Cristal

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Cristal

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Esquire. Lo calaron enseguida, por supuesto. Cuando se corrió la voz y le empezaron a hacer preguntas al respecto, quiso hacer creer a la gente que lo había hecho por broma, tratando de echarle la culpa a la revista, por no entender el chiste. Pero no era ningún chiste. Clarence tendía a arrancar la goma de los lápices, a fuerza de mordisquearla, mientras corregía algún texto. No se comía las gomas, se limitaba a morderlas y escupir los pedacitos al suelo, o recogérselos de la lengua y tirarlos. Los lápices quedaban totalmente inservibles una vez les había hecho eso —inservibles, quiero decir, para los crucigramas o cualquier otra cosa que no escribiera uno con absoluta seguridad, porque una vez arrancada la goma el lápiz queda con una especie de rascador metálico en una punta. Sin darme cuenta de que había cogido uno de los lápices roídos por Clarence, a veces trataba de borrar algo y acababa haciendo un agujero en el papel. Era muy enérgica borrando, de modo que a veces abría un agujero bien grande, una especie de cuchillada o desgarrón, de hecho. Así que adquirí la costumbre de tirar inmediatamente a la basura todos los lápices que me iba encontrando en tales condiciones, para no correr el riesgo de ir a utilizarlos más adelante por equivocación. Si me veía hacerlo, Clarence me apostrofaba: «Eh, oye, que ese lápiz todavía sirve perfectamente», aun sabiendo cuánto me irritaba oírlo empezar una frase con «eh». Recuerdo sobre todo una vez. Yo acababa de tirar el último lápiz de la casa, porque él le había arrancado la goma, como de costumbre. Había estado corrigiendo las pruebas de uno de sus relatos, y tuvo que dejar lo que estaba haciendo para ponerse a rebuscar en la basura de la cocina y repescar el palo sin goma que había estado utilizando, todo ello soltando maldiciones por lo bajinis mientras lo hacía. Cuando por fin lo encontró —pringado de salsa de tomate—, se dio la vuelta en mi dirección. Sosteniendo el lápiz muy por encima de la cabeza, como para evitar que se lo arrebatase —parecía un puñal ensangrentado—, me acusó de tenerle envidia porque carecía de pruebas propias que corregir. No tenía pruebas propias que corregir, era cierto, pero no lo envidiaba a él; solo quería evitar agujeros en mis papeles. No siempre me molestó que empezara las frases con «eh»; hubo un tiempo en que no me sonaba tan mal. Cuando habían transcurrido pocas semanas desde el día en que nos conocimos y nos pasábamos todo el rato juntos, merodeando por la ciudad, si quería llamar mi atención sobre algo solía decir: «Eh, Edna», y yo me volvía a mirar. En esta observación sobre mi envidia, incluida la insinuación de que corregir pruebas era una actividad superior a darle a la tecla, tienen ustedes un buen resumen de Clarence. Que fuera capaz de arrancarse con una afirmación así, aun teniendo en cuenta que alguien acababa de provocarlo tirando su lápiz a la basura, pone de manifiesto hasta qué punto estaba lejos de apreciar la diferencia que había entre nosotros.

«Ante el umbral del arte permanezco, deslumbrado y atónito» —así era como me sentía yo, ese era mi único modo de superar la trivialidad de la vida cotidiana, que me resultaba aplastante. Clarence, por culpa de sus orígenes, siempre lo pensé, era incapaz de comprender que el arte pudiera lograr tal cosa; no creo que nunca le sucediera, y, lo mismo que el resto de ellos, fue aborreciendo cada vez más la literatura. Y ahora ha dejado de sucederme a mí. Puedo pasarme horas a la ventana, mirando a los que circulan por la acera, allá abajo, incluso mirando las nubes, puedo pasar horas sin sentirme feliz, pero tampoco triste; abro un libro y me quedo dormida al instante. Ahora la rueda de la rata también chirría, generando una especie de

