Cross

Cross


TERCERA PARTE - Terapia » 50

Página 56 de 131

5

0

Michael Sullivan no podía volver directamente a Maryland, a casa con su familia, no después de lo que les acababa de hacer a Benny Fontana y a su novia. Estaba demasiado alterado, le hervía la sangre. Ante sus ojos desfilaban de nuevo fugaces imágenes de escenas en la carnicería de su padre en Brooklyn: el aserrín almacenado en un gran recipiente de cartón, el suelo de baldosas de terracota y lechada blanca, sierras de mano, cuchillos de cortar huesos, los ganchos de la carne en la cámara frigorífica.

Así que anduvo dando vueltas por Georgetown un rato, buscando lío, a ver si lo encontraba del tipo que a él le iba. El asunto era que le gustaba que sus mujeres fueran un poco estiradas. Le agradaban especialmente las abogadas, las licenciadas en Administración de Empresas, las del tipo profesora o bibliotecaria: le encantaban sus gafas, la ropa abotonada hasta arriba, los peinados anticuados. Siempre tan dueñas de sí mismas.

Le gustaba ayudarlas a perder algo de ese autocontrol y de paso desfogarse él mismo un poco, aliviar la tensión, violar todas las normas de esta sociedad agilipollada.

Georgetown era un buen caladero para él. Casi cada zorrita que veía por la calle tenía ese punto estirado. Tampoco es que hubiera tantas para elegir, al menos a aquellas horas de la noche. Pero no le hacían falta muchas, con una que estuviera bien le bastaba. Y podía ser que ya hubiera dado con ella. Eso creía, en todo caso.

Por su aspecto podía ser abogada ante los tribunales: vestida para impresionar, con aquel elegante traje de tweed. Iba marcando un ritmo acompasado con los tacones sobre la acera: por aquí, por allá, por aquí, por allá.

Por el contrario, las Nike de Sullivan no hacían nada de ruido. Con su sudadera con capucha, no era más que un fulano cualquiera de los que salen a hacer

footing a última hora de la noche por su barrio. Si alguien se asomaba a la ventana, eso es lo que vería.

Pero no había nadie mirándole, ni siquiera la señorita Tweed. «Tweed-tweed —pensó, sonriendo para sí—. Menuda pájara. Error. De ella».

Seguía caminando a paso de ciudad, ligero, con su bolso de piel y el maletín firmemente sujeto bajo el brazo, como si fuera la llave del

Código Da Vinci, y siempre por el lado exterior de la acera: medidas todas ellas inteligentes para una mujer que va sola por la calle a altas horas de la noche. Su único error era no mirar más a menudo a su alrededor, no examinar el entorno. No reparar en el corredor que iba andando detrás de ella.

Y había errores que mataban, ¿o no?

Sullivan se refugió en la sombra al pasar Tweed-tweed bajo una farola. «Bonita delantera y un culo estupendo», observó. No llevaba anillo en la mano izquierda.

Los tacones siguieron marcando su ritmo regular sobre la acera a lo largo de media manzana más; luego aflojó el paso al llegar frente a un edificio de ladrillo rojo. «Bonita casa. Del siglo XIX». Aunque tenía pinta de que la hubieran dividido por dentro en apartamentos más pequeños.

La mujer sacó un juego de llaves del bolso antes siquiera de llegar a la puerta, y Sullivan empezó a medir sus pasos antes de abordarla. Se llevó la mano al bolsillo y sacó una hoja de papel. ¿Un recibo de lavandería? Daba igual lo que fuera.

Mientras ella introducía la llave en la cerradura, y antes de que empujara la puerta para abrirla, le habló con voz amigable.

—Disculpe, señorita. Disculpe ¿Se le ha caído a usted esto?

Ir a la siguiente página

Report Page