Daisy

Daisy


Capítulo 27

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—Te dije que jamás vinieras al banco —dijo Regis—, ni siquiera después de cerrar.

—Vengo a decirle que…

—Ya sé qué quieres decirme —dijo Regis Cochrane, con tono molesto—. ¡Fallaste nuevamente!

—No pude ni acercarme. Ese tal Randolph siempre está con ella.

—Quizá haya sido lo mejor. Heredó un poco de dinero. Eso también me puede servir.

—Todavía puedo matarla.

—Aléjate de ella —ordenó Cochrane—. Y aléjate de mí. Vete para Montana. No quiero que vuelvas aquí. Si lo haces, diré que fuiste quien mató a su padre.

—Y yo les diré que usted me contrató.

—Nadie te va a creer. Te colgarán y yo estaré allí para verlo. Ahora vete. Si te vuelvo a ver haré que el comisario te arreste.

Frank se fue furioso. Tenía su orgullo, y no le gustaba que lo trataran como a un asesino de poca monta que podían hacer desaparecer como si fuera un insecto. No quería irse del pueblo todavía. Si se quedaba un poco más, tal vez encontraría la forma de matar a la chica y cobrar el dinero restante. Después se iría a Montana.

A la mañana siguiente, Daisy vio a Tyler en el vestíbulo, mientras ella bajaba las escaleras. Sintió un calor que le encendía las mejillas. El corazón comenzó a latirle rápido y tenía la respiración agitada. Siempre era la misma reacción. Tyler era más apuesto que cualquiera de los hombres que estaban en el vestíbulo. Y parecía tan calmado, tan controlado, que Daisy no entendía cómo las mujeres no lo asediaban.

Entonces respiró hondo para controlar los nervios. Ya había tomado una decisión. No entendía por qué volvía a dudar cada vez que veía a Tyler. Nada había cambiado. Se obligó a adoptar una expresión de serenidad y terminó de bajar las escaleras. Tyler la vio antes de que llegara al último peldaño.

Se puso de pie y se acercó hacia ella. Aparentemente la estaba esperando. Ella tenía mucho miedo de esa conversación, pero tarde o temprano debía tener lugar.

—Pensé que ya te habías ido —dijo, cuando lo tuvo a su lado.

—Me quedaré en Albuquerque un par de días más.

—No has renunciado a tus hoteles, ¿verdad?

—No.

—¿Piensas construirlos?

—Sí.

—Pero no lo harás si no encuentras oro.

—Las cosas han cambiado. Yo…

—No puedo quedarme a conversar —dijo Daisy, dejando entrever su nerviosismo—. Voy a visitar a Adora. Si quieres, puedes venir conmigo y hablamos.

Tyler se sorprendió de verla tan nerviosa, pero la siguió a la calle. Era un día luminoso. Aunque estaba haciendo frío, el cielo estaba despejado y el sol era radiante. Daisy vio a lo lejos las montañas Sandia y sintió un nudo en la garganta. Los días que había pasado en la cabaña de Tyler habían sido los mejores de su vida. A veces hasta echaba de menos a Zac, aunque fuera un mocoso deslenguado. Pero, más que nada, extrañaba esos días largos y callados en los que no tenía nada más que hacer que esperar a que se derritiera la nieve.

Y enamorarse.

Entonces todo parecía muy sencillo. Lo único que tenía que hacer era casarse y la vida se encargaría del resto. No era dueña de un rancho que la convertía en una mujer independiente; no tenía suficiente dinero para que la señora Esterhouse y su preciosa hija se murieran de envidia, ni una familia rica rogándole que regresara con ellos a Nueva York, ni dos hombres prometiéndole que harían lo que fuera si se casaba con ellos. Y la mayor parte del tiempo ni siquiera era consciente de que la acechaba un asesino.

No tenía manera de saber que todas esas cosas que tanto la inquietaban: su estatura, el pelo y la cicatriz pasarían prácticamente a un segundo plano. Recordó cómo había menospreciado la vida que había tenido en las montañas. Ahora le parecía enormemente atractiva.

Dejó de pensar en eso para no sentirse melancólica. Ya no había manera de dar marcha atrás.

—Supongo que Laurel te contó que mi abuelo me legó un dinero —le dijo a Tyler—, y que mi tío quiere que regrese con él a Nueva York.

