Daddy

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—Hace una semana he visto algo con mis prismáticos. Había cuatro hombres en un coche con tracción delantera. A los otros no les conocía; estaban todos de paisano, no de uniforme, pero tenían abrigos negros como la Gestapo y el papel amarillo en el parabrisas. Pero he reconocido a uno: estaba en la carretera de Sanary a Bandol con aquel muy alto que se llamaba Abel. Le he reconocido.

Silencio.

Y he aquí que capta un ruido de hojas. Es muy raro que Miquel haga ruido cuando camina entre las ramas; eso demuestra que está inquieto.

«Eso demuestra que cree la mentira que acabo de contarle».

¿Estás seguro, Tomás?

Thomas no se toma el trabajo de responderle. No es cierto que haya reconocido al manco con rostro de árabe que se encontraba en la carretera de Sanary a Bandol. Pero los cuatro hombres del coche, eso sí es verdad. Los ha visto y observado con sus prismáticos. No ha reconocido a ninguno, pero son la misma clase de hombres, la misma clase que los cazadores empleados en Sanary por el Hombre de los Ojos Amarillos. Los hombres de Lafont.

La mentira que acaba de decir no bastará, seguramente, para convencer a Miquel de que deben partir. Pero es como un primer peón que acaba de avanzar en el tablero.

La partida se reanuda.

Se incorpora y avanza hasta el borde de la fractura. Abajo corre el Corrèze, y un poco más lejos está la ciudad de Tulle.

Gregor Laemmle está en París desde hace tres días. Regresa de Italia, con su pasaporte suizo a nombre de Golaz-Hueber; ha vivido mucho tiempo en su casa de Fiesole. Ha abandonado su querida Toscana por cierto número de razones; la menor es, seguramente, lo que ocurre en el sur de la península italiana: los angloamericanos han desembarcado allí, suben hacia Roma, a donde no tardarán en llegar, sean cuales sean los méritos de la línea Gustav, que, según parecía, no podría ser nunca franqueada por nadie. Todas las informaciones y certezas que han dejado a Gregor Laemmle en el estado natural del mármol de Carrara.

Ha abandonado Italia porque, en el transcurso de los meses, sus proyectos de suicidio le han acosado de nuevo, con una virulencia cada vez más dura. Había concebido bastante confusamente la esperanza de recobrar, en ese lugar privilegiado, si no el placer de vivir —no se puede pedir demasiado—, sí al menos algo que recuerda a una paciencia resignada y sarcástica. Tendría que haberse conocido mejor. Las cosas han empeorado y la obsesión se hace cada día más oprimente.

Gregor Laemmle se reinstala en París en su antiguo piso de la calle Guynemer, sobre el jardín del Luxemburgo, que no ha sido tocado por ninguna requisa. Los tres primeros días ha hecho cosas habituales, como en otro tiempo: ha dado una vuelta por las librerías y ha estado toda una tarde hablando en la calle de Saint-André-des-Arts; apenas ha salido de Saint-Germain-des-Prés, donde ha reencontrado a un anticuario a quien había comprado algunos objetos pronto hará quince años; sin sentir el más mínimo deseo de hacerlo, solamente para convencerse de que todavía está con vida, se ha dejado seducir por un tapiz de Aubusson, pagado a un precio alucinante.

En la mañana del cuarto día, alguien llama en la calle Guynemer. Es Henri Lafont. Y el frágil equilibrio que Gregor Laemmle pensaba haber recobrado se ha trastornado.

Lafont, naturalmente, le habla del Niño.

—He llegado hasta él por casualidad —dice con voz quebrada que, decididamente, no deja de tener encanto—. Hace ahora dos días. He venido a verle al azar; no pensaba encontrarle. Pero es él; mis dos hombres son serios, ya le habían descubierto en Aix, y luego en Saint-Tropez. Está en Corrèze; tengo la dirección exacta. Ya sabe usted lo que es eso: se infiltran en la maldita Resistencia, reúnen informes, hacen investigaciones. Yo les echo una mano lo mejor que puedo; no es nada fácil. Bueno, hablo demasiado, es cierto. Son los nervios. No voy a decirle todo lo que he hecho por Alemania; tengo la impresión de que a usted le tiene completamente sin cuidado. Pero en cuanto al niño…

Lafont sonríe, con sus ojos de gato montés, de gran movilidad, y Gregor Laemmle, que le examina mientras toma un café, encuentra al señor Henri muy cambiado desde su último encuentro, ya hace meses: detrás de la seguridad y la facundia, la febrilidad se transparenta —«pero no el miedo; este hombre no tiene miedo».

—¿Y cómo está?

Lafont vacila; después sonríe de nuevo. Explica que, si ha tardado en responder, no es de ningún modo para hacer subir el precio: «tengo todo el dinero que quiero; no es eso lo que he venido a buscar aquí». Su mirada se vela. Se calla, humedece sus labios en el café reforzado con coñac que Soëft acaba de traerle, y finalmente pregunta.

—¿Todavía sigue interesándole ese crío?

«¿Para qué ha tenido que venir?», piensa Gregor Laemmle.

—Sí —dice simplemente.

Los ojos de gato montés le escrutan.

—Es usted un individuo extraño, muy poco vulgar. Es usted especial. A mí me importa todo un pimiento, pero lo que es a usted… Eso es quizá lo que nos acerca.

—Vaya usted a saber. ¿Está amenazado el Niño?

Asentimiento.

—Un mapa, Soëft.

Gregor Laemmle se inclina sobre el mapa de la Corrèze.

—Está en este rincón —indica Lafont—. Cerca de la ciudad de Tulle. En casa de un doctor que se llama Nadal y que es español, a pesar de su nombre.

—Nadal es también un apellido español.

«Creías que la historia había terminado, Gregor; lo creías de verdad. Pero no». Entonces pregunta:

—¿Y a quién más ha vendido usted esa información?

