y el zumbido eterno de los sistemas de ventilación. Y la claustrofobia... «

Este no es el futuro que había imaginado Arthur C. Clarke», pensó con tristeza. Recordó aquellos momentos de su infancia, en los que gastaba su tiempo leyendo novelas del espacio. Estaciones espaciales inmensas y giratorias, anillos orbitales, ascensores, colonias en la Luna y en Marte, computadoras que imitaban en comportamiento humano..., pensó en HAL y la odisea, y se sintió estafado al comprobar que la ISS no era todo lo que él hubiese imaginado. En este caso, la realidad no era tan extraordinaria como la ficción. Suspiró, e intentó dejar atrás ese tipo de pensamientos, pero estos volvían incesantemente. Siempre había sido un gran aficionado a la ciencia-ficción, con las ventajas e inconvenientes que esto traía. De joven, y no tan joven, había disfrutado con la creatividad de los grandes autores, de escritores de imaginación fulgurante, capaces de transportarlo a realidades alternativas. Al principio, la inocencia de su infancia le había hecho soñar con que, en un futuro, viviría esas aventuras. A medida que crecía, y se desentrañaba para él la maraña de la verdadera realidad, aquellas historias fantásticas iban quedando relegadas... al territorio de los sueños. El transbordador

Endevour era ciencia, no ficción. Y no podía compararse con ninguna de las naves espaciales que, otrora, había imaginado. No se movía con energía iónica, o con antimateria, ni siquiera con energía nuclear... solamente la energía química permitía al hombre superar la velocidad de escape de la Tierra y pasear por el Cosmos. Lo cual era mucho decir. Haberse pisado la Luna, posarse en Marte..., pero eminentemente, dedicarse a repartir satélites en órbitas bajas... no podía considerarse la conquista del espacio. Muchos decían, «

Por algo se empieza», pero tras el comunicado del presidente, el empieza se había transformado en el acaba. Lo que una vez fuera... la época del cambio, se había convertido en la época del fin. «

Y yo, ¿qué hago aquí?», pensó.

—Esto es una mierda, Fred —dijo Colin.

Frederik alzó la cabeza, mirando al inglés.

—¿Qué ocurre?

—¿Estás seguro de que ha sido buena idea quedarse aquí?

No respondió.

Dos días después de que el presidente Chalmers comunicase al mundo que el fin estaba cerca, la NASA les había comunicado que enviarían al transbordador para recogerlos. En esos momentos, había en la ISS cuatro personas. Dos de ellas decidieron volver a la Tierra. Las otras dos, quedarse en la estación. «

¿Y por qué?», se preguntó otra vez Frederik. No había una respuesta fácil para esa pregunta, pero por alguna oscura razón, o por un cúmulo de ellas, tanto Frederik Brithson como Colin Rowling habían decidido quedarse en la ISS... hasta el fin. La NASA había insistido, y ellos habían insistido también. Y, de todos modos, no tenían forma de obligarlos a bajar. Así, el transbordador había llegado, había recogido a Linsay Dawking, y a Maurice Indo, y había regresado a la Tierra. ¿Para qué volver a la Tierra? ¿Qué o quién les esperaba allí? en el caso de Frederik, no más que sus padres y su gato Reg. Nada más. ¿Volver? ¿A qué? A visitar los mismos lugares de siempre, o los lugares de la infancia, someterse a un proceso de tortura nostálgica, a un baño de recuerdos sin fin, a... no, no, se había negado a ello. Se había despedido de sus padres cuando las comunicaciones comenzaban a ser intermitentes, y esperaba que su Reg hubiese sabido buscarse la vida. De todos modos, poca le quedaba. Pero, ¿era eso? ¿No había nada más? Obviamente, estar en la ISS le ofrecía un observatorio sin igual. A aquella altura, sobre el planeta azul, podría ver como el Agujero de Wilson entraba en el Sistema Solar como un elefante en una cacharrería, destrozando y absorbiéndolo todo... la ISS no escaparía del agujero negro, eso también era obvio, pero... pero, ¿qué? ¿Había verdaderamente alguna razón para quedarse allí? Objetivamente...

—Yo que sé, Colin, cada uno tendrá sus motivos — respondió, finalmente. El inglés le miró.

—¡Tú me convenciste! —exclamó él—. Dijiste que aquí estaríamos mejor que en la Tierra, que...

—No digas sandeces —le cortó Fred—. Te quedaste aquí por qué te dio la santa gana, y nada más. Y, de todas formas, estamos más seguros. En la Tierra no tienen nada. Ni agua, ni electricidad, ni... viven en la barbarie. ¿O no has visto las imágenes por satélite? Vamos, Colin, las has visto igual que yo. Ciudades ardiendo, y grandes incendios por todas partes. Hay humaredas en el sur de Houston, allí donde el petróleo y el gas se han incendiado. Tormentas, ciclones..., aquí al menos tenemos comida y agua, electricidad..., y hasta entretenimiento.

—Bah —exclamó Colin, quitando importancia con un gesto. Y luego, frustrado, se agarró la cabeza con las manos, y se dejó flotar. Comenzó a llorar.

Frederik bajó la mirada y no dijo nada. Él también estaba angustiado por la cercanía de la muerte, por la proximidad del fin. ¿Y cómo no estarlo? La muerte daba miedo. ¿Qué había más allá? Y, ¿dolería? Cuantas preguntas y qué pocas respuestas. Frederik temía la llegada del momento, ese segundo en el que su vida se extinguiría, el momento justo en el que moriría. ¿Cómo era ese instante? ¿Era fugaz, como el aleteo de una mosca, o lento como el movimiento de las placas tectónicas? Esa delgada línea que separaba el todo de la nada, lo lleno del vacío, la vida y la muerte. ¿Y qué había más allá? No creía en Dios, al menos en ninguno conocido, pero siempre había tenido la impresión de que en la vida había más que casualidades, azar y probabilidades, que no todo era tan... matemático. No creía en deidades, ni en grandes mitos, no creía. Pero... ¿había algo más? ¿Algo más, más allá del límite? ¿Había un paraíso, había un cieno? ¿Había respuestas? Quizá solamente hubiera silencio. Un silencio tan grande y profundo que nada podía huir de él... como un agujero negro.

Colin bufó, hastiado por el silencio absorto de Frederik, y desapareció en otra de las estancias. Frederik siguió con su línea de pensamiento. Una vez, había leído que, al morir, el Universo desaparecía. Que cuando tu vida terminaba, el Universo que se había creado en torno a ti se extinguía con ella. ¿Sería cierto?

Ir a la siguiente página

Report Page