Tyler asintió con la cabeza.

—Me voy —le informó Daisy.

Tyler se quedó perplejo.

—¿Vas a vender el rancho?

—Probablemente. —No quería mentirle. Solo quería que él volviera a sus minas. Lo iba a extrañar mucho y cuanto más tardara en hacerlo, más difícil sería—. No lo sé. No tiene sentido conservarlo.

—¿Qué vas a hacer en Nueva York?

—La única ciudad que conozco es Santa Fe. Tal vez pase años visitando lugares y viendo distintas cosas. Mi primo me dice que Londres y París me van a encantar.

—No puedes hacer todo eso sola.

—Mi tío dice que puedo contratar a una persona que me acompañe.

—Le vas a dar la espalda al amor, a una familia.

—No, en realidad estoy ganando una familia.

—Me refiero a tu propia familia. Un esposo y niños. ¿De verdad la libertad es tan importante para ti?

—Ya te he dicho de mil maneras que lo es.

—¿Cómo puedo hacer que entiendas que la libertad es algo más que no tener que recibir órdenes de nadie?

—No puedes. He visto la forma en que los hombres tratan a las mujeres.

—Pero no has visto cómo te voy a tratar yo a ti.

—Sí, lo he visto. Harás lo posible por dejarme ser libre, pero cuando haya que tomar una decisión tú la tomarás y esperarás que la acepte.

—Al final alguien tiene que decidir.

—Lo sé, y no estoy dispuesta a renunciar a eso. —Estaban acercándose a la casa de los Cochrane. Daisy se sentía muy mal. Quería dar por terminada la conversación—. Le prometí a Adora que llegaría pronto, debo irme.

—¿Es tu última palabra?

—Ha sido mi última palabra desde hace varias semanas. Solo que tú no has querido creerme.

—Tenía la esperanza de que… Supongo que ya no importa. Te deseo que disfrutes en Nueva York. A mí no me gustó, pero a mucha gente le encanta.

—¿A veces vas?

—A veces.

—Búscame. Podemos…

—No. Quiero ser tu esposo, tu amante, tu amigo y tu compañero. No me puedo conformar con ser un conocido, que te acompaña a la ópera o a pasear en yate.

Daisy le tendió la mano.

—Entonces supongo que esta es la despedida.

—No va a haber despedida entre nosotros. —Tyler la abrazó y la besó con ferocidad—. De todas maneras te vas a casar conmigo. Vas a darte cuenta de que vas a ser mucho más libre entre mis brazos que sola en Nueva York.

Tyler había dado la impresión de estar un poco más seguro de lo que realmente lo estaba. Al regresar al hotel seguía pensando qué podía hacer para convencer a Daisy de que estaba tomando la decisión equivocada.

—No lo lograrás, si sigues presionándola —le dijo Laurel, unos minutos después—. Sé que pensaste que eso la iba a hacer recapacitar, pero no ha sido así.

—Entonces, ¿qué sugieres que haga?

—Nada.

—¿Nada?

—Solías hacerlo muy bien —comentó Hen—. En casa podías hacerlo durante horas enteras.

—Esto es distinto —respondió Tyler.

—Entonces sugiero que uses una estrategia distinta —dijo Hen—. Déjala que se vaya a Nueva York. Déjala que decida por sí misma, si eso es lo que quiere.

—No es eso lo que quiere —dijo Tyler—, pero está convencida de que yo no puedo ser feliz si no ando por las montañas con barba y ropa de trabajo. También está convencida que no voy a ser feliz a menos que sea el único que dé las órdenes.

—No conozco a ningún Randolph que pueda recibir órdenes —apuntó Laurel—. Monty se fue hasta Wyoming con tal de alejarse de George.

—También se casó con Iris, que le da órdenes todo el tiempo. Peor aún, él obedece por lo menos la mitad de esas órdenes. Amo a Daisy. Quiero casarme con ella. Sé que tenemos que limar algunas asperezas, pero prefiero hacerlo a su manera que perderla. Se lo he dicho, pero no me cree.

—Si realmente la amas y estás seguro de que ella realmente te ama, confía en el amor —dijo Laurel.

—No puedo. El amor es una criatura muy estúpida. Mira en el embrollo que me ha metido.