—Es usted sumamente sagaz, ¿verdad?

—¿A quién más?

A Hess, a Jurgen Hess, naturalmente. Que había sido enviado al frente ruso, pero que por desgracia ha vuelto, cargado de medallas. Ahora es Standartenführer. En principio, debe tener un mando en una división de la SS en Burdeos, la segunda Panzer Das Reich, pero todavía se encuentra en París.

—He hablado con él por teléfono. Nos veremos esta noche.

—¿Qué sabe él exactamente?

—Que yo sé dónde está el crío, nada más. En suma, nos hemos conocido gracias a usted.

—¿Un poco más de café?

Lafont lo rechaza, se levanta, camina hacia la puerta. Dice que va a reventar, probablemente antes de fin de año, pero eso no es grave; ha vivido diez veces más de prisa que los demás. Eso hay que pagarlo un día, y él está de acuerdo en pagarlo. No sabe por qué ha venido, una idea repentina.

Y se va.

La misma tarde, Gregor Laemmle se dirige a pie hasta el jardín de las Tullerías… desdeñando el Luxemburgo, que está demasiado próximo. Se sienta en un banco. «Lo que yo he realizado y voy a realizar resultará sin duda único en los anales de la filosofía alemana. Es verdad que no creo desde hace lunas en la filosofía, cuya vacuidad me ha parecido siempre cegadora. Soy como un marino que odiara el mar y que, sin embargo, ya no puede vivir en tierra». Unas horas más tarde, un viejo guarda friolero le ruega que salga, porque se va a cenar el jardín. Sale y deambula a lo largo de las calles, en espera de Soëft.

El cual acaba llegando, en la fría noche de un París pálido, y con los datos convenidos.

—Gracias, Soëft. Me gusta mucho este coche que ha encontrado usted; es blanco, el color del luto en el celeste imperio. Admirable.

Se acomoda en el asiento trasero y se arropa, comprobando que está realmente helado.

—En marcha, Soëft.

«Hace algunas decenas de horas, de regreso de Italia y despidiéndome de París, estaba a punto de volver a la Schwarzwald de mi infancia con la intención de dispararme un tiro en la boca o bien de abrirme las venas en un baño caliente (reconozco no haber decidido ese detalle). El Niño ya no era más que un recuerdo, y heme aquí sumergido de nuevo en la historia de Thomas».

—Estoy atónito, Soëft.

—Bien, señor —dice Soëft.

—Yo quiero ir con usted —dice Rosie Maier, que trata de usted a Quattermain incluso en alemán.

Él intenta convencerla de que no haga nada de eso y, en vista de lo inútil de su esfuerzo, acaba derribándola de un puñetazo y encerrándola en el cuarto de baño, amordazada y atada con esparadrapo.

Quattermain ha elegido esta noche por la única razón de que es oscura. Lo es, y endemoniadamente: por las ventanas, ante las cuales ha estado esperando más de dos horas, ni siquiera distingue la primera línea de los árboles del parque, a treinta metros del edificio, ni tampoco ninguna silueta de centinela; se diría que están extrañamente ausentes esta noche.

Es la una y cuarto de la madrugada cuando comienza su evasión propiamente dicha. La velada precedente ha sido normal: ha cenado hacia las siete y media, la mujer de servicio ha venido una hora más tarde a retirar la mesilla de ruedas, ha cargado él mismo el proyector y visto por segunda vez Las uvas de la ira, de Ford. Rosie se ha reunido con él hacia el final de la película; eran las once; media hora más tarde ha apagado las luces.

La puerta que da al parque debería estar cerrada con llave. Sólo lo está a medias, y el destornillador facilitado por Rosie le permite desmontar la única cerradura que se ha cerrado.

Nadie en la garita de la parte baja de los escalones. «Esto ni siquiera es una evasión; es un paseo…». Quattermain alcanza la primera línea de árboles cuando tropieza con un cuerpo: el soldado yace con la nuca ensangrentada. «¿Y con qué se considera que le he matado?». Continúa y, quince metros más allá, llega a un pequeño estanque que marcaba el límite de sus pasos cuando, provisto de un bastón, fingía ser incapaz de todo ejercicio prolongado. Rodea el estanque y pasa el puente de madera que cruza el arroyo, cuyo diseño siempre le había recordado a Quattermain la Serpentine del Hyde Park de Londres. «Tengo una sensación muy clara de que alguien me observa». Deja atrás una pequeña casa forestal convertida en cuerpo de guardia. Brillan allí unas luces y hay otras que iluminan la entrada central del parque, por donde van y vienen los centinelas. «Evidentemente, el itinerario que han elegido para mí no pasa por ahí…». Quattermain gira hacia la izquierda, permaneciendo a cubierto por los alerces y por la cerca que allí se alza, con sus buenos cuatro metros de altura y coronada por un friso de alambres de púas. «Sin duda no se supone que franquee eso de un salto; seguro que Joachim Gortz tiene algo mejor que ofrecerme».

Ni patrullas ni perros. Sigue el muro hasta una granja, que se levanta en la desembocadura de un bosquecillo de avellanos. El cuerpo de un soldado está tendido en el suelo. «Otra de mis víctimas —piensa Quattermain—; soy de una eficacia que me asombra a mí mismo…». Penetra en la granja: las habitaciones que se suceden están desiertas y conducen a una puerta que se abre al otro lado de la cerca del parque.

Cruza la carretera y, poco tiempo después, un vehículo militar pasa sin verle. A partir de entonces camina por un sendero.

Veinte minutos después, hacia las dos de la madrugada, tiene a la vista una pequeña aldea. El Mercedes está allí, aparcado no muy lejos de un albergue y en la cima de una carretera asfaltada. Basta con accionar el freno de mano para que se ponga en movimiento, sin el menor ruido.

Rueda.

«Había un hombre en la ventana del albergue; me ha visto partir…».

