Daisy

Daisy


Capítulo 2

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—¿Que hiciste qué? —preguntó Daisy con voz débil por el impacto de la noticia.

—Tyler también durmió contigo.

Daisy deseó volver a desmayarse, pero en lugar de eso permaneció dramáticamente alerta. Había prestado atención a cada una de las palabras y estaba segura de haber oído perfectamente bien.

—Me preocupaba que te fueras a morir de frío —explicó Tyler.

Daisy experimentó una oleada de alivio tan intensa que le produjo un mareo, y se preguntó si no sería preferible morirse allí mismo en silencio a tener que soportar toda esa locura que parecía rodearla. Sabía que la cabeza no le estaba funcionando muy bien. Con seguridad todo eso no podía ser culpa de una bala.

—Ayúdame a sacar los brazos —le dijo a Zac. Tal vez se sentiría menos abrumada si se enderezaba.

—Pero tienes que prometer que no te vas a levantar. Tyler se pone realmente desagradable cuando la gente no hace lo que él quiere.

—Solo quiero enderezarme un poco para poder ver a mi alrededor. Me siento indefensa acostada aquí y envuelta como una momia.

—Ayúdala a enderezarse —dijo Tyler.

Daisy no entendía por qué Tyler actuaba como si fuera Dios. En eso pensaba cuando un aroma perfectamente celestial había comenzado a desplazarse hacia la parte de la cabaña en que estaba ella. Sintió que el estómago empezaba a rugirle y la boca se le hizo agua. Se estaba muriendo de hambre.

Zac dio un tirón a las mantas, pero no se aflojaron.

—Date la vuelta para poder agarrar los extremos.

—Si pudiera darme la vuelta no te necesitaría —respondió Daisy, mientras seguía pensando en el aroma del guisado.

Zac actuaba como si no hubiera tenido que cuidar a nadie en toda su vida, aunque finalmente pudo aflojar las mantas para que Daisy sacara los brazos. Ella se movió contra la pared hasta que pudo sentarse. La cabeza le dolía terriblemente, pero estaba decidida. Se sentía demasiado indefensa, acostada en la cama cuan larga era.

Tyler le puso en las manos una taza de café caliente, con azúcar y leche en polvo. Casi no podía sujetarla. Sin decir una palabra, Tyler volvió a coger la taza, la removió y se la volvió a pasar. La trataba como a un bebé. Pero ella se tragó el orgullo y aceptó el café. La calentó por dentro. A pesar de las mantas, sentía frío.

—¿Cuánto tiempo piensan tenerme aquí? —preguntó.

—¡Tenerte aquí! —repitió Zac—. Te remolcamos no sé cuántos kilómetros a través de la ventisca más espantosa que haya visto, tengo en el costado una bala que iba dirigida a tu cabeza y tú quieres saber «cuánto tiempo te vamos a tener aquí». Por lo que a mí me concierne, puedes irte en este mismo instante.

Daisy decidió que era mejor replantear la pregunta. El barbudo Pies Grandes, que estaba otra vez al lado de la estufa, no iba a hablar y Adonis parecía dispuesto a ofenderse por cualquier cosa que ella dijera. No pensaba que le fueran a hacer daño, pero no estaba segura, no los conocía. Además, aunque era muy alta, una broma del destino por la que había sufrido toda la vida, los dos hombres eran más altos que ella.

—¿En cuánto tiempo creen que estaré en condiciones de viajar? —preguntó—. Mi padre debe de estar enloquecido de angustia.

—No lo sé —contestó Zac, un poco más tranquilo—. Estuviste a la intemperie alrededor de veinticuatro horas. No puedes esperar que en cinco minutos ya estés en condiciones de andar vagando por las montañas.

—Pero mi padre…

—Tu padre simplemente tendrá que preocuparse —le dijo Tyler—, todavía no estás bien para viajar.

Tyler dio media vuelta. Evidentemente ya había dicho todo lo que iba a decir. Daisy se enfureció. Era como su padre, daba órdenes y esperaba que ella las cumpliera sin rechistar. Ciertamente, ella tenía que aceptarlo en su padre, pero no se lo consentiría a ese hombre. Sintió otro mareo y perdió la poca fuerza que le quedaba. Se lo diría después, cuando estuviera mejor.