—¡Estoy tan contenta de que hayas venido! —dijo Adora, mientras le daba la bienvenida a Daisy en el salón de los Cochrane—. Mamá estaba preguntándose anoche cómo te estaría yendo en el rancho.

—Parece que hay demasiado por hacer, muchas decisiones que tomar.

Adora frunció el ceño.

—Todavía no te he perdonado por no quedarte con nosotros.

—Es mejor que me quede en el hotel —dijo Daisy, mientras pensaba cuándo dejaría de sentirse culpable por no cumplir con las expectativas de la gente—. Estoy cerca de mi tío y lejos de Guy. Sé que es tu hermano, pero en realidad no puedo casarme con él. Sigue pensando que cambiaré de parecer. Todavía no estoy segura de querer ir con él al rancho esta tarde.

—Pero ya no puedes dar marcha atrás. Puede ser la última vez que lo veas antes de irte para Nueva York. Sé que a veces resulta pesado, pero es porque todavía te ama.

—Él cree que me ama. Está acostumbrado a la idea y le parece cómoda. Pero ahora yo sé qué es el amor, y no es lo que él siente, ni mucho menos.

—¿Hablas de Tyler Randolph?

Daisy asintió con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué no te casas con él? ¿Acaso él no quiere casarse?

—He decidido que no me casaré con nadie.

Adora estaba perpleja. Daisy sabía que Adora no podía imaginarse la vida de la mujer sin un marido.

—Pero habrá cientos de hombres en Nueva York que querrán casarse contigo.

—Lo dudo, incluso cuando me crezca el pelo y esté más atractiva. El único hombre que no me mira como si fuera un gigante es Tyler y eso es porque él mismo es muy alto.

Adora miró a su amiga con una intensidad inusual.

—Me parece que no estás tan segura de ir a Nueva York como lo estás de escaparte de Tyler.

—Es la misma cosa.

—No es así. Si te escapas de él, jamás vas a olvidarlo.

—¿Crees que voy a poder olvidarlo si me quedo aquí?

—No.

—Entonces, ¿qué importancia tiene el lugar donde voy a sentirme desgraciada?

—¿Por qué lo vas a dejar, si eso te hace sentirte tan desgraciada?

—No lo sé. Lo único que sé es que no me puedo casar con él. Tengo miedo.

—¿Miedo de qué?

—De él. De mí. No lo sé. Siento que no puedo someterme otra vez de esa manera.

—Entonces me parece que en realidad no lo amas.

—¿Cómo? —exclamó Daisy.

—No creo que lo ames realmente —repitió Adora.

—¡Cómo puedes decir eso! Sobre todo tú.

—Yo nunca he estado enamorada —admitió Adora—, pero no creo que pudiera desconfiar de mi esposo de la manera en que tú desconfías de Tyler.

—Yo no desconfío de él.

—No dudaría en poner mi vida y todo lo que poseo a su cuidado. Sabría que él haría lo posible para cuidarme mejor de lo que yo misma podría hacerlo. ¿No es eso lo que dices que hace el hermano de Tyler por Laurel?

—Piensa en ti, cuando tu hombre comience a decirte qué debes pensar y qué debes hacer.

—Él no me impondría nada, me aconsejaría. Y si no lo entiendo, me lo explicaría hasta que lo entendiera tan bien como él.

—¿Y si no estás de acuerdo?

—Entonces dejaría que yo actuara como quisiera, siempre y cuando fuese posible.

—¿Y quién va a decidir eso?

—Él.

—¿Y tú lo aceptarías?

—Claro. Si le he confiado mi vida y mis bienes, confiarle cualquier otra cosa no tendría ninguna importancia. Tú le confiaste a Tyler tu vida, ¿verdad?

—Claro. Me ha salvado ya más de una vez.

—Entonces, no entiendo por qué…

Guy entró bruscamente en la habitación.

—El coche está listo, debemos irnos ya.

Daisy estuvo a punto de decirle que había cambiado de opinión y que ya no iba a ir con él. Estaba tan confundida que no creía poder resistir durante varias horas su insistencia amorosa.

Pero Guy tenía una sonrisa tan esperanzadora, y Adora una expresión tan suplicante, que Daisy decidió que iría con él por última vez. Después de todo, ella era la que le había pedido que vigilara el rancho. Pasar unas cuantas horas con él era un precio pequeño para todo el trabajo que iba a hacer.