… Quattermain refrena un terrible deseo de pisar el acelerador y liberar toda la potencia del Mercedes. Y lo consigue. Primero, porque la carretera no cesa de descender, de una manera muy abrupta casi siempre, y después y sobre todo porque espera más o menos lo que acaba de producirse. A la salida de una curva, sus faros iluminan de repente una auténtica barrera de tres coches imposible de rodear.

Se detiene.

Un individuo de estatura mediana, pero muy corpulento, se destaca del grupo de seis hombres. Lleva un abrigo de cuero negro y un sombrero marrón; sus manos están enguantadas; una Lüger pende al final de su brazo, con el cañón hacia el suelo. Llega hasta la portezuela del lado de Quattermain y, con un signo de la mano izquierda, le pide que baje el cristal.

—Tiéndase en el suelo —dice en inglés—. Pronto, por favor.

Hay una gran calma en su tono y, como Quattermain le mira sin moverse, el cañón de la Lüger aparece.

—No le mataré, pero no me han prohibido que le dispare a las piernas. Tiéndase, se lo ruego.

Quattermain obedece, acostándose lo mejor que puede. Diez segundos después, estallan los disparos, una ráfaga automática toca el coche, destroza los cristales laterales y agujerea una parte de la carrocería. El silencio vuelve.

—Puede usted levantarse.

Quattermain se incorpora. La barrera se está abriendo ante él, los tiradores se apartan y suben a sus propios vehículos. Y el hombre corpulento acaba de acomodarse en el asiento trasero del Mercedes.

—Puede usted continuar, señor.

—¿Para ir adonde?

—Hay otra barrera a algunos kilómetros de aquí. Deberá usted franquearla; no se preocupe del obstáculo. Tal vez un soldado dispare, pero su arma estará cargada con cartuchos de fogueo. Por otra parte, si usted es tan buen piloto como me han dicho, el soldado no tendrá tiempo de apuntar. Desde ahora, puede rodar todo lo rápido que quiera.

Quattermain se cruza, en su retrovisor interior, con una mirada fría e impenetrable. El hombre corpulento tiene la Lüger sobre sus rodillas.

El Mercedes arranca a la primera, adquiere velocidad y, en efecto, algunos minutos después, hunde la frágil valla de madera roja y negra. Pasa tan rápido que los tres o cuatro soldados de guardia no tienen tiempo de colocarse en posición de tiro.

—Conduce usted admirablemente, señor.

Corren al lado de un lago.

—¿Quién ha matado a los dos soldados en el bosque de la clínica? ¿Usted?

Los ojos negros le miran fijamente, perfectamente impenetrables. Quattermain atraviesa como una tromba un minúsculo pueblo dormido, y acaba llegando a un primer cruce, donde un cartel indica que Salzburgo está a la derecha.

—A la izquierda, señor, por favor.

A la izquierda hay unos lagos en hilera. La carretera continúa descendiendo, pero las pendientes, tan abruptas poco antes, se suavizan ahora.

—A un kilómetro delante de nosotros hay un puesto de policía. No se detenga.

Con el contador bloqueado, Quattermain rueda como un relámpago. Apenas registra la presencia, en el lado derecho de la carretera, de un edificio iluminado, en cuya puerta dos soldados levantan el brazo en una tentativa irrisoria de detener su carrera. Quattermain pregunta:

—¿Estamos en Austria?

—Acabamos de entrar en ella.

La pregunta viene a los labios de Quattermain: ¿y ahora? Pero no la pronuncia. «Seguro que Joachim Gortz ha previsto una solución». De pronto, Quattermain reconoce la carretera sobre la cual rueda a tumba abierta: es la de Kitzbühel. Aleja los recuerdos relacionados con ella; eso fue hace siglos, de todas maneras.

—Dentro de muy poco tiempo descubrirá un camión estacionado a la derecha. Entonces se detendrá, por favor.

El camión, en realidad, es más bien una furgoneta. Se abren sus puertas traseras y un hombre baja. Sin cambiar una sola palabra, se pone al volante del Mercedes y arranca en un segundo.

Quattermain, por su parte, sube en seguida a la furgoneta, seguido por el hombre corpulento. El cambio sólo ha durado quince segundos.

El camión resulta ser un vehículo destinado al transporte de fondos. Sus únicas ventanillas son unas troneras enrejadas. Avanza a buena marcha y, dos horas y media después, atraviesa Innsbruck. En cuatro ocasiones se detiene delante de las barreras, pero cada vez los papeles mostrados por el chófer bastan para que prosiga sin inconvenientes.

—Supongo que el hombre que me ha reemplazado al volante del Mercedes ha atraído sobre él lo esencial de la persecución.

El hombre corpulento tiene unos ojos negros, de un negro azabache.

Asiente.

—¿Hacia Italia, tal vez?

Nuevo asentimiento.

—¿Y nosotros vamos a Suiza?

Asentimiento.

Los negros ojos de gerifalte no se han apartado de Quattermain en ningún momento. Salvo al paso de la tercera barrera, cuando los soldados han dado la impresión de venir a abrir las puertas de la furgoneta, que lleva el emblema del Reichbank. Un tiempo muy breve, cinco o seis segundos a lo sumo, durante los cuales el hombre corpulento se ha desplazado, con su arma ya apuntada, a la escucha de lo que pasaba fuera.

Ha vuelto la espalda a Quattermain y esto ha bastado: el rollo de alambre se encuentra ahora en el bolsillo derecho del abrigo de Quattermain y los largos dedos de éste casi han acabado el nudo corredizo.

La antevíspera, Thomas ha ido a Tulle en bicicleta. Ni siquiera ha necesitado un pretexto: el doctor Nadal le ha pedido que vaya a buscar unos medicamentos. Es cierto que no es su primera visita a la ciudad: ya ha estado allí ida y vuelta, en varias ocasiones. Pero esta vez le produce una extraña desazón, porque ha oído hablar a los maquisards cuando vienen por la noche a que los atienda el doctor Nadal: han dicho que un día van a atacar Tulle, sin esperar a los americanos.