Daisy lamentaba que la hubiera encontrado Pies Grandes. Lamentaba aún más que hubiera tenido que cargarla a través de la montaña para meterla en su propia cama, pero no era culpa de ella. Había docenas de personas en Albuquerque con quienes habría podido dejarla. Cualquiera le habría dicho que su mejor amiga era Adora Cochrane, la hija del hombre más rico del pueblo. Esos amigos habrían estado encantados de cuidarla y le habrían avisado enseguida a su padre para que no se preocupara.

—¿Dónde te dispararon? —le preguntó a Zac.

—En el costado.

—¿Es grave?

—Lo suficientemente grave.

Daisy le pasó la taza.

—¿Crees que podrías traerme un poco más de café?

—Creo que sí, que podría. —Zac hizo una mueca de dolor al ponerse de pie. A lo largo de todo el trayecto de ida y vuelta con el café hizo una representación perfecta de hombre cojo. Daisy se dijo para sus adentros que era posible que Zac no estuviera exagerando, pero le costaba trabajo creerle. Sin embargo, sería imposible saber cuánto correspondía a un dolor de verdad y cuánto era solo teatro. Decidió que a Zac le gustaba que lo miraran.

—Déjame ver tu herida —le dijo cuando le entregó el café—. Sé cómo curar cortes.

Zac dio un paso hacia atrás.

—Ninguna mujer me va a poner las manos encima.

—Solo quiero ayudar. Después de todo dijiste que era culpa mía que te hubieran herido.

—Hora de comer —anunció Tyler—. Zac, ven a por lo tuyo. Y tú —dijo, y estaba claro que se refería a Daisy—, quédate donde estás, yo te daré de comer.

Daisy retiró las mantas que la arropaban.

—Me siento mucho mejor ahora. Yo…

—¡Quédate donde estás!

La orden la dejó clavada a la cama, como si Tyler hubiera usado martillo y clavos para dejarla en el sitio. Daisy se sintió extrañamente paralizada. No pudo evitar un encogimiento cuando él acercó un asiento y se sentó al lado de la cama.

—No tienes por qué gritar —le dijo Daisy.

—No he gritado.

—Sí lo has hecho. —En realidad no había gritado, pero por el tono crispado parecía como si lo hubiera hecho.

—Tampoco es necesario que te acurruques en el rincón, no tengo el hábito de violar niñas.

—No soy una niña —replicó Daisy, que había recobrado un poco de su valor—. Hace varios meses que cumplí veinte años.

—Te has confundido por las pecas —dijo Zac a su hermano, aparentemente con ánimo de ayudar a la joven—. Le hacen parecer una chiquilla, aunque es tan alta como una jirafa.

Daisy pensó que Zac, el bien parecido, merecía que lo estrangularan. Se sentía furiosa. Ella odiaba las pecas con todas sus fuerzas. Su madre había intentado eliminarlas de mil maneras. Pero lo único que logró fue volverla más sensible al asunto.

—¿Cuánto tiempo debo permanecer en cama? —preguntó.

—Quizá mañana puedas levantarte un rato —respondió Tyler.

Daisy sorbió el contenido de la cuchara que el hombre le estaba ofreciendo. El hecho de que le estuviera dando de comer la hacía sentirse inútil, tonta, pero tenía hambre y la comida estaba deliciosa.

—¿Ni siquiera puedo alimentarme yo misma?

—No.

—Prometo que no salpicaré y que no se me escurrirá por la boca. —Se daba cuenta de que el comentario no había sido especialmente divertido para aquel hombre, pero no tenía por qué mirarla como si fuera una niña de colegio que se hubiera portado mal. ¿Acaso nunca sonreía el tipo aquel? Se diría que padecía un grave problema de estreñimiento.

Tyler se inclinó un poco más y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse para atrás. Se sentía algo incómoda por tenerlo tan cerca. No confiaba totalmente en él y le desagradaba que se pasara todo el tiempo diciéndole lo que tenía que hacer. Además, detestaba la barba. Hacía que pareciese una especie de animal.

Daisy esperaba que el hombre oliera mal. Todos los hombres de las montañas que había conocido olían peor que un basurero; pero, para su asombro, Tyler no. El único olor fuerte que percibía era el maravilloso aroma que salía del plato que tenía delante. Le miró las manos. Eran muy grandes. También tenía unas uñas inmaculadamente limpias. De hecho, barba aparte, era un hombre con buena apariencia. La ropa que llevaba puesta no era nueva, pero sí estaba muy limpia.

