Daisy

Daisy


Capítulo 9

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Tyler cerró el libro de un golpe, una acción involuntaria, motivada por la rabia, que lamentó de inmediato. Habría preferido que Daisy no se diera cuenta de lo mucho que le irritaban las palabras de Zac. Tampoco quería explicarle a ella su sueño. Se preguntaba cómo era posible que, en tan corto tiempo, ella esperara ser admitida en el mundo privado de su mente. Y también se preguntaba cómo era posible que él hubiese llegado a considerar la posibilidad de dejarla entrar.

Daisy le miraba atentamente, a la espera de saber más. Pero él guardó silencio.

—¿No vas a decir nada?

—¿Qué quieres saber?

—Dónde vas a construir tus hoteles. Cómo serán. Me encantan los hoteles.

Tyler sabía cómo quería hacer sus hoteles. Había pensado hasta el último detalle, pero era reacio a contarle nada a Daisy. Si se lo decía, ya no sería un sueño. Pero no tenía sentido quedarse callado. Solo la muerte podría impedirle a Zac que le contara a la chica todo lo que sabía.

—Quiero construir hoteles en Denver y San Francisco, tan lujosos como los de Nueva York.

Daisy parecía sorprendida.

—Pensé que lo que deseaba la mayoría de la gente era una habitación sencilla y limpia.

—A Tyler no le importa la mayoría de la gente —explicó Zac—. Solo quiere complacerse a sí mismo.

—Pero ¿qué pasa si los demás no quieren la misma cosa? —preguntó Daisy, incapaz de creer que alguien quisiera construir un edificio completo solo por darse el gusto de hacerlo.

—Se pueden quedar en otra parte —dijo Tyler.

—Pero eso es una locura —exclamó la joven—, te arruinarías en un mes.

Tyler sintió como si le hubieran echado encima un balde de agua fría.

—Vaya, ahora sí que le has tocado la fibra —dijo Zac.

—¿De verdad? —preguntó Daisy.

—No —respondió Tyler, aunque sabía que la pregunta que iba a formular les demostraría que eso era una mentira—. ¿Por qué crees que el hecho de pasar unos días en el Hotel Centenario, o en el Post Exchange, te convierte en una experta en lo que la gente de Denver y San Francisco pueda desear?

Esta vez fue Daisy la que se enfadó.

—No sabré nada sobre la gente rica de las ciudades grandes —replicó, con las mejillas coloradas por la rabia—, pero sé bastante sobre la gente que construye castillos en el aire. Mi padre se pasó toda la vida haciendo eso y nunca logró un centavo. Lo mismo te pasará a ti.

Tyler quería ponerse de pie y salir de la cabaña. Quería alejarse lo más posible de los ojos abiertos y expectantes de Zac y del desprecio de Daisy. Había tratado de explicarle a George por qué quería los hoteles, sentía que tenía que ganarse un puesto en la familia. Pero suponía que no había tenido mucho éxito. No había logrado que George entendiera que, desde que su padre lo describió como alguien que no estaba a la altura de la familia, no se sentía merecedor de su parte de la fortuna familiar por el solo hecho de haber nacido con el apellido Randolph. Además, todos los demás habían hecho algo para hacerse merecedores de su parte, y él no.

George había votado a favor de darle el dinero para los hoteles, pero los otros se habían negado. Tyler no necesitaba que Daisy también lo rechazara.

—¿Cómo los harías tú? —le preguntó a Daisy.

—¿Yo?

—Parece que crees saber cómo se debe manejar un hotel.

—Yo nunca dije eso, pero sé que las personas quieren tener un baño con agua caliente, buena comida y camas confortables. Si quieres que tengan algo más, deberás convencerlas de que es algo por lo que vale la pena pagar.

—¿Qué sugerirías que hiciera?

—No lo sé —admitió Daisy—. No creo que haya visto ni la mitad de las cosas de las que hay en hoteles de lujo de Nueva York.

—Entonces sugiero que no me critiques hasta que las hayas visto.

Daisy parecía tan molesta que Tyler se arrepintió de haberle hablado así, pero ella no tenía derecho a juzgarlo. Era obvio que no rechazaba la idea de construir un hotel, solo la clase de hotel que él tenía en mente. En realidad ella lo rechazaba a él. Y eso le dolía más, porque le gustaba Daisy y quería que ella también sintiera aprecio por él.