yiip a cada vuelta que da, siempre en el mismo punto. Durante mucho tiempo estuvimos hablando de irnos al campo, donde «campo» era un concepto negativo: ni bares ni restaurantes ni amigos borrachuzos ni fiestas. Irnos al campo era como iniciar un nuevo capítulo. Clarence no dijo que estaba iniciando un nuevo capítulo, sin embargo, como hizo luego, refiriéndose a Lily. Lo que dijo fue: «Tengo que darle la vuelta a esto», donde por «esto» había que entender su vida. Al final no fuimos al campo, sino a la playa, a un balneario mugriento en el que había pasado tres días con su familia a los nueve años. Era, para casi todos ellos, la primera vez que abandonaban los montes, y también la primera vez que Clarence ponía los ojos en el océano. Solo pudieron pagarse una habitación sencilla en un motel a treinta kilómetros de la orilla: cinco dormían en la habitación y los otros tres en el coche. A Clarence le encantaba contar esta historia, adornada con minucioso detalle, para que la gente se diera cuenta de lo depauperado que vivió de pequeño. Caía en una especie de ensoñación mientras la contaba, con la vista perdida en la distancia, como recitando los acontecimientos de una película que estuviera viendo en ese momento, pero el caso era que cuando acababa, en lugar de entristecerse, la gente se quedaba con la idea de que Clarence había sido muy feliz durante aquellos tres días, a los nueve años. Aquel balneario no tenía vida ni siquiera en verano, supongo, y habían cerrado para todo el invierno cuando llegamos nosotros. Recorrimos la calle principal y descargamos las maletas al llegar al final. Una hora más tarde, Clarence estaba en una cabina telefónica hablando con un amigo suyo de Nueva York, diciendo: «No es un pueblo, son los restos de un naufragio.» Aquel sitio era, ahora puedo decirlo, el perfecto reflejo de nuestro ánimo, como si allí nos hubiera arrastrado una profunda corriente del alma, y no una fantasía infantil de Clarence. En la luz sesgada del sol invernal, la calle mayor tenía el aire desolado de una zona recién evacuada, mientras la recorríamos, el primer día, con aquellas sombras dormidas en las aceras y aquel polvo fino y arenoso traído por el viento. Casi todas las casas estaban cerradas, seguían abiertos al público un pequeño restaurante y la gasolinera. La playa llevaba decenios desapareciendo, ya desde antes de la visita de Clarence, seguramente: una fuerte corriente lateral se había ido llevando la arena hacia el sur, y ya no quedaba más que una estrecha franja de arena con tanta inclinación como la orilla de un río, con unos cuantos tocones de cedro brotando, blancos y muertos por la sal, de la arena. Con marea alta, el océano subía hasta las casas más cercanas a la orilla, casi todas ellas abandonadas, y se arremolinaba en torno a los pilares de sustentación. Según nos contaba la gente, no había año en que las tormentas invernales no se llevaran por delante un par de casas. No ocurrió durante el invierno que pasamos allí, pero sí ardió una de ellas, y otra la derribaron intencionadamente. Desde nuestras ventanas los veíamos demolerla. En un intento de detener la erosión de la arena, habían construido una serie de muelles de madera y de piedra, perpendiculares a la playa y adentrándose bastante en el agua, de manera que cuando iba uno dando un paseo por la playa cada cuarenta o cincuenta metros no quedaba más remedio que encaramarse a un apilamiento de rocas y madera de cresote, incrustada de algas y de diminutos mejillones. Casi todas las viviendas todavía habitadas estaban viniéndose abajo, en ruinas: lo más probable era que sus propietarios se resistieran a meter dinero en unas estructuras tan sometidas a los caprichos de los huracanes. Nuestra cabaña no era grande, pero estaba justo contra el océano: la marea alta lamía la base de la escalera, y el viento silbaba en las ventanas. «Esto es un vertedero», sentenció Clarence al final de nuestro segundo día allí. Yo le dije que me gustaba. Era blanca, con las persianas azules, creo, aunque tal vez me esté confundiendo con otra cabaña, la que alquilamos durante dos semanas de un verano en Falmouth. Todas las mañanas y todas las tardes, si no había marea alta que lo hiciera imposible, dábamos largos paseos por la playa, a lo largo del mar, con frío y con viento, subiendo y bajando muelles, como ya he mencionado, y entre paseo y paseo Clarence se instalaba en la casa, tratando de escribir algo y de no tomarse una copa hasta la hora de la cena.