Tiene ganas de ver cómo es el enemigo. Una vez obtenidos los medicamentos en la farmacia, ha echado una ojeada sistemática a todos los lugares que los maquisards atacarán un día u otro. Ha pasado por delante del Hôtel Moderne, donde tiene su sede la Gestapo; por delante de la Feldgendarmerie, en el hotel La Trémolière; por delante del cuartel del Champ de Fer (donde están esos brutos de la milicia), y por delante del hotel Dufayet, cerca de la estación, y del Hôtel Terminus, que al parecer están llenos de oficiales alemanes (es cierto), y ha subido hasta la plaza de Sovillac, hasta la escuela y la fábrica de armas de igual nombre. Allí, no le cabe duda, está lleno de alemanes.

No ha sentido ningún peligro especial.

Salvo en un momento, cuando ha pasado por delante de la terraza del café Tivoli. El instinto de rata ha dado la alarma inmediatamente. Unos diez hombres están sentados a la mesa, bebiendo y riendo. Su mirada ha recorrido rápidamente los rostros. No ha reconocido a ninguno, pero es igual. «Sientes que hay alguien detrás de la puerta; no le has oído llegar, ni llamar ni nada, pero sabes que está allí, eso es todo». Se ha incorporado rápidamente sobre los pedales, pero en seguida ha razonado: «Sobre todo no hay que escapar como un loco, porque te harías notar». Ha girado en la primera calle, la del Pont Neuf, y allí ha tenido lugar un pequeño incidente: unos guardias móviles, con su mosquetón al hombro, le han hecho señales de que se detenga: quieren saber lo que hace y por qué no está en la escuela. Nada grave: les ha enseñado el certificado extendido por el maestro, que le dispensa de asistir a clase a causa de las paperas. Después ha llegado un verdadero gendarme. «Es el sobrino del doctor Nadal; yo le conozco», ha dicho a los dos individuos con casco y con fusil.

Thomas continúa.

Esto fue hace dos días. Casi ha olvidado su aventura…, sobre todo a causa de Élodie, a quien al fin ha podido convencer de que se quede totalmente desnuda en el granero.

Pero ahora, de pronto, lo recuerda. Vuelve a ver los rostros de los hombres sentados en el café Tivoli; su memoria los recuerda uno por uno.

Y no cabe duda: aquí hay dos de ellos. Están sentados en su maldito coche de tracción delantera, a unos ochocientos metros, en un bosquecillo apartado de la carretera. Esperan, inmóviles, fumando cigarrillo tras cigarrillo, con aire indiferente, como si estuvieran allí contemplando el paisaje. Pero situados como están, pueden vigilar perfectamente bien la carretera que va hasta la casa del doctor Nadal.

—Miquel, ¿les has visto?

—Sí.

Thomas baja sus prismáticos.

—¿Podrás deshacerte de ellos, Miquel?

—Eso no serviría de nada, Thomas.

»Miquel tiene razón; soy un idiota. Suponiendo que matase a estos dos, llegarían otros a centenares.

»Me han descubierto, me han reconocido en la terraza del Tivoli, me vigilan; habrían podido atacarme desde hace dos días. No lo han hecho porque esperan órdenes. Son unos tipos de Lafont y de Bonny, y puesto que el Hombre de los Ojos Amarillos se ha retirado de la partida, trabajan ahora para Jurgen Hess…

»Bueno, eso es: Hess llegará y reanudará su caza».

Se arrastra y, cuando está seguro de no ser visible, se incorpora.

—Creo que debemos regresar inmediatamente, Miquel. ¿Dónde estás?

—Delante de ti, puesto que te has vuelto.

—No lo he hecho expresamente, Miquel.

No entiendo.

—No he hecho expresamente que me descubran en Tulle.

Thomas se ha puesto en marcha inmediatamente. Si algo sucede, será cuestión de unos minutos.

—De verdad que no lo he hecho expresamente. Lo hice sin darme cuenta. Tal vez, dentro de mi cabeza, yo quería ser descubierto. De todas maneras, es culpa mía: no debería haber hecho el imbécil en Tulle con mi bicicleta. Lo siento, lo lamento.

Miquel no responde. Lo cual es irritante: ya no le ves nunca y, además, no dice nada. Thomas avanza muy de prisa. En su cabeza la cosa está muy clara: Hess va a caer como un rayo en la casa del doctor Nadal y es muy capaz de asesinar a todo el mundo, al doctor Nadal y a tía Mayo y a la criada, pero también a los Berthier. Tal vez incluso a las gentes de las granjas de los alrededores. Tal vez incluso a Élodie, a sus hermanos y hermanas y a sus padres. Hay que prevenirles.

Ahora Thomas corre, a pesar de lo accidentado del terreno, deteniéndose en ocasiones para examinar los alrededores con sus prismáticos… Quizá Hess o los otros hombres de Lafont están ya allí, esperando su regreso, y no es cosa de arrojarse como un cretino en la trampa. «Estás desconcertado, Thomas. Desde que estás en Corrèze prestas menos atención, no estás alerta. Cuando la alarma sonó en tu cabeza, delante del café Tivoli, habrías debido desconfiar en seguida. ¡Y en lugar de eso, has vuelto a casa tranquilamente sin decir nada a nadie! ¡Te detesto! Te has abandonado a la comodidad y ahí tienes el resultado».