—Los dos ya te hemos contado lo que queremos —dijo Tyler, con una sonrisa forzada en los labios—. Ahora es tu turno.

Tyler notó que Daisy vacilaba y se preguntó si era reacia a contarle sus secretos o simplemente se resistía a contarle cualquier cosa, después de la manera en que le había hablado.

—Vamos —insistió Zac—. Todo el asunto fue idea tuya.

Daisy no parecía todavía muy convencida cuando empezó a hablar.

—Quiero vivir en una casa como la que tuvo mi madre en su infancia.

—¿Eso es todo? —preguntó Zac con disgusto.

—Cuando mi madre se ponía melancólica, me contaba cómo era. Sonaba fantástico.

—¿Qué puede haber de fantástico en una casa? —preguntó Zac con curiosidad.

—Ella vivía en una casa grande en Filadelfia, con árboles, jardines y flores por todas partes. Mi abuelo trabajaba en un banco. Eran personas importantes y tenían muchos amigos. En las noches de verano se sentaban en el porche. Los amigos pasaban a charlar hasta altas horas de la madrugada. Mi madre tenía su propia habitación y nunca tuvo que limpiar, lavar o cocinar. Solo cocinaba por placer. Mi abuelo los llevaba a sitios maravillosos durante el verano. A mamá la cortejaban docenas de muchachos, la invitaban a distintos sitios y le llevaban regalos. —Suspiró—. Mi madre era muy hermosa, muchos hombres querían casarse con ella.

—Entonces, ¿por qué se casó con tu padre?

—Porque se enamoró de él —contestó Daisy, y los ojos le brillaron de rabia.

—Fue un error.

—¿Cuál?

—Enamorarse.

—¿Por qué dices eso?

—Dejó todo eso que dices para venir a Nuevo México, ¿no? —aclaró Zac.

—Tendrás que excusar a Zac —dijo Tyler—. Nunca ha amado a nadie, así que no entiende de qué hablas.

—Tú no eres distinto —le echó en cara Zac—. Ni siquiera te gusta tu propia familia.

—Todavía no nos has contado tu sueño más secreto —le dijo Tyler a Daisy.

Ella se sonrojó.

—¿Por qué di… dices eso?

—Me di cuenta de que vacilaste hace un minuto. Ahora mismo has tartamudeado y te has sonrojado. Lo de la casa era una evasiva. ¿Qué es lo que deseas realmente?

—Te lo acabo de decir —insistió Daisy.

—Pero eso no es lo que quieres por encima de todo. Tú has propuesto el juego. Sé sincera y juega lealmente.

Daisy le lanzó una mirada llena de indignación.

—¿Qué otra cosa podría desear una mujer, además de dinero, posición y un hombre rico que se enamore de ella? —preguntó Zac.

—Libertad. —La palabra salió de la boca de Daisy como un balón que se escapara cuando alguien estuviera tratando de mantenerlo bajo el agua—. El derecho a manejar mi propia vida.

Zac reaccionó como si estuviera loca, pero la reacción de Zac en realidad no tenía ninguna importancia para ella. Tyler, por su parte, no parecía creer que fuera la respuesta equivocada a una pregunta importante, y en realidad era a él a quien le estaba hablando.

—Mi padre siempre lo decidió todo por mí: lo que tenía que ponerme, lo que tenía que hacer, hasta lo que tenía que preparar para la cena. Mamá siempre dijo que él era muy inteligente, porque se graduó en Yale. Juré que, si alguna vez tenía la oportunidad, le demostraría que era tan inteligente como él.

—¿Cómo lo ibas a hacer? —preguntó Tyler.

—Casándome y teniendo mi propio hogar.

—¿Por qué casándote?

—Porque quiero casarme. Mi madre decía que todas las mujeres necesitan un esposo que las proteja y haga cosas por ellas.

—Decídete —dijo Zac—. Primero quieres ser tu propio jefe y luego quieres casarte.

—Si te casas pensando así, estarás olvidando tus convicciones —dijo Tyler.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Tienes un rancho y una mina de oro.

—No valen nada. Además, no sé cómo llevar un rancho.