¿Por qué un hombre que vivía solo se preocupaba tanto por mantenerse limpio y bien cuidado?

Un hombre que podía cocinar algo que olía tan bien como aquel guiso sería capaz de hacer a la perfección cualquier cosa. Daisy abrió la boca para recibir otro bocado. Todavía estaba muy caliente para poder saborearlo de verdad, pero ya tenía claro que era la mejor comida que había probado en su vida.

—¿Qué es? —preguntó apenas se tragó la segunda cucharada.

—Venado. Estaba persiguiendo uno cuando te encontramos.

No sabía a venado. Sabía mucho mejor.

—Espera a probar las otras cosas que sabe preparar —dijo Zac, que todavía no había terminado de comer—. Observarlo mientras cocina es espantoso, porque echa toda clase de cosas en la olla, pero lo que resulta al final sabe de maravilla.

Daisy aceptó otra cucharada. No sabía nada sobre los condimentos, pero el guisado le parecía fantástico.

—Tendrás que contarme cómo lo haces —le dijo.

—Tyler no le cuenta a nadie sus recetas —terció Zac—. Casi nunca deja que haya nadie cerca cuando cocina.

—A mí tampoco me gusta que haya gente en la cocina —dijo Daisy—, me distrae, me impide concentrarme.

—No le hagas caso. A Tyler no le preocupa la concentración —le informó Zac—. Simplemente, no le gusta la gente. Ha tratado de deshacerse de mí desde el mismo momento en que llegué.

—Come más y habla menos —ordenó Tyler.

Zac obedeció, pero Daisy pensó que era porque tenía hambre, no porque Tyler lo intimidara.

Ella, de todas formas, comió en silencio. Se dedicó a tratar de conocer mejor a los hermanos, si es que eran hermanos. Por lo que podía ver, lo único que tenían en común era el tamaño. Zac era más atractivo, pero el que despertaba su curiosidad era Tyler. Se preguntó si en realidad odiaría a la gente, como decía el otro. Era una característica de muchos hombres de las montañas.

Se dio cuenta de que él no la miraba. Había comenzado a especular sobre la causa de ello, cuando recordó que Zac le había dicho que había perdido la mitad del pelo y que el resto estaba apelmazado y lleno de sangre. Se llevó la mano a la cabeza. Sus dedos se toparon con un grueso vendaje. Se sintió mortificada. Probablemente no la miraba porque no podía resistir el espectáculo. El solo hecho de imaginarse el aspecto que debía de tener en ese momento casi acaba con su apetito, pero Tyler siguió metiéndole cucharadas de guiso en la boca.

Se sentía fatal. Nunca había sido una belleza. Las pecas y la estatura habían arruinado cualquier esperanza al respecto, pero siempre había tenido algo distinto, había sido atractiva. Detestaba verse horrible frente a este hombre que obviamente no había escatimado esfuerzos para salvarla y cuidarla. Nunca había visto a una mujer con el cabello chamuscado, pero lo que se estaba imaginando era bastante horrible. Probablemente parecería un perro remojado y vapuleado.

Daisy se consoló pensando que ella tampoco lo encontraba atractivo a él. Tyler tenía unos ojos bonitos y una frente noble, pero la barba echaba a perder el conjunto.

—¿Tienes un espejo?

—No necesitas espejo.

—Quiero ver cómo estoy.

Él no respondió, simplemente le dio más comida. Ella lo intentó de nuevo.

—Tengo que cambiarme el vendaje. Está muy apretado.

—Yo lo haré.

—Yo misma lo puedo hacer. Ahora me siento mucho mejor.

—No.

Tyler se levantó. Estaba tan sorprendida por la contundencia de la negativa que en un primer momento no se dio cuenta de que se estaba llevando el delicioso guiso.

—Todavía tengo hambre —dijo.

—Ya has comido lo suficiente.

Daisy casi no podía creer lo que había oído. Nadie le había negado nunca la comida, ni le habían dicho jamás que ya había comido suficiente.

—Me has servido un plato muy pequeño. Estoy muerta de hambre.

