Daisy

Daisy


Capítulo 17

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Mientras observaba los ojos azules más intensos que había visto en su vida, Daisy constató que no lograba encontrar nada en ellos que le permitiera saber lo que Hen podía estar pensando acerca de su hermano o de ella. Afortunadamente, antes de que se acobardara, una hermosa mujer se levantó de un asiento y se acercó. Tenía un precioso cabello negro que le caía sobre la espalda como una cascada y se movía con la torpeza de las mujeres que están en las últimas etapas del embarazo.

—Entrad. Tenéis pinta de haber estado viajando todo el día.

—Dos días —dijo Tyler.

—Debes de estar exhausta. Ven, siéntate aquí.

—No —dijo Daisy, horrorizada ante la idea de quitarle el asiento a una mujer embarazada—. Prefiero quedarme un rato de pie. —Lanzó una mirada a Tyler—. Es como si hubiera olvidado lo que es estar de pie.

Hen fue a buscar un asiento de otra habitación.

—Puedes usar este cuando te sientas preparada para descansar.

—Soy Laurel Randolph —dijo la señora del cabello negro, mientras volvía a sentarse—. Y él es mi esposo, Hen. —Laurel sonrió afectuosamente. La expresión de Hen seguía inmutable—. Ahora cuéntanos cómo podemos ayudaros.

—En realidad se trata de Daisy —comenzó Tyler.

Daisy observó el rostro de Laurel, mientras Tyler le narraba los sucesos de la última semana. Se sintió aliviada al ver que por su cara cruzaban expresiones de simpatía, conmoción y rabia, a medida que la historia se desenvolvía. Eso le permitió relajarse un poco. Tal vez esa mujer no podría hacer mucho por ella, pero al menos la compadecía.

—Por supuesto que puede quedarse con nosotros —dijo Laurel, cuando Tyler terminó—. Me habría gustado que la trajeras inmediatamente.

—Al mirar hacia atrás, a mí también me habría gustado hacerlo —dijo Tyler.

Daisy se preguntó qué habría querido decir Tyler con aquello, pero no tuvo tiempo de buscar pistas en su rostro, pues Laurel le estaba hablando.

—¿Tienes una habitación?

—No —contestó Tyler por ella—, pero como Hen reservó todo el piso, pensé que podríamos usar una de las tuyas.

—Tenemos una habitación extra —dijo Laurel—. Tú y Hen podéis dormir allí. Daisy se quedará conmigo.

Daisy se volvió rápidamente para ver la reacción de Hen ante la idea de que su mujer lo sacara de su habitación, pero no pudo ver ningún cambio en la expresión del hombre. Él la ponía nerviosa. Pensaba que Tyler era difícil de entender. Pero su hermano era totalmente inexpugnable.

—No, me siento incapaz de hacer algo así —protestó Daisy.

Laurel miró a Hen y le ofreció la mano. Él se la agarró inmediatamente.

—A Hen no le hace gracia, pero no puedo dejar que compartas la habitación con Tyler. En lo que concierne a la gente de Albuquerque, tu padre fue asesinado hoy y Tyler te trajo aquí de inmediato.

Daisy miró a Tyler con angustia.

—Gracias —dijo Tyler—. Sé que nuestra llegada es una imposición terrible en un momento como este, pero no sabía qué más hacer.

—Hiciste lo correcto —le aseguró Laurel—. ¿Estás segura de que no tienes hambre? —le preguntó a Daisy.

—No —dijo la muchacha. En realidad sí tenía hambre, pero estaba demasiado nerviosa para comer. No creía que fuera a dormir ni un segundo.

—¿Todavía no te quieres sentar?

Daisy se sentó.

—Tyler puede traer tus cosas para que puedas comenzar a instalarte.

—Esto es todo lo que tengo —dijo Daisy—. Todo lo demás se quemó en el incendio.

Laurel estaba consternada.

—Ya veo. Bueno, no será fácil volver a llenar tu guardarropa. Tienes un cuerpo de proporciones muy generosas.

Daisy logró esbozar una pequeña sonrisa.