—Pero puedes aprender. Mi familia lo hizo.

—Es más fácil para un hombre —dijo Daisy.

—Es posible, pero eres más inteligente que la mayoría de los hombres.

La respuesta de Tyler dejó perpleja a Daisy. Nadie había considerado que su inteligencia fuera una ventaja. Incluso Guy Cochrane, el hombre menos dominante que conocía, consideraba que la inteligencia era apenas tolerable en las mujeres. Nadie le había sugerido que usara sus grandes capacidades y menos que aprendiera a manejar su propio rancho.

En los días en que su padre estaba en las minas, se pasaba horas enteras pensando en lo que iba a hacer cuando tuviera su propia casa. Cuanto más tirano y desconsiderado se volvía, mayores deseos sentía ella de escaparse y convertirse en una persona valiosa.

Pero, como era pobre, nunca pensó que realmente pudiera controlar su vida. Veía el matrimonio como una escapatoria parcial y la única salida posible para ella. La muerte de su padre la había liberado de ese peso. Pero no le había dejado una renta con la que pudiera vivir. Aunque tal vez sí le había dejado recursos para que ella pudiera mantenerse por sus propios medios; y ahora que estaba frente a la oportunidad de disfrutar de absoluta libertad, la idea la asustaba. Ignoraba prácticamente todo lo que se necesitaba para sobrevivir. Casarse con un hombre bondadoso y comprensivo parecía más seguro.

Pero Tyler creía que ella podía aprender y Daisy se preguntaba si tendría razón.

Aquel hombre grande y tosco le estaba pidiendo que se viera de una forma muy diferente. No sabía si tendría coraje para hacerlo. Nunca le había gustado que otra persona tuviera el control de su vida, pero le aterrorizaba la idea de estar sola y tener que valerse por su cuenta.

Sin embargo, Daisy sintió en la boca del estómago un ligero cosquilleo.

Tyler creía que ella podía lograrlo. Tal vez era cierto.

Pero el minero hotelero era un soñador. La experiencia le había enseñado que algunos hombres construyen sus sueños con el material de lo imposible, con quimeras. Y Daisy creía que Tyler era uno de esos hombres. Si ella tenía razón, la fe que él parecía tenerle valía tanto como la certeza de su padre en que algún día, de alguna manera, encontraría oro.

—Lo pensaré —dijo Daisy, consciente de que no pensaría mucho más en los días que estaban por venir.

Tyler y Zac estaban cortando leña. Zac serraba los troncos en pedazos de treinta centímetros y Tyler los dividía en leños que pudieran caber en la estufa.

—¿Crees que podría ser una cazafortunas? —preguntó Zac.

Tyler había estado pensando en eso mismo toda la mañana. Esperaba que Daisy fuera como todas las mujeres, que deseara algo de belleza y un bonito romance. Pero no podía ignorar la posibilidad de que solo le importaran el dinero, la ropa, los viajes y una casa grande. Aunque eso no concordaba con la idea que tenía de ella. En absoluto.

—Yo no tomaría al pie de la letra todo lo que ella dice.

—Entonces, ¿por qué lo dice, si no es lo que piensa?

—Tal vez porque tiene miedo de volver a ser pobre.

Tyler recordaba demasiado bien aquellos primeros años que vivieron en Texas como para no saber lo que era preocuparse por la próxima comida. Pero su familia no se había dado por vencida. Trabajaron unidos y lucharon hasta tener éxito.

Pero ellos eran siete.

—Tal vez porque está sola —dijo Tyler, mientras partía en dos, de un solo golpe, un tronco de roble—. Si decide volver al rancho necesitará ayuda.

—Tú podrías ayudarla.

—No tengo tiempo.

—No tendrías que quedarte con ella, solo ir de vez en cuando a ver cómo van las cosas.

Pero Tyler no podía hacer eso. No tenía tanta confianza en sí mismo como para aceptar estar a solas con Daisy. No creía que fuera a perder la cabeza, pero no estaba seguro. Los dos últimos días había actuado como si fuera otra persona. Así que no sabía bien lo que podría hacer si pasaban juntos semanas enteras.

