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CUARTA PARTE Matadragones » 94

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Michael Sullivan estaba rompiendo las reglas ancestrales y no escritas de la Famiglia, y lo sabía. Y comprendía perfectamente las consecuencias que ello acarreaba. Pero todo este disparate lo habían empezado ellos, ¿no? Habían ido a por él, y lo habían hecho delante de sus hijos.

Ahora él iba a zanjar el asunto, o quizá muriera en el intento. En cualquier caso, lo estaba pasando la hostia de bien, la hostia de bien.

Diez y media de la mañana del sábado, y él iba al volante de una furgoneta de la UPS que había secuestrado hacía menos de veinte minutos. Primero una de la FedEx, luego la de la UPS, así que al menos era un secuestrador paritario. El conductor estaba en la parte de atrás, haciendo lo que podía por recuperarse de un tajo en la garganta.

En el salpicadero había una foto de su novia, o su mujer, o lo que fuera, y la dama era casi tan fea como el conductor moribundo. Al Carnicero no podía importarle menos este asesinato circunstancial. No sentía nada por el desconocido, y lo cierto era que para él todo el mundo era un desconocido, hasta su propia familia, la mayor parte del tiempo.

—Oye, ¿qué tal ahí atrás? —exclamó por encima del ruido escandaloso del traqueteo de la furgoneta. No llegó respuesta de la parte trasera, nada—. Eso suponía, amigo. Pero no te preocupes: el correo y todo eso ha de llegar a su destino. Ni la lluvia, ni la nieve, ni la nevisca, ni la muerte… ya sabes.

Detuvo la gran furgoneta marrón de reparto frente a una casa de campo de medianas dimensiones, en Roslyn. A continuación cogió un par de paquetes de buen tamaño de la repisa metálica que había detrás del asiento del conductor.

Se dirigió a la puerta principal, a paso veloz, apresurado, como siempre había visto hacer a los chicos de marrón en la tele, silbando una alegre melodía y todo.

El Carnicero llamó al timbre. Esperó. Sin dejar de silbar. Representando su papel a la perfección, pensó.

Por el portero automático sonó una voz de hombre.

—¿Qué hay? ¿Quién anda ahí? ¿Quién es?

—UPS. Un paquete.

—Déjelo ahí y váyase —dijo la voz.

—Necesito que me firme, señor.

—He dicho que lo deje, ¿vale? No se preocupe por la firma. Deje el paquete. Adiós.

—Lo siento, señor —dijo Sullivan—. No puedo hacer eso. Lo siento, en serio. Sólo hago mi trabajo.

Esta vez el portero automático no respondió. Pasaron treinta segundos, cuarenta y cinco. A lo mejor le iba a hacer falta un plan B.

Por fin, acudió a la puerta un hombre muy corpulento con un chándal Nike negro. Físicamente, era impresionante, lo que no tenía nada de extraño, dado que había sido jugador profesional de fútbol americano con los New York Jets y los Miami Dolphins.

—¿Eres sordo? —preguntó—. Te he dicho que dejaras el paquete en el porche. Capisci?

—No, señor, la verdad es que soy de origen irlandés. Pero no puedo dejar estos valiosos paquetes sin una firma.

El Carnicero le tendió el albarán electrónico, y el fornido ex futbolista garabateó malhumorado un nombre con el puntero.

El Carnicero lo comprobó: Paul Mosconi, que casualmente era un soldado de la Mafia casado con la hermana pequeña de John Maggione. Esto violaba las reglas más elementales, pero ¿acaso había reglas ya para nada? ¿En la Mafia, en el gobierno, en las iglesias, en toda esta sociedad desquiciada?

—No es nada personal —dijo el Carnicero.

Pop.

Pop.

Pop.

—Estás muerto, Paul Mosconi. Y el gran jefe se va a cabrear mucho conmigo. Por cierto, yo antes era hincha de los Jets. Ahora soy más del New England.

Entonces, el Carnicero se agachó y le rajó la cara al muerto repetidas veces con su bisturí. Luego le abrió la garganta, zis, zas, justo en la nuez.

Una mujer asomó la cabeza por el salón, morena, con los rulos aún puestos, y se puso a chillar.

—¡Pauli! ¡Pauli, Dios mío! ¡Pauli, mi Pauli! ¡No, no, no!

El Carnicero hizo su mejor pequeña reverencia en honor de la viuda desconsolada.

—Saluda a tu hermano de mi parte. Esto te lo ha hecho él. A tu Pauli lo ha matado tu hermano, no he sido yo. —Hizo ademán de marcharse y de pronto se giró de nuevo.

»Ah, te acompaño en el sentimiento.

E hizo otra pequeña reverencia.

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