Daisy

Daisy


Capítulo 16

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Daisy no esperaba que las ruinas chamuscadas de su hogar le fueran a causar un impacto tan fuerte. Sabía que la casa se había quemado, pero le impresionó mucho verla con sus propios ojos. Aquel lugar calcinado en medio de un desierto no se parecía en nada al hogar que recordaba.

—Parece como si nunca hubiera existido una casa allí —le dijo a Tyler. No podía explicar la sensación de soledad que la invadió. No solamente había perdido a su familia, sino que casi todas las huellas de su existencia habían desaparecido.

—Enterramos a tu padre al lado de tu madre. —Tyler echó un vistazo a todas las cosas quemadas, pero no encontró nada que valiera la pena recuperar—. Me pregunto por qué tu padre no construyó el rancho cerca del río. Allá la tierra habría sido mejor para hacer un jardín.

En efecto, la madre de Daisy le había pedido muchas veces que cambiaran la casa de lugar, pero él nunca quiso hacerlo. Le parecía que la dificultad para llevar agua para regar el jardín tenía menos importancia que la vista de las montañas y del valle del río que se apreciaba más abajo. Daisy se bajó de la montura y se dirigió, indecisa, hacia las tumbas. Había estado allí muchas veces, en la época en que hablar con su madre era lo único que la mantenía cuerda. Su padre nunca la había entendido. Pero ahora él también yacía allí. Daisy se preguntó si le hubiera gustado que hiciera esas visitas fúnebres.

—Sé que no es la mejor de las tumbas, pero la tierra estaba congelada.

—Está bien. —Si podía conseguir dinero, mandaría hacer una bonita lápida de piedra. A su madre le habría gustado que lo hiciera. Daisy estaba segura de que no le gustaría tener solo el nombre grabado en un pedazo de tabla. En pocos años, no quedaría ninguna evidencia de que había vivido y fallecido en ese lugar.

La idea le pareció tremendamente triste.

—Vámonos —dijo, al tiempo que se alejaba de las tumbas—. Me imagino que los asesinos ya saben que abandonamos la cabaña. No estaré segura hasta llegar a Albuquerque.

—¡Hijo de puta! —Toby dio un violento portazo—. Aquí no hay nadie. —Tenía todo el lado izquierdo de la cabeza muy hinchado, a causa de una espantosa herida que le atravesaba la mejilla.

—Parece que se fueron hace no mucho —dijo Frank.

Ed desmontó con dolorosa lentitud. Entró cojeando y se tiró sobre un asiento para que pudiera descansar la pierna que llevaba vendada.

—Este no puede ser el sitio que buscamos —dijo—. Más bien parece la casa de una mujer. En mi vida había visto tantos utensilios de cocina.

—Si es la residencia de una mujer, ¿por qué hay literas? —preguntó Toby.

Frank descorrió la cortina de la esquina de Daisy.

—Tienen una cama aquí atrás. Y esto sí que parece cosa de una mujer —dijo—. ¿Por qué un hombre que tiene una mujer la dejaría dormir en el rincón?

—Lo mismo son dos hombres y se turnan con la mujer —dijo Toby con una risita obscena.

—Una mujer de vida alegre nunca estaría en un sitio así —dijo Ed.

—Dejad de decir tonterías; tengo que pensar —les ordenó Frank.

No entendía nada. Había rastros de tres animales en el cobertizo, pero solo encontró las huellas de dos, que iban montaña abajo. La cabaña parecía estar habitada regularmente por una mujer, pero los hombres de aquellos pagos no se iban a tomar la molestia de ocultar que vivían con una mujer. Además, ninguno de los viejos con los que había hablado en los últimos días había dicho nada sobre una mujer. Si a la Singleton la habían traído a las montañas, esta tenía que ser la cabaña. Ya habían registrado todas las demás.

—Pasaremos la noche aquí —dijo Frank—. La respuesta está aquí, de eso estoy seguro.

—Lo mejor es que alcances pronto a ese desgraciado —dijo Toby, al tiempo que se acomodaba en la litera de Tyler—. Tengo toda la intención de llenarlo de plomo para que pague por la cicatriz que me atraviesa la mejilla.

—Y por mi pierna —le recordó Ed.

—Tú encuéntralo —le dijo Toby a Frank—. Yo me encargo del resto.