Anoche llovió, esta mañana ha refrescado. Me eché a la calle cuando despejó, con intención de acercarme al parque, y en el camino estuve a punto de caerme de bruces en la acera. No caí del todo; me noté mareada y me senté en la escalinata frontal de una casa, para no caerme. Ya me ha ocurrido antes. Pero tenía un hormigueo en los pies y en los dedos, y eso no suele suceder, y pensé; «Mala señal.» Me pregunté si no debería soplar en una bolsa. No tenía ninguna bolsa, porque al salir no había previsto que pudiera ocurrir esto, aunque ya me hubiera ocurrido antes, como acabo de mencionar, pero sin el hormigueo, de manera que más me valdrá de ahora en adelante llevar una bolsa encima, por si acaso. Puedo llevar una bolsa de comida para pájaros —que me hace falta, de todas maneras— y vaciarla en la acera si me ocurre antes de llegar al parque. Ya se ocuparán los gorriones de la comida, estoy segura, aunque en aquel momento no hubiera ninguno alrededor. Me pregunto si huelen la comida, como los perros, o la reconocen con la vista. Un grano de mijo tiene que verse pequeñísimo desde allá arriba. Puede que aterricen en la acera a ver qué pasa, a dar unos saltitos, y que sea entonces cuando ven la comida. Si me ocurre en una tienda, no les gustará nada que tire alpiste en el suelo. Aunque, por otra parte, en una tienda siempre tendrán montones de bolsas, y bien pueden darme una. Nunca he respirado dentro de una bolsa. Se me ocurrió en aquel momento solo porque he oído decir que hay que hacerlo cuando te mareas, para eliminar el exceso de oxígeno. Por otra parte, pensé, podría ser que mi mareo se debiera a la falta de oxígeno, y en tal caso sería un error respirar en una bolsa. De modo que me quedé ahí sentada, desamparada y anhelante, hasta que se me pasó aquello, fuese lo que fuese, lo que en otros tiempos la gente llamaba un arrechucho, seguramente. Era como si estuviese oyendo a alguien decir: «A Edna le ha dado otro de sus arrechuchos», dejando entender que todo era cuento. Tengo la impresión de que Nigel pasa ahora más tiempo en su tubo. Me parece que no le gusta que lo estén observando todo el rato. El caso es que apenas lo miro, pero él quizá no lo sepa, porque mis ojos, a cierta distancia, tienen que resultarle muy pequeños. O tiene miedo de que le arroje algo. A mí, en su lugar, no me gustaría vivir en semejante casa de cristal. Sin estar nunca a cubierto de la mirada de Edna, como Edna nunca lograba estar a cubierto de la mirada de Brodt. Me pregunto incluso si sabrá que estas cosas son mis ojos. El edificio acristalado en que trabajaba yo bien podría haber estado hecho de cristal, de arriba abajo, un acuario de cinco pisos. Me vienen ganas de decir que Nigel, al verme, al ver mis grandes ojos escrutándolo a través del cristal, se acuerda de Brodt, aunque, claro, la cosa no tendría el menor sentido. Clarence se puso con una nueva novela. Durante las tres o cuatro semanas siguientes a veces acortaba nuestros paseos para regresar a casa a todo correr, casi saltando por encima de los muelles, gateando, como quien dice, soltando denuestos contra los afilados mejillones y lapas, y yo, al llegar a casa, oía el teclear de su máquina nada más emprender la subida desde la playa, por la escalinata. Esta vez no me enseñaba lo que hacía, pero un día fue a comprar algo de comer y me metí en el cuarto y lo leí, y vi que no era bueno. Cada vez que miraba, en las semanas siguientes, era menos lo que había