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TERCERA PARTE - Terapia » 71

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De haber estado Yaya trabajando en el caso Georgetown, habría dicho, en su inimitable estilo, que estaba «a punto de romper a hervir». Sampson y yo le habíamos echado un puñado de ingredientes interesantes al caldo, y habíamos subido el fuego al máximo. Era el momento de alcanzar algunos resultados.

Miré al gran hombre de un lado a otro de la mesa cubierta de informes criminales que nos separaba.

—Nunca había visto que de tanta información se pudiera deducir tan poco —dije, refunfuñando.

—Ahora ya sabes cómo me las he visto con este caso —dijo él, y apretó y aflojó en el puño una pelota de goma antiestrés. Me sorprendía que a esas alturas no hubiera reventado ya aquel cacharro en mil pedazos.

—Este tío es meticuloso, parece bastante listo, y es cruel. También ha dado con un enfoque muy potente: utilizar sus souvenirs para amenazar a esas mujeres. Darle el toque personal. Lo digo por si no te habías dado cuenta ya —dije. En realidad sólo estaba recapitulando en voz alta. A veces eso ayuda.

Lo que me había dado por hacer últimamente, mi nuevo hábito, era dar vueltas por la habitación. Es probable que hubiera hecho ya diez kilómetros de alfombra en las catorce últimas horas, sin salir de la sala de reuniones de la comisaría del distrito Dos en que nos habíamos recluido. Me dolían un poco los pies, pero así mantenía mi cerebro en funcionamiento. Así, y con caramelos Altoids de manzana amarga.

Aquella mañana habíamos empezado por contrastar los informes criminales de la policía uniformada de los cuatro últimos años, buscando casos que pudieran estar relacionados con éste, con la esperanza de que alguno nos diera la clave que uniera las piezas del rompecabezas. Teniendo en cuenta lo que sabíamos ahora acerca del autor, habíamos repasado las desapariciones de mujeres, los casos de violación y, sobre todo, los de asesinato en que se hubieran dado también mutilaciones. Primero los de Georgetown, y luego los de toda el área metropolitana del D.C.

Para conservar en la medida de lo posible el buen ánimo, habíamos estado escuchando por la radio Las mañanas de Elliot, pero ni siquiera Elliot y Diane nos animaban aquel día, y mira que son buenos poniendo a la gente de buen humor.

Para no dejar cabos sueltos, dimos un segundo repaso, centrándonos en los asesinatos sin resolver en general. El resultado fue una lista de casos potenciales que estudiar que era tan larga como poco prometedora.

Algo bueno sí que había traído el día. Mena Sunderland nos había concedido otra entrevista, en la que había llegado a proporcionarnos algunos detalles descriptivos de su violador.

Era un hombre blanco, que según ella debía de tener cuarenta y tantos años. Y por lo que pudimos deducir de sus comentarios, era atractivo, algo que le costaba admitir.

—¿Saben —nos había dicho— el tipo de atractivo que tiene Kevin Costner, que está bien para tener ya cierta edad?

Sin embargo, para nosotros era un punto del perfil que era importante establecer. Los agresores atractivos contaban con una baza que les hacía más peligrosos todavía. Mi esperanza era que si le dábamos un poco más de tiempo y le prometíamos toda la protección del mundo, Mena estaría dispuesta a seguir hablando con nosotros. Lo que teníamos hasta el momento no era suficiente para diseñar una estrategia policial operativa. En cuanto tuviéramos una descripción que no coincidiera con unas doce mil caras de las que podían verse en las calles de Georgetown, Sampson y yo queríamos poner toda la carne en el asador.

Sampson inclinó su silla hacia atrás y estiró las piernas.

—¿Qué te parece si dormimos un poco y acabamos de darle un repaso a esto por la mañana? Yo estoy que me caigo —dijo.

En ese momento, Betsey Hall entró como una flecha, con aire de estar mucho más despierta que cualquiera de nosotros dos. Betsey era una detective novata, con muchas ganas, pero de las que saben cómo ser útiles sin entorpecerte la tarea.

—¿Sólo habéis mirado los casos de víctimas de sexo femenino al contrastar expedientes? —dijo—. Sí, ¿no?

—¿Por qué? —preguntó Sampson.

—¿Os suena el nombre de Benny Fontana?

A ninguno de los dos nos sonaba.

—Soldado de nivel intermedio, subjefe creo que es el término. Eso era, al menos —dijo Betsey—. Lo mataron hace dos semanas. En un apartamento de Kalorama Park. Concretamente, la noche que violaron a Lisa Brandt en Georgetown.

—¿Y? —preguntó Sampson. Pude notar en su voz la misma impaciencia cansada que yo sentía—. ¿Qué pasa?

—Pasa esto.

Betsey abrió un expediente y desplegó media docena de fotografías en blanco y negro sobre la mesa. Mostraban a un hombre blanco, de tal vez cincuenta años, muerto, tendido de espaldas en el salón de una casa. Le habían amputado completamente los dos pies a la altura del tobillo, y hacía poco.

De golpe, ya no me encontraba tan cansado. La adrenalina corría por mi organismo.

—Dios —masculló Sampson. Los dos nos habíamos levantado y procesábamos las truculentas fotos una detrás de otra; repetimos el proceso un par de veces.

—El informe del forense dice que todos los cortes sufridos por el señor Fontana le fueron practicados ante mórtem —añadió—. Posiblemente con instrumental quirúrgico. Tal vez un bisturí y una sierra. —Su expresión era esperanzada, de cierta dulce inocencia—. Así que, ¿creéis que puede tratarse del mismo autor?

—Creo que quiero saber más —respondí yo—. ¿Podemos conseguir las llaves de ese apartamento?

Ella se sacó un juego de llaves del bolsillo y las agitó entre sus dedos, muy orgullosa.

—He pensado que a lo mejor me lo preguntabais.

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