—Si yo fuera tú, no estaría tan ansioso por vengarme de ese hombre —dijo Frank—. Cualquier tipo capaz de darle al cañón de un rifle a noventa metros de distancia podrá matarte antes de que desenfundes la pistola.

—Dormiremos aquí esta noche —dijo Tyler mientras arreaba la mula hacia una alameda ubicada entre el Río Grande y una ruidosa corriente de agua. Luego desmontó y amarró el animal a un sauce.

Daisy se bajó del burro. Tenía el cuerpo agarrotado y adolorido. Al ver que se tambaleaba cuando trataba de dar un paso, Tyler la agarró. La corriente de energía sexual entre ellos seguía siendo tan intensa como antes. El solo hecho de que Tyler la tocara hizo que a Daisy se le acelerara el pulso.

Daisy pensó que tenía que poner distancia entre ellos definitivamente. Pasada la noche próxima, ya no tendría que preocuparse por el deseo de estar entre los brazos de Tyler, pero por ahora la tentación era casi más fuerte que ella.

—No estoy acostumbrada a cabalgar —dijo, mientras se dirigía a un álamo grueso y se recostaba contra el tronco—. Mi padre pensaba que las mujeres debían viajar en coche. Y como no teníamos coche, pues nos quedábamos en casa o caminábamos.

Tyler se quedó alerta, para asegurarse de que Daisy no se cayese, pero ella no se movió del árbol.

—Deberías conocer a Iris. No deja que Monty vaya a ningún lado sin ella. Una vez fue capaz de recorrer a caballo toda la ruta de los forajidos en menos de una semana.

Daisy no sabía qué era la ruta de los forajidos, pero se imaginó que recorrerla en menos de una semana debía de ser un logro fuera de lo común.

—¿Quién es Iris?

—Mi cuñada.

—Tienes tantos parientes que me confundo.

Tyler comenzó a desensillar los animales.

—Si alguna vez llegas a verla, dejarás de confundirte. No la olvidarás: es preciosa.

Según parecía, esa tal Iris no solo podía montar mejor que Daisy, sino que era diez veces más bonita. Tyler nunca podría sentir ningún interés por ella… había conocido a mujeres muchísimo mejores.

Tyler estiró el colchón y las mantas de Daisy.

—Ven, siéntate unos minutos.

—Creo que es mejor que camine un poco, para estirar los músculos —dijo ella y se alejó cojeando. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que la alejara del deseo de estar cerca de él.

Daisy se volvió a repetir que Tyler no era el tipo de hombre que quería como marido. Si él llegaba a proponerle matrimonio, estaba decidida a rechazarlo. Pero ¿sería realmente capaz de hacerlo? De solo pensarlo, el corazón le dio un vuelco y se dio cuenta de que ella realmente sí quería casarse con él. Entonces suspiró profundamente, mientras cojeaba de un lado al otro. Ya era muy tonto haberse enamorado de Tyler, pero querer casarse con él era sencillamente inexcusable.

Mientras caminaba alrededor de otro álamo enorme, Daisy pasó los dedos por la dura corteza del tronco y un tapete de hojas húmedas se hundió debajo de sus pies.

Tyler era igual que su padre, pensó Daisy, aunque sabía que eso no era cierto. Podía ser un soñador, seguramente no lograría nada importante, pero era un hombre considerado, bondadoso, bien parecido y tan grande que, a su lado, por primera vez en su vida se había sentido pequeña y femenina. Sería capaz de casarse con él solo por ese detalle. Cuando se sintió un poco mejor, se acercó a Tyler, que estaba colocando unas piedras para encender la hoguera.

—Déjame ayudarte —le dijo, con la firme determinación de hacer cualquier cosa para sacarse esos pensamientos de la cabeza.

—No hay necesidad, puedo hacerlo solo.

Daisy se quedó rígida. Estaba demasiado cerca, prácticamente a su lado.

—¿Por qué nunca dejas que alguien te ayude?

Tyler levantó los ojos, sorprendido.

—Solo se necesita una persona para hacer café.

—¿El café? Hay que traer agua, buscar leña, encender fuego, sacar la comida del fondo de las alforjas y preparar todo lo necesario para comer. Hay suficiente trabajo para dos personas. A veces creo que comerías por mí, si pudieras.

