Daddy

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—Tiene usted un puente a la derecha. Entre en él recto, porque pasará muy justo. Y no haga demasiado ruido: los gendarmes están a cien metros de nosotros.

Quattermain prefiere descender y examinar el lugar. El puente de madera no tiene barandillas y el tablero sólo le inspira una confianza muy limitada. «Es divertido. No sé cuánto pesa un Chenard-Walker, pero no voy a tardar mucho en saberlo».

—Baja, Thomas.

—Llueve.

Quattermain abre la portezuela y saca al chiquillo:

—Espérame al otro lado del puente.

Se adentra en el puente. De vez en cuando el joven Cazes golpea en uno de los guardabarros, a la izquierda o a la derecha. Según las señales convenidas, unos golpes repetidos significa que se está desviando y a punto de salirse del tablero; un solo golpe da a entender que todo va bien. El joven Cazes tamborilea tres veces en la izquierda y cinco veces en la derecha.

Vuelve a la portezuela:

—Ya ha pasado. Para serle franco, no estaba nada seguro de que pudiese hacerlo.

—Gracias por haberme avisado —dice Quattermain.

Thomas se sienta de nuevo a su lado. Arrancan otra vez, al paso de un hombre que camina en la noche más oscura y sin duda progresando al tacto.

—¿Realmente hablas bien el inglés, Thomas?

—Un poco.

—¿Cuántas lenguas conoces?

—El francés y el inglés.

—Más el alemán.

—Un poco.

—Más el español.

—Un poco.

—¿Y el italiano?

—No.

—¿Nada en absoluto?

—Sólo un poquito.

—Dime algo en inglés, para ver…

My mother is dead —dice Thomas—. She was burned alive[5]

«O my God!». Quattermain siente ganas de llorar. Afirma su voz lo mejor que puede:

—Se diría mejor burnt, pero burned también es correcto. El verbo to burn es regular e irregular al mismo tiempo. Tienes un buen acento.

—Gracias, señor. Lo recordaré.

Diez, quince minutos más y el joven Cazes reaparece en la portezuela:

—Ahora puede encender sus luces de posición. Pero no los faros. Y síganos a mi hermano y a mí.

A partir de ese momento ruedan un poco más de prisa, pasan por delante de una granja en la que todo está apagado y desembocan en un camino más ancho. Los dos coches se detienen.

—Ya está —dice el hijo del señor Cazes—. La encrucijada en la que está el espía queda a doscientos cincuenta metros, en la salida de este camino a la izquierda. Puede encender sus faros. Buena suerte.

Quattermain recorre todavía un centenar de metros antes de encender los faros. Luego acelera, en medio de los charcos del camino de tierra. Desemboca en el asfalto. Los doscientos cincuenta metros desfilan aún más rápidamente de lo que esperaba. De pronto surgen las primeras casas y, en el arcén derecho de la carretera, aparece la silueta de un hombre con sombrero e impermeable, que evidentemente acaba de salir de su coche, cuya portezuela ha quedado abierta. Quattermain disminuye bruscamente la velocidad, como si se preparase a dar media vuelta, y después se lanza de nuevo hacia delante, dirigiéndose al hombre y obligándole a dar un salto en el último segundo para evitar el gran guardabarros del Chenard.

Pasa como una tromba, atraviesa la pequeña aglomeración a la velocidad máxima, rueda como un diablo durante los dos kilómetros cuatrocientos metros previstos, reduce la velocidad, frena sin que las ruedas rechinen y dobla hacia el arcén en cuanto divisa las ramas cruzadas en la carretera. Pasa voluntariamente por encima, para destruir esa señal de reconocimiento, y disminuye aún más la velocidad. La vega que esperaba se ve a unos cincuenta metros; está abierta y la franquea. Una mujer la cierra inmediatamente después de su paso. Al final de un largo sendero, bordeado por unos plátanos en ambos lados, la luz de una linterna eléctrica, a la derecha de la gran casa, emite una señal.

Quattermain se detiene a la altura del señor Cazes. Éste sube al coche.

—¿Han conseguido pasar el puente? Yo no estaba nada seguro; está muy podrido.

—Hablemos de otra cosa —dice Quattermain.

Avanzan a través de un parque, del cual salen por una barrera abierta. Inmediatamente hay un arroyo, pero han colocado sobre él algunas tablas y, ayudado por el señor Cazes, Quattermain lo cruza sin dificultades. Luego zigzaguea por un huerto y ataja a través de un primer campo.

—Un tractor pasará mañana por la mañana sobre su rastro —explica el señor Cazes—. O se es del país o no se es.

Después viene una cerca de la que han apartado el alambre de púas para abrir en ella un paso.

Después otro campo, un corral de granja, un camino de tierra y dos campos más.

—¿También habrá aquí un tractor?

—Mañana por la mañana, a primera hora.

—O se es del país o no se es —dice Quattermain.

—Exactamente. Gire a la izquierda.

Quattermain rueda por un camino cuyo destino ignora totalmente, así como su situación con respecto a la carretera. Está perdido.

—Dos veces a la derecha.

Entra en un granero cuyas anchas puertas se cierran inmediatamente detrás del Chenard-Walker. Una lámpara se enciende.

En el granero hay ocho hombres, tres de ellos armados con sopletes oxhídricos que ya están silbando.

—Pare el motor. Ya hemos llegado. Van a recortar su coche en pedazos tan pequeños que ya no servirán ni para hacer una bicicleta. ¿Es suyo este coche?

—De un miembro del gobierno de Vichy.

—Entonces, me alegro. Venga a ver.