—Nunca había oído que alguien lo planteara de una manera tan bonita. Soy demasiado alta para ser mujer. Me sentí aliviada cuando tu esposo abrió la puerta y tuve que levantar la cabeza para mirarlo.

—Entonces te gustarán los Randolph —dijo Laurel, con una sonrisa tranquilizadora—. Los siete son más altos que tú. El hijo de George, William Henry, tiene solo doce años y ya mide casi un metro con ochenta.

Daisy pensó en lo maravilloso que sería pasearse entre ese bosque de hombres enormes. Sin embargo, desechó ese pensamiento enseguida, pues no tenía sentido hacerse ilusiones imposibles.

Laurel se puso en pie.

—Debes de estar agotada. Yo, desde luego, estoy muy cansada.

Había sido una larga noche. Después de comer, planearon lo que iban a decirle a la gente del pueblo. La comida caliente y la fatiga estaban comenzando a hacer mella en Daisy. Aunque seguía muy nerviosa, también estaba muy cansada.

—Creo que deberíamos retirarnos a descansar —insistió Laurel, al tiempo que se acercaba a Hen y él la besaba con ternura.

—¿Seguro que estarás bien? —le preguntó Hen.

Eran las primeras palabras dulces que Daisy le escuchaba. Era evidente que adoraba a su mujer.

—Estaré bien, desde luego. No tengo ninguna molestia. Tyler y tú podéis conversar sobre el futuro de Daisy. Mañana yo me preocuparé por encontrarle ropa decente.

—No tienes que hacerlo —protestó Daisy—. Puedo usar este vestido un poco más.

—No, no puedes —dijo Laurel enfáticamente—. Parece que se va a deshacer de un momento a otro. —Luego miró a Daisy con atención—. Creo que podremos encontrar algo que te quede bien. Si las faldas no son suficientemente largas, podremos agregarles una pieza más.

Luego llevó a Daisy a una habitación muy cómoda.

—A esos dos les sentará muy bien pasar juntos esta noche, pues son capaces de no dirigirse la palabra a menos que los obligues.

—Zac habla por los dos.

Laurel se rio.

—Siento mucho que hayas tenido que aguantarlo. Uno de estos días va a matar a George de un infarto.

Con la ayuda de Daisy, Laurel se puso rápidamente el camisón.

—Mira, usa uno de los míos —dijo Laurel con una sonrisa—. Puede que no sea suficientemente largo, pero sí es suficientemente ancho como para darte por lo menos dos vueltas.

Daisy se rio cuando se lo puso. A duras penas le llegaba a la pantorrilla, pero estaba tan feliz de quitarse su vestido que no le importó. Habría preferido usar la camisa de Tyler, pero no creía que a Laurel le gustara la idea.

La embarazada se metió entre la cama y se recostó sobre varias almohadas. Luego dio unas palmaditas sobre la cama que había a su lado.

—Ahora cuéntame qué pasó en realidad entre Tyler y tú. Desde luego, estás enamorada de él.

Mientras observaba a Tyler desde el otro extremo de la mesa, Hen lo miraba con ojos recelosos.

—Sigues metiendo las narices en lo que no te concierne, según veo.

—¿Qué se supone, entonces, que tenía que hacer? ¿Dejar que se quemara?

—Claro que no, pero debes admitir que tienes un problema entre las manos.

—Mira, siento mucho sacarte de tu habitación, pero jamás se me ocurrió que Laurel fuera a hacer algo así.

—¿Qué creías que iba a hacer? ¿Dejar que la muchacha durmiera contigo?

—Creo que me imaginé que ella podría dormir en el sofá, o algo así.

—¿Mientras tú y yo dormíamos en cómodas camas? No sabes mucho sobre las mujeres.

—A juzgar por los acontecimientos de los últimos días, no sé absolutamente nada.

Hen miró a su hermano con asombro.

—No pienso decirte nada.

—Tu vida amorosa me importa solo un poco más que la de Zac, lo que quiere decir que me tiene sin cuidado.

—Gracias.

—De nada.

—¿Cómo va la búsqueda de oro?

Hen cambió de tema mientras agarraba la cafetera. Estaba vacía. Había que pedir más, y así lo hizo. El único indicio de su irritación fueron unos golpecitos con el índice sobre la mesa.

