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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 26

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Calculaba que mi idea tenía pocas posibilidades de salir bien, y era bastante heterodoxa, desde luego, pero merecía la pena intentarlo si podía salvar algunas vidas. Además, a nadie se le había ocurrido nada mejor.

Así que a medianoche dispusimos unos cuantos micrófonos tras una fila cerrada de furgonetas y coches patrulla aparcados en la acera opuesta de la calle Quince. Como mínimo, impresionaba, y las cámaras de televisión se apresuraron a dar cumplida cuenta de todo, por supuesto.

Luego estuve una hora llevando a los familiares a explicar su caso por los altavoces, a razonar con los hombres del interior del edificio y rogarles que depusieran las armas y salieran a la calle, o que dejaran salir al menos a los trabajadores. Por megafonía se hacía hincapié en que era inútil no rendirse y que muchos de los encerrados morirían si no lo hacían. Algunas de las historias que se contaron partían el corazón, y vi que a más de un espectador se le escapaban las lágrimas oyéndolas.

Los mejores momentos fueron anécdotas: un partido de fútbol que un padre debía arbitrar el domingo; una boda para la que faltaba menos de una semana; una chica embarazada que debía estar guardando cama pero que había venido a suplicar a su novio camello… Los dos tenían dieciocho años.

De pronto nos llegó una respuesta del interior.

Ocurrió mientras una niña de doce años hablaba de su padre, uno de los traficantes. ¡Sonaron disparos dentro del edificio!

El tiroteo duró unos cinco minutos y luego paró. No teníamos forma de saber qué había pasado. Lo único que sabíamos era que las palabras de sus seres queridos no habían logrado conmover a los encerrados.

No había salido ninguno; nadie se había rendido.

—No te preocupes, Alex. —Ned me llevó a un aparte—. Puede que nos haya permitido ganar un poco de tiempo. —Pero no era ése el resultado que ninguno de los dos buscaba. Ni de lejos.

A la una y media, el capitán Moran desconectó los micros del exterior. Parecía que no iba a salir nadie. Habían tomado una decisión.

Poco después de las dos, los mandamases decidieron que el equipo de Rescate de Rehenes del FBI entraría en el edificio en primer lugar. Les seguiría un comando de la policía del D.C., pero sin miembros de Operaciones Especiales. Fue una decisión draconiana, pero ése era el estilo que se llevaba en Washington en aquellos días; tal vez debido al aumento de la actividad terrorista en los últimos años. Se diría que la gente ya no intentaba buscar una salida negociada a situaciones de crisis. Yo no sabía con seguridad de qué lado estaba en ese debate, pero entendía los argumentos de ambos.

Ned Mahoney y yo formaríamos parte de la avanzadilla del ataque.

Nos reagrupamos en la calle Catorce, justo detrás del edificio sitiado. La mayor parte de nuestros hombres se agitaba inquieta, hablaban entre sí, tratando de centrarse.

—Esto está chungo —dijo Ned—. Los chicos de Operaciones Especiales saben cómo pensamos. Incluso que vamos a entrar esta noche, probablemente.

—¿Conoces a alguno? ¿A los de Operaciones Especiales que están dentro? —pregunté.

Ned sacudió la cabeza.

—Por lo general no nos invitan a las mismas fiestas.

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