Salen del granero por la otra fachada, atraviesan un corral, entran en una casa, suben una escalera y penetran en una habitación.

—Venga a ver —repite el señor Cazes en un susurro.

Quattermain se inclina y mira a través de las rendijas de las persianas cerradas. Descubre que están exactamente en la vertical de la encrucijada franqueada hace veinte minutos, allí donde estaba el espía.

Que ahora se encuentra, alumbrado por los faros de varios coches, discutiendo con otro hombre de paisano y algunos gendarmes. El hombre de paisano y el espía se separan de los gendarmes, vuelven de nuevo y pasan bajo la ventana de la casa donde están Quattermain y el señor Cazes. Hablan bajo, aunque en una lengua que se puede adivinar.

—Alemán —dice el señor Cazes—. No me había usted dicho que también estaba enfadado con los alemanes.

—Por timidez, supongo —dice Quattermain.

En la penumbra de la habitación, los dos hombres se sonríen. «Decididamente, me cae muy bien este señor Cazes…».

Salen de nuevo y regresan al granero, donde el niño contempla el despedazamiento del Chenard.

—¿Podrá caminar tres horas o tal vez cuatro? —inquiere el señor Cazes señalándole.

—Le creo capaz de todo —responde Quattermain.

Las tres o cuatro horas siguientes caminan, conducidos por el señor Cazes y escoltados por uno de los hijos de éste. No es una marcha fácil: hay que subir y bajar constantemente, y siempre bajo esta lluvia obsesionante. «—¿Qué tal, Thomas? —Muy bien, ¿y usted?».

Deben de ser las siete de la mañana cuando llegan a una carretera. En el camino no han encontrado más que senderos, arroyos que han tenido que vadear mojándose las piernas, repechos muy abruptos, crestas empapadas, auténticas laderas de montaña… pero ni una casa. Han pasado como sombras.

La carretera está asfaltada. Caminan todavía dos kilómetros largos antes de encontrar un aprisco. Allí hay un coche.

—Un tracción delantera de quince caballos, regulado como un reloj. No habrá muchos que puedan correr detrás. Creo que le he encontrado lo mejor, lo he conseguido por la mitad del dinero que usted me ha dado. Su propietario lo había escondido para evitar que se lo requisasen. Las matrículas son falsas. La tarjeta gris está a nombre de Svensson Bjorn. Si hubiese tenido tiempo, le habría hecho un pasaporte sueco.

—Otra vez será —dice Quattermain—. Gracias. Volveré en cuanto hayan limpiado ustedes el país.

—No será cosa de mucho tiempo —dice el señor Cazes—. Pero de todos modos no vuelva demasiado pronto; espere hasta que todo haya terminado.

Se estrechan la mano.

—Sube, Thomas.

El niño se sienta sin dirigir una palabra a nadie. Quizás es porque está sencillamente agotado.

Quattermain arranca y toma la dirección este.

Evidentemente, hacia Suiza.

Gregor Laemmle llama, pues, a Henri Lafont, y esta llamada se produce en un momento de persecución en el que ya hace horas que no se sabe nada del lugar en donde se han refugiado el Niño y el americano, ni de la dirección que han podido tomar. Apenas se sabe que, posiblemente, siguen a bordo de un Chenard-Walker robado en los alrededores de Nîmes. ¿Pero ruedan en dirección a España, o han vuelto sobre sus pasos y van hacia el oeste? ¿Han conseguido embarcar en la Camargue para la costa catalana o para las Baleares, o incluso para África del Norte?

¿O estarán, por casualidad, ascendiendo hacia el norte?

Gregor Laemmle se inclina sobre esta última hipótesis o, más bien que esto, la hace suya, «con una convicción tanto más gratuita cuanto que no tengo nada en qué basarla».

Todavía no ha recibido —faltan aún seis horas— la señal de alerta emitida por el vigilante de la segunda línea, el de Ardèche, que anunciará el paso del Chenard-Walker con la aleta abollada, que rueda a toda velocidad en dirección oeste, hacia Cantal o la Dordogne, a no ser que vuelva a descender después hacia Toulouse y luego hacia España, tras haber rodeado por el norte la barrera del bueno de Jurgen.

A las ocho de la tarde llama a Lafont.

La característica voz de falsete, en modo alguno desagradable:

—¿Y para cuándo quiere usted todo eso?

—Le pido pocas cosas.

Golpe de risa:

—Solamente una movilización general.

—El dinero no es problema, y usted lo sabe.

—Sé que usted mete fácilmente la mano en el bolsillo; nunca he tenido de qué quejarme. Pero si lo hago, sólo será porque usted me es simpático.

—Lo cual me halaga —dice Gregor Laemmle. (Que piensa: «Lo más sorprendente es que lo creo sincero… y que la reciprocidad existe…»).

—En el asunto del Var —dice Lafont—, yo no intervine para nada. Fue su Hess el que quiso prescindir de mí y contrató por su cuenta a no sé qué individuos en Tolón y en Marsella. Resultado: una carnicería, que no fue precisamente un trabajo cuidado. Usted quería viva a esa mujer, ¿no es verdad?

—En efecto.

—Si yo me hubiese ocupado de ello, estaría viva. Su Hess fue muy torpe; eso es lo menos que se puede decir…

—No es precisamente mi Hess.

La voz de falsete se ríe de nuevo:

—Entonces diremos que es un imbécil. ¿Está usted seguro de que el americano y el Niño van a ir hacia el nornoroeste?

—Absolutamente seguro —dice Gregor Laemmle.

—¿E intentarán también pasar la línea?

—No es imposible. Pero me inclino a creer que intentarán cruzar el Ródano.