—No he podido hacer mucho con estas nevadas —respondió Tyler.

—¿Pero has hecho algún progreso?

—Creo que sí.

—Tú sabes que no necesitas andar buscando oro.

—Sí, lo sé.

—Pero eres igual que Monty.

—¿En qué? —preguntó Tyler, sorprendido de que Hen lo comparara con su hermano gemelo.

—Siempre estás tratando de probar algo que no hay necesidad de probar.

—Es importante para mí.

Hen suspiró.

—¿Y qué pasa si no encuentras nada de oro?

—Me preocuparé por eso cuando llegue el momento. —No pretendía contarle a nadie que pensaba irse. Simplemente desaparecería.

—Trabajar para Jeff o Madison no es de tu agrado, ¿verdad? —dijo Hen.

—Verdad.

—Entonces no lo hagas.

Tyler miró a su hermano.

—¿Crees que debo pasarme el resto de mi vida buscando oro?

—Yo no creo que debas pasar ni cinco minutos buscando oro, pero si sientes que necesitas abrirte un espacio propio, sigue intentándolo hasta que te sientas satisfecho.

—¿Qué harías tú?

—Yo no trabajaría para Madison, y mucho menos para Jeff, aunque tuviera que seguir siendo el comisario del Valle de los Arces durante el resto de mi vida.

Tyler se rio. En ese momento llamaron a la puerta. Hen abrió y un hombre le entregó una bandeja con una jarra de café recién hecho. Hen sirvió una taza, le puso crema y se dirigió a la puerta de la habitación de Laurel. Golpeó suavemente. Ella abrió, recibió la taza, le dio un beso y cerró rápidamente. Hen volvió a su silla y se sirvió una taza de café solo.

—Siempre podrás cocinar —dijo Hen—. Debe de haber sitios en Nueva York donde pagarían un dineral por tener a alguien como tú.

—No quiero trabajar para nadie. Quiero ser mi propio jefe.

—Haz lo que tengas que hacer —dijo Hen, que parecía haber perdido interés en el tema—. Ahora, cuéntame cómo te liaste con esta mujer.

—No estoy liado con ella.

—La trajiste aquí. Pasaste la última semana con ella. Estás liado con ella.

—No pude evitarlo.

—Ese tipo de cosas nunca se pueden evitar.

—Si me vas a hablar con ese sarcasmo, no tiene sentido que te diga nada.

—No estoy siendo sarcástico. Lo digo por experiencia.

—Sí, tuviste mucha experiencia antes de Laurel.

—Tuve suficiente.

—Yo también tengo alguna y no estoy liado con ella. Siento pena por la chica. Ha pasado por momentos muy difíciles, pero está comprometida. En cuanto regresen de Santa Fe los Cochrane, Daisy se quedará con ellos. Después de eso, ya no será mi responsabilidad.

—Entonces, ¿qué quieres que hagamos nosotros?

—Que la cuidéis hasta que estas personas regresen. Serán solo unos días, una semana a lo sumo. La nieve está derritiéndose rápido.

—¿Y tú que harás mientras tanto?

—Regresar a las montañas. Ya he perdido demasiado tiempo.

—Entonces, ¿realmente no estás liado con ella?

—No, ella no está interesada en soñadores poco prácticos como yo. Después de oír sus comentarios sobre mis hoteles, los juicios de Madison y Jeff parecen una lisonja.

—Parece ser una buena muchacha.

—Lo es.

Hen terminó el café y dejó la taza a un lado.

—¿Cómo es su prometido?

—No lo sé.

—¿Es más alto que ella?

—No.

—Eso no va a funcionar.

—Pero es rico.

—Es posible que antes estuviera detrás de su dinero, pero es evidente que cambió de parecer.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque vino aquí contigo.

—No tenía a donde ir.

—Todas las mujeres tienen adónde ir. Y ella decidió venir aquí —afirmó Hen—. Mejor voy a echar un vistazo a los niños. Nunca duermen cuando comparten la misma habitación.

Cuando Hen salió, Tyler se sirvió una taza de café. Mientras se lo tomaba, se preguntó si Hen tendría razón, esperaba que no.