Le aterraba la idea de casarse con una mujer que solo lo quisiera por su dinero. Él tenía la intención de vivir con el producto de su trabajo, que, por ahora, no era nada. A él no le preocupaba vivir en la pobreza, porque prefería preservar sus principios y su orgullo, pero no podía pedirle a una mujer que hiciera lo mismo. Y si formaban una familia, tendría que aceptar una herencia que no quería.

Tyler ya se había hecho a la idea de irse muy lejos si no encontraba oro antes del 17 de junio. No estaba dispuesto a vivir de la caridad de su familia. En ese aspecto era inflexible, y jamás cambiaría de opinión. Ya había pensado en lugares a los que podría ir. Australia encabezaba la lista.

Pero él no deseaba irse. Aunque no se llevara bien con su familia, los quería. Tyler arrojó al montón de leña algunos troncos cortados y preparó otro para cortarlo.

—Necesitará tener a alguien en el rancho de forma permanente. —Cortó el tronco en dos con un golpe certero—. Y a menos que encontremos a los que la quieren matar, tendrá que quedarse en Albuquerque. —Partió metódicamente cada medio tronco en cuatro pedazos—. Si no estás dispuesto a echarle una mano, no deberías animarla a valerse por sí misma.

—No la estoy animando —dijo Tyler, al tiempo que arrojaba los trozos cortados a la pila de leña y preparaba la otra mitad del tronco—. Simplemente, no creo que deba casarse solo para tener a alguien que la ayude.

—¿Por qué no, si eso es lo que quiere?

En realidad, su hermano tenía razón. ¿Por qué no? ¿Qué le daba derecho a pensar que podía organizar la vida de otras personas? Nadie aprobaba lo que él había hecho. Todos pensaban que era una tontería no aceptar la herencia. Mientras que probablemente dirían que Daisy tenía razón al querer casarse bien.

Pero él pensaba que ella era demasiado capaz como para tener que renunciar a su libertad. Si capitulaba era por miedo. Tyler quería decirle que no tenía por qué tener miedo, pero no podía, o mejor dicho, no debía, si no iba a estar cerca para ayudarla cuando fuera necesario. No iba a dejar su sueño para perseguir el de ella. Eso sonaba horrible, incluso a él le sonaba horrible, pero así eran las cosas. Todo su futuro dependía de lo que ocurriera en los próximos meses.

Al igual que el de ella.

Pero Daisy no era su responsabilidad. Además, ella no quería su ayuda. Le producía tanto fastidio que había tratado de escapar y había ridiculizado los planes que él había trazado con tanto cuidado para sus hoteles. Lo mejor sería llevarla a Albuquerque tan pronto como fuera posible. Si no sabía lo que Daisy estaba haciendo, no se preocuparía por ella. Tenía que mantenerse concentrado en el trabajo, si quería encontrar oro antes de la fecha límite.

En realidad, no quería irse a Australia.

Tyler terminó de partir el último tronco y recogió toda la leña que le cupo en los brazos para meterla en la cabaña.

—Lo más probable es que lo que yo diga no tenga ninguna importancia —le dijo a Zac—. Estoy seguro de que los Cochrane estarán encantados de ofrecerle cualquier consejo que necesite. —Y aunque Tyler sabía que eso debía representar un alivio para sus preocupaciones, la verdad era que lo irritaba.

Daisy se sentó para que Tyler le pudiera cambiar el vendaje. Hasta ahora se había negado a que ella se lo cambiara por sí misma. Al principio no le importaba que él lo hiciera, pero cada día se encontraba mejor y, al sentirse más fuerte, las limitaciones que él le imponía la irritaban cada vez más.

—Me imagino que hoy tampoco dejarás que yo misma me lo cambie —dijo, aunque conocía la respuesta de antemano.

—Tú no puedes ver tan bien como yo.

—A ti no te puedo ver en absoluto —respondió la joven con sarcasmo—. La barba te cubre la cara de una manera tan completa que no te reconocería si te la quitaras. —Daisy no tenía la intención de mencionar la barba, pero en realidad era una constante fuente de irritación para ella.

—No hay ninguna posibilidad de que lo veas sin barba —dijo Zac—. Lleva años sin afeitarse. Y a juzgar por su apariencia, tampoco se ha cortado el pelo.

—Siempre he pensado que la gente con barba tiene algo que esconder —dijo Daisy.