—¿Para entrar después en Suiza?

—Sí.

Silencio.

Gregor Laemmle cierra los ojos:

—Entre Avignon y Lyon, y sin contar esas dos ciudades, hay dieciocho puentes sobre el Ródano —dice—. Quiero tres hombres y dos coches en cada puente.

—Cincuenta y cuatro hombres y treinta y seis coches. ¡Nada menos!

—Y quiero unos efectivos dobles en cuatro de esos dieciocho puentes: los de Valence, La Voulte, Le Pouzin y Rochemaure. Porque son los puentes de paso más verosímiles. Además…

—Me vuelve usted loco, mi querido amigo —dice Lafont, riendo.

—Además, quiero tres destacamentos en reserva, en la retaguardia, dispuestos de tal modo que puedan responder inmediatamente a cualquier alerta en cuanto se señale el paso de un puente.

Silencio.

—Cerca de cien hombres en total —dice Lafont—. Tendré que hacer bajar a unos individuos de Lyon y, naturalmente de París, y hacer subir a otros desde Marsella. Toda la gran truhanería francesa rehaciendo la línea Maginot en la orilla del Ródano. ¿Y para las recompensas?

—Ofrezca usted lo que crea conveniente.

—En toda mi vida, he robado una bicicleta y cinco conejos. Hoy estoy en la policía: ya no robo; confisco. La vida es sorprendente. No le robaré.

—Lo sé.

—Es extraño que usted y yo nos entendamos tan bien. No somos precisamente del mismo mundo.

—Es verdad que nuestro entendimiento es perfecto, lo cual me sorprende agradablemente —dice Gregor Laemmle.

—¿Pueden matar mis muchachos?

Gregor Laemmle se toma algún tiempo para reflexionar. Medio segundo. El tiempo de enviar mentalmente al diablo a Joachim Gortz y a sus recomendaciones concernientes a Quattermain.

—El Niño no debe recibir ni un arañazo.

—¿Y el americano?

—Un accidente siempre es posible. Pero debe ser un accidente.

Henri Lafont dice que comprende. Dice también que no podrá mandar personalmente la línea Maginot del Ródano, porque tiene otras obligaciones; pero que confiará las operaciones a su propio sobrino, Paul Clavié, y al mejor de sus lugartenientes, Charles Cazauba… Esos dos hombres saldrán de París dentro de una hora.

—Todos esos individuos que usted me pide estarán en su puesto mañana por la mañana, entre las dos y las cuatro. No puedo hacer más.

—Lo que hace ya es mucho.

Vacilaciones en la voz de falsete. Luego, Lafont sugiere una gestión que podría ser emprendida por Gregor Laemmle y que desembocaría en un ascenso en el ejército alemán para él, para Lafont.

—Sólo soy capitán.

—¿Por qué no? —responde Gregor Laemmle, con benevolencia y todo el aplomo del mundo. (No se ve en absoluto intercediendo o efectuando cualquier gestión ante Himmler…). Luego dice:

—Yo soy Oberführer. Por consiguiente, puede usted permitirse cualquier esperanza.

Cuelga el teléfono, cena una dorada y unos mejillones de Tolón, contempla la Canebière desde uno de sus balcones y consigue dormitar unos doscientos minutos.

Son las tres y pico de la madrugada cuando suena de nuevo el teléfono y se entera, por un vigilante de la segunda linea del Ardèche, de que el Chenard-Walker avanza a toda marcha hacia el oeste con un hombre y un chiquillo a bordo. No tiene ninguna duda: ha transcurrido demasiado tiempo entre las dos localizaciones del Chenard por las dos líneas de espías.

—Han debido de esconderse en alguna parte y ahora acaban de salir de nuevo. Los mapas, Soëft…

Examina una vez más los mapas de carreteras.

—El pequeño monstruo, Soëft, se ha hecho notar expresamente. Su maniobra no tiene más objeto que el de hacer que se levanten todas las barreras de policía para ser trasladadas más al este. Ahora, una de dos: o bien el americano y él esperan el final del desplazamiento de las barreras para deslizarse al nornordeste, escondidos en alguna parte…

O bien el tándem (y esto es lo más verosímil) ha iniciado ya su marcha, desplazándose a pie a través de la montaña.

Sin perjuicio de hallar otro coche, o una moto, incluso unas simples bicicletas.

—¿De cuántos hombres dispone usted, Soëft? ¿Dieciséis? Que se trasladen en el más breve tiempo posible a todas las encrucijadas que existan al nordeste y al este del Ardèche. No sé por dónde aparecerá de nuevo el pequeño monstruo, pero es seguro que avanza en dirección al Ródano.

Donde los hombres de Lafont ya están ahora en su puesto.

—¡Ya los tengo, Soëft! ¡Casi los tengo!

A no ser que el pequeño monstruo haya ideado alguna estrategia demoniaca. Es capaz de todo.

«¡Oh, Dios mío, Gregor Laemmle! ¡Estás sintiendo un placer increíble en esta caza!».

Thomas, en el día que amanece, mira el mapa.

—Hay un cruce a un kilómetro.

—Hay cruces por todas partes —dice el americano—. Pero si sientes predilección por éste, no veo inconveniente.

—El Hombre de los Ojos Amarillos ha debido de colocar a sus espías. Seguro que lo ha hecho.

—¿Hacia el este?

—Este-nordeste. Seguro.

—Entonces están detrás de nosotros, no delante.

—Hemos perdido tiempo yendo a pie. Ellos van en coche desde que les han movido. Tal vez están delante.

