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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 35

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No soy muy dado a lamentarme al recordar etapas pasadas de mi vida, ni nada parecido, y en todo caso la época que había pasado en el FBI había estado muy bien en general, y había resultado valiosa de cara al futuro. Había aprendido algunas cosas, logrado unas cuantas otras; como detener a un psicópata de la mafia rusa conocido como el Lobo. Y había hecho un puñado de buenos amigos, el jefe de Rescate de Rehenes, puede que incluso el director, lo que no me iba a perjudicar y es posible que hasta pudiera sacarme de un apuro algún día.

Así y todo, no estaba preparado para la increíble sensación de alivio que experimenté aquella mañana al sacar del edificio del FBI mis posesiones, metidas en una caja de cartón. Me sentía como si me hubieran quitado de encima al menos cien kilos de peso muerto, una carga que yo ni me había dado cuenta de que llevaba a cuestas. No estaba convencido de que acabara de tomar la decisión correcta, pero desde luego era la sensación que tenía.

Se acabaron los monstruos, humanos o de otro tipo, me iba diciendo. Se acabaron los monstruos para siempre.

Me encaminé hacia mi casa poco antes del mediodía. Por fin libre. Llevaba abiertas las ventanillas del coche e iba escuchando el No Woman, No Cry de Bob Marley, y la radio atronaba con el estribillo «Everything's gonna be alright». Yo iba cantando también. No tenía planeado lo que haría a continuación, ni siquiera con el resto del día. Y era genial. De hecho, me gustaba la idea de pasar un rato sin hacer nada, y empezaba a pensar que se me podía dar bastante bien.

Había algo que tenía que hacer inmediatamente, mientras estuviera de humor. Me fui hasta el concesionario de Mercedes y encontré a la vendedora Laurie Berger. Di una vuelta de prueba con el R350, y tener tanto espacio para las piernas resultaba aún más gozoso corriendo por la autopista de lo que parecía en la sala de exposición. Me gustaba el brío del vehículo, y también el climatizador con zonas independientes de temperatura para las dos filas de asientos; era algo que tendría a todo el mundo contento, hasta a Mamá Yaya. Y lo que era aun más importante, ya era hora de que la familia y yo nos olvidáramos del viejo coche de Maria. Ya era hora, y tenía un dinero ahorrado, así que compré el R350, y me sentó de miedo.

Cuando llegué a casa, encontré una nota de Yaya sobre la mesa de la cocina. La había dejado para Jannie y Damon, pero la leí de todas formas.

Vosotros dos, salid de casa y tomad un poco el aire. Hay coq au vin en la olla. ¡Delicioso! Hacedme un favor, poned la mesa por mí. Y poneos con los deberes antes de cenar. Damon tiene que ensayar para el coro esta noche. Acuérdate de «sostener la respiración», jovencito. La tita Tia y yo hemos llevado a Ali al zoo, y estamos de fábula. ¡Vuestra Yaya no está, pero os vigilo de todas formas!

No pude evitar sonreír. Aquella mujer me había salvado hacía mucho tiempo, y ahora estaba salvando a mis hijos.

Venía acariciando la idea de salir con Ali de paseo, pero en lo sucesivo iba a tener mucho tiempo para hacerlo. Así que me preparé un sándwich con unas sobras de lomo y ensalada de repollo con mayonesa y luego, por alguna extraña razón, hice palomitas para uno.

¿Por qué?… ¿Y por qué no? Tampoco es que me encanten las palomitas, pero de pronto me apetecía un poco de comida basura, mantecosa y caliente. Era libre de ser yo mismo; libre para hacer estupideces si me venía en gana.

Me acabé las palomitas recién hechas y luego estuve tocando el piano un par de horas: Duke Ellington, Jelly Roll Morton, Al Green. Leí varios capítulos de un libro titulado La sombra del viento. Y luego hice lo verdaderamente inconcebible: me eché una siesta en mitad del día. Antes de caer dormido, volví a pensar en Maria, en los mejores días, nuestra luna de miel en Sandy Lane, en Barbados. Aquello sí que fue una pasada. Cuánto la echaba de menos, y cómo deseaba que estuviera allí en aquel momento para contarle las nuevas.

El teléfono no sonó en toda la tarde. Ya no tenía busca, y en palabras de Yaya… estaba de fábula.

Yaya y Ali llegaron juntos a casa, luego llegó Jannie, y por último, Damon. Su regreso escalonado me dio ocasión de fardar de nuestro coche nuevo tres veces, y de recibir sus elogios y aplausos tres veces. ¡Qué día tan, tan fantástico estaba resultando éste!

Por la noche, en la cena, dimos buena cuenta del pollo afrancesado de Yaya, y me reservé la gran noticia para los postres: helado de calabaza y café con leche.

Jannie y Damon querían acabar y salir corriendo, pero no dejé que nadie se levantara de la mesa. Jannie quería seguir leyendo su libro. Estaba flipando con Eragon por aquellos días, en lo que supongo que no había nada de malo, aunque nunca he entendido por qué los niños han de leer un mismo libro media docena de veces.

—Y ahora, ¿qué pasa? —preguntó con los ojos en blanco, como si ya conociera la respuesta.

—Tengo noticias —le dije, tanto a ella como a todos los demás.

Los críos intercambiaron miradas, y Jannie y Damon coincidieron en sacudir la cabeza y fruncir el ceño. Todos creían saber lo que vendría a continuación: que tenía que irme de viaje para investigar un nuevo crimen, probablemente un caso de asesinatos en serie. Tal vez esa misma noche, como hacía siempre.

—No me voy a ninguna parte —dije, con una sonrisa de oreja a oreja—. Se trata justamente de lo contrario. De hecho, esta noche pienso ver a Damon practicar para el coro. Quiero escuchar ese ruido jubiloso. Quiero ver cómo lleva lo de «sostener la respiración» últimamente.

—¿Vas a verme ensayar? —exclamó Damon—. ¿Qué pasa, hay un asesino en nuestro coro?

Yo estaba estirando la cosa a propósito, saltando con la mirada de una cara a otra todo el rato. Estaba claro que ninguno de ellos se olía lo que iba a decirles. Ni siquiera nuestra astuta y sabihonda Yaya se lo había figurado todavía.

Finalmente, Jannie miró a Ali.

—Haz que nos diga qué pasa, Ali. Hazle hablar.

—Venga, papá —dijo el hombrecito, que ya era un manipulador consumado—. Cuéntanoslo antes de que Jannie se vuelva loca.

—Vale, vale, vale. Voy al grano. Me temo que he de deciros que me he quedado en el paro, y que estamos prácticamente en la ruina. Bueno, tampoco es eso. Da igual, el caso es que esta mañana he dimitido del FBI. En todo el resto del día no he hecho nada. Y esta noche me toca el ensayo de Cantante Domino.

Mamá Yaya y los críos rompieron a aplaudir como locos. «¡En-la-rui-na! ¡En-la-rui-na!», empezaron a corear los chavales.

Y quién lo iba a decir: sonaba a música celestial.

Así que se acabaron los monstruos.

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