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CUARTA PARTE Matadragones » 110

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Hacía años que Sampson y yo no íbamos a Massachusetts, desde que estuvimos cazando a un loco asesino llamado «señor Smith», en un caso que llevaba el nombre en clave de «El ratón y el gato». El señor Smith era probablemente el más astuto de cuantos psicópatas habíamos perseguido hasta el momento. Estuvo a punto de matarme a mí. De modo que no eran muy buenos los recuerdos que nos asaltaban yendo en el coche de Sampson desde el D.C. hasta las Berkshires.

De camino, paramos a disfrutar de una cena fabulosa y una tertulia desenfadada en el restaurante de mi primo Jimmy Parker, el Red Hat, en Irvington, Nueva York. Hummm, qué bueno. Por lo demás, era un viaje estrictamente de trabajo. Íbamos solos, sin ningún refuerzo. Yo seguía sin haber decidido lo que haría si encontraba al Carnicero. Si lo encontrábamos; si no había puesto ya tierra de por medio.

Estuvimos escuchando casetes viejos de Lauryn Hill y Erykah Badu y no hablamos mucho de Michael Sullivan, por lo menos hasta que llegamos al final de la autopista de Connecticut y cruzamos a Massachusetts.

—Así que, ¿a qué hemos venido, John? —dije, rompiendo al fin el hielo con el tema.

—A lo mismo de siempre, a perseguir al malo —replicó—. Nada ha cambiado, ¿no? El tío es un asesino, un violador. Tú eres el Matadragones. Yo te acompaño.

—Tú y yo solos, ¿no? ¿No hacemos una llamada a la policía local? ¿No metemos al FBI en esto? Habrás advertido que acabamos de cruzar una frontera estatal.

Sampson afirmó con la cabeza.

—Supongo que esta vez es algo personal. ¿Me equivoco al respecto? Además, el tío merece la muerte, si llegamos a eso, cosa que es posible. Y más bien probable.

—Es personal, es personal. Más personal que nunca. Esto lleva cociéndose mucho tiempo. Ha de acabarse ya. Pero…

—Nada de peros, Alex. Tenemos que pararle los pies.

Seguimos viajando en silencio unos cuantos kilómetros. Pero yo aún tenía que hablar un poco más del asunto con Sampson. Teníamos que establecer algún tipo de protocolo de actuación.

—No pienso ir directamente a cargármelo… si es que está aquí arriba. No soy un justiciero, John.

—Eso ya lo sé —dijo Sampson—. Te conozco, Alex, te conozco como el que más. Vamos a ver cómo va la cosa. A lo mejor ni siquiera está aquí.

Llegamos a la población de Florida, Massachusetts, sobre las dos de la tarde; directamente, fuimos a buscar la dirección en que esperábamos encontrar de una vez a Michael Sullivan. Yo sentía que la tensión iba creciendo dentro de mí.

Nos llevó media hora más localizar la casa, que estaba construida en la ladera de una montaña, sobre un río. Observamos el lugar, y no parecía que hubiera nadie dentro. ¿Le había ido alguien con el soplo a Sullivan otra vez?

Si había ocurrido tal cosa, ¿quién podía haberlo hecho? ¿El FBI? ¿Estaba el tío en protección de testigos después de todo? ¿Le cubría las espaldas el FBI? ¿Le habían avisado ellos de que a lo mejor íbamos a por él?

Entramos con el coche en el centro de la ciudad y comimos en un Denny's. Sampson y yo apenas dijimos palabra mientras despachábamos nuestros huevos con patatas, cosa inusual en nosotros.

—¿Estás bien? —preguntó él al fin, cuando nos hubieron traído los cafés.

—Estaré mejor si le cazamos. Pero esto tiene que acabarse. En eso llevas razón —admití.

—Pues adelante, vamos a ello.

Volvimos a la casa, y poco después de las cinco un monovolumen se metió por el camino de la residencia y aparcó justo delante del porche. ¿Era él? ¿El Carnicero, por fin? Del asiento de atrás salieron tres chavales; luego, una mujer guapa, morena, salió por la puerta del copiloto. Era evidente que los niños y ella se entendían bien. Se pusieron a hacer el bruto en el césped de delante; luego entraron en tropel en la casa.

Yo llevaba encima una foto de Caitlin Sullivan, pero no me hizo falta mirarla.

—Es ella, no hay duda —le dije a Sampson—. Esta vez estamos en el sitio correcto. Ésos son Caitlin y los hijos del Carnicero.

—Nos verá si nos quedamos aquí —dijo Sampson—. Esto no es Cops, y él no es ningún idiota pirado que vaya a dejarse coger.

—Sí, lo tengo en cuenta —dije yo.

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