A bordo del Citroën de tracción delantera, Quattermain vigila atentamente la parte baja de la carretera, que desciende en zigzag. Cuando descubre un nuevo camión de guardias móviles, reacciona en el acto. Se adentra en un sotobosque.

El camión pasa. Es el tercero con que se cruzan, y todos van hacia el oeste.

—Éste al menos marcha bien, Thomas: están desplazando sus barreras más al oeste.

—Fue usted quien pensó en ello.

—Gracias por reconocer mis méritos.

Thomas levanta los ojos de su mapa y examina al americano. «Realmente, es un tipo muy extraño: está enormemente tranquilo y no tiene un pelo de tonto. Mi plan era bueno, pero él ha tenido unas ideas interesantes.

Y, además, es realmente rápido conduciendo un automóvil, tiene vista y hace lo que es preciso en el momento en que hay que hacerlo. Sin ponerse nunca nervioso; parece que no se fija, pero está ojo avizor. Es como Pistol Peter: tú crees que no ha visto nada, que va a caer en la trampa de los bandidos, pero nada de eso, siempre sale adelante…

»Sin contar con que es amable, aunque cueste creerlo. Le he dicho cosas verdaderamente irritantes, y debería haberse enfadado, pero no, es…

»¡DETENTE!

»Porque si continúas acabarás queriéndole un poco. Y eso no serviría de nada. Él ya está muerto; todavía está vivo, pero es como si estuviese muerto. El Hombre de los Ojos Amarillos le matará, tan seguro como que dos y dos son cuatro. Tú sabes perfectamente que el Hombre de los Ojos Amarillos detesta al americano, simplemente porque el americano cree que es mi padre. Sólo por eso le dirá a Soëft que le mate. Eso está claro, y no sirve de nada fingir no verlo.

»Por otra parte, serás tú mismo quien le mate; está incluido en tu estrategia, puesto que es la pieza sacrificada. Y no se debe querer a las piezas en una partida; eso sería totalmente estúpido».

El americano habla y él no entiende lo que dice. El coche está todavía inmóvil.

—Deberíamos seguir —dice Thomas.

—Ahora seguiremos, Thomas. Pero sólo estamos a treinta segundos. ¿Crees tú que habrá un nuevo espía en el cruce de ahí abajo?

—Creo que hay uno… tal vez.

Silencio.

—De acuerdo. Admitamos que hay uno. ¿Qué es lo que tú sugieres?

—Pasar; no hay otra solución. No nos atraparán si usted sigue conduciendo tan de prisa. Realmente, tenemos un gran coche.

El americano le mira. Mueve la cabeza de arriba abajo:

«Ya está —piensa Thomas—; ha comprendido que la otra solución es posible».

—Entiendo —dice el americano—. Pero yo no tengo demasiada costumbre en estas cosas, imagínate. Carezco de entrenamiento.

Thomas no responde, se calla; «¿qué es lo que podría decir?». El americano mueve otra vez la cabeza y sonríe. «Como valeroso, sí que lo es», piensa Thomas.

Quattermain coloca la mano en la manilla de la portezuela:

—¿Me esperas aquí, Thomas?

—Sí.

«Cree que voy a sacrificarle ahora».

—Le esperaré.

—Dame veinte minutos. Después te marchas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—No te pregunto si sabes dónde ir; estoy casi seguro de que lo sabes. Si te vas, llévate los prismáticos y el mapa. ¿Tienes dinero?

—Sí.

Silencio.

—Hasta luego —dice el americano.

Sonríe por última vez y se va, con sus largas piernas y su paso tranquilo, que cojea un poco.

«Esto te oprime el pecho, Thomas. Pero él se las arreglará como Pistol Peter. De ésta saldrá bien.

»De todos modos, me siento horriblemente triste».

Quattermain ha recorrido alrededor de cuatrocientos metros. Llega al lindero del bosque, y tiene la carretera al alcance de la vista.

Se inmoviliza y su mirada hurga en la pantalla de las hojas de los robles verdes. La encrucijada está a sesenta metros.

Y en un principio no se ve a nadie: «alabado sea Dios».

Pero después observa mejor y descubre de pronto al espía, o al menos a su coche, cuyo capó apenas asoma por detrás de un transformador eléctrico. Su pulso y su corazón comienzan a latir desenfrenadamente al mismo tiempo. «Debo admitir que tengo un miedo del demonio. No lo conseguiré; ¿cómo podría hacer una cosa así?».

Pero como a pesar suyo, desciende sin prisa por el talud y empieza a caminar por la carretera. «Si son dos, estoy haciendo el imbécil».

Camina e intenta ponerse en trance, haciendo resurgir de su memoria unas imágenes del Var. Ella quemándose viva y Javier Coll de pie entre las llamas que le rodean y bajo las ráfagas que le parten en dos. «Es extraño: pensar en ella me excita menos que ver de nuevo al español luchando hasta el último segundo de su vida». Se siente totalmente lúcido y con plena conciencia de los más ínfimos movimientos de su propio cuerpo.

Llega al transformador y lo deja atrás.

Vuelve la cabeza, esforzándose en imprimir en su rostro la expresión de un simple paseante que, al volver una esquina, se encuentra con un viejo amigo.

No hay más que un espía, uno solo; está sentado ante el volante y mira a Quattermain. Éste levanta las manos con un gesto de gran sorpresa. Se aproxima a la portezuela del coche, luego toca el cristal.

—¿Podría darme una información?

El espía le mira de hito en hito, estupefacto; se decide a bajar el cristal.

—Quisiera encontrar —dice Quattermain— al Hombre de los Ojos Amarillos, también conocido por el nombre de Gregor Laemmle.

