Cross

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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 37

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Por aquellos días el compañero de Sampson era un detective de veintiocho años llamado Marion Handler, que era casi tan alto como Sampson. Aunque Handler no era Alex Cross, desde luego. Vivía en aquel momento con una animadora de los Washington Redskins de mucho pecho y poco seso, y pretendía hacerse un nombre en Homicidios.

—Yo soy de ascender rápido, tío —le gustaba decirle a Sampson, sin el menor asomo de humor o modestia.

El simple hecho de pasarse el día con el arrogante detective era agotador y deprimente. El tío era corto, sin más; peor aún, presumía de ello aireando sus frecuentes patinazos lógicos.

—Ya me encargo yo de esto —anunció Handler cuando llegaron al porche de entrada de la casa de Giametti.

Cuatro detectives más, uno de los cuales sostenía un ariete, aguardaban ya en la puerta. Miraron a Sampson esperando instrucciones.

—¿Quieres dirigirlo tú? Ningún problema, Marion. Adelante —le dijo a Handler—. El primero que entra es el primero que va al depósito —añadió acto seguido. Y se dirigió al detective que sostenía el ariete—. ¡Échela abajo! El detective Handler entrará el primero.

La puerta de la calle se derrumbó de dos potentes embestidas con el ariete. El sistema de alarma de la casa se disparó con toda su estridencia y los detectives entraron corriendo.

Los ojos de Sampson repasaron la penumbra de la cocina. Allí no había nadie. Electrodomésticos nuevos por todas partes. Un iPod y CD desparramados por el suelo, síntoma de críos en casa.

—Está abajo —dijo Sampson a los demás—. Giametti ya no duerme con su mujer.

Los detectives bajaron a la carrera por unas empinadas escaleras de madera que había en el extremo opuesto de la cocina. No llevaban dentro de la casa más de veinte segundos. Una vez en el sótano, irrumpieron por la primera puerta que encontraron.

—¡Policía metropolitana! ¡Arriba las manos! ¡Ya, Giametti! —tronó la voz de Marion Handler.

Bola de Grasa se levantó en un periquete. Se quedó de pie, encogido en actitud de protegerse, junto al lado más alejado de la enorme cama. Era un hombre barrigudo y peludo de cuarenta y tantos años. Parecía aturdido, como si no se enterara todavía de nada, drogado tal vez. Pero a John Sampson no lo engañaba su apariencia física: ese hombre era un asesino despiadado. Y cosas mucho peores.

Una chica desnuda, muy guapa, de larga melena rubia y piel inmaculada y blanca, seguía en la cama. Trató de cubrir sus pequeños pechos y su zona genital rasurada. Sampson sabía cómo se llamaba, Paulina Sroka, y que era originaria de Polonia. Sampson sabía de antemano que estaría allí, y que se decía que Giametti estaba locamente enamorado de la belleza rubia que había importado de Europa seis meses antes. Según algunas fuentes, Bola de Grasa había matado a la mejor amiga de la chica por negarse a practicar el sexo anal con él.

—No debe tener miedo —dijo Sampson a Paulina—. Somos de la policía de Washington. Usted no está metida en un lío. Lo está él.

—¡Tú cállate la boca! —gritó Giametti a la chica, que parecía asustada y confusa a un tiempo—. ¡No les digas ni una palabra! ¡Ni palabra, Paulie! ¡Te lo advierto!

Sampson se movía más deprisa de lo que uno podría suponer. Arrojó a Giametti al suelo y le puso las esposas como quien ata un novillo en un rodeo.

—¡No digas una palabra! —siguió chillando Giametti, aún con la cara aplastada contra la tupida alfombra—. ¡No hables con ellos, Paulie! ¡Te lo advierto! ¿Me oyes?

La muchacha puso cara de pena y desconcierto mientras se incorporaba sobre las sábanas revueltas, tratando de cubrirse con una camisa de hombre que le habían dado los detectives.

Por fin, habló en el más tenue de los susurros:

—Él obliga mí hacer todo que quiere. Él hace todo malo a mí. Ustedes saben lo que digo yo: todo que se puede imaginar. Casi no puedo andar. Tengo catorce años…

Sampson se volvió hacia Handler.

—Puedes encargarte del resto, Marion. Llévatelo de aquí, anda. No quiero mancharme las manos.

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