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CUARTA PARTE Matadragones » 98

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Vigilar. Esperar. Hacer puñetas con los pulgares. Otra vez como en los viejos tiempos, pero ahora no resultaba ni mucho menos el coñazo que era entonces.

Mientras Sampson y yo permanecíamos sentados a menos de cien pasos de la casa de Montauk, en el extremo sur de Long Island, me iba entusiasmando ante la posibilidad de detener al Carnicero ya pronto. Al mismo tiempo, no podía evitar la impresión de que algo no iba bien.

Puede que supiera incluso lo que iba mal: a este asesino nunca lo había atrapado nadie. Que yo supiera, nadie se le había acercado siquiera. Así que, ¿por qué creía yo que ahora podíamos cazarlo?

¿Porque yo era el Matadragones y ya había tenido éxito con otros asesinos? ¿Porque un día fui el Matadragones? ¿Porque al final la vida es justa, y habría que coger a los asesinos, sobre todo al que había asesinado a mi mujer? Pues no, joder, la vida no era justa. Eso lo sabía desde que Maria se desplomó y murió en mis brazos.

—¿No crees que vaya a volver aquí? —Preguntó Sampson—. ¿Es eso lo que estás pensando, bombón? ¿Crees que se ha dado a la fuga otra vez? ¿Que se ha ido hace rato?

—No es exactamente eso. No se trata de que Sullivan vaya a venir aquí o no. Creo que puede que venga. No sé qué es exactamente lo que me preocupa, John. Es sólo que tengo la impresión… es como si nos hubieran tendido una trampa.

Sampson hizo una mueca de extrañeza.

—Una trampa, ¿quién? ¿Por qué iban a tendernos una trampa?

—No sé la respuesta, desgraciadamente. A ninguna de estas preguntas tan razonables.

En aquel momento era una sensación visceral. Pero sólo una sensación. Una de mis famosas corazonadas. Que a menudo resultaban ciertas, pero no siempre, no siempre.

Cuando el sol se fue poniendo y empezó a hacer frío, vi a un par de chiflados pescando abajo, en la playa, junto al océano. Podíamos ver el mar desde la arboleda. Los pescadores llevaban trajes de neopreno hasta el pecho, y en esta época del año debían de estar pescando lubinas. Llevaban los anzuelos y las bolsas con los cebos atados a la cintura, y uno de ellos tenía una lámpara de minero muy rara sujeta con cinta adhesiva a su gorra de béisbol. Hacía mucho viento, y cuanto más viento mejor para la pesca… o eso tengo entendido.

Me hacía a la idea de que Sampson y yo también estábamos pescando, siempre pescando cualquier amenaza disparatada que nadara en las profundidades, bajo la superficie.

Y mientras observaba la actividad aparentemente inocente que se desarrollaba abajo, en la playa, uno de los pescadores desapareció bajo una ola y luego se incorporó como pudo para recuperar parte de su dignidad perdida. El agua tenía que estar fría de cojones.

Confiaba en que a Sampson y a mí no nos pasara lo mismo esa noche.

No tendríamos que estar allí; pero allí estábamos.

Y estábamos expuestos, ¿verdad?

Y este asesino era uno de los mejores a que nos hubiéramos enfrentado jamás. Sí, puede que el Carnicero fuera el mejor.

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