—Llevas más de veinticuatro horas sin probar bocado. No debes comer tanto de una sola vez.

—Creo que debería ser yo quien juzgue si he comido demasiado.

Tyler no se volvió. Ni siquiera iba a discutirlo con ella. Estaba claro que, no le interesaba su opinión. Era peor que su padre, que al menos nunca la había dejado con hambre. Sintió ganas de gritarle, de decirle todo lo que pensaba de él.

Pero apenas abrió la boca, se dio cuenta de que, aunque Tyler era insoportablemente mandón, en realidad la estaba cuidando. No esperaba que ella hiciera nada. Ni siquiera la dejó moverse cuando lo intentó. Nunca había conocido a un hombre que no esperase que una mujer se lo hiciera todo. Incluso cuidaba a Zac.

Para Daisy esto era una novedad. Tendría que pensar en el tema, pero no ahora, pues la comida caliente le había provocado sueño. La idea de dormir un poco era muy tentadora. Rápidamente perdía las fuerzas que hubiera necesitado para oponerse a que Tyler hiciera lo que de todas maneras iba a hacer.

—¿Qué hora es?

—Más o menos las cinco de la tarde —respondió Tyler, mientras vertía en un recipiente con agua tibia un líquido transparente que sacó de una botella pequeña. Luego cogió unas tiras largas de tela—. Acuéstate y quédate muy quieta —le dijo, al tiempo que se sentaba a su lado—. Esto puede doler un poco.

—¿Qué le has puesto al agua? —preguntó Daisy.

—Desinfectante.

Tyler le mantuvo la cabeza levantada mientras le quitaba el vendaje. Zac prácticamente metió la cabeza encima de la de ella para observar la herida.

—No me parece que esté tan mal —comentó—. Ayer tenía un aspecto mucho peor.

Efectivamente, dolía. Lo que al parecer era desinfectante ardía, pero era evidente que Pies Grandes trataba de ser lo más cuidadoso posible. Daisy se preguntó si alguna vez este hombre habría estado cerca de una mujer durante más de cinco minutos. Sin duda, actuaba como si no conociera las costumbres femeninas.

Se preguntó si querría aprender.

—¿Me va a quedar una cicatriz?

—Sí.

—¿Muy grande?

—La podrás cubrir con el pelo.

¡En una eternidad, cuando le hubiera crecido otra vez! Se podía imaginar con la mitad de la cabeza chamuscada y la otra mitad con una cicatriz grande y roja. Casi se echa a llorar. Probablemente los niños se asustarían al verla. Ningún hombre iba a querer hablarle, y mucho menos casarse con ella.

—Quiero irme a casa —dijo, agobiada por todas las calamidades que parecían estar cayéndole encima. Las cosas podrían ir un poco mejor si al menos pudiera irse a casa, lejos de Adonis y su perfección, y lejos de Pies Grandes y su absoluta certeza de lo que era lo mejor para ella. No se sentía con fuerzas para enfrentarse a ellos. Por lo menos, en ese momento.

—No puedes ir a ningún lado —le informó Tyler—. Estás tan débil que te caerías del caballo.

—Tyler tuvo que sujetarte en sus brazos durante todo el camino hasta aquí; si no, en este momento estarías tirada en algún barranco —le dijo Zac.

—¿Me estaba abrazando?

—¿De qué otra manera crees que te habrías mantenido sobre el caballo? ¿Amarrada a la silla?

Daisy sintió que se ruborizaba. Saber que había estado en los brazos de Tyler y que sus cuerpos habían estado en íntimo contacto durante mucho tiempo le produjo más vergüenza que el comentario de Zac de que había dormido con ella. Esta última información la había dejado perpleja, pero no se la había creído del todo. Esto otro la dejaba sin aliento pues la consideraba cierta, pues era la explicación más lógica de la forma en que pudieron llevarla hasta la cabaña. Cerró los ojos. No podía mirar a Tyler a la cara.

—Alguien debería coserte la boca —le dijo Tyler a Zac.

—No entiendo…

—Calla y pásame ese tarro de pomada.

Daisy permaneció con los ojos cerrados. Oyó las enormes pisadas de Zac que atravesaban la habitación de ida y vuelta.

La pomada era fresca y calmante. No olía muy bien, pero eso no le importaba. Solo esperaba que Tyler terminara pronto. Quería darse la vuelta hacia la pared y no volverlo a ver nunca jamás.