escrito, y me di cuenta de que estaba dándose por vencido. Escuchando tras la puerta, lo oía darse por vencido, lo oía moverse por la habitación, abriendo libros y volviéndolos a cerrar de golpe, abriendo y cerrando la ventana, levantándose y sentándose, el crujido de la silla, un suspiro, una ráfaga de máquina de escribir y un largo silencio, otra ráfaga y ya era la hora de comer. Esa fue la época que antes mencioné, cuando comía pistachos para no beber y terminaba picando pistachos mientras bebía whiskies con soda. Y también fue cuando tiramos la cabeza de ciervo, la arrojamos a las olas, donde se quedó flotando, solamente con el hocico y la cuerna fuera del agua, una terrible imagen de hundimiento, hasta que se volteó y solo se veía una plancha meciéndose en el agua. Nos quedamos hasta el regreso del buen tiempo. Clarence, tras darse por vencido, pasó varias semanas pescando, desde que salía hasta que se ponía el sol, o casi, de pie en la orilla, sujetando la caña y mirando al mar, y una vez en que salí y me situé a su lado, me dijo, señalando con el dedo: «Ahí al fondo está África.» Ni que decir tiene que no pescaba en el sentido de interesarse en lo que podía capturar o dejar de capturar; me figuro que lo que realmente hacía era mirar cómo se desvanecía su futuro, cómo se iba hundiendo en el horizonte. Lo veo ahora en el recuerdo, desde arriba, como quien mira desde lo alto de un risco, con viento helado, y las palabras que me vienen a la mente son «afligido» y «testarudo». Cocinaba todo lo que pescaba —corviones, rodaballos, pescadillas, rayas, marrajos, peces sapo, corvinas, barbos, anguilas— y se lo comía con amargado entusiasmo. Yo comía arroz con guisantes pálidos de una lata de Le Sueur, y permanecíamos ahí sentados, el uno frente al otro, en la mesa de la cocina, bajo la luz de neón. No recuerdo de qué hablábamos. En una ocasión, cuando acabábamos de conocernos, yo le había dicho que el fracaso era connatural en los artistas, que si no fracasaban era por no ser suficientemente buenos. Pero eso no era de ninguna ayuda, en aquel momento, porque él sabía que el fracaso de los artistas no era el que estaba ocurriéndole a él. Trasladé mi máquina de escribir al cuarto que acababa de abandonar, porque daba al océano y podía estar en mi puesto de trabajo cuando el sol brotaba del Atlántico, lo mismo que hoy, salvo que hoy el océano es una fábrica de helados. Clarence llevaba años engordando; poco a poco me había acostumbrado a considerarlo una persona corpulenta. Su presencia física era dominante y hacía crujir las sillas y los suelos bajo su peso. Una mañana, durante uno de nuestros paseos, el viento se llevó el sombrero de paja que yo llevaba puesto y lo hizo rodar por la playa adelante, y Clarence echó a correr en pos, con zancadas torpes, para atraparlo antes de que se metiera en el agua. Lo consiguió justo a tiempo y, cuando regresaba en dirección a mí, se lo puso en la cabeza, por broma, y yo, de pronto, me di cuenta de lo gordo que estaba. Fue, dicho sea de paso, el día en que anunció, así, por las buenas, que iba a meterse de nuevo a farmacéutico. Fue por eso por lo que de pronto lo vi gordo, seguramente, porque estaba dispuesta a mirarlo con otros ojos. Yo, mientras, adelgazaba: la carne se me fundía en los muslos y las caderas, los pechos se me esfumaban. Cuando paseábamos por la playa juntos, se me ocurría que éramos Cuerpo y Espíritu. Clarence era el Cuerpo. Yo era el Espíritu.

