Daisy

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FRANK STORACH estaba cansado, furioso y con frío cuando entró de sopetón en la pequeña y desvencijada casita de adobe. No se quitó el abrigo porque dentro la temperatura también era gélida; sin embargo, era un descanso guarecerse de la ventisca que había en el exterior. Dos hombres alzaron la mirada cuando sonó la puerta al entrar. Uno era un hombre viejo y canoso, que vigilaba una cafetera que había encima de la estufa. El segundo, un hombre joven e imberbe, de cabello castaño oscuro y ojos perversos, estaba echado en una litera.

—¿Qué has encontrado? —preguntó el hombre mayor con un tono adulador, que mostraba sus deseos de agradar.

—Te dije que no había necesidad de volver allí. —La actitud del joven era hosca, casi retadora—. Nada podía salir mal.

—¡Claro que podía salir mal! —Al maldecir, los ojos de Frank revelaban el cansancio y la rabia que sentía—. Encontré al anciano muy bien enterrado en su tumba, pero la muchacha ha desaparecido.

—¿Qué? —exclamó el viejo—. ¿Cómo es posible?

El joven se enderezó un poco, apoyándose en el codo. Tenía los ojos abiertos de par en par por la sorpresa.

Frank agarró la cafetera y se sirvió una taza de café.

—Dos hombres se la llevaron.

—Si no la enterraron con el anciano, quiere decir que todavía está viva —dijo el viejo.

—Eres muy inteligente, tío Ed —se burló Frank—. Eso mismo fue lo que yo me imaginé, por eso los seguí.

—¿Pudiste liquidarla? —preguntó el joven.

Frank sorbió el café y se sirvió un poco más.

—Un desgraciado comenzó a dispararme en el momento en que le iba a pegar un tiro. Al otro le metí una bala en el cuerpo, eso sí.

—¿Adónde se dirigieron? —preguntó el joven, mientras se enderezaba del todo, y los ojos le brillaban, llenos de ansiedad.

—No lo sé, Toby, pero están en algún lugar de esas montañas. Traté de seguirlos, pero los perdí en la nieve.

—Yo digo que nos olvidemos de ellos —dijo Ed, cuyo nerviosismo había aumentado—. Ella no te vio matar a nadie.

—Yo creo que esa mujer podría ingeniárselas para relacionar conmigo la muerte del anciano y la bala que recibió en la cabeza —respondió Frank, con la voz cargada de sarcasmo.

—Al jefe no le va a gustar esto. —Ed se pasó nerviosamente una mano por la cabeza, que ya mostraba una calva incipiente.

—Entonces debió asegurarse de que ella no estuviera mientras hacíamos el trabajo. No lo hizo y ahora estamos metidos en este lío —masculló con rabia Frank.

—Yo no estoy metido en nada con nadie —respondió Toby, cuya fría mirada hizo que Frank pensara en una víbora. El muchacho no tenía escrúpulos. Mataría a cualquiera. Por eso lo había contratado. Pero al mirarlo en ese momento, tenso, siempre listo para atacar, se preguntaba si el parentesco, el simple hecho de que fuera su primo sería suficiente para protegerlo de aquella pulsión asesina que sentía el muchacho.

—Estaba pensando que podríamos ir a Bernalillo —dijo Toby—. Hay una dama por allí que está deseando mi regreso.

—Nadie va a ir a ninguna parte hasta que esa mujer esté muerta.

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