—No es eso —dijo Tyler, mientras rompía unos palos secos y los prendía con una cerilla.

—Ya lo sé. Ni siquiera piensas en eso. Hacías lo mismo con Zac. Solo dejabas que cuidara los animales cuando querías que te dejara en paz.

—No necesito ayuda. —Tyler colocó unos palos más largos sobre la incipiente llama.

—Ahí está el problema, justamente —dijo Daisy, gesticulando con las manos en evidente señal de frustración—. Tú no necesitas nada. ¿No crees que es extraño? No es normal que una persona vaya por la vida sin necesitar a otros seres humanos, sin querer su compañía, sin depender de ellos para nada, nunca.

—Siempre he sido así. —Tyler sacó un poco de agua del arroyo y la puso a hervir para hacer café.

Daisy sabía que debía detenerse en ese punto de la discusión. Al fin y al cabo, la forma de vivir de Tyler no era asunto suyo, pero por otro lado aquella era su última oportunidad. Le parecía inconcebible que al día siguiente fuera a desaparecer de la vida de Tyler sin dejar huella. Así que no se contuvo.

—Y mira adonde te ha llevado. Vives en las montañas como un alma en pena, evitando la compañía de cualquier ser viviente, excepto las mulas. Pasas el tiempo buscando minas de oro perdidas que no existen. Parece ser que tienes una familia grande, pero nunca la ves. Dentro de veinte años estarás en el mismo sitio, ¿y qué habrás conseguido?

Tyler echó unos granos de café en el agua hirviendo.

—Nada de veinte años. Me quedan menos de seis meses.

Aquella respuesta secó el caudal de palabras que Daisy estaba dispuesta a pronunciar.

—¿De qué hablas?

—Me puse a mí mismo una fecha límite. Si no encuentro nada para el 17 de junio, renunciaré.

Daisy se sintió invadida por una oleada de esperanza.

—¿Y qué harás entonces?

Tyler abrió el paquete donde había guardado la carne.

—Mi familia me buscará un trabajo en Denver, seguramente en un banco.

Daisy habló sin pensar.

—Pero eso no te va a gustar.

—No, no me va a gustar, pero le prometí a George que no seguiría deambulando por los bosques el resto de mi vida. Al igual que tú, él piensa que es un pasatiempo inapropiado para un hombre adulto.

—Tal vez el trabajo en un banco no sea tan malo como piensas —dijo Daisy, con la intención de darle ánimos—. Dispondrás de un ingreso regular. Podrías tener una casa y todo lo que quieras.

—Yo no quiero una casa. —Tyler buscó una cacerola.

—Bueno, pero no esperarás que tu esposa viva en una cabaña en las montañas. Ese no es un lugar apropiado para criar niños, para fundar una familia.

Tyler miró a Daisy con expresión de desconcierto.

—¿Qué te hace pensar que quiero tener esposa e hijos? —preguntó, mientras ponía unos filetes de venado sobre la cacerola.

—So… solo pensé que… que querrías casarte —dijo, tartamudeando—. Pensé que todos los hombres quieren esposa e hijos.

—Yo no.

Daisy sintió que se apagaba su pequeña esperanza. No era una sensación dolorosa, pues se trataba de una esperanza bastante tenue, pero de todas maneras era triste. Era la última esperanza que tenía.

—¿Nunca te sientes solo?

—No —dijo, mientras sazonaba la carne con cuidado.

—¿No te gustaría disfrutar de la compañía de la gente y que la gente disfrutara de la tuya?

—Tengo familia.

—Te daría lo mismo no tenerla. Nunca los ves. No me imagino escondiéndome de mi familia en las montañas.

—Yo no me estoy escondiendo.

—Sí te escondes.

—Vivo en las montañas porque en ellas es donde está el oro.

—¿Quieres decir que, si no fuera por eso, sí te gustaría vivir en Denver?

—No importa donde viva. —Tyler desenvolvió un pan que había horneado en la cabaña.

Daisy se dio por vencida. No creía que Tyler supiera de lo que estaba hablando. Probablemente se había convencido de que mientras tuviera los hoteles podría vivir en cualquier sitio. Pero se iba a llevar una gran sorpresa. Era consciente de que ella misma no sabía nada sobre hoteles grandes y ciudades cosmopolitas, pero sí sabía una cosa: no creía que un hombre al que le gustaba vivir en las montañas se fuera a sentir cómodo en la ciudad.