La angustia le oprime. Imagina al doctor Nadal y a tía Mayo ya muertos, con sus cabezas cortadas como Papé y Mamé Allègre en Sanary, y todo esto por su culpa. Imagina esos horrores y, dentro de él, la maldad y el odio ascienden avasalladores, casi devoradores. Porque todo comienza a ser lo mismo; ¡se le persigue todavía y se le perseguirá siempre! ¿Acaso no acabará nunca esto? Ha esperado demasiado, se ha escondido y ha jugado únicamente a la defensa. Hay que atacar, es necesario…

¡Un movimiento! Algo se mueve delante de él. ¡Ha advertido una silueta a trescientos metros! Se aplasta en el suelo y orienta sus prismáticos. Al fin reconoce al tío Berthier, con sus cortas piernas, su vientre y su cráneo calvo; está sudando y sin aliento. Thomas se asegura de que está realmente solo, de que no se sirven del tío Berthier como de un cebo. Pero no, no hay nadie. Se deja ver, y Berthier, tan pronto le descubre, grita que le están buscando desde hace horas, a él, a Thomas; todo el mundo está muy inquieto.

Pregunta a Thomas si conoce a alguien llamado Barthélemy, un vendedor de legumbres de Grenoble. ¿Sí? Pues bien, ese Barthélemy ha telefoneado, ha avisado que se iba a largar en seguida. Ha dejado un mensaje.

—Thomas, el doctor Nadal quiere que vuelvas a casa en seguida. ¿Estás solo? ¿No está contigo tu amigo?

Thomas no se molesta en responder. Probablemente Miquel está ahí, seguro. Miquel está siempre ahí. Aleja este pensamiento. Hay otras cosas en que pensar y que son mucho más importantes.

Le dice al tío Berthier:

—Iremos a casa lo antes posible. Pero vale más que usted y yo no vayamos juntos. ¿Quiere usted ir delante, por favor? Yo le seguiré. Y cuando llegue a la casa, entre el primero, y si todo va bien, sale usted de nuevo y me hace señas.

«¿Por qué le llama tío Berthier? Es poco respetuoso. Es un hombre amable y dulce. En cuanto alguien es amable y dulce, muere. Papé y el coronel de Aix eran también amables y dulces. Y más que ninguno, el americano… No pienses en el americano, no pienses más en él; ¡has jurado no pensar más en él! ¡Él y la Cosa te hacen mucho daño!».

Veinte minutos después, Berthier llega a la casa del doctor Nadal (él, Thomas, está a trescientos metros y observa con sus prismáticos). Todo va bien, el camino está libre. Berthier sale de nuevo y hace señas de que no hay novedad. Thomas, de todos modos, desconfía todavía un poco y termina su observación, mirando cada repliegue del terreno. Acaba por entrar a su vez. El doctor Nadal está muy nervioso, no comprende nada: ¿cómo Barthélemy, un vendedor de legumbres de Grenoble, ha sabido dónde se encuentra Thomas, y quién es ese Barthélemy, y ante todo, en nombre de Dios, por qué Thomas desaparece así, días enteros?

—Estoy realmente desolado y le ruego que me disculpe —dice Thomas—. Es verdad que no he sido razonable. ¿Puede usted disculparme? ¿Cómo es ese mensaje?

El mensaje dice exactamente. El imbécil rubio ha encontrado el escondite del pequeño monstruo, y Pistol Peter marcha ahora hacia la Selva Negra.

El doctor Nadal mueve la cabeza.

Thomas responde que lo comprende todo muy bien, cada palabra. El mecanismo se pone en marcha en su cabeza y gira a una gran velocidad. Pregunta si por teléfono Barthélemy tenía acento de Mallorca.

—No. ¿Por qué? —dice el doctor Nadal, sorprendido.

—No era Barthélemy, que no sabe dónde estoy. La última vez que me envió un mensaje escribió a Mallorca, y su familia de Mallorca transmitió el mensaje a otros mallorquines de Toulouse y, de mallorquín a mallorquín, lo recibió usted.

—El pequeño monstruo soy yo —explica Thomas—. Y el imbécil rubio es Jurgen Hess, el que me persiguió y estuvo a punto de atraparme hace casi dos años. Hess sabe dónde estoy. Hay que actuar en seguida; tal vez ya está en camino. Vendrá con sus soldados. Miquel y yo hemos visto a dos espías, pero probablemente hay más.

—Te irás en seguida con los maquisards —dice el doctor Nadal—. Tú y Miquel. Hemos preparado vuestras mochilas. Y, por otra parte, ¿dónde está Miquel?

—Fuera, en alguna parte, vigila.

Thomas reflexiona rápidamente:

—No sólo me quieren a mí. Cuando yo haya partido no les dejarán tranquilos. Es preciso que ustedes se vayan también. Usted, la tía Mayo y el señor y la señora Berthier. Deben partir ahora mismo.

Thomas lee la negativa en los ojos del doctor Nadal. Y eso le llena de ira, al ver que no comprenden, o que no quieren comprender. ¿Qué es lo que creen? ¿Que Hess va a ser amable con ellos cuando haya visto que Thomas ha escapado?

—Yo soy médico; me necesitan aquí. Desde luego, no iré a la montaña —repite el doctor Nadal con una terquedad increíble.

Y el señor Berthier dice lo mismo: su mujer y él son demasiado viejos.

Thomas gritaría de rabia.

Pero no hay nada que hacer.

—¡En nombre de Dios, Thomas, por una vez has de obedecerme! Ya lo he arreglado todo: cuatro de los hombres de Kléber os esperan a Miquel y a ti. Están en la peña de la Demoiselle. ¡Márchate!

La noche ha caído y Thomas se ha deslizado fuera de la casa. Camina, llevando las dos mochilas, la de Miquel y la suya. Le invade un pesar enorme, pensando en los que deja detrás de él. ¿Por qué no han querido comprender, por qué? Está hasta tal punto sumergido en la tristeza, que salta, casi enloquecido, cuando una sombra surge repentinamente cerca de él, le quita la mochila más pesada de las manos y le aprieta el hombro en signo de amistad. Se trata de Miquel, naturalmente; Miquel, que le susurra muy suavemente al oído que ¡cuidado!, los espías no están muy lejos, cercan la casa; «no hagas el menor ruido, Thomas y sígueme…».

