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TERCERA PARTE - Terapia » 69

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Le llevó un rato hacerse una idea de cómo eran la residencia de la playa y su entorno inmediato. Dentro no se apreciaba mucho movimiento, pero sí el suficiente para saber que la familia se encontraba en casa: Dante, dos niños pequeños y la que parecía ser —a aquella distancia al menos— la joven y ardiente esposa, una guapa rubia italiana.

Pero no había visitas, ni guardaespaldas a la vista en el exterior. Específicamente, ni asomo de la F mayúscula: la de Famiglia. Eso significaba que el arsenal de que disponían en la casa se limitaría a lo que Dante Ricci guardara a mano. Y fuera lo que fuera, no era probable que rivalizara con la ametralladora de 9 mm que Sullivan llevaba enfundada a un costado. O con su bisturí.

A pesar de que el aire era helado, estaba sudando bajo la chaqueta, y una mancha de sudor había empapado su camiseta allí de donde colgaba el arma. La brisa marina tampoco lo ayudaba a refrescarse. Sólo su paciencia le hacía contenerse. Y lo que a él le gustaba considerar su profesionalidad. Rasgos que sin duda había heredado de su padre, el Carnicero original, que, si no otra cosa, había sido un hijoputa muy paciente. Finalmente, empezó a aproximarse a la casa de la playa. Pasó junto a un reluciente Jaguar negro que había aparcado en una zona pavimentada de ladrillo claro y entró hasta una de las plazas del garaje abierto, ocupada por un Jaguar blanco que se tocaba, trasera con trasera, con el negro.

«Caramba, Dante, ¿un poquito ostentoso, tal vez?».

No tardó mucho en encontrar en el garaje algo que le sirviera. El Carnicero cogió un mazo de mango corto del banco de trabajo del fondo. Lo empuñó y sintió su peso. Bastante adecuado. Muy bonito. Joder, le gustaban las herramientas. Igual que a su viejo.

Tendría que manejarlo con la zurda si quería estar listo para disparar, pero el punto a golpear era bastante grande, así como… bueno, como el parabrisas de un Jaguar.

Se echó el mazo al hombro, puso los pies paralelos, y lo descargó sobre el cristal con la contundencia de un leñador.

Al primer impacto, se disparó la alarma del coche con su chirriante estrépito… exactamente lo que pretendía.

Sullivan se escabulló inmediatamente hacia el patio delantero,

más o menos a media distancia de la carretera. Se apartó de la vista tras un viejo roble rojo que parecía estar fuera de lugar en aquel sitio; igual que él. Tenía el dedo en el gatillo, pero no. No hubo disparos aún. Que Dante pensara que era algún ladronzuelo de poca monta de Jersey. Eso le haría salir corriendo y jurando en arameo.

La puerta mosquitera de la entrada se abrió de par en par al cabo de unos segundos, dando un golpe en la pared de la casa. Se encendieron dos conjuntos de focos.

Sullivan entrecerró los ojos ante tanta luz. Pero pudo ver al amigo Dante en el porche… con una pistola en la mano. En bañador, nada menos; y zapatillas playeras. Musculoso y en buena forma, sí, pero ¿y qué? Menudo chuloputas que estaba hecho, el tío.

Error.

—¿Quién coño anda ahí? —gritó el tipo duro a la oscuridad—. ¡Que quién anda ahí, he dicho! ¡Más te vale echar a correr!

Sullivan sonrió. ¿Era éste el brazo armado de Junior? ¿El nuevo Carnicero? ¿Este macarra repulido en su casa de la playa? ¿En bañador y chancletas?

—¡Hola, no es más que Mike Sullivan! —le respondió en voz alta.

El Carnicero salió al descubierto, hizo una pequeña reverencia y acto seguido barrió el porche de una ráfaga sin que a Dante le diera tiempo de vérselo venir. Claro que, ¿cómo iba a esperárselo? ¿Quién iba a tener los cojones de ir a cargarse a un soldado de la Mafia en su propia casa? ¿Quién iba a estar tan loco?

—¡Esto son los entrantes! —rugió el Carnicero mientras media docena de balas le acertaban a Dante Ricci en el estómago y el pecho. El mafioso cayó de rodillas, lanzó a Sullivan una mirada de furia y a continuación se desplomó de bruces contra el suelo.

Sullivan siguió apretando el gatillo y barrió los dos Jaguars, el del garaje y el de la entrada. Más cristales rotos. Limpias filas de orificios abiertos en las carísimas carrocerías. Qué bien sentaba.

Cuando hubo dejado de disparar, pudo oír gritos procedentes del interior del chalet. Mujeres, niños. Apagó los focos del porche con dos ráfagas rápidas, controladas.

Entonces se acercó a la casa, acariciando el bisturí. Nada más llegar junto al cuerpo, supo que Dante Ricci estaba tan muerto como una caballa hinchada, arrastrada hasta la playa. Aun así, giró el cadáver y le rajó la cara con la afilada hoja una docena de veces.

—No te lo tomes como algo personal, pero no eres el nuevo yo.

Entonces dio media vuelta con intención de marcharse. Dante Ricci había recibido el mensaje, y muy, muy pronto, lo recibiría también Maggione Junior.

Entonces oyó una voz que venía del exterior de la casa. De mujer.

—¡Lo has matado! ¡Hijo de puta! ¡Has matado a mi Dante!

Sullivan se volvió y vio a la mujer de Dante allí de pie, sosteniendo una pistola. Era menuda, una rubia teñida bastante guapa, de poco más de metro y medio.

La esposa disparó a ciegas a la oscuridad. No sabía disparar, ni siquiera era capaz de sostener bien la pistola. Pero tenía algo de la sangre caliente de los Maggione en sus venas.

—¡Vuelve a meterte en casa, Cecilia! —gritó Sullivan—. ¡O te volaré la cabeza!

—¡Lo has matado! ¡Saco de mierda! ¡Cabrón, hijo de la grandísima puta! —Bajó del porche y se adentró en el patio.

La mujer estaba llorando, sollozando, pero iba a por él, la muy mema.

—¡Te voy a matar, capullo! —Su siguiente disparo hizo añicos una fuente de cemento para pájaros, aproximadamente a un metro a la derecha de Sullivan.

Su llanto se había transformado en un aullido agudo. Sonaba más como un animal herido que como nada humano.

Entonces algo se desató en el interior de la mujer, y se lanzó a la carga a través del camino. Pegó un tiro más antes de que Sullivan le encajara dos en el pecho. Se desplomó como si hubiera chocado contra un muro y luego se quedó tendida en el sitio, entre temblores patéticos. A ella también la acuchilló… la sobrina favorita de Maggione. Que los mensajes fueran dos…

Una vez dentro del coche, se sintió mejor, satisfecho de sí mismo. Hasta agradeció el largo viaje de vuelta. Corriendo por la autopista, bajó las ventanillas y puso la música a tope, y cantó las palabras de Bono a pleno pulmón, como si fueran las suyas.

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