Tyler sirvió una taza de café y se la ofreció a Daisy. Después puso los filetes al fuego.

La muchacha aceptó el café y se acomodó sobre la manta. Si Tyler quería hacerlo todo solo, allá él. No le iba a ofrecer más ayuda. Intentaría quitarle tan estúpida idea de la cabeza, pero nada más.

Tyler se recostó contra el tronco de un álamo para montar vigilancia durante la noche. No creía que fuese necesario. No creía que los asesinos pudieran alcanzarlos, pero no podía permitirse el lujo de equivocarse.

De todas maneras, tampoco iba a poder dormir. Las acusaciones de Daisy le habían planteado interrogantes a los que no podía responder. Todo lo que él le había dicho era verdad. Por lo menos, así había sido hasta ahora. Pero ya no estaba seguro. Lo único que sabía era que no se sentía bien dejando a Daisy.

Y no solo porque le preocupara su seguridad. Estaba preocupado por lo que iba a pasar con ella en el futuro. Desde luego, creía que ella podía hacer lo que se propusiera. Pero la propia Daisy no parecía estar tan segura.

Le preocupaba que se casara con Guy Cochrane. Aunque no lo conocía, no creía que fuera gran cosa. Daisy nunca lo había mencionado, y ninguna mujer dejaría de hablar de su prometido si estuviera orgullosa de él.

Además, no olvidaba cómo ella había permitido que él estuviera a punto de hacerle el amor. Si amara al tal Cochrane, no habría hecho algo así. Tal vez habría dejado que la besara de una manera casual, fraternal, pero no habría dejado que la besara como lo hizo. Ni le habría consentido que volviera a hacerlo.

Tyler no sabía por qué había aceptado casarse con Guy Cochrane, pero estaba seguro de que no lo amaba.

Aunque en realidad sí sabía por qué había aceptado aquel matrimonio. Ella se lo había dicho. El padre de Guy era el hombre más rico de Albuquerque, y la madre de Daisy se había pasado la vida advirtiéndole que no debía casarse con un hombre pobre.

Pero, qué demonios, los Randolph probablemente eran más ricos que los Cochrane. Tyler se preguntó si Daisy se casaría con él por dinero.

Sabía que eso no era justo, pero no pudo quitarse esa idea de la cabeza. Daisy nunca había perdido la oportunidad de menospreciar sus planes de búsqueda de oro. Era claro que no tenía ninguna intención de unir su futuro con el de alguien a quien consideraba un soñador.

Entonces, ¿por qué casi le había permitido hacerle el amor? Tyler tenía la cabeza hecha un laberinto de preguntas e ideas fragmentadas, mezcladas con algunas esperanzas y muchos miedos. Lo que más lo confundía era no saber por qué le estaba pasando todo aquello.

No amaba a Daisy. No quería casarse con ella. Sí quería hacerle el amor, pero también había querido hacerle el amor a otras mujeres. No. En realidad había buscado aliviar sus deseos sexuales con muchas otras mujeres, pero lo que esperaba de Daisy era algo completamente distinto.

Eso lo perturbaba. ¿Qué era lo que realmente estaba buscando? ¿Por qué lo buscaba con Daisy? Lo único que podía afirmar con certeza era que ella le gustaba y que disfrutaba teniéndola al lado. Le parecía atractiva y quería hacerle el amor. Y esperaba que no se casara con Guy Cochrane.

Entonces, ¿qué quería decir todo aquello? Tyler no tenía idea, solo sabía que ahora tenía un horrible dolor de cabeza que no lo dejaba dormir.

Ed Peck palideció mientras le echaba un vistazo a las cartas que tenía en la mano.

—¿Sabes a quién pertenece esta cabaña? —preguntó con voz ronca.

—A un hombre muerto —aseguró Toby desde la litera.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Frank.

—Cartas —replicó Ed—, todas remitidas a Tyler Randolph.

El cigarrillo de Toby hizo una pausa en el camino hacia la boca.

—¿Estás seguro?

—Sí —respondió el padre.

—¿Quién demonios es Tyler Randolph? —preguntó Frank.

