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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 31

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Michael Sullivan despertó sobresaltado, estremecido de pavor, y supo de inmediato que no conseguiría volver a dormirse. Otra vez había estado soñando con su padre, el ogro de todas sus pesadillas; qué miedo daba el hijoputa.

Siendo él un niño, el viejo lo llevaba a trabajar a su carnicería dos o tres veces por semana, durante el verano. La cosa se prolongó desde que tenía seis años hasta que tuvo once, cuando se acabó. La tienda ocupaba la planta baja de un edificio de dos pisos de ladrillo rojo en el cruce de Quentin Road con la calle Treinta y seis este. «Kevin Sullivan, Carnicero» era conocido por tener la mejor carne de todo el barrio de Flatlands, en Brooklyn, pero también por su habilidad para preparar la carne no sólo al gusto irlandés, sino también al italiano o al alemán.

En el suelo había siempre una gruesa capa de aserrín que se barría cada día. El cristal de las ventanas de los escaparates estaba invariablemente reluciente. Y Kevin Sullivan tenía un sello personal: tras presentar su carne a la inspección de un cliente, sonreía y hacía una cortés reverencia. Su pequeña reverencia los conquistaba a todos.

Sin embargo, Michael, su madre y sus tres hermanos conocían otra cara de su padre. Kevin Sullivan tenía unos brazos inmensos y las manos más poderosas que pudiera uno imaginar, sobre todo a ojos de un niño. Una vez cazó una rata en la cocina y reventó a la alimaña con sus propias manos. A sus hijos les dijo que podía hacer lo mismo con ellos, reducir sus huesos a aserrín, y rara era la semana que su madre no aparecía con un moratón en alguna parte de su cuerpo fino y delicado.

Pero no era eso lo peor, ni lo que había despertado a Sullivan aquella noche y tantas otras veces a lo largo de su vida. La auténtica película de terror empezó cuando tenía seis años y estaban limpiando una noche después de cerrar. Su padre lo llamó al pequeño despacho que había en la tienda, con un escritorio, un archivador y un catre. Kevin Sullivan estaba sentado en el catre, y le dijo a Michael que se sentara a su lado.

—Aquí cerquita, hijo. A mi lado.

—Perdona, papá —dijo Michael de inmediato, sabiendo que debía de haber cometido alguna equivocación estúpida haciendo sus tareas—. Me esforzaré más. Lo haré bien.

—¡Tú siéntate! —dijo su padre—. Tienes mucho de qué arrepentirte, pero no es eso. Ahora escucha. Escúchame bien.

Su padre puso la mano en la rodilla del chico.

—Tú sabes el daño que puedo llegar a hacerte, Michael —dijo—. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, señor, lo sé.

—Pues te lo haré —continuó su padre—, si se lo dices a alguien, a quien sea.

«¿Si les digo qué?», quería preguntar Michael Sullivan, pero sabía muy bien que lo que menos le convenía era abrir la boca e interrumpir a su padre mientras estaba hablando.

—Ni a un alma. —Su padre estrujó la rodilla de la criatura hasta que se le formaron lágrimas en los ojos.

Y entonces su padre se inclinó hacia él y besó al niño en la boca, e hizo otras cosas que ningún padre debería hacer a su hijo jamás.

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