No sabía por qué le importaba lo que aquel hombre pensara de ella. Era tan taciturno que parecía grosero. Actuaba como si cuidarla fuera un deber que su conciencia no le permitía eludir. Cuanto antes pudiera irse, mejor para ambos.

—No te muevas. Necesito vendarte otra vez la cabeza.

Daisy abrió los ojos y lo observó.

—¿Qué vas a hacer si no te hago caso? ¿Atarme a la cama?

—Si no hay otro remedio…

A Daisy no le cabía duda de que era capaz de hacerlo. Se sentó, inmóvil, mientras Tyler le enrollaba las tiras de tela alrededor de la cabeza. Pasó tanto tiempo que la chica pensó que acabaría convirtiéndose en una especie de momia.

—Probablemente he puesto demasiada venda, pero quiero asegurarme de que proteja la herida —dijo—. No soy muy bueno como enfermero, no me hago heridas con frecuencia.

—Jamás te pasa nada —subrayó Zac, con un tono levemente malhumorado—. A mí me pegaron un tiro, me caí por una montaña y a duras penas pude escapar de un desprendimiento de rocas cuando veníamos para aquí. A él nunca le ha pasado nada, ni siquiera una rozadura. Nada.

—Entonces, ¿por qué tiene un vendaje en la mano?

—Porque…

—Esto me pasó cuando el asesino fue a por ti la segunda vez —dijo Tyler.

Justo cuando había logrado enfadarse con él, Tyler la hacía sentirse culpable.

—Lo siento. Me quedaré quieta como un ratón.

—Si crees que los ratones se quedan quietos, tienes que ver a la criatura que vive en aquella pila de leña —dijo Zac—. El…

—No creo que la señorita Singleton quiera saber nada sobre ratones —dijo Tyler a su hermano—. Súbete la camisa, para que pueda verte la herida también a ti.

Mientras trataba de hacer caso omiso del parloteo de Zac y las refunfuñonas respuestas de Tyler, Daisy se acomodó en la cama hasta que pudo estirarse. Al imaginarse cuál sería su aspecto con metros de venda alrededor de la cabeza, deseó meterse debajo de las sábanas y quedarse allí para siempre. Además, le dolía la cabeza, sentía que el cuerpo le pesaba una tonelada, estaba cansada y tenía sueño. También estaba preocupada por su padre y se sentía muy deprimida al pensar en el desastre de su pelo. Y para colmo, estaba claro que iba a tener que pasar varios días encerrada con Pies Grandes y el solícito bromista. Pensó que se iba a volver loca.

El silbido del viento entre los árboles le confirmó que viajar sería imposible de momento. Pero seguramente la nieve se derretiría pronto. Casi nunca nevaba en el valle del Río Grande, ni siquiera en las montañas Sandia. Cuando lo hacía, la precipitación no duraba mucho tiempo.

Pero solo con echarle un vistazo a las ventanas cubiertas de hielo, Daisy supo que, a pesar de lo que usualmente sucedía, estaba nevando mucho y no había señales de que la borrasca fuera a parar pronto.

Daisy cerró los ojos. Estaba muy cansada para seguir luchando contra el sueño. Quería escapar. Tal vez todo esto no fuese más que una pesadilla. Tal vez se despertara en su propia cama, en su casa, y Pies Grandes no fuera más que un mal sueño.

Pero cuando se estaba quedando dormida, no pudo dejar de pensar en qué aspecto tendría sin esa horrible barba.

Zac parecía intrigado.

—¿Crees que se está haciendo la muerta?

—Está dormida —le respondió Tyler—, aunque no ronque como tú.

—Yo no ronco.

—No lo haces cuando estás despierto. —Tyler le puso desinfectante a su hermano en el costado. El muchacho hizo una mueca.

—Hazlo con cuidado. No soy una de tus estúpidas mulas.

—Daisy no se quejó y la herida de ella es peor que la tuya.

—Qué clase de hermano eres, que te atreves a compararme con una niña.

Tyler se volvió a mirar la cama donde Daisy dormía.