Van ahora el uno tras el otro y el mecanismo regaña duramente a Thomas: «Podría haber sido cualquier otro en lugar de Miquel; no le habrías oído acercarse y ahora estarías atrapado. Todo porque has perdido la concentración, porque te has ablandado. Harías mejor en pensar lo que va a pasar ahora; ¡piensa, maldita sea!».

Piensa, y todo aparece claro y nítido en su cabeza. En primer lugar, el mensaje. «Evidentemente, es el Hombre de los Ojos Amarillos quien lo ha enviado. Nunca ha querido que Hess me aprehenda, nada ha cambiado; de una manera o de otra habrá sabido que Jurgen Hess está en camino para atraparme y ha encontrado ese medio de avisarme. De acuerdo. Queda la otra parte.

»Pistol Peter es el americano.

»Y marchará hacia la Selva Negra, al Schwarzwald. Es decir, a Alemania, no importa a qué lugar de Alemania, pero hacia la casa misma del Hombre de los Ojos Amarillos, cerca de Friburgo de Brisgovia, en donde él era profesor…, y esta casa sería fácil de encontrar, primero porque debe ser realmente una bella casa (él tiene mucho dinero) y después porque bastará con ir a la universidad y preguntar dónde vive el profesor Laemmle.

»Pistol Peter marcha hacia la Selva Negra.

»¿Quiere decir eso que el americano todavía está vivo?

»¡TRANQUILÍZATE!».

Miquel se ha detenido de repente. Thomas hace lo mismo. Están uno y otro en el fondo de un desfiladero, algo como un barranco, y lleno de maleza. En principio, el silencio. Total. Y luego aquello viene. No a los oídos, sino a las narices: un olor de humo de cigarrillo. «Hay espías muy cerca». Thomas se acuclilla, espera, no se mueve en absoluto. Salvo dentro de su cabeza, donde aquello le vuelve medio loco, girando como un torbellino. «¡TRANQUILÍZATE!». ¡Tu corazón late tan fuerte que lo van a oír! Cálmate. Reflexiona.

«De acuerdo; eso quiere decir que el Hombre de los Ojos Amarillos ha mentido la primera vez. Quizás el americano esté vivo todavía. Admitámoslo. Y camina hacia la Selva Negra. Dicho de otro modo, se dirige también hacia Friburgo de Brisgovia, va hacia allí (para matar al Hombre de los Ojos Amarillos, pero también para hacerle decir antes dónde está él, Thomas)… Eso es lógico, puesto que el americano me quiere. Marcha, dice el mensaje. Eso quiere decir que estaba preso en alguna parte y que ha salido de allí, se ha evadido o le han dejado ir. Y Laemmle lo habrá sabido y me lo anuncia.

»Para que yo vaya también.

»Así yo tendría dos razones para ir al Schwarzwald: matar a Laemmle y encontrar al americano.

»Está bien jugado. Es realmente un bonito golpe.

»Evidentemente, eso puede ser una trampa: el americano quizá esté realmente muerto, pero el Hombre de los Ojos Amarillos mentiría diciéndome que no lo está para atraerme así a su casa.

»Eso también sería un bonito golpe: me advertiría de la llegada de Hess y, en lugar de perseguirme y de romperse la cabeza buscándome, esperaría que yo fuese directamente a su casa.

»Es realmente listo».

Miquel, delante de él, se incorpora muy lentamente. Su mano hace un signo en la oscuridad: ¡Adelante! Echan a andar de nuevo.

Cinco metros más allá atraviesan el camino y prosiguen. El peñasco de la Demoiselle está a una hora a pie.

«Y voy a ir a su Schwarzwald, claro que voy a ir. ¡Él quiere verme y me verá, puede contar con ello!

»Iré cuando haya hecho esa otra cosa que debo hacer ahora. Ha llegado el momento.

»Eso está claro».

Delante de él, Miquel acelera el paso; «seguramente hemos pasado la línea de los espías». Miquel le hace señas para que siga adelante solo; sería peligroso caminar juntos. Miquel prefiere ser una sombra que nadie ve, y que golpea y mata cuando es preciso. Eso es lo que le gusta, ésa es su idea de las cosas, él es así.

—¿Miquel?

La furtiva silueta se inmoviliza.

—Miquel, he reflexionado. No iremos a reunirnos con los maquisards.

Miquel espera («sin hacer preguntas, ya lo ves»).

—No vamos a ir por dos razones —dice Thomas—. La primera es que si vamos con los maquisards, atraeremos el rayo sobre ellos; Hess acabará con todos, vendrá con una división blindada, con carros y todo, y los matará uno a uno. Estar con ellos sería como condenarles a muerte. Y, además, los maquisards no son unos verdaderos soldados; hablan demasiado. La prueba está en que yo les he oído contar cómo iban a atacar Tulle. Esas cosas se hacen sin pregonarlas a los cuatro vientos. No tengo confianza en ellos. Y además, ya no quiero correr delante de Hess. Ahora quiero ser yo el cazador, Miquel.

Miquel se agacha y desaparece como si la tierra le hubiese tragado.

—¿Todavía estás ahí, Miquel?

Estoy aquí.

(Cambia de lugar en algunos segundos, y sin hacer ningún ruido).

—La segunda razón —dice Thomas— es el doctor Nadal, y la tía Mayo, y el señor y la señora Berthier. Hay un medio de protegerles, aunque ellos no quieran. Un solo medio. Es matar a Jurgen Hess. Creo que a los demás alemanes les importa muy poco atraparme; ahora tienen otras preocupaciones. Con los americanos que van a desembarcar y con los rusos que les matan. Suprimimos a Jurgen Hess y todo acabará para nosotros.

