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PRIMERA PARTE - Nadie va a quererte nunca como te quiero yo (1993) » 8

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Como cada mañana, llevé a Maria en coche hasta su trabajo en el proyecto de viviendas de Potomac Gardens. Estaba a sólo quince o veinte minutos de la calle Cuatro, de todos modos, y nos permitía pasar un rato a solas.

Íbamos en el Porsche negro, la última evidencia del dinero que hice a lo largo de tres años de ejercicio privado de la psicología, antes de pasarme a plena dedicación al Departamento de Policía del D.C. Maria tenía un Toyota Corolla blanco que a mí no me gustaba mucho, pero a ella sí.

Parecía que estuviera en algún otro sitio mientras avanzábamos por la calle G aquella mañana.

—¿Estás bien? —pregunté.

Se rió y me guiñó el ojo como hacía ella.

—Un poco cansada. Me siento bastante bien, considerando las circunstancias. Ahora mismo estaba pensando en un caso que estuve estudiando anoche, como favor a Maria Pugatch. Se trata de una estudiante de la Universidad George Washington. La violaron en el aseo de caballeros de un bar de la calle M.

Fruncí el ceño y sacudí la cabeza.

—¿Hay otro estudiante implicado?

—Ella afirma que no, pero no quiere decir mucho más.

Arqueé las cejas.

—¿Así que probablemente conocía al violador? ¿Un profesor, tal vez?

—La chica asegura que nada de eso, Alex. Jura que no lo conocía.

—¿La crees?

—Me parece que sí. Claro que yo soy confiada y crédula, eso también. Parece una chica tan tierna…

No quería pasarme metiendo las narices en los asuntos de Maria. No era algo que nos hiciéramos el uno al otro, o al menos nos esforzábamos bastante por evitarlo.

—¿Hay algo que quieras que haga? —pregunté.

Maria negó con la cabeza.

—Estás muy ocupado. Hoy volveré a hablar con Marianne, la chica. A ver si consigo que se me abra un poco.

Un par de minutos después aparqué enfrente del proyecto de viviendas de Potomac Gardens, en la calle G, entre la Trece y Penn. Maria se había presentado voluntaria para venir aquí, dejando un trabajo mucho más cómodo y seguro en Georgetown. Creo que quiso venir porque había vivido en Potomac Gardens hasta los dieciocho, cuando se mudó a Villanova.

—Un beso —dijo Maria—. Necesito un beso. De los buenos. Nada de besitos en la mejilla. En los labios.

Me incliné y la besé; y luego volví a besarla. Nos morreamos un rato en el asiento delantero, y no pude evitar pensar en lo mucho que la quería, en la suerte de tenerla. Y lo que era aun mejor: sabía que Maria sentía lo mismo por mí.

—Tengo que irme —dijo por fin, y se escurrió fuera del coche. Pero luego volvió a asomarse al interior—. Puede que no lo parezca, pero soy feliz. Soy muy feliz.

Y luego ese guiñito suyo otra vez.

Observé a Maria subir hasta arriba de la empinada escalinata de piedra del edificio de apartamentos en que trabajaba. Odiaba verla marcharse, y lo mismo me pasaba, como quien dice, cada mañana.

Me pregunté si se volvería a mirar si ya me había ido. Entonces lo hizo; vio que seguía allí, sonrió y me hizo adiós agitando la mano como una loca, o al menos como alguien locamente enamorado. Luego desapareció en el interior del edificio.

Hacíamos lo mismo prácticamente todas las mañanas, pero yo no me cansaba nunca. Sobre todo de ese guiño de Maria. «Nadie va a quererte nunca como te quiero yo».

No lo ponía en duda ni por un instante.

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