—Con una mujer. —Ninguna niña habría podido despertar el deseo físico tan intenso que sentía. Ni las pecas ni los vendajes le hacían olvidar la suavidad del cuerpo que tuvo tan cerca del suyo durante todo el camino hasta la montaña. El solo hecho de pensar en eso lo hizo ponerse tenso.

—Supongo que sí —concedió Zac—, especialmente si tiene veintitantos años como dice, pero no se parece en nada a Laurel.

—Laurel es madre desde los diecisiete años. Eso le echa unos cuantos años encima a cualquier mujer.

—Ser la madre de Jordy envejecería a cualquiera —dijo Zac—. No entiendo cómo Hen pudo convencerla de que lo adoptara.

Tyler sonrió.

—Es muy inquieto.

—Es un demonio. ¿Ya has acabado de torturarme?

Tyler se rio entre dientes.

—Me gustaría torturarte, aunque solo fuera por unos minutos, para ver si detrás de tanta tontería al menos tienes agallas.

—Tengo las mismas agallas que todos vosotros —replicó Zac—. El hecho de que no me gusten las vacas, ni vagabundear por el bosque o que hombres locos y armados me apunten a las costillas no quiere decir que sea un cobarde. Simplemente, me gusta más la ciudad que el campo.

—Allí hay más peligros que en el campo.

—¿En qué ciudad hay ventiscas, montañas y gente que te dispara e intenta quemar la casa con uno dentro?

—No me llevo muy bien con la gente.

—Es porque no sabes cómo tratarla. Yo sí.

Tyler tuvo que admitir que eso era verdad. Nunca había sabido cómo llevarse bien con su propia familia. Y con los desconocidos ni siquiera lo intentaba. Pero aunque pareciera una contradicción, cosa que sus hermanos no habían dejado de señalarle en más de una ocasión, con gusto dejaría de vagabundear por los bosques para cumplir su sueño de ser el dueño de varios hoteles y administrarlos a su manera.

Sin embargo, Tyler no estaba resentido con Madison y Jeff por haberse opuesto a vender algunas de las propiedades familiares para darle el dinero. Comprendía que nadie pudiera imaginárselo como la persona indicada para manejar un hotel. Pero tampoco iba a cambiar de parecer. Quería los hoteles, y los quería para él solo. En su opinión, su familia no tenía nada que hacer en el asunto.

Con un suspiro inaudible, le echó una última mirada a la herida de Zac.

—Tú también deberías irte a la cama. Te va a doler durante un tiempo, pero estás bien.

—Para ti es fácil decirlo —comentó Zac—, pero tú no tienes que subirte a esa litera con la mitad del cuerpo doliéndote como el demonio cada vez que te mueves.

Tyler agarró de repente a Zac por el cuello y el trasero y lo subió a la litera de un empujón.

—¡Por Dios! —exclamó Zac—. ¿Estás tratando de matarme?

—De esa manera el dolor pasa pronto.

—¡Dios! La vida de ermitaño te ha vuelto loco.

—Duérmete, antes de que te eche al montón de leña con tu ratón.

Tyler recogió la palangana y los vendajes y se dirigió hacia el fuego para limpiarlo todo. Lo que quedaba del venado se descongelaría pronto. Tenía que cortar otro pedazo. Pero mientras pensaba en sus quehaceres, estaba más pendiente de Daisy que de la tarea que estaba ejecutando.

No le había contado nada sobre el padre porque no creía que estuviera lo suficientemente fuerte para soportar el golpe. Pero cuanto más esperara, más duro sería para ella. No sabía qué hacer con una mujer de luto y, con certeza, Zac no iba a ser de mucha ayuda.

Nunca había sabido qué hacer frente al dolor. A decir verdad, nunca sentía dolor, ni siquiera un poco. Recordaba cómo había sufrido Hen cuando su madre murió. Para Tyler solo significó que tenía que ocuparse de cocinar. La noticia de la muerte del padre había sido más un alivio que otra cosa.

Tyler odiaba a su padre desde aquel terrible día.

No soportaba la idea de verla llorar. No por el llanto mismo, sino por el sentimiento de impotencia que sin duda le invadiría. Se preguntaba si se iba a poner histérica, a gritar, a vociferar, o si se iba a sentar en el rincón a sollozar quedamente hora tras hora. Casi prefería los gritos. Por lo menos pasaban pronto.

Desde aquel día ya lejano no podía soportar el llanto de nadie.

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