Daisy no estaba de acuerdo con la sugerencia de su tío de que aceptara la generosa oferta del señor Cochrane de comprarle el rancho. Todavía estaba demasiado abrumada por la reciente adquisición de fortuna y familia. Todo eso parecía un sueño. El rancho y Tyler representaban la realidad. Tenía que aferrarse al rancho. Sería el lugar al que regresaría, si todo lo demás fracasaba.

—Realmente no es necesario que visitemos el rancho —dijo Daisy, al ponerse de pie—. Te puedo decir todo lo que tienes que saber al respecto.

—No puedo aceptar la responsabilidad sin que me muestres exactamente lo que quieres. Puedes estar lejos durante varios años.

Daisy permitió que Guy la condujera hasta el coche y la ayudara a subir. Era un coche cerrado, habría preferido uno abierto, pues no le gustaba sentirse encerrada. Pensó que eso era una buena representación de lo que habría sido su vida como esposa de Guy. No se arrepentía de haberlo rechazado. Jamás habría sido feliz con él. Se preguntaba cómo no se había dado cuenta de eso desde el principio.

Probablemente porque siempre había esperado casarse. Veía el matrimonio con Guy como una manera de obtener libertad, pero Tyler le había mostrado lo que significaba la verdadera libertad.

Si bien era cierto que Tyler solía decirle con frecuencia lo que tenía que hacer, y con la misma frecuencia solía ignorar sus deseos, incluso sus órdenes directas, la prioridad siempre había sido su seguridad y su bienestar. Era lo mismo que Hen hacía por Laurel. Daisy había acusado a Tyler de olvidar las veces que ella había hecho exactamente lo que él le había pedido, pero ella era igual de culpable por olvidar las veces que él había dejado de hacer sus cosas para atender las necesidades de ella. Le había dado una parte de su cabaña, una cantidad ilimitada de su tiempo y sus pensamientos. Había transportado y calentado agua para que se bañara, había cuidado a su venado, había capturado a los cuatreros, había abandonado la mina para ayudarla con el rancho, incluso había arriesgado su vida para protegerla de los asesinos.

Daisy se sintió como una estúpida. ¿Cómo no se había dado cuenta de que él ya había cedido mucho más de lo que ella temía perder?

Se sintió peor que estúpida. Se sintió asustada. Había hecho todo lo posible por alejarlo y era posible que finalmente hubiera tenido éxito.

—¿Ya has decidido cuánto tiempo vas a quedarte en Nueva York? —preguntó Guy. Estaba sentado junto a ella y uno de los mozos de los Cochrane conducía.

No quería hablar con Guy. Quería tiempo para pensar. Quería ver a Tyler.

—Mi tío cree que primero debo conocer a la familia de mi madre, antes de decidir. Es posible que acabe huyendo de mis parientes y volviendo al rancho.

No estaba bromeando. Su tío ya estaba tratando de planearle la vida. Se imaginaba que la familia de su madre intentaría hacer lo mismo.

Daisy se dio cuenta de que pensaba en Tyler como en un refugio. Tenía el terrible presentimiento de que tendría una vida más difícil siendo una joven rica con muchos parientes ansiosos, que una muchacha pobre, sin pelo y con una visible herida de bala en la cabeza.

—Me gustaría que reconsideraras tus planes —dijo Guy—. Nueva York no tiene nada que ver con Albuquerque.

—Si no soy feliz allá puedo irme a otro sitio.

—¿Volverías aquí?

Daisy no lo sabía. Las palabras de Adora le retumbaban en la cabeza. «No creo que pudiera desconfiar de mi esposo de la manera en que tú desconfías de Tyler». ¿Realmente confiaba en Tyler? Y si confiaba en él, ¿por qué no podía confiarle su felicidad como le había confiado su vida?

Sin previo aviso, Guy la tomó de las manos.

—Cásate conmigo —le dijo—. Te llevaré a donde quieras ir. Podemos vivir en Nueva York o viajar fuera del país. Lo que quieras. Solo tienes que pedirlo.

—Guy, ya te dije que…

—Sé lo que me dijiste, pero estás equivocada. Yo te amo y sé que llegarás a amarme. Me aseguraré de que lo hagas.

Daisy trató de retirar sus manos, pero él no se lo permitió.