Y alarga tranquilamente la mano, como si fuese a quitar del cuello del hombre un hilo que sobresaliese. Pero le sujeta por la garganta, muy fuerte y muy rápido, mientras su otra mano acude en seguida en auxilio de la primera. Arqueando sus muslos sobre la portezuela, tira y arranca al espía de su asiento, y hace pasar la parte alta de su cuerpo por la ventanilla; pero el resto no sigue, bloqueado por el volante, que obstaculiza el paso de la cadera. «¡Oh, Dios mío, no lo conseguiré! Va a soltarse, debe de estar armado. En el Var lo conseguí, pero la suerte no estará dos veces de mi parte». Acentúa la presión de sus pulgares sobre la garganta y el espía sigue debatiéndose: esto no se acaba nunca. Sin soltar su presa, Quattermain se echa hacia atrás con todo su peso y el cristal estalla: el cuerpo entero sale por la ventanilla. Quattermain se pega contra el pecho del espía y al mismo tiempo le golpea con la frente en la nariz, que se parte; el espía le arrastra en su caída. Y él sigue apretándole la garganta. Oye un jadeo que no procede del espía, sino de él mismo, y entonces se da cuenta de que está invadido por un deseo loco, demente, de matar, en memoria de Javier Coll, con el cual, sin embargo, sólo habló una vez.

Y también por el niño, a quien estos cerdos infames acosan sin cesar.

Y ya está: el espía sucumbe, se abandona, con la lengua fuera y los ojos en blanco. «¡Aún no he acabado!». Aprieta más todavía, presa de una rabia helada, hasta que, finalmente, los cartílagos se aflojan bajo sus dedos. Porque ahora las imágenes vienen a él sin que tenga necesidad de recrearlas: el niño, el niño tetanizado por el dolor, en su coche, jadeando y lanzando esos grititos quejumbrosos, a causa de un hombre o de unos hombres como el que él tiene debajo.

«Se acabó, Quattermain, déjale». Aparta las manos, se incorpora y advierte que está a caballo sobre su víctima. Le saca la pistola de la funda y la lanza a algunos metros.

«Se acabó. Al fin lo has hecho. Después de todo, cualquiera puede matar. Y matar a cualquiera».

Entonces recuerda que detrás de él está la carretera, por la cual pueden pasar y desde la cual pueden verle. No ha pensado hasta ahora en lo que iba a hacer, una vez muerto el espía.

«Sin embargo, es muy sencillo».

Abre la portezuela trasera, mete el cadáver en el coche y entonces recuerda la pistola. Va a buscarla —la ve en seguida, encima de un montón de grava— y la coloca al lado del muerto. Se pone al volante y arranca. Toma la carretera en zigzag y asciende por ella, hasta el lugar en que ha dejado su coche y al chiquillo.

«Si el chiquillo aún sigue allí».

Pero sigue allí y sin duda le ha visto llegar y le ha reconocido, porque se encuentra al lado del Citroën. Sin embargo, no se acerca al cadáver y sólo observa lo que Quattermain hace.

Éste saca el cuerpo y lo transporta por entre la maleza hasta un pequeño barranco tapizado de matorrales.

Allí, el espía bascula y cae de cabeza. Desaparece.

«¡Debería haberle registrado!».

Y envía también la pistola al barranco.

Vuelve al coche.

—Sube.

—Deberíamos mirar en la guantera.

—Ve a hacerlo.

Quattermain vuelve a sentarse ante el volante, dejando la portezuela abierta.

El niño vuelve:

—Esto no estaba en la bolsa, sino escondido debajo del asiento.

Muestra un documento amarillo, en alemán y en francés.

—Es un mapa de la Gestapo —dice—. El hombre se llamaba Heineman. Había también unos Ausweis, unos salvoconductos. Deberíamos conservarlos.

—Sube.

Quattermain pone el motor en marcha, acciona la marcha atrás, vuelve a la carretera, «una maniobra a la que empiezo a acostumbrarme. Siento una tranquilidad realmente asombrosa…».

—Tiene usted sangre en la cara —dice el niño.

La encrucijada está vacía. Giran a la derecha, en dirección al norte.

—Quisiera que se detuviese —dice Thomas.

El americano disminuye la velocidad y, luego, al descubrir un bosquecillo a su derecha —por el lado en que está el Ródano—, se arrima a la cuneta.

Thomas desciende, camina unos quince metros y luego penetra en el bosquecillo. Se vuelve y mira el coche (no tiene ganas de hacer sus necesidades; sólo lo ha dicho para que el americano se detenga). Reflexiona. Está claro que el momento se acerca. «Habrá que decírselo. Y tú sabes cómo. Lo sabes, pero no te gusta. Ahora está terriblemente impresionado por haber matado al espía. Lo ha hecho, pero eso le ha puesto enfermo. Desde hace una hora no ha dicho ni una palabra, y en algunos momentos sus manos tiemblan. No es ni Soëft ni Hess, ni siquiera el señor Cazes. Éstos matarían a cualquiera sin problemas, si fuese necesario. El americano, no. Quizá no tenga costumbre, de acuerdo, pero no es ésa la verdadera razón. No le gusta matar a la gente, eso es todo. Papé Allègre, cuando había que matar a un conejo o un pollo, decía que no tenía habilidad manual, y finalmente era Mamé Allègre la que lo hacía; pero la realidad era que a Papé Allègre le repugnaba…».

Thomas mira más allá del bosquecillo y vuelve a ver, a unos trescientos metros más atrás (apartada de la carretera), la casa que ya había visto al pasar. Los postigos están todos cerrados, así como la verja. «Seguramente está desocupada y no hay nadie dentro; en seguida se ve cuándo no hay nadie en una casa».