Claro que Poole quizá no haya recogido de la tienda su máquina de escribir; puede, en su zozobra, que no recordara haberla llevado. ¿Cómo me sentiría yo si un día decidiera suicidarme y no lograra encontrar la máquina de escribir? Me desesperaría, supongo. No concibo ninguna situación en que pueda olvidarme de dónde he metido la máquina. Cada vez rechina más. Lo oigo hasta con las orejeras puestas: yiip, runrún, yiip, runrún, yiip, runrún.

He vuelto a pegar a la ventana la foto del león. Si tenemos en cuenta que se tomó en 1964, viene a decirnos algo sobre Clarence, algo diferente de lo que he sugerido antes, cuando observé que era real como la vida misma, esa foto de él con una copa en la mano. En 1964, Hemingway llevaba años muerto y el único que seguía por ahí cazando leones era Clarence, y en ello, me parece, estuvo la tragedia de su vida, que en cierto sentido lo dejaron solo cazando leones, porque apareció en escena cuando ya estaban cerrando el teatro. He dicho tragedia, pero también fue comedia: han apagado las luces, el público ha abandonado el edificio, en los pasillos hay mujeres con pañuelos en la cabeza pasando el aspirador, y en el escenario todavía queda alguien. Lleva botas de cordones y un chaleco de caza y está interpretando muy serio un papel que aprendió en el colegio, aunque con más desgana según pasa el tiempo. De vez en cuando hace una pausa para beber de un frasco. La tragedia fue que su posición en la vida se había vuelto cómica, quiero decir, y él no se había dado cuenta.

Cazando leones, él solo habría sido un buen título para un libro. Para una biografía de Clarence, claro —nunca podría haber sido el título de un libro escrito por el propio Clarence, porque el hombre era incapaz de aplicar la ironía a su propia persona, y tampoco le gustaba que yo la aplicara a cosas que él se tomaba en serio—. Curiosamente, la única cosa a la que yo no aplicaba nunca la ironía —darle a la tecla— él sí la comentaba de modo irónico, llamándola «Edna recordando todo lo pasado». A pesar de su devorador deseo de ser la siguiente revelación literaria, había algo antiguo en Clarence, incluso arcaico —y lo digo sabiendo cuánto le habría molestado—. Y, lo que es peor, resulta imposible considerar arcaico a alguien como Clarence sin recurrir a la ironía. Quizá

antiguo no sea la palabra; quiero decir convencional: las películas de serie B en que trabajaba, los relatos de naturaleza salvaje que a todo el mundo le parecían maravillosos recién publicados, para luego olvidarse de ellos rápidamente, y lo que publicaba en las pequeñas revistas literarias. No siempre estaba orgulloso de ser el tipo de escritor en que se había convertido, y de vez en cuando aún mandaba algo a sitios como

Esquire y el

New Yorker, aunque siempre le contestaban con textos de los que se usan rutinariamente en las publicaciones para rechazar los envíos. En mi opinión, cuando reediten

El bosque de noche no se enterará nadie. Cazando leones él solo: porque a partir de cierto momento yo tampoco fui capaz, metafóricamente hablando, de cazar leones con él, o no estuve dispuesta a hacerlo. No podía estar dispuesta, a partir de cierto momento: eso fue; se había roto algún resorte psíquico, o cosa parecida. Lo que yo le decía a Clarence, cuando se explayaba sobre algún tema, a base de estadísticas, o se ponía a contar conversaciones de alguna de sus fiestas de borrachera literaria, lo que yo le decía era que estábamos asistiendo al final de una civilización, queriendo decir, por supuesto, el final de nuestra civilización, la que tiene sitio para gente como nosotros, como yo y como Clarence, en algún momento. Tras teclear la última frase se me fue la vista al tanque: a Nigel se le estaban saliendo los ojos de las órbitas. Si quisiera escribir un relato infantil, podría empezar: «Cuando la rata vio lo que ella había escrito, se le salieron los ojos de las órbitas de puro asombro.» ¿Puede escribir un relato para niños alguien a quien no le gustan mucho los niños? Yo, supongo, podría hacerlo de terror, porque debe de ser fácil aterrorizar a alguien que no le gusta a uno mucho.