El fuego ardía en la lujosa chimenea del salón de Regis Cochrane. La suite del caro hotel de Santa Fe estaba totalmente decorada con un dudoso mobiliario estilo Luis XV, tapizado en terciopelo color vino. Cochrane masticaba, más que chuparla, la colilla de un cigarro, mientras estudiaba un mapa que mostraba los límites de cada pedazo de tierra desde el río hasta las montañas, entre Bernalillo y Albuquerque. Vestía un traje de tres piezas, camisa blanca y corbatín. Parecía exactamente lo que era, un banquero muy rico, el hombre más rico de Albuquerque. Un hombre menos próspero estaba sentado frente a él.

Cochrane limpió con impaciencia una pavesa de ceniza que cayó encima del mapa.

—¿Estás seguro de que esta es la ruta que seguirá el tren? —preguntó Cochrane.

—Puede variar en uno o dos kilómetros, pero…

—¿Por dónde va a cruzar el río? Eso es lo más importante.

—Por algún sitio al sur de Albuquerque.

—¿Estás absolutamente seguro?

—No sé el lugar exacto, pero será al sur de Albuquerque.

—¿No podrían cambiar el trazado y llevarlo por al lado occidental del río?

—Les costaría el doble.

Una sonrisa se dibujó lentamente en el rostro de Regis. Luego se reclinó en el asiento, dejó el cigarro a un lado y tomó un sorbo de brandy.

—Entonces tengo en mis manos a todos los bastardos que trataron de sacarme del negocio.

—¿Quiénes? —preguntó el otro hombre.

—Los cinco hombres más ricos de Albuquerque después de mí. No se me nota, pero tengo sangre mestiza y a ellos no les gusta eso, así que trataron de echarme y quedarse con todas las ganancias. Compraron toda la tierra alrededor de donde seguramente quedará la estación. Y piensan venderla por una fortuna cuando llegue el ferrocarril.

—Pero, entonces, ¿qué daño les puede hacer el hecho de que usted compre más ranchos? Ellos siguen siendo los dueños de esa tierra en el pueblo.

Regis golpeó la mesa con el puño.

—Si yo soy el dueño de cada uno de los pedazos de tierra que hay entre Bernalillo y Albuquerque, ningún condenado tren podrá entrar en el pueblo hasta que yo lo permita. Y solo voy a dar el permiso cuando ellos me den la mitad del negocio.

—¿Y si se oponen?

El rostro de Regis se endureció y adoptó una expresión feroz.

—No queda ningún hombre vivo que se haya opuesto a mí.

A la mañana siguiente, a Tyler le costó trabajo decir adiós. Se sentía incómodo y la atmósfera formal del salón contribuía a acentuar esa sensación. Hen y Laurel estaban en su habitación, pero él tenía la sensación de que lo estaban observando por encima del hombro. Laurel le había recogido el pelo a Daisy en un moño, pero a Tyler le gustaban más los rizos sueltos.

Tyler sabía que, con Laurel, Daisy estaba en las mejores manos, pero de todas maneras sentía que la estaba abandonando, y le dolía. Daisy parecía sentir lo mismo.

—Será mejor que regrese a las montañas —dijo Tyler—. La nieve se está derritiendo y no parece que vayamos a tener más tormentas.

—Espero que encuentres la veta de oro más grande de Nuevo México —dijo Daisy, con cara de ternero degollado.

—Una veta de tamaño mediano será suficiente —dijo Tyler, tratando de no sentirse como un irresponsable—. Vendré a verte cuando regrese al pueblo. —Esa fue una frase estúpida. Probablemente para entonces Daisy ya estaría casada y a su esposo no le iba a gustar que él anduviera rondando a su mujer.

—Eso me gustaría. Me gustaría que conocieras a los Cochrane.

En ese momento, Hen y Laurel salieron de la habitación.

—Si te vas a ir, es mejor que emprendas camino pronto —dijo Laurel, mientras los miraba con ojos penetrantes—. Tienes un largo camino por delante y Daisy y yo tenemos que hacer muchas compras. —Hen ayudó a Laurel a ponerse el abrigo.

—Te acompañaré hasta el establo —dijo Hen.