—Guy, no seas ridículo. Tú sabes que tu padre quiere que te pongas al frente de sus negocios. Actualmente ya estás haciendo la mitad del trabajo que él solía hacer. Tus amigos están aquí. Todo lo que te gusta está aquí. Te sentirías desdichado en cualquier otro lugar.

—No me sentiría desdichado si estuviera contigo.

Guy trató de abrazarla, pero Daisy se pudo escurrir con facilidad. Era más grande que él y, después de tantas semanas sobre un caballo, se había vuelto más fuerte.

—Tú no me amas —le dijo a Guy—. Solo crees que me amas.

—¿Cómo puedes decir eso, sí lo único que hago es decirte que te amo?

—Porque yo sé lo que es estar enamorado —le contestó Daisy, que finalmente iba a tener que decirle lo que hasta entonces no había querido que supiera.

—¿Te refieres a Tyler Randolph?

—Sí.

—Pero dijiste que no te ibas a casar con él.

—No me voy a casar con él, pero me ama de una manera que ni siquiera había soñado.

—¿Cómo?

Daisy no sabía cómo empezar.

—Te podría hablar de la semana que estuvo cuidándome y puso mis necesidades por encima de las suyas y las de su hermano. Pero cuando abandonó la búsqueda de oro para ayudarme a organizar el rancho, finalmente me di cuenta de lo mucho que me amaba. Dejó a un lado la ambición que había presidido su vida tres años, solo para ayudarme.

—Yo te estoy ofreciendo cambiar toda mi vida por ti —alegó Guy.

—Tyler está acostumbrado a tomar decisiones sin consultarle a nadie, pero durante dos semanas fue capaz de dejar de decirme lo que debía hacer. No lo hizo ni una sola vez.

—Yo jamás te he dicho lo que debes hacer.

—Y nunca me tocó más allá de lo que yo quise, a pesar de que quería hacerme el amor desesperadamente.

—Jamás se me pasaría por la cabeza mancillar tu honor.

—Cuando él me mira o dice mi nombre, es como una caricia. Hay algo especial en su voz, en sus ojos, en sus gestos. Ningún hombre me ha tocado como él.

—Pensé que habías dicho que él nunca…

—Nunca se excedió, te he dicho. Pero insiste, no acepta un no por respuesta. Dice que va a esperar, que algún día seré su esposa.

—Yo he hecho eso y más —dijo Guy.

Daisy hizo un esfuerzo para no seguir pensando en Tyler. Podía seguir hablando de él durante todo el camino, pero no quería hacerle eso a Guy.

—Lo siento, Guy, pero no te amo. No sería una buena esposa para ti. Sé que crees que harías cualquier cosa por mí, pero enseguida, en cuanto nos casáramos, querrías hacer lo que siempre has hecho. Eres como eres, no lo puedes evitar, y por eso no te lo reprocho. No quiero que cambies por mí. Quisiera que encontraras una mujer que te ame tal como eres.

Guy le apretó las manos con fuerza.

—¿Por qué no crees que te amo?

—Guy, te he dicho…

—No puedes amar a Tyler Randolph más que a mí. Aunque su familia sea rica, no es más que un hombre de la montaña. No puedes tener nada en común con él.

—No tiene sentido que sigamos discutiendo eso. No debí venir contigo. Vamos al rancho, veamos lo necesario y regresemos al pueblo.

—No entiendo por qué no quieres casarte conmigo.

—He tratado de explicártelo. Simplemente te niegas a entenderlo.

—Lo entiendo a la perfección —respondió Guy—. Has perdido la cordura, no puedo dejarte hacer algo de lo que te vas a arrepentir.

—Guy, no me voy a casar con Tyler, me voy a ir a Nueva York.

—Eso es incluso peor. No perteneces a ese mundo. Tu tío hará que te cases con algún amigo rico, que no te va a entender en absoluto.

—Estás diciendo tonterías.

Guy se recostó contra el asiento. En un segundo desapareció toda la emoción que había animado su súplica. Ahora parecía extrañamente tranquilo.

—Siento mucho lo que voy a hacer, pero tú te lo has buscado.

—¿De qué hablas? No te entiendo.

—He tratado de hacerte razonar, pero no quieres.

—¿De qué hablas?