—Si alguna vez hubieras trabajado como vaquero en Texas no harías esa pregunta tan tonta —dijo Ed.

—Bueno, pues nunca he trabajado como vaquero en Texas y me alegro de eso. Y tampoco he oído jamás nada sobre un tal Tyler Randolph.

—Son siete —dijo Ed.

—¿Siete hombres que se llaman Tyler Randolph? —preguntó Frank con incredulidad.

—No, siete hermanos, idiota —respondió Toby.

—Entonces el Randolph que hay en el pueblo debe de ser pariente de ellos.

—¿Hay un Randolph en el pueblo? —preguntó Toby y se sentó tan rápido que se pegó en la cabeza con las tablas.

—Sí, tiene un nombre estúpido. Pero ahora no lo recuerdo.

—¿Hen? —preguntó Toby.

—Sí, ese es. Trajo tanto equipaje que llenó todos los vagones del tren. —Frank hizo una pausa—. ¡Eso es! Ese tal Randolph encontró a la mujer y la está llevando a Albuquerque a casa de su hermano. —Se rio, contento de haber resuelto el rompecabezas—. Lo único que tenemos que hacer es seguirlo y matar a la muchacha.

—Tendrás que hacerlo sin mí —dijo Toby, al tiempo que se levantaba de la litera—. ¿No sabes quién es Hen Randolph?

—No, y no me interesa.

—Pues deberías estar muy interesado. Es el tirador más rápido que existe —dijo Ed—, y nadie se le compara, ni siquiera de lejos.

—Yo no me voy a enfrentar a él —dijo Frank—. Me encargaré de ella y del otro Randolph sin que nadie se dé cuenta.

—Si tocas a uno de los Randolph, al instante tendrás a todos los demás detrás ti —dijo Toby.

—Yo tampoco iré contigo —dijo Ed—. En primer lugar, nunca estuve de acuerdo con asesinar a esa muchacha. Y no voy a tener nada que ver en el asesinato de un Randolph. Deberías haberle pegado a la chica en la cabeza. Todo es culpa tuya.

—¿Qué demonios piensas hacer?

—Dirigirme al sur, probablemente a México.

—Bien, marchaos, pero no recibiréis más dinero.

—Si piensas ir por la vida disparando a los Randolph, no vivirás para gastarlo —dijo Toby.

—¡Bien, vete! —gritó Frank. Toby parecía desafiante.

—Creo que me quedaré unos días más —dijo—. Ni padre ni yo tenemos prisa. Ese tal Randolph tardará por lo menos una semana en regresar. Será mucho más fácil viajar cuando la nieve se derrita un poco más.

—¿Adónde irás? —preguntó Frank.

—No lo sé con exactitud —replicó Toby—, pero no quiero estar cerca cuando te metas en un lío con los Randolph. Además, aquí hace demasiado frío y papá necesita descansar un poco mientras se le cura la pierna. ¿Qué estás haciendo? —preguntó, al ver que Frank comenzaba a reunir sus cosas.

—Me voy esta noche. Lo mataré por el camino y llegaré a México antes que tú.

Frank sonrió para sus adentros. Eso era exactamente lo que tenía que hacer para confirmar su reputación. Si sumaba la muerte de un Randolph al trabajo que había hecho para Regis Cochrane, se volvería muy famoso.

—No sabía que los Parrish habían vendido y se habían marchado —dijo Tyler, mientras regresaban por el camino del rancho hacia el camino del pueblo—. Pensé que podría conseguir caballos aquí.

—Es el tercer ranchero que vende y se va en el último año —dijo Daisy—. Me pregunto por qué ninguno de ellos dijo nada antes de irse.

Tyler revisó con los prismáticos el camino que acababan de recorrer.

—Es la cuarta vez que haces eso hoy —dijo Daisy.

—Alguien nos está siguiendo.

—Este es el camino a Albuquerque. Me imagino que habrá mucha gente recorriéndolo.

—Solo estoy siendo precavido.

Pero Tyler tenía un mal presentimiento. Tres hombres los estaban siguiendo y uno de ellos iba montado en un caballo grande. Sabía que los asesinos los podían identificar fácilmente. Ningún otro viajero iría montado en una mula y un burro, y ciertamente no era frecuente ver a un hombre y una mujer. La coincidencia sería demasiado grande.