Tyler no esperaba aquello, tampoco estaba seguro de que le gustara la idea, pero era imposible deshacerse de Hen cuando se le metía algo en la cabeza.

—¿Te vas a ver con Zac? —preguntó Daisy.

—Lo dudo.

—Si lo haces, deséale suerte de mi parte. Es estúpido querer ser jugador, pero dile que espero que gane suficiente dinero para que se compre su propio barco.

—Creo que George tendría algo que decir al respecto —dijo Laurel, mientras se ponía los guantes.

—Espero que no trate de detenerlo —dijo Daisy—. Es posible que Zac cambie de opinión algún día, pero no lo hará si sus hermanos tratan de forzarlo.

—Esa es una lección que tenemos que aprender —dijo Hen.

Tyler se preguntó si estaría incluido en esa afirmación, aunque en realidad no le importaba mucho. Estaba atrapado entre el deseo imperioso de escaparse a las montañas lo más rápido posible y un deseo igual de fuerte de quedarse. A pesar de que ella estaba prometida, quería asegurarse de que Daisy iba a estar bien.

Di la verdad. Quieres echar un vistazo a su prometido. ¿Qué vas a hacer si no te gusta? ¿Decirle a Daisy que no puede casarse con él?

Lo mejor sería que se marchara del pueblo antes de que hiciera algo que pusiera la reputación de Daisy en entredicho. Ella no era su responsabilidad. Y posiblemente él se iba a convertir en un problema para ella, una relación que tendría que explicar, y en este momento no se le ocurría ninguna explicación que pareciera aceptable a los ojos de su prometido.

—¿Estás segura de que vas a estar bien? —le preguntó otra vez.

—Claro que va a estar bien —le aseguró Laurel—. Ahora vete —dijo y lo empujó hacia la puerta.

Tyler no tuvo más remedio que irse. Hen y él caminaron en silencio hasta que llegaron a la acera de tablas.

La iglesia, blanca y resplandeciente por el sol, dominaba la plaza, las calles hervían con coches, carruajes, caballos, burros y peatones. Los hombres usaban sombreros altos y se envolvían en sarapes de colores brillantes. Las mujeres llevaban vestidos amplios y chales.

La plaza era el punto de encuentro para todas las transacciones públicas, el sitio del mercado, para las procesiones religiosas y para que los viajeros acamparan. Pululaban los vendedores ambulantes que pregonaban sus artículos en mitad de la plaza, mientras que otros ocupaban los pórticos, frente a las tiendas, donde desplegaban sus cargamentos de frutas, verduras, queso, nueces y hojas de tabaco. Los carniceros colgaban de los mostradores la carne de cordero, de vaca y también de animales de caza. Era difícil encontrar un lugar para amarrar un caballo o una mula. Los jugadores vagabundeaban con cartas en la mano, esperando seducir a alguien para que se arriesgara a jugar una partida rápida. Casi todas las tiendas, incluidas las especializadas en telas y las pastelerías, vendían botellas de licor.

—¿Zac se fue a Nueva Orleans? —preguntó Hen, mientras se dirigían al oeste por la calle James.

—Eso fue lo que le dijo a Daisy —respondió Tyler, y volvieron a quedarse callados.

—Espero que encuentres oro.

—Gracias.

Ahí sobrevino otro largo silencio, hasta que llegaron al establo. Tyler le pagó a un hombre para que fuera a buscar su mula y su burro.

—No tienes que quedarte —le dijo Tyler a Hen—. Me tomará solo unos minutos ensillar.

—Creo que estás cometiendo un error al marcharte —dijo Hen.

—No lo creo.

—Sencillamente, vas a tener que volver para resolver el asunto.

—No hay nada que resolver.

Hen sonrió de manera extraña.

—Es una pena que seamos una familia de gente tan testaruda. Si no lo fuéramos, tal vez podríamos aprender de los errores de los otros.

—Sería un error quedarme.

—Te veo dentro de una semana o un poco más.

—No es posible que encuentre… —Tyler se detuvo, al darse cuenta de que Hen se refería a Daisy y no al oro—. Espero que a Laurel le vaya muy bien —dijo y luego dio media vuelta y se dirigió a la caballeriza.