Domingo por la mañana, y no oigo el Empalme, a pesar de que tengo las ventanas abiertas, o apenas lo oigo aguzando el oído, cuando también oigo los compresores, y los pájaros, y las voces de la gente en la calle. A uno de los pájaros, que debe de ser un petirrojo, lo oigo incluso por encima de la máquina de escribir, de lo fuerte que pía, o quizá un reyezuelo. Es la primera vez que oigo un reyezuelo por aquí, si era un reyezuelo. Los que pasan por la calle debajo de mi ventana me oyen darle a la tecla, estoy segura, y ello me recuerda la observación de Capote sobre el libro de Kerouac: «Eso no es escribir, es darle a la tecla.» Lo mismo diría de esto, es de suponer, si siguiera vivo y tuviera ocasión de leerlo. Quería decir, supongo, que la escritura de Kerouac se prolonga indefinidamente, sin propósito alguno. Como si hubiera otra manera de alargarse indefinidamente. Esta mañana volví a marearme, viniendo con el café desde la cocina. Parece haberse hecho costumbre. «Crónico» es el término médico para este tipo de costumbre. Me agarré a la librería y el gesto me hizo derramar casi todo el café. Estuve un rato sentada en el sillón y luego me preparé otra taza, que ahora se me ha enfriado, mientras daba un repaso a lo que quiero describir hoy; un repaso mental, como más arriba dije. Es café instantáneo, que me acostumbré a tomar cuando tenía que ahorrar tiempo, cuando aún acudía al trabajo —lo tomaba crónicamente—, y también me cepillaba el pelo en el autobús, porque siempre iba con retraso, por muy temprano que me levantara. ¿He explicado ya eso? Cuando llegaba tarde, Brodt lo apuntaba en un papel, que luego plegaba y se metía en el bolsillo de la camisa. Tengo afán de tirar cosas, cosas superfluas y cosas que se me antojan una carga y cosas que no son higiénicas, como los libros. Ya he mencionado el moho, seguramente, pero, por si no lo he hecho, a eso es a lo que me refiero cuando digo que los libros no son higiénicos. Por supuesto, hay un cierto sentido en que esto es en realidad un relato infantil, porque se trata de lo que nos ocurrió a Clarence y a mí como consecuencia, al menos en parte, de haber sido la clase de criaturas que fuimos de pequeños, de las vidas que vivimos antes de ser nosotros mismos, cuando ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto. Me voy a echar un rato.

Nada más volver la esquina vi que la tienda ya no estaba allí. El cartel del escaparate decía Ethel - Uñas y cabello, y alguien había limpiado el cristal. Una chica con un aro de plata perforándole una ceja estaba ahí de pie, dándome la espalda cuando entré, situada detrás de un sillón que ocupaba una señora mayor, haciéndole algo en el pelo a la dicha señora, cortándoselo, quizá, aunque no recuerdo haber visto las tijeras. Cuando entré, ambas me miraron en el espejo. «¿Puedo atenderla?», me preguntó la chica, hablándole a mi reflejo. No volvió la cabeza, de modo que aparté la mirada de la chica que estaba detrás del sillón dándome la espalda y le hablé a la que estaba de frente en el espejo. Le dije que estaba buscando al señor que llevaba la tienda de reparación de máquinas de escribir en ese mismo edificio. El reflejo me contestó que no tenía ni idea. «Puede que lo sepa Ethel», dijo. Pero Ethel no iba a estar en todo el día. Le pregunté si tenía un teléfono al que pudiera llamarla, y añadí:

—Vivo muy lejos y no estoy segura de que me vaya a ser posible regresar.

La chica dijo:

—No estoy autorizada a darle el número de teléfono a nadie. —Y luego, dirigiéndose a la clienta del espejo—: O sea que era eso. Viendo tantísima máquina de escribir vieja pensé que esto habría sido una casa de empeños, o algo parecido.