—Crees que son los asesinos, ¿verdad? —dijo Daisy, después de que Tyler se detuviera dos veces más para estudiar a los jinetes con los prismáticos.

—Sí —contestó Tyler.

Daisy parecía nerviosa, pero lograba dominarse. Confiaba en que Tyler supiera lo que había que hacer.

—Ten, mira por los prismáticos —dijo Tyler.

—No estoy segura, están muy lejos —dijo Daisy.

Quince minutos después, la chica volvió a mirar, y todavía no estaba segura.

—Solo vi a uno de los tres. ¿Qué piensas hacer?

—Nada, hasta que sepa con certeza que son los hombres que busco. Detengámonos en esos cedros y esperemos a que pasen para que puedas decirme si reconoces a alguno de ellos.

—Ninguno de ellos es el hombre que yo vi —dijo Daisy, un rato después, tras verlos pasar—. Estoy segura.

Tyler se sintió aliviado al saber que aquellos hombres no eran los asesinos, pero tenía la convicción de que todavía estaban tras ellos.

—Creo que nos iremos por el camino paralelo al río —dijo Tyler—. Llegaremos al pueblo más tarde, pero un hombre y una mujer viajando en una mula y un burro llaman mucho la atención y son fáciles de recordar.

Albuquerque estaba organizado de manera irregular alrededor de una plaza de cerca de dos hectáreas, en la cual desembocaban todas las calles principales. Los edificios de adobe no parecían tener ningún orden, lo cual le daba al pueblo un aspecto caótico y descuidado. La plaza estaba rodeada por una cerca blanca de madera y en el centro había una construcción en la que funcionaba una barbería, que tenía encima un asta para una bandera de treinta y seis metros, la más alta al oeste del Misisipi. Las dos torres, idénticas, de la iglesia de San Felipe Neri dominaban el lado norte de la plaza, y el patio del templo también estaba rodeado por una cerca de madera. Varias tiendas y casas llenaban los otros tres lados de la plaza. Algunas edificaciones terminaban en el borde de la calle. Otras tenían lujosos senderos empedrados que conducían hasta la puerta. Algunas tenían techos de madera, y otras de adobe.

Albuquerque no era un pueblo grande. No era difícil localizar el hotel, incluso por la noche. Tyler condujo a Daisy por un callejón angosto que salía de la plaza. Se detuvieron en la parte de atrás de un edificio de dos pisos. Él desmontó y la ayudó a bajar. La chica estaba tan rígida como la noche anterior.

—Vamos a entrar por detrás, porque no quiero que te vean. De esa manera nadie sabrá a ciencia cierta cuándo llegaste.

—¿Cómo lo harás?

—Hay una escalera en la parte de atrás. Mientras descubro en qué habitación se alojan Hen y Laurel, ve subiendo las escaleras, pero asegúrate de que no haya nadie por allí.

—¿Estás seguro de que querrán ayudarme? —preguntó Daisy, que había estado preocupada por eso todo el camino.

—Lo único que tienes que hacer es ofrecerte a cuidar a Jordy y a Adam y te recibirán con los brazos abiertos.

—Zac mencionó a Jordy. ¿De verdad es tan necio?

—Esa es la reputación que tiene. Yo no opino nada. Fue idea de Hen adoptarlo.

Daisy se preguntó si algo lograría penetrar alguna vez hasta el corazón de Tyler. Estaba empezando a pensar si realmente tendría corazón. Había momentos en que parecía no tener los mismos sentimientos que tenía todo el mundo. Entonces se preguntó cómo sería el resto de la familia. Si juzgaba por lo que había visto en Zac y Tyler, no sabía qué podía esperar, pero desde luego no debía de ser nada bueno.

Cuando Tyler la dejó en las escaleras traseras, se sintió abandonada. El edificio estaba a oscuras y en silencio, y las paredes de adobe de un metro de espesor eran toscas y frías. Daisy se decidió a subir, aunque estaba nerviosa. Las pisadas de sus zapatos sobre los peldaños de la escalera resonaban en el silencio nocturno y el espacio cerrado. Cuando llegó arriba y notó una alfombra de paja debajo de los pies, respiró con alivio. El tenue resplandor de una lámpara combatía la penumbra del pasillo. Cuando vio a Tyler aparecer por la escalera, apretó todos los músculos.

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