Silencio. Thomas piensa: «Concéntrate bien, dile cosas que le convenzan. Ésas y nada más. Sobre todo, no cometas el error de creer que es tonto. No lo es. No razona como tú, eso es todo».

—No seguiremos corriendo delante de Hess, Miquel. No iremos delante de él, que ha matado a Javier, a Joan y a Tomeo. Y a Papé y a Mamé Allègre…

(No tienes necesidad de fingir que estás emocionado, Thomas; lo estás de verdad. Dios mío, lo estás tanto que casi lloras, lleno de rabia y de dolor…).

—No vamos a dejar que viva ese hombre que hizo lo que hizo en el Var, Miquel, que le hizo aquello a Ella…

Entonces se produce un extraño y largo silencio. Porque Thomas ya no consigue decir una palabra. «Ya no puedo hablar; eso acaba de subir dentro de mí de golpe. Es un odio terrible, como la lava de un volcán. Sé que tengo razón y que debo matar a Jurgen Hess para estar tranquilo, de acuerdo, pero sobre todo porque le detesto, le odio…

»Casi tanto como al Hombre de los Ojos Amarillos».

Thomas se agacha. Tiene ganas de vomitar. El odio le hace temblar y, durante un momento, un breve momento, hasta el mecanismo patina y ya no controla nada en absoluto.

Esto se pasa.

«Ahora se acabó; ya no quiero la calma. Voy a llegar hasta el final».

Y se pone en camino y, en lugar de ir directo hacia el peñasco de la Demoiselle, gira a la izquierda, escrutando la noche con sus ojos de búho. Tulle está a tres horas de camino.

«Sería demasiado hermoso que el americano estuviese vivo. Es imposible. Tú lo has sacrificado y está muerto.

»Sería demasiado hermoso. No pienses más en ello. Piensa en Jurgen Hess y en cómo vas a matarle.

»De acuerdo, ya sabes cómo. Pero reflexiona más. Concéntrate».

Recorre dos kilómetros, llega ante una carretera y, antes de entrar en ella, deja pasar un convoy de seis camiones llenos de soldados, precedidos y seguidos por dos autoametralladores. Tendido en la cuneta, espera un poco más, bastante después del paso… Algunas veces viene otro destacamento detrás y, como al otro lado de la carretera hay un gran campo descubierto, prefiere no correr el riesgo.

Ha tenido razón en esperar; pasan un tercer autoametrallador y dos motocicletas con sidecar.

El silencio.

Thomas no ha oído nada en ningún momento, pero siente la presencia a su derecha.

Hola, Miquel.

Hola, Thomas.

Thomas sale de la cuneta, cruza la carretera. Y después el gran campo. Camina a buen paso, pero sin correr. Se siente invadido por una fuerza enorme.

«Ya no es necesario que juegues a ser Pistol Peter, o Guy l’Éclair, o Tarzán.

»Yo soy Thomas, y nada más. Y eso basta».

Tulle ya sólo está a dos horas de camino. Estarán allí antes de medianoche.

El furgón del Reichbank se ha detenido bruscamente a la orilla de la carretera. Un coche le esperaba a la entrada de un camino de tierra. El hombre corpulento con ojos de gerifalte ha abierto las puertas de atrás. «Descienda, por favor; se lo ruego, señor». Quattermain salta a tierra y pasa esta pequeña acrobacia con un fulgurante dolor en la cadera.

—Suba, por favor.

La voz es de una extraordinaria tranquilidad. Quattermain obedece y ocupa su sitio, junto a Ojos de Gerifalte, en el asiento trasero del coche, pilotado por un hombre con chaqueta de terciopelo.

Salen del camino de tierra y siguen por la carretera asfaltada. Transcurren unos treinta minutos. A Quattermain le parece que se dirigen hacia el norte. «Lo cual querría decir que están atravesando Liechtenstein…». Él estuvo una vez en Vaduz, pero eso fue siete u ocho años antes y sus recuerdos son vagos. Por otra parte, ¿Liechtenstein está ocupado o no por Hitler?

Tercera disminución de marcha. Acaban de seguir una serie de pequeñas carreteras. Ruedan casi al paso, con todas las luces apagadas, durante quince minutos más, y los nervios de Quattermain están tensos…

Se detienen. El chófer de chaqueta de terciopelo abandona el volante y se aleja del vehículo.

—Ocupe su sitio, señor, por favor.

La Lüger de Ojos de Gerifalte apunta.

Quattermain obedece y se sienta en el lugar del conductor.

—Arranque, por favor, se lo ruego. Hay una aglomeración a unos centenares de metros delante de nosotros. Lo mejor sería cruzarla evitando la calle principal; yo le guiaré. La frontera está próxima…

Quattermain desenrolla entonces el alambre, ensancha el nudo corredizo (en el interior del coche apenas se ve), deposita el alambre sobre sus muslos. Pisa lo más ligeramente que puede el acelerador. Tres curvas más adelante, unas casas se perfilan en la noche.

Un cuchicheo detrás de él:

—El camino de tierra, a la izquierda.

Él sigue un seto, a lo largo de una serie de edificios.

—A la derecha, por favor.

Están en una calle muy estrecha, y cuarenta metros más allá aparece algo así como un callejón sin salida. Pero sólo es un pasaje abovedado, un Ourchhaüser, como hay tantos en el viejo Salzburgo. «No podré pasar nunca…».

Cuchicheo:

—Pasará. Hemos tomado las medidas de este coche. Trate de no tocar las paredes; hay más de dos centímetros de espacio a cada lado.

Emplea veinte minutos para recorrer treinta metros, y sólo una vez roza la piedra. Se encuentra en una nueva calle a cielo abierto.

—A la izquierda, y luego a la derecha.

Está chorreando sudor a causa de la tensión que le produce esta delicada presión del acelerador. Se ve obligado a accionar constantemente el embrague para que el motor ronronee lo más débilmente posible.

