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PRIMERA PARTE - Nadie va a quererte nunca como te quiero yo (1993) » 11

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Al Carnicero le resultó fácil mezclarse con los estudiantes que se pavoneaban por el campus de la Universidad George Washington. Iba vestido con vaqueros y una camiseta arrugada y gris que decía «Sección de Atletismo», y exhibía una baqueteada novela de Asimov. Se pasó la mañana leyendo

Fundación sentado en varios bancos, controlando a las universitarias, pero pendiente sobre todo de si veía a Marianne, Marianne. Vale, era un poco obsesivo. Ése era el menor de sus problemas.

Cierto era que la chica le gustaba y llevaba ya veinticuatro horas vigilándola, y por eso había llegado ella a partirle el corazón. Se había largado y callado la boca. Lo sabía a ciencia cierta, porque la había oído hablar con Cindi, su mejor amiga, sobre una «consejera» con la que se había visto unos días antes. Después había vuelto para una segunda sesión de «consejo», en contra de sus órdenes y advertencias expresas.

Un error, Marianne.

Después de su muy selecta clase de las doce sobre literatura inglesa del siglo XVIII, Marianne, Marianne dejó el campus, y él la siguió, camuflado en un grupo de al menos veinte estudiantes. Supo enseguida que se dirigía a su apartamento. Perfecto.

Podía ser que no tuviera más clases ese día, o bien que tuviera un hueco de varias horas entre clases. Lo mismo le daba una cosa que otra. Había roto las reglas, y tenía que ocuparse de ella.

En cuanto supo adónde iba, decidió adelantársele. Como estudiante de último curso, le estaba permitido vivir fuera del campus, y compartía un pisito de dos habitaciones con la joven Cindi en la calle Treinta y nueve, esquina con Davis. Era una cuarta planta sin ascensor, y no tuvo ningún problema para entrar. La puerta principal tenía una cerradura de llave. Menudo chiste.

Decidió ponerse cómodo mientras esperaba, así que se desnudó, se quitó los zapatos y toda la ropa. En realidad, porque no quería manchársela de sangre.

Entonces esperó a la muchacha, leyó su libro un rato, estuvo haciendo tiempo. En el momento en que Marianne entró en su habitación, el Carnicero la agarró con ambos brazos y le puso el bisturí bajo la barbilla.

—Hola, Marianne, Marianne —susurró—. ¿No te dije que no hablaras?

—No se lo he contado a nadie —dijo ella—. Por favor.

—Mientes. Te dije lo que ocurriría, hasta te lo enseñé.

—No lo he contado. Te lo prometo.

—Yo también hice una promesa, Marianne. Por los ojos de mi madre.

Súbitamente, hizo un tajo de izquierda a derecha en la garganta de la universitaria. A continuación le hizo otro tajo en sentido contrario. Mientras ella se retorcía en el suelo, ahogándose hasta morir, le hizo algunas fotos. Iban a quedarle de concurso, desde luego. No quería olvidar nunca a Marianne, Marianne.

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