—¿Máquinas de escribir? —dije yo—. ¿Dónde?

La chica de carne y hueso se volvió hacia mí:

—En la parte trasera. Pero ya no están.

A un lado del edificio había un pequeño aparcamiento: charcos de agua en la acera rota, nubes en los charcos. Lo crucé para llegar a la trasera. Plataformas claveteadas, un tablero de yeso roto, latas de pintura vacías, y otros desechos, hacían montón contra una pared. Una lámina de plástico atada me salpicó de agua los zapatos cuando la pisé. El tablero de yeso estaba húmedo y pulposo y se me deshizo en las manos, de modo que ya tenía la ropa y los zapatos empapados y asquerosos cuando había apartado la basura suficiente para ver bien las máquinas de escribir que había detrás: diez o doce, apiladas contra la pared de la tienda, máquinas corrientes y normales, casi todas ellas, muy herrumbrosas. Apoyándome en la pared, pisé con la punta del pie el teclado de una de ellas, y no hubo movimiento. No estaba la IBM Selectric, pero sí la Underwood antigua en que me había fijado la vez anterior, la perteneciente a una persona de apellido largo, que no logré recordar. Le di vuelta a la etiqueta con el pie: era Mary Poplavskaya. Me acuclillé junto a esa máquina y deslicé las manos por debajo, tomé mucho aliento y me enderecé sobre los pies, tambaleándome, y dándome un fuerte golpe en el hombro contra la pared. La máquina no pesaba mucho, para ser una máquina de escribir, pero no podía con ella. Probé a ponérmela en la cadera y luego a echármela al hombro, pero lo que mejor funcionó fue sostenerla abrazada contra el abdomen, aunque ello me forzara a caminar balanceándome mucho. Tuve que parar dos veces para descansar antes de llegar a la parada del autobús, sentándome en el bordillo de la acera, y la segunda vez salió una mujer de la tienda a preguntarme si me encontraba bien. El autobús no iba lleno, y pude poner la máquina en el asiento de al lado. Al llegar a casa la arrojé sobre la mesa de la cocina, o casi, encima de los cacharros del desayuno, y rompí el plato con el conejito pintado. Tenía las manos, la ropa y el interior de los brazos color herrumbre. Mientras me duchaba, el agua teñida de herrumbre que se arremolinaba en torno al desagüe, a mis pies, me recordó la secuencia de las puñaladas en

Psicosis. No hay ninguna Poplavskaya en la guía telefónica.

Me sigue doliendo el hombro. Hoy no voy a darle a la tecla. Esto último lo he tecleado solamente con la mano Izquierda.

Tengo idea de que Ravel, Prokofiev y muchos otros le escribieron al pianista Paul Wittgenstein, que había perdido el brazo derecho en la guerra, unas cuantas piezas para la mano izquierda. Tuvo que ser en la primera guerra mundial. Era hermano del filósofo, de Ludwig Wittgenstein. No sé en qué batalla perdería el brazo: quizá en el frente del Este. No me sé el nombre de ninguna batalla del frente del Este en esa guerra, pero sí el de unas cuentas de la guerra siguiente: Kursk, Smolensko, Stalingrado.