—Todo derecho, y luego a la derecha.

Las últimas casas desaparecen a su izquierda y a su derecha. Un camino de tierra entre las cercas. Desemboca en una carretera.

—A la izquierda. El puesto de policía está a trescientos metros detrás de nosotros. Puede usted encender los faros. No acelere todavía.

Tres minutos.

La voz, casi normal ya, del Hombre de los Ojos de Gerifalte:

—Puede comenzar a acelerar aho…

La aceleración es fulminante. Quattermain, con un verdadero frenesí, pisa el acelerador hasta el fondo. Ojos de Gerifalte es empujado hacia atrás, pero se incorpora y levanta su arma. Quattermain hace girar las ruedas y frena al mismo tiempo. Suelta la mano derecha del volante, coge con la izquierda el nudo corredizo, engancha el cuello de Ojos de Gerifalte y tira violentamente hasta que el cuerpo viene hacia él. Coge la muñeca que sostiene la Lüger y aparta el cañón, mientras que el coche parte resbalando a través del campo después de haber roto una valla. Los segundos siguientes son enloquecedores, en una lucha confusa. La portezuela izquierda se abre. Quattermain se encuentra en una postura increíble, con la espalda en el suelo y las piernas todavía dentro del coche, mientras tira con ambas manos del alambre. Su adversario se desploma sobre él, le sujeta a su vez por la garganta: «He fracasado, he desperdiciado la oportunidad. ¡Soy hombre muerto!».

Sin embargo, con toda la fuerza de la desesperación, el americano continúa tirando, y de pronto se afloja la presión de los dedos fantásticamente duros alrededor de su propio cuello. Ojos de Gerifalte ya no se mueve.

Horrorizado, Quattermain se incorpora. Rodea el capó titubeando, y se adentra en una pequeña carretera bordeada por unos setos que se alternan con vallas de madera. «Debería haber cogido el coche; ¿por qué he salido a pie?». Pasa ante una primera granja, totalmente sumergida en la oscuridad. «Debería haber cogido el coche». Las palabras vuelven sin cesar a su mente y, cuando el haz luminoso le azota en pleno rostro, por espacio de un segundo cree ver el faro de una moto. Es una potente linterna eléctrica, y detrás de ella hay dos hombres.

—¿Quién es usted y adonde va?

Le hablan en alemán.

—He tenido un accidente de automóvil —dice en un alemán que no puede engañar a nadie.

—Sus papeles, por favor.

Quattermain advierte el débil brillo de un fusil que le apunta. Cegado por la luz, distingue dos siluetas de hombres con uniforme, sin casco, pero tocados con gorros cuarteleros.

Y todo va muy rápido: busca las palabras para explicar que ha dejado su cartera en el coche, no muy lejos de allí, cuando una forma surge a la derecha, golpea una primera vez y luego una segunda. Un grito muy débil apenas rompe el silencio. E, inmediatamente después, el ruido blando de dos cuerpos que se desploman. Quattermain se inclina para recoger el fusil caído ante él y se encuentra con el cañón de una Lüger a dos centímetros de su nariz.

—No he querido disparar hace un momento —dice Ojos de Gerifalte—. Si no, estaría usted muerto. Retroceda, por favor.

Quattermain se aparta.

—Habría jurado que le había matado.

—No se mata tan fácilmente.

El haz de la linterna eléctrica barre sucesivamente los cadáveres, ambos con la garganta cortada.

—Decididamente, usted deja detrás un rastro sangriento, señor. Ayúdeme a empujarlos hasta la cuneta, tenga la bondad.

Ojos de Gerifalte arrastra a uno; Quattermain transporta al otro por los hombros.

—Tomaremos el camino que hay a la derecha, a doscientos metros de aquí. La frontera no está muy lejos. La próxima vez no dudaré en disparar, señor. ¿Está claro?

—Muy claro —dice Quattermain.

—Camine delante, por favor.

—¿Quién le paga? ¿Gortz?

—Mis órdenes son llevarlo vivo a Suiza. Vivo, pero no necesariamente intacto; eso sólo dependerá de usted. Vamos a pasar cerca de unas granjas, y hay muchos guardias fronterizos por aquí.

Después sigue un calvario para Quattermain: Ojos de Gerifalte le ordena que salga del camino y le hace andar a través de los campos empapados. Está al cabo de sus fuerzas. Los esfuerzos de las dos últimas noches han llevado hasta el punto de ruptura un cuerpo mal repuesto de una treintena de intervenciones quirúrgicas y que, las dos últimas semanas de clínica, podía recorrer a lo sumo una milla entre ida y vuelta. Se ha caído ya varias veces y sólo avanza por un prodigio de la voluntad.

Una fuerte pendiente se presenta.

Reúne todas las fuerzas para ascender diez o quince metros y luego se desploma, teniendo el tiempo justo para proteger su rostro con el codo. No ha perdido el conocimiento. El haz de la linterna cae sobre él.

—Levántese, señor.

—Voy a reventar.

Una mano absolutamente terrorífica le coge por la nuca, le levanta del suelo y le pone en pie.

—Haga el favor de caminar.

Quattermain intenta golpear con el puño al hombre corpulento, que ni siquiera se molesta en evitar el golpe. El simple impulso de su brazo basta para desequilibrar a Quattermain: se precipita por la pendiente que le ha costado tanto trabajo ascender, se sumerge en el vacío y unos metros más allá tropieza con la barbilla en algo que parece una piedra o un peñasco.

Pierde el conocimiento.

Gregor Laemmle está sentado en el último escalón del tercer piso, en un inmueble de la calle de Lisbonne, en París. Para evitar que se manchen los fondillos del pantalón, ha colocado bajo él un bonito pañuelo que normalmente lleva en el bolsillo superior de la chaqueta. «¡Soy un snob! ¡Heme aquí perfumando con lavanda mi trasero!».

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