La casa tiene dos pisos y unos postigos azules. Son bastante raros unos postigos con ese azul.

Calcula cómo podría ir allí ahora, en seguida, sin que el americano se dé cuenta.

«No. Me buscaría. Y, además, no puedes abandonarle sin decírselo. La pieza de ajedrez que sacrificas no piensa. Pero él, sí».

Vuelve al coche y sube a él de nuevo.

—Debo decirle una cosa: creo que todos los puentes están vigilados.

—¿Por tu Hombre de los Ojos Amarillos?

—Sí.

Silencio. El americano cierra los ojos. «Se pone nervioso. Está fatigado (yo también) y todavía se siente enfermo por haber matado al espía; por eso se pone nervioso, pero calmosamente, como suele hacerlo».

—¿No crees que atribuyes a ese Laemmle unas cualidades sobrehumanas?

—No lo creo —dice Thomas, muy tranquilo.

Otro silencio.

—Y, además —dice Thomas—, con lo del espía no me equivoqué: había uno, y en el lugar donde era lógico.

—¿Y es lógico que los puentes estén vigilados?

Thomas no responde… No sirve de nada decir cosas evidentes.

—De acuerdo, es lógico —dice el americano—. Los puentes están vigilados, vamos a admitirlo. ¿Y cuántos hay?

—Entre Avignon y Lyon, dieciocho. Además de los de Lyon.

—Los de Lyon parecen más seguros, ¿no?

—Sí —dice Thomas.

Otro silencio. El americano se frota los ojos con la punta de los dedos y suspira fuertemente:

—De acuerdo. ¿Por qué no me dices en seguida lo que tienes en la cabeza?

—Podemos intentar pasar por Lyon.

Porque los puentes de una gran ciudad son más difíciles de vigilar que los puentes del campo o de las pequeñas ciudades. Forzosamente. Es lógico.

—Pero tu Hombre de los Ojos Amarillos también pensará eso, ¿no es verdad?

—Probablemente. Pero si ignora que yo he comprendido que había que vigilar los puentes, creerá que los cruzaremos sin desconfiar y que podrá capturamos; o bien sabe que he comprendido, pero piensa que yo he encontrado un truco para pasar; y también puede ser que piense que yo voy a pensar que él piensa que he encontrado el truco y se dice que, puesto que yo he previsto lo que él ha previsto, no pasaré; y por consiguiente es el buen lugar para pasar.

—No he comprendido nada —dice el americano (y sonríe por primera vez desde hace mucho tiempo)—. Ni una palabra. ¿No podrías repetirlo, poniendo puntos y comas de vez en cuando?

—Sin embargo, es muy claro —dice Thomas.

«Bueno, casi», se dice.

—¿Y si fuésemos a Lyon?

—Podemos intentarlo.

Bosteza, sin hacerlo expresamente:

—Pero tengo un sueño horrible. Y también hambre.

—Podríamos detenernos —dice el americano—. Debemos confiar en que el espía no sea relevado en las próximas horas. Si sus consignas eran las de dar la alarma en el caso de que nos viera pasar, tu Hombre de los Ojos Amarillos pensará que no hemos pasado por donde hemos pasado y nos buscará por otra parte.

—También usted, cuando se pone, hace frases terriblemente complicadas —dice Thomas.

—El homenaje viene de un experto y soy muy sensible a ello —dice el americano—. Y, por otro lado, si esos puentes están realmente vigilados como tú crees, tal vez no vale la pena precipitarse. Deberíamos reflexionar un poco antes de decidimos.

—Sobre todo teniendo en cuenta que, si el Hombre de los Ojos Amarillos y sus espías no nos ven pasar por ninguna parte, podrían pensar que no estamos donde estamos y que avanzamos hacia el oeste —dice Thomas.

—He aquí algo que me parece muy claro —dice el americano.

—A mí también.

—Ya he visto que, mientras fingías hacer tus necesidades, examinabas la casa de los postigos azules. Yo también la había visto al pasar. ¿Crees que está vacía?

—Lo creo.

Un silencio de nuevo.

—En la familia Quattermain —dice el americano— estamos muy acostumbrados a ser perseguidos por los gendarmes, la policía, la Gestapo y los bandidos. Esa clase de cosas nos sucede constantemente en América. Por consiguiente, conocemos bastantes trucos. Por ejemplo, que el mejor medio de descansar un poco no es el de ir a un hotel francés donde se piden los papeles. Y como es poco frecuente encontrar a un señor y una señora Cazes, lo mejor es buscar una casa vacía y ocultarse en ella… sin abrir los postigos. ¿Vamos allá, Thomas?

Y lo que sucede entonces es una ola muy grande, como aquella que, en la playa de Port-Issol, le llenó la boca y la garganta de agua, le azotó y le derribó, y ya no sabía dónde estaba y creía que iba a ahogarse y a morir. Hasta que llegó Javier, le cogió por el brazo con su gran manaza y le sacó fuera del agua.

Pero Javier ya no está y no estará nunca más, y ahora él estará siempre solo, sin nadie, «y soy todavía muy pequeño; esto no es justo; hay momentos en que tengo ganas de morirme porque no es posible que esto dure».

—¡Thomas! ¡Eh, Thomas! —dice el americano con una voz extrañamente suave y amable.

—No me toque, por favor. No me toque.