En cuanto terminó de pronunciar esas palabras, sintió que la mano de Tyler se detenía por una fracción de segundo y luego reanudaba su trabajo.

—¿Por qué dices eso? —preguntó el barbudo. Daisy dio gracias por no tener que mirarlo a los ojos, pues podía ser bastante intimidatorio.

—Una barba es como una máscara. No se puede ver el rostro que hay detrás. No se puede saber si un hombre barbudo realmente piensa lo que dice.

—Pero puedes verle los ojos, oír el tono de su voz, observar su comportamiento.

—No, el rostro es donde realmente se manifiesta la expresión de la gente —insistió Daisy—. Quien se cubre el rostro, cubre la ventana que da a su alma.

—Eso parece una cita de algo leído en un libro —dijo Zac, y se estremeció.

—No todo el mundo quiere que los demás lo vean por dentro —dijo Tyler.

—A mí no me gustaría tener barba —dijo Zac—, aunque tampoco me gusta que la gente sepa lo que estoy pensando.

—No te preocupes, de todas maneras, aunque llevaras barba tú abrirías la boca y se lo contarías todo a cualquiera en unos segundos —dijo Daisy, pero enseguida se sorprendió con sus propias palabras. No obstante, Zac no pareció ofenderse.

—Tu herida está cicatrizando bastante bien —dijo Tyler—. Creo que, a fin de cuentas, no te quedará cicatriz.

Luego cubrió la herida con ungüento y comenzó a vendarla otra vez.

—Ahora lo único que tengo que hacer es esconderme durante tres años en un armario hasta que el cabello me vuelva a crecer y desaparezcan las señales. —No quería seguir insistiendo en el mismo tema, pero después de sufrir toda la vida por las pecas y por ser tan alta, una cicatriz y el pelo chamuscado terminaban de ensombrecer el panorama, que ya era bastante gris.

—Lo que necesitarás por un tiempo es una peluca —dijo Zac—. Hoy día hacen maravillas. Tuve una peluca estupenda para una obra de teatro que representamos hace un par de años en el colegio. No sé si todavía la tengo. Si la encuentro, te la presto con mucho gusto.

—Estoy seguro de que los amigos de Daisy estarán felices de saber que está sana y salva, sin importar lo largo que tenga el pelo —apuntó Tyler.

—Lo que me preocupa no son mis amigos —dijo Daisy.

—Pues deberías preocuparte por ellos, pues los demás no importan.

Daisy no respondió. Solo aquel hombre podía tener tanta razón y al mismo tiempo estar tan completamente equivocado. Y nunca pudo entender por qué.

Al día siguiente Daisy estaba todavía más desesperada. Llovía desde el amanecer. El cielo tenía un color gris apagado y las nubes no daban ninguna señal de tregua. El ruido de las gotas sobre el techo estaba acabando con su paciencia, pero Tyler le había dicho que todavía era imposible emprender el camino a Albuquerque.

—Esta noche va a helar y la nieve se va a convertir en una sábana de hielo, lo que es todavía más peligroso.

—Nunca había estado tanto tiempo encerrada. Necesito hacer algo. Déjame cocinar. Haré la cena de esta noche.

Zac levantó la mirada de las cartas.

—Gracias —dijo Tyler—, pero no es necesario.

—Pero me gustaría hacerlo —respondió Daisy—. Es prácticamente la única cosa que puedo hacer por ti. Me siento totalmente inútil.

—Yo que tú, procuraría reponerme rápido de esa enfermedad tan rara —le aconsejó Zac.

—¿De qué hablas? —preguntó Daisy.

—De la necesidad de sentirse útil. Todos se aprovecharán. Antes de que te des cuenta, siempre estarán esperando que hagas miles de cosas por ellos.

Daisy sonrió.

—Me imagino que tú ya has logrado controlar ese impulso.

—Nunca lo he tenido.

Daisy miró a Tyler otra vez.

—De verdad quisiera hacerlo.

—Prefiero hacer la cena yo mismo.

—Prometo que lo dejaré todo en su sitio —dijo, sin poder disimular el tono de irritación en la voz.

—A Tyler no le gusta que nadie le cocine —dijo Zac.

—Soy buena cocinera —comentó Daisy.