Otra de nuestras extravagancias, tras el viaje a África y después de México, fue un año en Francia, donde pasamos un invierno entero en una casa gigantesca de un pueblo diminuto. Puede que ya haya dicho algo de aquella casa; tan grande era, que empezamos escribiendo en habitaciones separadas. Teníamos cada uno dos habitaciones, una para el sol mañanero y otra para el sol de atardecida. Llegamos a principios de otoño. Transcurridas unas semanas, empezó a hacer un frío helador. La casa no tenía calefacción alguna, solo chimeneas, y a finales de diciembre ya nos pasábamos la mayor parte del tiempo acurrucados junto a la chimenea de la cocina, un recinto largo, con el techo abovedado y un ventanuco al final. Era como vivir en una cueva. Clarence dejó la máquina de escribir y se dedicó a escribir a mano, con los mitones puestos, y todas las tardes, a no ser que lloviera a cántaros, salíamos a dar un largo paseo por el campo. Que yo recuerde, no volvimos a ver el sol desde el momento en que empezó el invierno, pero no puede ser cierto. Siempre recuerdo nuestros paseos entre la bruma o con neblina. El paisaje era un auténtico yermo, una vez caídas las hojas, una extensión monótona, amarronada, sin nada que se pareciera a una elevación del terreno, con los campos desnudos y oscuros tras la cosecha: acres de terreno arado, de terrones, sin un atisbo de vegetación, separados por estrechas filas de árboles bajos y maleza. Nunca pisábamos los campos, si no era para llegar a la siguiente fila de árboles. Al borde del pueblo, visible desde la puerta de la cocina, había un poste de cemento con la inscripción Château-Thierry seguida por un número de kilómetros. He olvidado cuántos exactamente: cuarenta o cincuenta, creo que eran. Ver aquel nombre, Château-Thierry, todos los días, mientras vivimos allí, me hizo pensar mucho en la guerra, quizá por el monumento de la colina donde vi ese nombre por primera vez cuando estaba aprendiendo a leer y donde acabé comprendiendo plenamente que era un sitio donde habían padecido y hallado la muerte muchas personas, en lamentables circunstancias. «Fue algo espantoso», decía Clarence, refiriéndose a aquella guerra. Más espantosos que las imágenes de los soldados muertos, de los árboles arrancados de cuajo, de los caballos muertos, eran los rostros atónitos y la mirada fija de los vivos. A veces atravesábamos un campo para llegar al bosque del otro lado. El barro era pegajoso y tenaz; se nos aferraba a los zapatos, hasta el punto de obligarnos a hacer un alto para despegarlo con un palo. Yo apoyaba una mano en el hombro de Clarence para no perder el equilibrio mientras intentaba limpiarme los zapatos. Cuando se secaba en las botas de los soldados, el barro se ponía más duro que el yeso de París. Sentados en el suelo de las trincheras, lo rompían con la punta de las bayonetas. Cuando alguno recibía un tiro y caía de bruces, los camilleros no sabían quién era al darle la vuelta. Había ratas enormes por todas partes, en las trincheras, comiéndose a los muertos y a los heridos. Clarence me contó que las ratas se metían bajo los capotes de los muertos y abrían túneles en los cuerpos helados, con los dientes, y al levantar un cuerpo para darle sepultura podían saltar de él diez o doce ratas. No teníamos ni ratas ni ratones, en Francia, porque nos entregaron la casa con dos gatos dentro: una hembra gris llamada Chatte Grise y un macho negro llamado Chat Dingue. «Chat Dingue» significa Gato Loco en francés. El barro no llegó a secarse durante el invierno que allí pasamos, aunque, eso sí, a veces se helaba, y en los días más fríos podíamos atravesar los campos sin hundirnos. Todo el tiempo que pasamos en Francia aquel invierno estuve pensando en el sufrimiento de los soldados, que tan poco se parecía a mi manera de sufrir. No sabía cómo compararlo con mi sufrimiento. No sabía cómo medir ninguno de los dos.

Hay una incongruencia. Será porque los hechos del mundo son demasiado grandes para las palabras. La guerra es demasiado grande. Ellas, las palabras, son como insectos diminutos dándose de golpes contra el cristal de una ventana (la «ventana de la mente»), tratando de salir, y fuera está el mundo, grande y tumultuoso. O puede que sea al contrario: son las palabras las que son demasiado grandes. La palabra «amor» es demasiado grande. Puede que la palabra «Clarence» también lo sea. Antes pensaba que el sufrimiento mudo e incoherente de la vida cotidiana era demasiado grande para las palabras. Ahora pienso que las palabras son demasiado grandes para el sufrimiento. No hay palabras lo suficientemente triviales como para expresar lo terrible que es.

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