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CUARTA PARTE Matadragones » 85

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Los acontecimientos empezaban a precipitarse… para bien o para mal. Michael Sullivan no se había sentido tan motivado ni tan en tensión en muchos años, y lo cierto era que estaba disfrutando de esa sensación de celeridad. Estaba otra vez en danza, ¿no? Diablos, sí, y en plena forma, además. Nunca había estado más cabreado, más centrado. El único problema era que se estaba dando cuenta de que le hacía falta más acción, del tipo que fuera. Ya no podía quedarse en aquel motel sin hacer nada, ni estarse mirando reposiciones de

Ley y orden, o jugando al fútbol o al béisbol con los chicos.

Tenía que salir de caza; tenía que seguir en movimiento; le hacían falta sus dosis de adrenalina a intervalos cada vez más cortos.

Error.

De modo que ahí estaba, de vuelta en el D.C.: justo donde no debía, aunque fuera con su flamante pelo corto y una sudadera azul y plata con capucha de los Georgetown Hoyas que le daba el aspecto de un patético aspirante a

yuppie que se merecía que le partieran la cara y le patearan la cabeza mientras seguía en el suelo.

Pero a la mierda con todo, le gustaban las mujeres de este lugar y, las que más, las del tipo profesional-de-culo-prieto. Acababa de terminar de leer

Villages, de John Updike, y se preguntaba si el viejo Updike sería la mitad de salido que algunos de los personajes sobre los que escribía. ¿No era el mismo cachondo que había escrito

Parejas también? Encima, el tío tenía setenta y tantos años, pero seguía llenando páginas a vueltas con el sexo como si fuera un adolescente que se folla a cualquier cosa que tenga dos, tres o cuatro patas en su granja de Pensilvania. Pero, qué demonios, tal vez él no estaba pillando de qué iba el libro. O tal vez no lo pillaba Updike. ¿Era eso posible? ¿Que un escritor no se enterara él mismo de sobre qué escribía?

En fin, a él le gustaban las mujeres de Georgetown con sus braguitas de fantasía. Lo bien que olían, lo buenas que estaban, lo bien que hablaban.

Las mujeres de Georgetown, ese libro sí que tendría que escribirlo alguien, aunque fuera Johnny U.

Joder, al menos se estaba divirtiendo. Mientras venía de Maryland en el coche, iba escuchando a U2, y Bono gimoteaba algo como que quería pasar un tiempo dentro de la cabeza de su amante, y Sullivan se preguntaba, dejando a un lado toda ñoñería romántica irlandesa, si eso era realmente una buena idea… ¿Tenía Caitlin alguna necesidad de entrar en su cabeza? Decididamente, no. ¿Necesitaba él estar en la de ella? No. Porque tampoco le gustaban los grandes espacios vacíos.

¿Y dónde coño estaba, a todo esto?

Vale, en la Treinta y uno. Llegando a Blues Alley, que a aquellas horas estaba bastante desierta; al contrario que por la noche, cuando abrían los bares por esa parte de Washington y la gente acudía en tropel. Ahora escuchaba a James McMurtry and the Heartless Bastards. Ese CD le gustaba tanto que hasta se quedó unos minutos más en el coche una vez aparcado.

Al final, salió, estiró las piernas y aspiró el aire moderadamente sucio de la ciudad.

«¿Preparadas? ¡Ya estoy aquí!». Decidió atajar por la avenida Wisconsin y ver qué damas andaban por ahí, y tal vez engatusar a alguna para meterse en Blues Alley con ella. ¿Y luego? Qué coño, lo que le apeteciera. Era Michael Sullivan,

el Carnicero de Sligo, un auténtico pirado hijo de puta como no había habido otro en esta bola giratoria de roca y gas. ¿Cómo era aquel viejo verso que le gustaba?

«Tres de las cuatro voces que hay en mi cabeza me dicen: al ataque».

La entrada al callejón por la calle Treinta y uno estaba bañada en un mortecino resplandor amarillo de las luces procedentes de un restaurante italiano llamado Ristorante Piccolo. Muchos de los garitos de moda de la calle M, que era paralela a Blues Alley, tenían aquí detrás las puertas de uso del personal.

Pasó junto a la entrada trasera de una churrasquería, luego por la de un

bistrot francés, y por la de una hamburguesería de algún tipo, que vomitaba humo.

Reparó en que otro tío, que de pronto eran dos, entraba en la calle; y además, venían hacia él.

¿Qué significaba eso?

¿Qué coño estaba pasando aquí?

Pero creía que ya lo sabía, ¿o no? Era el final del camino. Alguien había logrado adelantársele por fin, por una vez. Cazadoras de cuero. Unos tíos corpulentos, fornidos. Desde luego, no eran estudiantes de Georgetown que hubieran pillado un atajo para ir a hincarle el diente a un chuletón en el Steak & Brew.

Dio media vuelta para volver a la Treinta y uno… y vio a otros dos tíos.

Error.

Craso.

Suyo.

Había subestimado a John Maggione Junior.

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