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CUARTA PARTE Matadragones » 84

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Yaya cogió el teléfono en la cocina, donde estaba reunida la familia preparando la cena de esa noche. Todos teníamos asignada una tarea, desde pelar patatas hasta preparar una ensalada César y poner la mesa con los cubiertos de plata. Pero yo me ponía en tensión cada vez que sonaba el teléfono. Y ahora, ¿qué? ¿Habría dado Sampson con algo sobre el Carnicero?

Yaya habló por el auricular.

—Hola, cariño, ¿cómo estás? ¿Qué tal te encuentras? Ah, eso está bien, cuánto me alegro de oírlo. Ahora te lo paso. Alex está aquí, cortando verduras como si trabajase en un restaurante japonés. Sí, sí, está bastante bien. Y estará mucho mejor cuando te oiga.

Sabía que tenía que ser Kayla, así que me fui a hablar por el teléfono del salón. Al ir a descolgarlo, me pregunté en qué momento nos habíamos convertido en una familia con teléfono casi en cada habitación, por no hablar de los móviles que últimamente se llevaban al colegio Damon y Jannie.

—Bueno, ¿cómo estás, cariño? —Descolgué y traté de imitar el tono meloso de Yaya—. Ya lo tengo. Podéis colgar en la cocina —añadí para la chiquillería, que estaba pegando la oreja e intercambiando risitas desde el umbral.

—¡Hola, Kayla! ¡Adiós, Kayla! —saltaron los niños a coro.

—Adiós, Kayla —añadió Yaya—. Te queremos. Que te mejores enseguida.

Ella y yo oímos un «clic», y entonces Kayla dijo:

—Estoy bien, en serio. La paciente va de maravilla. Casi curada y lista para patear traseros de nuevo.

Sonreí y sentí que me invadía el calor sólo de oír su voz, incluso así, a larga distancia.

—Bueno, da gusto volver a escuchar tu voz de patear traseros.

—Y la tuya, Alex. Y a los niños, y a Yaya. Perdona que no llamara la semana pasada. Mi padre no se encontraba bien, pero ya está mejor él también. Y ya me conoces. He estado trabajando desinteresadamente por el barrio un poco. Ya sabes, odio que me paguen.

Se produjo una pausa momentánea, pero enseguida llené el silencio con preguntas triviales sobre los padres de Kayla y la vida en Carolina del Norte, donde habíamos nacido los dos. A esas alturas, ya se me habían pasado los nervios por la inesperada llamada de Kayla, y volvía a ser yo mismo.

—¿Y cómo estás tú? —le pregunté—. ¿Bien, de verdad? ¿Casi recuperada?

—Sí. Y hay ciertas cosas que tengo ahora más claras de lo que las he tenido en una buena temporada. He tenido mucho tiempo para darles vueltas y reflexionar, para variar. Alex, estoy pensando que… puede que no vuelva a Washington. Quería contártelo a ti antes de hablar del asunto con nadie más.

El estómago se me encogió como si de pronto se hubiera hecho el vacío en él. Ya me olía que se estaba cociendo algo de ese tipo, pero así y todo acusé el impacto de la noticia.

Kayla siguió hablando.

—Hay tanto que hacer aquí… Cantidad de gente enferma, por supuesto. Y había olvidado lo agradable, lo cuerdo, que es este lugar. Lo siento, no me está saliendo muy… no estoy diciéndote esto de la mejor manera posible.

Conseguí colar una pequeña reflexión.

—No se te da bien explicarte. Es un problema que tenéis los científicos.

Kayla suspiró profundamente.

—Alex, ¿crees que estoy cometiendo un error? ¿Sabes a qué me refiero? Claro que lo sabes.

Quería decirle a Kayla que se equivocaba de medio a medio, que debería volver al D.C. cuanto antes mejor, pero me faltó valor. ¿Por qué?

—Mira, lo único que puedo responderte es esto, Kayla: tú sabes qué es lo mejor para ti. Nunca intentaría influirte en absoluto. Sé que no podría hacerlo aunque quisiera. No sé si me he explicado del todo bien.

—Sí, creo que sí. Sólo estás siendo honrado —dijo ella—. Es cierto que tengo que decidir qué es lo que más me conviene. Es mi forma de ser, ¿no? Nuestra forma de ser, la tuya y la mía.

Seguimos hablando un rato más, pero cuando por fin colgamos, me sentí fatal por lo que acababa de ocurrir. «La he perdido, ¿no es eso? ¿Qué es lo que me pasa? ¿Por qué no le he dicho a Kayla que la necesitaba? ¿Por qué no le he dicho que volviera a Washington en cuanto pudiera? ¿Por qué no le he dicho que la quiero?».

Después de cenar, subí al ático, a mi refugio, mi salida de emergencia, y traté de perderme en los restos de los expedientes viejos de la época de la muerte de Maria. No pensé mucho en Kayla. Seguí pensando en Maria, echándola de menos como no lo había hecho en años, preguntándome cómo habría sido nuestra vida si no hubiera muerto.

Hacia la una de la mañana, finalmente, bajé de puntillas al piso de abajo. Volví a colarme en el cuarto de Ali. Sin hacer el menor ruido, me acosté junto a mi dulce niño, que soñaba.

Cogí su manita con mi dedo meñique, y articulé en silencio las palabras: «Ayúdame, cachorrito».

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