Tyler estaba disgustado con Hen. Ya tenía suficientes problemas como para que su hermano los empeorase. Pero Hen nunca se preocupaba por nadie distinto de él mismo. Algunas veces, es verdad, por Monty. Pero nunca se le ocurría pensar que lo que les decía a sus hermanos a veces hacía más daño que otra cosa.

Sé honesto, se dijo Tyler, tú no eres mejor. El hecho de que estés disgustado simplemente demuestra el estado tan lamentable en que te encuentras.

Mientras se proponía olvidar aquella última semana, con todas sus preguntas e incertidumbres, Tyler ensilló la mula, amarró sus cosas al burro y se dirigió a la salida del pueblo. Pero no pudo quitarse la sensación de que Hen estaba en lo cierto. Realmente iba a tener que regresar. Todavía tenía asuntos por resolver.

Las dos mujeres regresaron al hotel después de toda una mañana de compras. Daisy llevaba un sombrero que habían escogido específicamente para disimular la falta de pelo. Llevaba varios paquetes debajo del brazo. Otros más habían sido enviados directamente al hotel y algunos estaban por llegar. El conserje le ayudó a Laurel a llevar los paquetes hasta la puerta.

—Nunca podré pagarte todo esto —dijo Daisy por centésima vez, al tiempo que entraba al salón y descargaba los paquetes con alivio.

—No te preocupes por eso —dijo Laurel, mientras le daba al conserje unos cuantos pesos—. Hen necesita encontrar formas de gastar su dinero.

—Ojalá pudiera darle algo a Tyler para que pueda construir sus hoteles. No quiere trabajar en un banco. Y ni siquiera estoy segura de que le guste vivir en esa cabaña. —Daisy ayudó a Laurel a quitarse el abrigo.

Laurel se acomodó en el sofá con un suspiro de cansancio.

—Tyler tiene mucho dinero. Todos los hermanos tienen mucho dinero.

Daisy miró a Laurel con evidente desconcierto.

—Pero él dijo que no tenía nada. Zac le robó lo poquito que tenía para pagarse el viaje hasta Nueva Orleans. —Daisy colgó el abrigo de Laurel en el respaldo del asiento y se sentó. Estaba rendida.

Laurel se rio.

—A Zac nunca le alcanza la renta que recibe mensualmente.

—¿Renta?

Laurel le sirvió una taza de chocolate a Daisy.

—Los Randolph tienen todas las propiedades en común —le explicó Laurel—: ranchos, bancos, empresas, acciones, todo. Creo que Zac tiene un fideicomiso hasta que cumpla veinticinco años, pero tanto él como Tyler reciben lo mismo que los demás. Excepto Madison, que tiene varios negocios propios que producen montones de dinero.

Entonces, Tyler era rico y no le había dicho nada.

—A Tyler se le metió en la cabeza la idea de que tiene que ganarse su puesto en la familia. —Laurel se sirvió una taza de chocolate y se recostó—. Cuando los hermanos no quisieron vender algunas propiedades para darle el dinero necesario para construir sus hoteles, rompió relaciones con la familia. Casi no pude creerlo cuando Hen abrió la puerta y vi a Tyler ahí afuera. No lo veíamos desde hacía más de un año.

A Daisy la cabeza le daba vueltas. Tyler no le había dicho nada sobre todo aquello. Después de las tonterías que ella había dicho sobre Filadelfia y su abuelo rico, él debía de pensar que era una cazafortunas. Pero lo peor era que había ridiculizado sus ideas acerca de los hoteles. No fue su intención que sus críticas sonaran tan despectivas como aparentemente él las había tomado, pero ya era demasiado tarde. Tyler no iba a volver a Albuquerque.

Y Daisy sabía que eso era lo mejor, lo había decidido desde hacía mucho tiempo, pero lamentaba no poderlo ver una vez más para hacerle entender lo que pensaba.

Hacerle entender ¿qué? Si tratas de hacerle creer que no te importa el dinero ahora que sabes que es enormemente rico, jamás volverá a creer nada de lo que digas.

En ese momento oyeron gritos y el sonido de pisadas en el exterior. También oyeron que alguien cerraba una puerta con un golpe.

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