—Vamos en dirección al rancho, pero el coche continuará hasta Bernalillo, donde recogerá a un sacerdote que va a casarnos.

—¿Estás seguro de que no te estoy molestando con toda esta conversación sobre asuntos de dinero? —dijo Hen, con un gesto de sorda irritación.

Estaba perdiendo la paciencia con su hermano.

El cuerpo de Tyler estaba en el recibidor de Laurel, pero su mente estaba con Daisy y Adora Cochrane. No le gustaba para nada que estuviera en casa de aquella gente. La había dejado ir solo porque Regis Cochrane no estaba. Ciertamente, no le interesaba cuánto dinero había logrado obtener Madison por la venta de la mina de oro. Tampoco quería saber el valor de las tierras en Denver y en San Francisco, ni qué zonas de la ciudad tenían más perspectivas comerciales. Nada de eso le importaba, si Daisy se iba a Nueva York.

—Has sido de enorme ayuda. De hecho, no es habitual que te tomes tantas molestias por mí.

—No lo volveré a hacer —le advirtió Hen—. No me has prestado atención ni cinco minutos.

—Está preocupado por Daisy —explicó Laurel.

—Ya sé que está preocupado por Daisy. Ha estado preocupado por esa mujer desde que apareció aquí, pero no hace nada. Si nos atenemos a lo que ella dice, está harta de ti.

—No lo dice en serio —se apresuró a decir Laurel.

—Entonces, ¿por qué lo dice?

—Está confundida.

—Yo estoy confundido, pero no ando por ahí diciendo cosas que no pienso.

—Acabas de decir que jamás volverás a ayudar a Tyler, y sabes que lo harás.

—No lo haré, si él no logra salir de esa depresión.

—No estoy deprimido —dijo Tyler—. Estoy furioso.

—¿Y debo suponer que eso es mejor?

—Me pongo furioso cuando no sé cómo solucionar las cosas. Me deprimo cuando no hay manera de solucionarlas.

—¿Estás seguro de que puedes reconocer la diferencia?

Tyler sonrió divertido.

—Sí, me imagino que me siento igual que tú cuando Laurel se fue del pueblo.

—Entonces, que Dios te ayude —dijo Hen y se puso de pie—. Es hora de llevar a los niños a montar. Será el último paseo en el pueblo, mañana nos vamos a casa.

—Lamento mucho que nos tengamos que ir en este preciso momento —le dijo Laurel a Tyler, después de que Hen saliera con los niños—, pero hemos estado fuera ya demasiado tiempo.

—Ya has hecho mucho por mí.

—Lo único que he hecho es escucharlos a ambos.

Tyler la miró con intensidad.

—Si te sirve de consuelo, ella se siente tan mal como tú.

—Entonces por qué demonios…

—Por la manera en que su padre las trató a ella y a su madre. Tiene miedo de que todos los matrimonios sean iguales. Ella te ama y quiere estar contigo, pero después de haber logrado su libertad, tiene miedo de perderla.

—¿Cómo es posible que no sepa que yo no la voy a tratar así?

—Creo que todavía no se siente segura. Aparentemente, su padre juraba que las amaba a ella y a su madre. Con seguridad su madre lo amaba. Probablemente cree que lo normal es que los hombres sean unos tiranos con las mujeres.

—Si la asusta tanto la tiranía, lo mejor es que no se acerque mucho a ese tío que acaba de aparecer. Tiene lista una jaula de oro para ella.

—¿A qué te refieres?

—Su deseo es que se case con alguien que lo beneficie tanto social como financieramente.

—Daisy es demasiado inteligente para eso.

—Pero está muy ocupada impidiendo que yo me acerque, y puede despistarse.

—Entonces no la sofoques, dale un margen, un tiempo.

—No puedo. Ella cree que sabe lo que está pasando, pero no lo sabe.

—¿Cómo pretendes solucionar eso?

—Lo primero es impedir que se vaya a Nueva York.

—¿Cómo?

—No lo sé, raptándola si es necesario.

Unos golpes frenéticos en la puerta impidieron que Tyler viera la cara de enojo de Laurel. Cuando abrió la puerta, se encontró con Adora Cochrane, que tenía el rostro pálido y estaba alterada por el miedo.

—Se ha llevado a Daisy. La va a obligar a casarse con él, y todo es culpa mía. —Dicho esto, rompió en llanto.

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