La ola le ha asaltado de nuevo, le zarandea otra vez y tampoco ahora sabe ya dónde está. «Qué terriblemente bueno sería que alguien, cualquiera, te cogiera por el brazo como Javier lo hizo. Es demasiado duro estar solo, realmente; pero suponiendo que tú le quieras, el americano, que comprende mejor que Javier, que es menos fuerte, pero muy alegre y muy amable, esto le traería desgracia, como a todos los demás. Matan a todos los que te quieren y a los que tú quieres. Lo mejor es no querer a nadie. Y la ola es eso: tú quieres al americano, ¿y qué puedes hacer? Nada».

—Estoy muy bien, señor —dice—. Estoy muy bien. Aunque me siento muy cansado.

Se ha cortado las rodillas con sus uñas, tal como si estuviese crispado, pero la cosa va mejor. El mecanismo vuelve a tomar el control.

—Creo que primero habrá que comprobar que la casa está vacía. Tal vez la gente ha salido a hacer sus compras y volverán después.

—Vamos a verlo —dice el americano.

Mira la carretera, a izquierda y a derecha, y como allí no hay nadie, da media vuelta con el coche. Rehace los trescientos metros hacia atrás, se detiene delante de la vega y llama. Nadie responde. Entonces arranca de nuevo y sigue la carretera hasta que encuentra un estrecho camino; sigue el camino y llega a otra puerta, de madera ésta y que da a una especie de paseo con un estanque lleno de agua y de nenúfares, y también con unos plátanos.

El americano dice: «Espérame aquí, Thomas». Pasa por encima de la valla de madera, entra en la propiedad y, después de varios minutos, regresa: «Es verdad que no hay nadie». Y ahora abre el candado con una llave, y luego la valla, y hace entrar el coche y lo conduce hasta un garaje cuyas llaves también tiene. Thomas le pregunta cómo ha encontrado todas esas llaves. El americano explica que ha subido al tejado, ha levantado unas tejas, se ha introducido en el interior de la casa y ha encontrado las llaves de repuesto: «Siempre hay unas llaves de repuesto, Thomas».

La casa está vacía y las camas están hechas.

—Duerme, Thomas. Dormirás tú el primero. Montaremos la guardia por tumo, como los soldados en campaña.

Sonríe.

Y Thomas se duerme. Después de todo, tiene más sueño que hambre.

Quattermain se sobresalta y abre los ojos. Tiene en la boca el gusto amargo de los primeros sueños interrumpidos. Se asegura de que el niño duerme apaciblemente y luego se levanta. «Me he adormilado. En un ejército de campaña me juzgarían en un consejo de guerra».

Es el mediodía: las doce y media en su reloj. A través de los postigos cerrados, de ventana en ventana y de habitación en salón, inspecciona los alrededores, sin advertir nada que merezca la pena. Desde las habitaciones de delante divisa la carretera, y después, más allá de ésta y de algunos arpendes de matorral, el río. «Que evidentemente podríamos tratar de atravesar a nado, o en una barca, y por qué no, en globo, pero al hacer esto tendríamos que encontrar otro coche en la otra orilla, para poder llegar hasta Suiza. ¿Por qué diablos tengo esa sensación difusa de que el niño nunca ha tenido la intención de ir a Suiza o, por lo menos, no conmigo?».

Vuelve a la habitación en que el niño duerme. Y en seguida le asalta de nuevo la ternura, si es que ésta le ha abandonado un solo momento durante las sesenta últimas horas.

«Salvo cuando estabas matando a ese alemán. Y aun así. Quizá nunca haya sido tan grande como en ese instante, y esto es tu única excusa. Y también la razón de la extremada insignificancia de tus remordimientos. A decir verdad, más bien estás contento —o mejor, satisfecho— de haber matado a ese hombre».

«Tengo hambre».

Baja a revolver en la cocina y en la despensa, pero el resultado es más que escaso: es inexistente. Recordando entonces la bolsa de provisiones de la señora Cazes, sale al jardín de detrás y va a buscarla en el maletero del Citroën. Afuera, todo está tranquilo. No demasiado tranquilo, justo lo que es preciso. «¿Y si nos quedásemos aquí hasta que el primo Larry y el tío Peter vengan a buscarme en compañía de tres mil novecientas cincuenta divisiones blindadas americanas?».

Se encierra de nuevo en la casa y vuelve a subir al primer piso.

«Duerme como un bebé». La palidez casi lívida del pequeño rostro se ha disipado en el reposo del sueño; las pestañas son muy largas y negras, parecen maquilladas como las de Lettie Spencer o las de Ginny Kendall. «Había olvidado por completo a esas mujeres. ¿Cuánto tiempo hace que salí de Vermont? ¿Cinco años?». Come de pie, por temor a dormirse de nuevo. Justo un momento antes de que tomasen juntos la decisión de buscar un refugio provisional en esta casa, algo extraño se había producido en el niño. «Yo creí que iba a llorar por fin; me pareció que sus ojos se llenaban de lágrimas y, durante un largo minuto, ya no estaba conmigo en el coche, o mejor dicho estaba allí sin estar, probablemente asaltado de nuevo por el horrible recuerdo del Var. Este muchacho tiene una resistencia y un valor que le envidiarían muchos hombres, yo el primero. ¡Qué extraño y maravilloso hombrecito!».

La casa es muy burguesa. Es espaciosa, las puertas son muy historiadas, llenas de motivos y realces redondos, y las flores de lis de las cerraduras brillan en la penumbra que mantienen los postigos cerrados. Es una residencia de otro tiempo, con los muebles cubiertos por fundas blancas, excepto en una tercera parte del primer piso. Se ve que alguien habita aquí, o ha habitado hace poco, resignándose al uso de una sola parte de la casa. En el estado de fatiga en que se encuentra, la imaginación de Quattermain se exacerba. Examina las tapicerías y los retratos de las paredes, las cortinas y sus cantoneras, los doseles y las colgaduras de las camas con baldaquino, y casi cree respirar los olores de carnes tibias de suavidades antiguas; «es verdad que siento una necesidad de suavidad», tal vez no aquí en esta casa tan francesa, sino en Vermont, por ejemplo, donde estaría con Thomas, «iríamos a pescar y a cazar juntos y él me enseñaría a jugar al ajedrez infinitamente mejor de lo que lo hago…».