—Tyler es mejor.

—Tendré que pasarme el resto de la vida cocinando, así que, ¿por qué no me enseñas algunos de tus trucos? —le preguntó.

—No soy muy paciente —confesó Tyler—. Además, voy inventando muchas cosas sobre la marcha.

Daisy no tuvo que hacer mucho esfuerzo para darse cuenta de que Tyler quería quitársela de encima.

—Bueno, ¿y si te lavo la ropa?

La expresión de Zac le dijo que se había metido en otra zona prohibida.

—No entiendo cómo puedes vivir en un sitio sin cortinas —dijo, y la frustración le añadió un tono de arrogancia a su voz—. ¿Te importa que haga algunas?

—¿Y con qué las vas a hacer? —preguntó Zac—. ¿Con tus enaguas?

—Sería mejor que tener las ventanas desnudas —respondió Daisy.

Se sentía frustrada, ofendida y bastante molesta. Tyler era el hombre más autosuficiente que había conocido. Podía hacerlo todo mejor que ella. Y lo que no sabía hacer, simplemente no quería que se hiciera. Él no necesitaba una mujer. Ni siquiera quería tener una. Ella solo era una molestia.

En el fondo, Daisy no entendía por qué le importaba tanto lo que Tyler pensara o sintiera, y desde luego lo que Zac sentía le tenía sin cuidado. Debía de ser porque Tyler la había cuidado y parecía estar realmente preocupado por ella.

—Debes comprar cortinas la próxima vez que vayas a Albuquerque —le dijo—. La cabaña estaría mucho más bonita y tendrías algo de privacidad.

—No hay nadie en los alrededores como para necesitar intimidad —subrayó Tyler.

—También podrías colgar algún que otro cuadro —insistió Daisy—. Este sitio parece un cobertizo.

—Es un cobertizo.

—Lo sé, pero no tiene por qué parecerlo.

No entendía por qué se preocupaba tanto. Estaba claro que Tyler no iba a aceptar ninguna de sus sugerencias. Hasta entonces había vivido tanto tiempo solo que no sabía cómo incluir a otras personas en su vida. Ni siquiera sabía demostrarles que quería incluirlas. Pero a ella le molestaba sentirse excluida.

Daisy suponía que Tyler le gustaba.

En realidad eso no era ninguna sorpresa. Ya llevaba algún tiempo pensando que era un hombre muy agradable, aunque fuera dominante y tan poco comunicativo que rozaba la grosería.

Lo que la sorprendió fue descubrir lo importante que era sentir que ella también le agradaba a él.

Frustrada y confundida, comenzó a sacar los libros de la repisa para quitarles el polvo. La cabaña estaba muy ordenada y limpia, pero Tyler parecía haber olvidado limpiar ese punto. Daisy se imaginó qué haría si viviera allí, cómo recolocaría los muebles, cómo decoraría las paredes, las cosas que compraría si tuviera dinero. Era una cabaña muy bonita. La mayoría de las casas de Albuquerque no estaban ni la mitad de bien construidas.

De pronto sintió que una mano la agarraba la muñeca y se quedó paralizada. Levantó la vista y la clavó en los ojos marrones de Tyler, al mismo tiempo que este le quitaba el libro de las manos.

—Casi me matas del susto —le dijo Daisy.

Tyler volvió a poner el libro en la repisa y la alejó del lugar.

—No tienes por qué tratar de recompensarme por cuidarte.

—No me importa hacerlo.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Está bien —dijo Daisy con disgusto y tiró el trapo del polvo sobre la mesa—. Me disculpo por tocar tus libros, tu polvo o cualquier otra cosa que sea tuya. Prometo que no volverá a suceder. —Ofendida, se dirigió a su rincón.

—No fue mi intención…

—Lo sé. No querías herir mis sentimientos, pero no quieres que nadie haga nada por ti, no quieres que te den las gracias, la mayor parte del tiempo ni siquiera quieres que te hablen. No entiendo por qué te tomas la molestia de seguir viviendo. Estás muerto por dentro.

Daisy se metió detrás de las cortinas y las cerró.

—Veo que no has perdido tu encanto —comentó Zac con sarcasmo.

—¡Vete al diablo! —dijo Tyler y salió dando un portazo.

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