Se oyen unas rodaduras que proceden de la carretera de enfrente. Por las celosías de las contraventanas divisa un extraño convoy formado por cinco o seis coches o furgonetas de gasógeno, todos ellos sobrecargados de cosas muy dispares. Esto le recuerda unas imágenes de actualidades que ha visto por azar en una de las raras veces que ha ido a un cine de América, y que describían un sorprendente y lamentable éxodo por las carreteras francesas hacia 1940.

Este primer convoy pasa. La carretera se queda vacía un largo rato y después aparece otro. El desfile va de izquierda a derecha; es decir, de norte a sur.

Está contemplando este espectáculo, probablemente habitual, cuando oye al niño que dice a su espalda:

—Hay una mujer en la cama.

Quattermain se vuelve lleno de asombro (no ha oído llegar al muchacho) y mira a su vez la alta cama encaramada en una especie de estrado. En seguida recibe una fuerte impresión: descubre, asomando apenas de las sábanas, una cabecita de cabellos grises en el hueco de una almohada de encaje. Los postigos cerrados, pero también las cortinas casi totalmente en las dos ventanas de la habitación, no le habían incitado a examinar esta cama, ante la cual ha pasado una o dos veces.

Se acerca y acciona su encendedor: la vieja está muerta, seguramente desde hace semanas; es casi un esqueleto cubierto únicamente por la piel.

—Creo que ha muerto de hambre —dice el niño—. Supongo que vivía sola y que ya no tenía nada que comer, así es que decidió acostarse para morir.

—¿Qué es lo que sabes? —dice Quattermain, algo irritado por una conclusión tan perentoria y tan tranquila al mismo tiempo.

—Las camas estaban hechas, pero todas las puertas estaban cerradas con llave, y hasta con cadenas por fuera. Quizás esa mujer esperaba a alguien que no vino.

—Salgamos de aquí —dice Quattermain, repentinamente sobresaltado.

Vuelven al salón.

—¿Tienes hambre?

Contempla al muchacho mientras éste desgarra el jamón con sus pequeños dientes blancos…, unos dientes realmente carniceros.

—¿He dormido mucho tiempo, señor?

—Seis horas largas.

—¿Y usted?

—Un poco. Me he dormido en una butaca.

—Podría dormir ahora. Yo vigilaré.

—Creo que deberíamos irnos de aquí.

—Nada nos apremia. Cuanto más esperemos para pasar los puentes, menos vigilados estarán éstos. Quizás el Hombre de los Ojos Amarillos comenzará a decirse que se ha equivocado y que no estamos en donde él creía que estábamos.

—Eso parece lógico —dice Quattermain.

—Lo es.

El niño interrumpe el movimiento que iba a hacer: llevarse a la boca la gran rebanada de pan engrasada por el jamón crudo y la mantequilla.

—El Hombre de los Ojos Amarillos preparaba mis tostadas en el hotel de Grenoble. Yo le había dicho que no sabía hacerlo. Él no me creyó, pero tenía ganas de hacerlas. Es normal, puesto que es un maricón.

El tono es de lo más apacible.

—¿Un qué?

—Un pederasta. Lo miré en el diccionario una vez que Tomeo dijo la palabra, hablando de un individuo que había conocido.

El muchacho ha seguido comiendo.

Quattermain está desconcertado.

—¿Y de dónde has sacado esa información?

—Eso se ve, nada más. Por eso me quedé con él cuando vi que me seguía en Aix, y luego en el tren y después en Grenoble. Me protegía de los demás, de Jurgen Hess y de los otros. E incluso ahora: él casi sabe dónde estamos, pero no se lo dice a Jurgen Hess ni a los gendarmes. Él quiere apoderarse de mí solo. Para él.

«¡Oh, santo Dios! —Piensa Quattermain—. ¡Está explicándome que el jefe de los cazadores de la Gestapo está enamorado de él! ¡Y que él se ha servido de ese sentimiento para escaparse y para tratar de escapar todavía!». Quattermain se aproxima a la ventana del salón y observa de nuevo la carretera, que ahora está vacía; no se ve ningún vehículo en dos o tres kilómetros de distancia, ningún camión, ningún coche, ni siquiera un ciclista: el desierto total. Le asalta una impresión, que es inexplicable pero muy intensa: algo está pasando. Primero, esa especie de éxodo en realidad reducido a unas decenas de vehículos, y después, de repente, este silencio y esta inmovilidad, esta ausencia de vida.

—Ahora vuelvo, Thomas.

Sube al segundo piso y, desde allí, al desván. Vuelve a encontrar el agujero que practicó antes en el armazón del tejado, debajo de las tejas. Las levanta por segunda vez y asoma, con muchas precauciones, la cabeza.

Y después, el resto de su cuerpo. Se tiende en el tejado, a la sombra de una chimenea, y dirige en todas las direcciones los prismáticos, escrutando cada bosquecillo, el más mínimo repliegue del terreno, todos los posibles escondites. En el fondo, casi cree que va a descubrir no se sabe qué batida, una batida que convergería hacia la casa; o, por lo menos, a los espías de Gregor Laemmle, o algunos coches.

Nada.

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